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INDIA » 6. EL FINAL DE TRAYECTO

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La relación de su padre con Pakistán hubiera podido perjudicarle políticamente; pero Amir dijo que los habitantes de Mahmudabad, un 80 por 100 de los cuales era hindú, jamás les habían mostrado la menor hostilidad, ni a su familia ni a él. Y Amir honraba la memoria de su padre. Su padre era un hombre profundamente religioso, con una vena mística. Detestaba a su casta, dijo Amir.

—Mi padre nunca quiso gobernar. No se resignaba a tener que ser rajá. Le inquietaba pensar que pudiera beneficiarse de ello. Pensaba que los ingresos que se obtienen de las tierras son sucios, porque no los ganas con el sudor de tu frente.

El padre de Amir tenía esa idea desde niño. Se la transmitió su madre. Ella, la madre del padre de Amir, era de una familia de intelectuales musulmanes pobres que consideraban el saber superior a la riqueza.

—El padre de mi padre era maharajá, un hombre con mucha personalidad, pero no era socialista. Se casó en segundas nupcias, y las relaciones entre mi padre y él se pusieron tensas. Sin duda fue entonces cuando mi padre empezó a tener esa actitud ante su casta. Una de las primeras cosas que le oí decir (más adelante comprendería que era una de las enseñanzas de Alí) fue: «No encontrarás riquezas abundantes sin encontrar a su lado los derechos pisoteados de las personas.» Y: «No se toma ningún bocado exquisito que no contenga el hambre de quienes han trabajado por él.»

Yo le dije que esas palabras eran aplicables a los países pobres o feudales. No podían aplicarse a todos los países. Amir replicó:

—En Inglaterra quizá no comprendan qué clase de miseria y de indigencia hay en la India.

Aunque Amir no lo dijo de una forma directa, tal vez fuera la religiosidad de su padre lo que le empujó a luchar por un estado islámico independiente en Pakistán: no solo una patria para los musulmanes, sino un estado religioso. El padre de Amir empezó a llevar ropa confeccionada en casa desde muy joven. En 1936, a los veintiún años de edad, se afilió a la Liga Musulmana, y renunció a la música, que tanto él como el resto de la familia adoraban: la música clásica india, la clásica occidental, la clásica iraní.

Amir nació en 1943. Cuando cumplió dos años, le perforaron las orejas. Era costumbre en los países musulmanes perforarles las orejas a los esclavos, y en el caso de Amir significaba que lo habían vendido al imán: el niño estaba consagrado al servicio de la fe shií. Aquel servicio comenzó pronto. Cuando India y Pakistán alcanzaron la independencia, en 1947, Amir, que por entonces contaba cuatro años, inició una vida errante con su padre y su madre.

—Tras la partición, mi padre abandonó la India. Era un hombre muy comprometido, pero no era político. Justo antes de la independencia estábamos en Beluchistán, en Queta, que había pasado a formar parte de Pakistán. El día de la independencia cruzamos la frontera y entramos en Irán. Fuimos a Zahedán, desde allí a Mashad, en dos autobuses, y después a Teherán. Llegamos a Irak en avión. El séquito nos siguió por carretera. Eso fue en 1948.

A pesar de aquella vida errante, el padre de Amir no sacó dinero de la India. Lo único que llevaba eran libros y alfombras.

—Invitaron a mi padre a regresar a la India con ciertas condiciones: que no participase en la vida pública, que condenase al nizam de Hiderabad y que se pronunciase en contra de la matanza de vacas. Mi padre no podía aceptar esas condiciones. Dijo que estaba dispuesto a comprometerse a no comer carne de vaca a título personal, pero que no podía pronunciarse en contra de la matanza de vacas porque su carne era el alimento más barato para los musulmanes.

Ya en Irak, fueron a Kerbala, aún con pasaportes indios. En Kerbala había tenido lugar la batalla en la que murió Husein, el hijo de Alí; era tierra sagrada para los shiíes. En aquella tierra sagrada, al padre de Amir se le ocurrió la idea —tal vez la hubiera tenido desde siempre— de que su hijo fuese

ayatolá, teólogo shií. En 1950, cuando Amir tenía siete años, lo enviaron a una escuela religiosa de Kerbala. Estudió en aquella escuela dos años. Y después, su padre —que había empezado a ganarse la vida importando té y yute de la India— cambió de opinión, y decidió que Amir debía recibir una educación laica. Según dijo Amir, eso no significaba apartarse del aspecto religioso de las cosas. El propio Alí había dicho: «La mejor forma de culto es la reflexión y el pensamiento, y no existe forma de culto mejor que la reflexión, el pensamiento y el conocimiento.» Antes que Alí, el profeta había dicho: «Adquiere conocimiento si tienes que ir a China.»

Le pregunté a Amir:

—¿A qué se referían con «conocimiento»?

Contestó:

—En una ocasión le preguntaron a Alí: «¿Qué es el conocimiento?» El contestó: «Hay dos clases de conocimiento. Uno es el conocimiento de las religiones.» Y eso es interesante: el plural,

religiones, no la religión. «El otro es el conocimiento del mundo físico.»

En primer lugar pensaron en enviar a Amir a un colegio de jesuitas fuera de la India; pero después decidieron enviarlo, con su madre, a Lucknow; y una vez allí, cuando contaba diez años de edad, ingresó en el colegio angloindio de La Martiniére. Fue entonces cuando Amir —que parecía tan inglés en el salón de la casa de Parveen— empezó a hablar inglés. Fíasta entonces, sus lenguas habían sido el urdu y el persa.

Una cultura sobre otra: porque el niño que iba a La Martiniére sentía, tras haber vivido en Irak, que una parte de su ser era árabe o iraní. Tras las clases en La Martiniére, tenía clase de religión en casa todos los días, en la misma habitación del palacio en la que nos encontrábamos entonces: fresca, con los sólidos muros de ladrillo de la vieja Lucknow, suelo de terrazo y estanterías de libros empotradas en las paredes enjalbegadas, con manchas de humedad.

Las festividades musulmanas y shiíes eran también recordatorios constantes de la fe. Amir se tomó doce días libres durante el Moharrem —«Al director de La Martiniére le pareció muy mal»—, y otros cuatro días para conmemorar el cuadragésimo día después del martirio. Al acabar el Moharrem, otros ocho días, y cuatro más en Ramadán: el mes de la purificación, del martirio de Alí y el comienzo de la revelación del Corán.

Durante aquella época en La Martiniére, Amir vivió en el palacio con su madre, sus dos tías y el hermano de su padre y su mujer. Para protegerlo de influencias funestas, no le permitían ir a ver a otros chicos ni relacionarse con sus familias. Tenía un tutor, un hombre sin hijos, que estaba en el palacio día y noche. Aquel hombre —que también tenía unos conocimientos de urdu y persa que a Amir le parecían extraordinarios— lo seguía «como una sombra», incluso cuando el chico iba al cine o a un restaurante. En La Martiniére, esperaba en el coche, o a la entrada, sentado sobre una alfombra en el suelo, mientras Amir asistía a clase.

—A consecuencia de todo esto me hice una persona reservada, sumamente introvertida. Tenía dificultades para hablar. Si había extraños delante, me resultaba imposible abrir la boca.

»Llevaba filacterias debajo de la camisa, y cuando los chicos del colegio las notaban se burlaban de mí. También llevaba pendientes, en las orejas perforadas: una esmeralda en la derecha y un rubí en la izquierda. Me daba un aspecto muy extraño, y me retorcía los dos lóbulos para esconder las piedras. Me los quité (permitieron que me los quitara) cuando fui a Inglaterra, después de haber terminado el colegio aquí.

Durante todo aquel tiempo, el rajá, el padre de Amir, estuvo viviendo en Irak; pero en 1957, diez años después de la creación de Pakistán, dio un paso que habría de causar muchos infortunios a la familia: el rajá fue a Pakistán y cambió su pasaporte indio por uno paquistaní.

Amir dijo:

—Mi madre se puso muy enferma cuando se enteró de la noticia, aquí mismo. Mi madre es

rani por derecho propio, una mujer muy orgullosa. Jamás intentó sacarle nada a mi padre. También era religiosa. Perdió a su padre y a su madre cuando tenía nueve años. Se puso enferma al enterarse de que mi padre se había ido a Pakistán, porque pensaba que ya había pasado la gran crisis de 1947, y en Mahmudabad no se había alzado ni una sola voz contra mi padre. Nehru lo vio y le pidió que se lo pensara mejor y que conservara el pasaporte indio. Le dijo: «Usted siempre ha actuado impulsivamente. Todos nos alegraríamos de que volviera y recuperase su pasaporte.» Mi padre replicó: «No puede uno cambiar de nacionalidad como quien se cambia de ropa.»

Y en Pakistán no le fue bien al rajá. Tenía pensado dedicarse a la política, pero comprendió que no encajaría allí. Era shií, en un país con mayoría suní; en Pakistán no tenía una lengua local, y era

mohajir, extranjero.

Además, sus ideas políticas habían cambiado. En los años treinta y cuarenta, cuando era muy joven, quería que Pakistán fuera un estado religioso. Después empezó a pensar que debía ser un estado laico. No creía que el ejército paquistaní fuese a respaldar esa política. De modo que se marchó de allí y empezó a viajar de nuevo. Pasó mucho tiempo en la antigua capital imperial, Londres.

A juzgar por este relato, hubiera podido parecer que, en sus campañas en favor de la creación de Pakistán cuando era joven, el rajá había mantenido una actitud irresponsable, que no había previsto las convulsiones políticas ni calculado las consecuencias humanas; que se les exigía a otras personas que pagasen por su fervor musulmán y shií mientras él dejaba abiertas sus opciones personales durante el mayor tiempo posible. Irak, Pakistán, Inglaterra, la India: a todos esos países hubiera podido ir, dada su posición.

Pero cada cual tiene sus propias ideas sobre sus conflictos personales. Sobre aquella etapa errante de la vida de su padre, Amir dijo lo siguiente:

—Verá, yo creo que fue casi una penitencia. Pienso que necesitaba vivir el mismo proceso de verse sin hogar que habían experimentado otras personas cuando se marcharon de la India para ir a Pakistán.

»Yo iba a verlo todos los años. Uno de los libros que me hizo leer fue

Gandhi: la última fase, de Pearey Lal. Le conmovió enormemente que en el momento de la independencia no se viera a Gandhi por ninguna parte. No estaba en Delhi. Estaba en Calcuta, triste y afligido por las tragedias de aquella ciudad. —Las tragedias de los disturbios religiosos de 1946, que señalaron el principio del fin para la ciudad de Calcuta—. Para la forma de sentir de los shiíes, si por un lado hay tristeza y aflicción, y por el otro regocijo, el shií se inclina hacia lo primero.

Cuando Amir terminó el colegio en La Martiniére, sus padres no sabían qué hacer con él. Finalmente, en 1961, cuando tenía dieciocho años, su padre lo llevó a Inglaterra y lo matriculó en un colegio privado. Fue entonces cuando le permitieron que se quitara los pendientes. Camino de Inglaterra, se detuvieron en Líbano, donde el rajá tenía muchos amigos, y después hicieron un viaje por Europa. En París fueron a un casino y a un club nocturno: el rajá quería que su hijo viera cómo eran esos sitios, y que los viera por primera vez en compañía de su padre.

Con dieciocho años, Amir era un poco mayor para un colegio privado; pero pasó tres años allí, hasta que entró en Cambridge para estudiar matemáticas.

—No me trataron demasiado mal en el colegio. Todavía era muy introvertido. Me hice amigo de unos cuantos chicos. Veneraba mi fe. Para mí era una especie de armadura. Para mí, el hecho de que algo sea secreto y personal, de que esté interiorizado, le da una dimensión distinta, le da fuerza. El hecho de que no puedas expresar ni sacar al exterior lo que sientes, intensifica la experiencia, su poder.

Amir iba a ingresar en el Pembroke College, de Cambridge, en 1965. Antes, su padre se lo llevó a hacer un viaje por Pakistán y Oriente Medio. Conocieron a teólogos shiíes, y en Líbano se alojaron en casa de Sayed Musa Sadr.

—Los oí, a él y a mi padre, discutiendo sobre asuntos internacionales, en un idioma y con unas expresiones que más tarde pasarían a formar parte de la revolución iraní y del levantamiento en Líbano. Hablaron de la presencia de potencias occidentales en Líbano, del régimen que había en Irak, represivo, antirreligioso. Hablaron del sha de Irán, de la necesidad de una revolución basada en los principios de Alí, que yo consideraba totalmente utópicos, como le dije a mi padre.

Tras aquella exaltación shií, tras tanto hablar de la revolución y del papel de Alí, sobrevino la catástrofe. Hasta entonces, las acciones y los gestos políticos del rajá no habían tenido grandes consecuencias personales. Todo cambió de la noche a la mañana. En septiembre de 1965, unas semanas antes de que Amir entrase en el Pembroke College, de Cambridge, estalló la guerra entre la India y Pakistán, y todo lo que poseía el rajá de Mahmudabad en la India fue declarado propiedad enemiga. ¿Había previsto el rajá aquellos resultados cuando se hizo ciudadano paquistaní en 1957 o cuando, treinta años antes, empezó a hacer campaña por un Pakistán independiente?

Amir dijo:

—Nuestro palacio de Mahmudabad, el Qila, fue precintado por completo: el lugar en el que yo me había criado, y también mi padre y sus antepasados. No se le permitió la entrada a ningún miembro de mi familia. El gobierno de la India recogió las rentas por mediación del Depositario de Propiedades Enemigas. El curso estaba a punto de empezar en Cambridge. Me llegaron cartas de casa, contándome que la policía armada había rodeado el Qila y había precintado todas las puertas. A pesar de ese terrible golpe, mi familia nunca pensó en trasladarse a Pakistán.

»El Qila estuvo precintado un año y medio, y durante esa temporada hubo dos robos muy importantes. Se llevaron una enorme cantidad de objetos valiosísimos. Por entonces, mi madre y mi tío solicitaron al gobierno que les permitiese cumplir con el Moharrem en el Qila, pues esa era la tradición familiar. Finalmente les concedieron el permiso, a condición de que se recluyesen en dos habitaciones y un cuarto de baño. Aceptaron la condición, y se instalaron en las terrazas. Pero las

imambaras estaban abiertas, y allí era donde realmente se celebraban las ceremonias del Moharrem.

»Yo pasé todo aquel tiempo en Cambridge. Me sentía muy apenado, y eso afectó mi trabajo. Mucha gente no sabía nada de mi pasado. Hablé con mi tutor de la universidad. Para consolarme, leía la vida de Alí. Y ciertos capítulos y versículos del Corán.

Le pregunté qué versículos del Corán eran. Amir dijo, reconstruyendo uno de memoria:

—«Doy buenas nuevas a quienes, no siendo débiles, han sido debilitados.» Un momento, voy a buscarlo. Lo conozco perfectamente. Lo encontraré sin ninguna dificultad.

Se levantó de la mesa a la que estábamos sentados, cubierta con una tela blanca, fue a la habitación contigua y volvió con un librito de tapas azules. Pero no encontró el versículo en aquel libro. Fue a las estanterías de la pared de enfrente, cogió un libro más grande y volvió a sentarse a la mesa. Mientras buscaba en el libro dijo:

—Este verso se repite una y otra vez en la revolución irania.

—A veces decía «iranio» en lugar de «iraní». Al fin encontró el versículo. Primero lo leyó para sus adentros. Vi que se emocionaba. Después me lo leyó en voz alta.

—«Y deseábamos ser clementes con aquellos a quienes tenían oprimidos en la tierra, hacerlos jefes, establecer un lugar firme para ellos en la tierra, y demostrar al faraón y a Hamán y a las multitudes en sus manos las cosas mismas contra las que ellos estaban tomando precauciones.»

Guardó silencio, y dijo:

—Esto da una visión de los shiíes desde la época del imán Alí en adelante. Aquí, «oprimidos» no se refiere a quienes tienen una debilidad inherente, sino a quienes las circunstancias han debilitado y poseen, latente en su interior, el poder de la fe y de la acción.

»En Cambridge lo leía con frecuencia. Es una promesa, una promesa de Dios, ¿comprende? En realidad, se refiere a los hijos de Israel, pero ha servido durante toda la historia de los shiíes como promesa de liberación.

Amir leyó algo más de aquel libro grande, leyó la hermosa impresión de las notas, y dijo:

—Es una de las revelaciones de La Meca. Antes de la huida a Medina. Las revelaciones de La Meca destacan por su poesía.

Yo dije:

—¿Cuando el Profeta era solo profeta?

Amir dijo:

—Eso podría dar a entender que dejó de ser Profeta, y sería una blasfemia.

—¿Antes de ser jefe político, cuando aún no tenía poder temporal?

—Eso está mejor. —Repitió—: Las revelaciones de La Meca son muy conocidas por su calidad poética.

Mientras Amir intentaba resignarse en Cambridge a la pérdida de las propiedades familiares, su padre estaba de nuevo en Pakistán; pero al año siguiente el rajá fue a Inglaterra, a trabajar en el Instituto Islámico de Regent’s Park, y allí se quedó mientras Amir continuaba sus estudios. El rajá tenía entonces la posibilidad, al trabajar en Inglaterra, de volver a ser súbdito británico. De haberlo hecho, hubiera dejado de ser «enemigo» o «extranjero», y el gobierno indio le hubiera devuelto sus propiedades de Lucknow y Mahmudabad; pero prefirió seguir llevando la cruz de su ciudadanía paquistaní, a pesar de las desdichas que causaba a su familia.

El trabajo de Amir en la universidad progresaba. Tras obtener la licenciatura en Cambridge, fue al Imperial College de Londres, y después regresó a Cambridge, a la Escuela de Astronomía.

—Las cosas se apaciguaron. Yo me resigné a la situación que había en casa, y decidí solucionar algunos problemas; pero sigue habiéndolos. El Qila de Mahmudabad está abierto. Yo lo utilizo y lo mantengo, pero sigue sin ser propiedad nuestra. De no ser por lo que ha invertido mi madre, resultaría imposible vivir allí.

En 1971 estalló la guerra indopaquistaní por Bangladesh.

—Fue un golpe del que mi padre nunca llegó a recuperarse. Murió dos años más tarde. Estaba muy apenado cuando murió... Aquel derramamiento de sangre sin precedentes que causó el ejército paquistaní en Bangladesh, y el imperdonable materialismo del país... Le entristecieron terriblemente el tipo de gobernantes y las clases que habían surgido.

Amir llevó el cadáver de su padre al santuario de Mashad, al este de Irán. Cuando Amir era niño, el rajá tenía la esperanza de que su hijo llegara a ser

ayatolá de fama, siguiendo la tradición iraní. No fue así; pero a Amir le conmovió profundamente el viaje a Mashad con el cuerpo de su padre.

—Unos ulemas, los maestros religiosos que conocían a mi padre, anunciaron que había llegado de Londres el cadáver de un

alim, un teólogo shií, un servidor de la fe. Y mi padre fue enterrado justo a la puerta del santuario, en un cementerio en el que estaban enterrados muchos teólogos eminentes. La sepultura tenía carácter temporal; la perpetua sería en Kerbala, en Irak. En 1976, me enteré por los iraníes de que el sha había dado orden de que el cementerio se transformase en parque, y de que existía la posibilidad de que hubieran destruido la tumba de mi padre; pero cuando fui a Mashad vi que, gracias a la intervención del señor Bhutto —el primer ministro de Pakistán: el rajá murió con ciudadanía paquistaní—, habían vuelto a enterrar a mi padre en el interior del santuario.

De modo que, a su muerte, el fervoroso rajá halló al fin una especie de satisfacción. Su pasión política y religiosa había legado a su hijo muchas lenguas, muchas culturas, muchas formas de pensar y sentir. A su hijo le perforaron las orejas para consagrarlo al servicio de la fe, e, indudablemente, Amir había heredado parte de la pasión de su padre; pero, además —en Cambridge y en Londres había cursado estudios de astronomía—, albergaba dudas religiosas.

—Esas dudas comenzaron en el colegio y continuaron en la universidad, y a temporadas se intensificaban; pero mi experiencia en conjunto (que tiene carácter histórico o cultural) está tan profundamente arraigada en mi persona, que es indeleble. Es una especie de proceso dialéctico, en el que la religión y las cuestiones del mundo real despliegan ante mí un sendero, de una forma dialéctica. Acudo a la religión en busca de apoyo para los asuntos mundanos, y eso me lleva otra vez a las dudas, y luego, de nuevo a la religión. Avanzo y retrocedo entre los dos mundos.

(Parecía haber llegado a la idea hindú de los opuestos: la vida mundana, la vida del espíritu,

loukika, vaidhika; pero esa idea no le interesaba.) En Cambridge empezaron a atraerle ciertos aspectos del marxismo. Le atrajo especialmente la tentativa marxista de analizar la historia científicamente; pero era su fe shií lo que lo hacía receptivo al marxismo en un sentido más amplio.

—En mi forma de pensar hay muchos elementos y contradicciones. El aspecto del marxismo que me tentaba era su preocupación por lograr una sociedad justa y más equitativa, sobre todo para los oprimidos, los agraviados y los humillados. Por instinto, me sentía más próximo a Trotski y a Che Guevara, ninguno de los cuales triunfó, aunque su mensaje perduró. Kerbala, ¿comprende? —Kerbala, donde murió Husein, el hijo de Alí—. Así que el cuadro del mundo que me ofrecía el marxismo encajaba en mi cuadro religioso.

Fue esa mezcla de ideas históricas y religiosas lo que lo reconcilió con la prolongada decadencia musulmana en Lucknow.

—Las dos maneras de pensar me infunden ánimos. La histórica me muestra que el destino humano está por encima de esto, de nuestros sufrimientos, de nuestros pequeños problemas. Esa idea del destino humano me demuestra que estamos avanzando realmente hacia un mundo mejor, a pesar de todas las dificultades y todos los enfrentamientos. La manera religiosa me enseña a resistir, a reconciliarme con el plan divino del que forma parte, pero con esperanza y fe en un futuro mejor. El versículo del Corán que le he leído ha servido de apoyo a muchos pueblos del mundo.

»En mi caso, pensaba que me resultaba de gran ayuda el ser shií, porque desde la infancia empecé a conocer personas que habían luchado por unos ideales y habían sido derrotadas, en apariencia por el poder terrenal, y que sin embargo dejaron una huella muy profunda en la historia. Me enorgullezco de que a la mayoría de mis antepasados no les preocupara el éxito material tanto como sus creencias. Me siento muy orgulloso de la vida de mi padre. —Su padre admiraba a Gandhi—. El hecho de que todos sus bienes consistieran en unas gafas, unas sandalias, un cayado, unas cuantas mudas de ropa y libros, lo aproximaba al ideal del jefe político shií, como Alí. Lo que vinculaba a mi padre con Gandhi era que comprendía que la religión podía servir para lograr un gran cambio de conciencia —sobre el mundo y el lugar del hombre en él—, y también para empujar a los hombres a la acción.

Le pregunté qué significaba el palacio de Kaiserbagh para él.

—Se mantiene una especie de vínculo: todos los cambios, todas las cosas que han ocurrido, los antepasados... Es casi como si la casa fuera algo orgánico, vivo.

El ala en la que vivía Amir tenía unos ciento veinte metros de largo por treinta de ancho, y dos plantas. Toda el ala estaba habitada. Le pregunté por el número de criados.

—¡Dios mío, ni los he contado! Desde luego, hay que poner tres cifras si incluimos a los más antiguos y sus familias. Arriba, en la cocina de mi madre, se preparan varias comidas

todos los días para unas cuarenta personas, por término medio. Un gasto enorme. A veces me pregunto si merece la pena. Pero sé que no lo puedo dejar. Tengo una casita en Londres, en Hampstead. Es un refugio. Sin criados.

Regresó en 1978, tras acabar sus estudios en la Escuela de Astronomía, y desde entonces vivía más o menos permanentemente en Lucknow. Después, hacía tres años, empezó a dedicarse a la política del estado. Tras las elecciones de 1985 escribió una carta a Rajiv Gandhi, en la que le recordaba los vínculos entre sus familias y le ofrecía sus servicios. Le sugirieron que presentase su candidatura a las elecciones del estado. No creía que fuera a salir elegido: pensaba que podía haber hostilidad hacia él por el pasado de su padre; pero obtuvo el nombramiento. La única hostilidad que atrajo fue la del hombre al que había desplazado.

—Se crió aquí, en el palacio. Su familia había servido a la nuestra durante tres generaciones. Lo conozco muy bien. Es como de película, como algo sacado de una novela. Antes de las elecciones, venía aquí a diario. Ahora está haciendo todo lo posible para destruirme en todos los sentidos. Es inmensamente rico.

Amir sonreía. Yo dije:

—Da usted la impresión de estar manteniéndose a flote.

Se echó a reír.

—Después de las cosas de que hemos hablado... ¡llegar a

esto!

Esto: el odio de un rival político.

Habíamos hablado largo rato, sentados a una mesa grande, cubierta con un mantel blanco. Detrás de Amir había unas estanterías empotradas, parte de su biblioteca. Su hijo Alí, un niño muy pequeño, no dejó de aparecer en la habitación durante todo el día, y de entrar y salir sin motivo alguno por distintas puertas. Habíamos almorzado, emparedados y pescado frito, no de la cocina de arriba, sino del restaurante Kwality de Lucknow. (Me enteré de este detalle más adelante, por Rashid. Él conocía a los criados del palacio, y los había visto en Kwality cuando fueron a buscar la comida preparada.)

Se estaba fresco en el salón-biblioteca del palacio. Wajid Alí Sha, el último nabab de Oude, proyectó el palacio siguiendo el modelo de Versalles, según decían; pero quizá solo se refiriesen a que tenía pensado edificar mucho. Los muros eran gruesos, construidos con el delgado ladrillo de Lucknow y el mortero especial de cal y piedra pulverizada. La temperatura era tan suave que yo había dejado de pensar en ella; pero fuera estaban el calor y el resplandor de siempre, que se dejaron sentir en cuanto abandonamos la biblioteca y salimos al polvoriento sendero.

Fuera, también estaban algunos de los criados del palacio de los que me había hablado Amir, hombres delgados que, a pie firme y tanto si se reparaba en ellos como si no, hacían constantes gestos de pleitesía, con la mirada clavada en su amo: unos hombres muy distintos de los camareros de restaurantes o el personal de un hotel, o incluso del principal club de Lucknow, hombres forjados por la seguridad, la holganza y el rancio protocolo de la vida palaciega.

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