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INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

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Despertar a la historia era dejar de vivir instintivamente. Era empezar a verse a sí mismo y al propio grupo como los veía el mundo exterior, y conocer una especie de rabia. La India estaba llena de esa rabia. Había habido un despertar general; pero todos despertaban en primer lugar a su grupo o comunidad; todo grupo se consideraba único en su despertar, y cada grupo trataba de distinguir su rabia de la rabia de otros grupos.

Todos los días, los periódicos publicaban sencillas notas oficiales sobre los acontecimientos en el Punjab: tantos muertos a manos de los terroristas sijs; tantas personas detenidas por dar cobijo a terroristas; tantos terroristas muertos a manos de la policía; tantos «intrusos» del otro lado de la frontera de Pakistán muertos.

En las amplias calles y glorietas de Nueva Delhi había recordatorios del problema en el norte. Ponían barricadas por la noche. A trechos, bajo los árboles, había sacos terreros, fusiles y policías. En algunas zonas, había policías cada ciento cincuenta metros o así. En la ciudad que Vishwa Nath recordaba vacía y adormilada cuando era niño (y donde los árboles debían de ser poco más que pimpollos: tan solo el sueño de una Delhi nueva), el terrorismo había llevado a la creación de aquel aparato policial, tan nuevo como efectivo.

Las tropas británicas que vio el corresponsal William Howard Russell en el cerco de Lucknow estaban compuestas fundamentalmente por escoceses de las Tierras Altas y sijs. Hacía menos de diez años, los sijs habían sido derrotados por el ejército cipayo de los británicos. Después, durante el motín, los sijs —que todavía vivían tan instintivamente como otros indios, que todavía libraban las guerras internas de la India, prácticamente sin ninguna idea sobre el orden imperial y extranjero al que servían— estaban del lado británico.

Durante el ataque a Lucknow ocurrió algo que estomagó a Russell, hombre curtido y endurecido degustador de la guerra. Uno de los palacios de Lucknow —«la casa amarilla» del hipódromo— sufría un ataque de soldados sijs. Los defensores contraatacaron con arrojo; en un momento dado, mataron a tiros a uno de los oficiales británicos de los sijs. Cuando saltaba a la vista que los defensores tenían intención de luchar hasta el final, los soldados atacantes se retiraron, llevaron la artillería y la casa amarilla fue bombardeada con obuses y granadas. Los defensores eran valientes, decía Russell; deberían haberles dedicado baladas. Pero en Lucknow no se les mostró la menor piedad. A quienes sobrevivieron al bombardeo los sijs los pasaron a bayoneta y los mataron rápidamente: a todos menos a uno. Por la razón que fuera, arrastraron a aquel hombre por los pies, le dieron de bayonetazos en la cara y el pecho, y después lo pusieron en una hoguera. El hombre se debatió, torturado; medio abrasado, logró levantarse e intentó escapar; pero los sijs lo empujaron contra las llamas con las bayonetas hasta que murió. En una nota a pie de página, Russell dice —un toque característico— que vio los huesos carbonizados en el suelo unos días después.

A Russell le contaron que durante la guerra del Punjab los sijs mutilaban a todos los prisioneros que cogían. De modo que los bayonetazos y la cremación del hombre que —posiblemente— había matado a su oficial quizá no fuera más que su costumbre. Quizá formara parte de la barbarie del país, o simplemente de la barbarie de la guerra. A Russell le encantaba la guerra, pero no se hacía ilusiones respecto a ella. «Por caballerosos que sean los términos en los que se libre la guerra, siempre tendrá un toque asesino», escribió.

En la crueldad sij de la batalla de Lucknow debió de existir un deseo de desquite de los «pandies» que habían ayudado a derrotarlos hacía menos de diez años. Debió de existir un deseo de desquite contra los musulmanes compartido aun por más personas. Y tenía lógica histórica que los sijs hubieran ayudado a la extinción del poder musulmán en Lucknow y Delhi, porque la religión sij surgió a consecuencia de la angustia provocada por la persecución musulmana de los hindúes en 1500, en la misma época del último viaje de Colón al Nuevo Mundo.

En el rebaño hindú siempre se habían dado revoluciones contra la ortodoxia de los brahmanes, según dijo Vishwa Nath; y cada uno de los que se rebelaba creaba una secta con sus propias rigideces. Buda se rebeló; se rebeló el gurú Nanak, el primer gurú de los sijs. Dos mil años separaban las dos rebeliones, y por diferentes causas. La rebelión de Buda fue espoleada por su meditación sobre la fragilidad de la carne. La rebelión o ruptura del gurú Nanak fue espoleada por los horrores de las invasiones musulmanas, los horrores a los que nadie podía ver acabarse en aquella época.

La iluminación del gurú Nanak era la del camino intermedio del quietismo: que no había ni hindúes ni musulmanes, que podía darse una mixtura de creencias. Sin embargo, el islam tiene artículos de fe fijos, normas fijas, omnipresentes: no hay lugar en él para las especulaciones y los pactos al estilo de Nanak. La «ley» islámica podía imponerse en su totalidad en cualquier momento, y cien años más tarde, en la época del quinto gurú sij, comenzaron las persecuciones y los martirios a manos de los mogoles. Casi cien años después de eso, en la época del décimo y último gurú, la religión adquirió su forma definitiva, y los sijs adquirieron su aspecto distintivo: el pelo que no debía cortarse, y que debía envolverse con un turbante, la especie de calzoncillos que debían llevar, y un cuchillo, de modo que, con estos emblemas íntimos, un hombre recordaba quién era todos los días.

Con el declive del poder mogol en la primera mitad del siglo xviii crecieron el poder y el número de los sijs. En el estragado norte de la India, en el ínterin entre la caída de los mogoles y la llegada de los británicos, hubo durante un breve intervalo un reino sij, Ranjit Singh. Ese fue el reino que derrotaron los británicos con la ayuda de «Pandy» en 1849. Pero aquella derrota no supuso una gran humillación; hubiera podido decirse que aquella derrota impulsó a los sijs.

En el momento culminante de su imperio, los británicos sentían gran indiferencia por los indios. Incluso en 1858, en el transcurso del motín, Russell observó aquella despectiva actitud británica hacia los soldados sijs que luchaban de su lado. Pero al incorporarse a la India británica, los sijs obtuvieron ventajas inconmensurables. Ganaron un siglo entero de desarrollo. Sin la relación con los británicos, el noroeste de la India —suponiendo que no hubiera habido más guerras religiosas o regionales— hubiera podido ser no más que Irán hasta el petróleo, o que Afganistán: pobre, con un gobierno despótico, intelectualmente inferior, con un retraso de cincuenta, sesenta o más años con respecto al resto del mundo.

La independencia y la partición de la India perjudicaron a los sijs: tuvieron que marcharse de Pakistán a millones. Pero una vez más, como tras ser derrotados por los británicos, se recuperaron rápidamente. Con la economía en expansión de una India independiente y en proceso de industrialización, con un extenso país en el que podían ejercer sus habilidades, a los sijs les fue muy bien: mejor que nunca. Llegaron a ser el grupo amplio más próspero del país; se contaban entre los dirigentes en todos los terrenos. Y después, a finales de los setenta, su política, siempre sectaria, tribal y provocadora, se confundió con un fundamentalismo sij predicado por un joven de sencillo origen campesino, un hombre que nació el mismo año de la partición. Entonces se inició la cadena de acontecimientos que desembocaría en el presupuesto diario de noticias sobre los terroristas en los periódicos, y de policías vestidos de caqui con ametralladoras en las verdes calles de Nueva Delhi.

Durante ciento cincuenta años o más, la India hindú —en respuesta a los Nuevos Conocimientos que habían llegado a ella con los británicos— fue testigo de movimientos reformistas. Durante ciento cincuenta años se sucedió una extraordinaria serie de dirigentes, maestros y sabios, no superados por ningún país de Asia. Formaba parte del lento ajuste de la India al mundo exterior, y desembocó en el dinamismo intelectual que experimentó a finales del siglo xx: prensa libre, constitución, preocupación por el derecho y las instituciones, ideas de moralidad, buena conducta y responsabilidad intelectual como algo distinto de las obligaciones religiosas. Con un grupo tan pequeño como el de los sijs, en el que las peculiaridades de vestimenta y aspecto eran importantes, no podía existir esa vida intelectual interna; ni siquiera era posible la idea de tal vida. La religión alcanzó su forma definitiva con el décimo gurú, y él proclamó el fin de la estirpe de los gurús. Una religión así no admitía reformas; las reformas la hubieran destruido. Un nuevo maestro únicamente hubiera podido reafirmar sus leyes fijas e intentar reavivar el antiguo fervor. Así fue como el grupo más avanzado de la India fue arrastrado por un maestro de aldea a un pasado más sencillo.

El predicador se llamaba Bhindranwale, como su aldea. Su nombre era Jarnail; se decía que era una corrupción de la palabra inglesa «general». En su primera aparición, lo alentaron los políticos del Partido del Congreso de Delhi, que querían utilizarlo para destruir a sus rivales en el Estado. Al parecer, eso le hizo aficionarse al poder político. La palabra más utilizada —por admiradores y detractores— para definir a Bhindranwale en aquella encarnación es la de «monstruo». El santo se convirtió en monstruo. Se trasladó —prácticamente lo ocupó— al Templo Dorado de Amritsar, el sanctasanctórum de los sijs, construido por el quinto gurú (más o menos coetáneo de Shakespeare). Fortificó el templo, utilizando su inmunidad como lugar sagrado y con un concepto medieval de las dimensiones de las cosas, quizá el concepto de un aldeano sobre una rivalidad secular entre aldeas, le declaró la guerra al Estado. Para servir a Bhindranwale y a la fe, la gente empezó a acometer la misión de matar hindúes. Paraban autobuses y mataban a los pasajeros. Los que iban de paquete en motocicletas ametrallaban gente en las calles. La conmoción y el dolor resultantes debieron de reafirmar a los terroristas en su idea de poder, debieron de reafirmarles en la ilusión de que solo a ellos les estaban abiertas las puertas de la acción, y de que —como en un cuento de hadas— todos estaban bajo los efectos de un hechizo, que los volvía pasivos.

Por último, el ejército atacó el templo. Lo encontraron mejor fortificado de lo que pensaban. La acción duró una noche y un día, y hubo muchas bajas, entre soldados, defensores y peregrinos del templo. Tanto hindúes como sijs se dolieron por la violación del lugar sagrado; los hindúes también entonaban preces allí. Los oficiales de policía demostrarían más adelante que había otra manera, más limpia, de aislar el templo; pero, en su momento —enfrentarse a una situación novedosa: una insurrección asesina dirigida desde el sanctasanctórum de un lugar sagrado—, la actuación del ejército, a pesar de su dureza, parecía la única manera posible.

El daño estaba hecho. Después, una etapa tras otra, fue desarrollándose la tragedia. Para vengar la profanación, la señora Gandhi fue asesinada por varios de sus guardias de seguridad. Y de nuevo dio la impresión de que los hombres que habían planeado el asesinato no habían entendido que su acto tendría consecuencias, que al hacer aquello pondrían en peligro a su comunidad: los sijs fueron acallados en toda la India. Hubo disturbios tras el asesinato. Los más terribles tuvieron lugar en Delhi, donde murieron centenares de personas. Del gran incendio de 1984, aquellos incidentes terroristas del Punjab, en la frontera con Pakistán, quedaron como rescoldos.

Para la mayoría de la gente, lo que había ocurrido en el Punjab era una tragedia espantosa, y no fácil de comprender. Desde fuera, daba la impresión de que los sijs habían hecho recaer aquella tragedia sobre sí mismos, provocando agravios con su gran éxito en la India independiente. Era como si existiera un defecto intelectual, o emocional, en la comunidad, como si en su ascenso, rápido e ininterrumpido, durante el último siglo, se hubiera producido un desequilibrio entre sus logros materiales y su vida interna, de modo que, aunque por un lado fueran tan emprendedores y avanzados, por otro lado se mantuvieron apegados a sus orígenes tribales y regionales.

Algo le pasó a un neumático del coche que había alquilado en la carretera de Chandigarh. No era solo un pinchazo. Además, la rueda, demasiado vieja, con demasiados parches, se rajó formando un arco que ocupaba la mitad de la superficie. Chandigarh estaba a más de tres horas de camino, y las demás ruedas no tenían muy buen aspecto. No tenía sentido arriesgarse; había que arreglar el neumático estropeado antes de continuar. Pero encontramos ayuda cerca. Había una parada de camiones punjabíes a poca distancia carretera abajo —la veíamos desde donde nos habíamos parado—, y tras haber cambiado la rueda fuimos allí.

La parada de camiones era un patio polvoriento con cobertizos de ladrillo por tres lados. Algunos cobertizos estaban cercados, otros abiertos. Unos anuncios de neumáticos Apollo clavados a un muro daban un aire de seguridad técnica al lugar. Al fondo y a los lados del patio había sembrados de trigo maduro; a un lado había una zanja de agua negruzca, estancada. Los conductores, con y sin turbante, estaban sentados sobre el polvo en hamacas en medio de los cobertizos al descubierto, tomando té. El té se preparaba en una cocina al aire libre en la parte trasera (un montón de humo azul por encima de hogares de tierra negros), y lo servían dos chicos con pantalones largos y camisas indias de faldones largos, muy sucias (y posiblemente imposibles de limpiar).

Mientras el conductor del coche que había alquilado empujaba la rueda con el neumático rajado, los vehículos pasaban rugiendo y chirriando, y el humo pardo de los escapes sin amortiguador se mezclaba con el polvo de la acera. Sorprendentemente, dentro del neumático rajado había una cámara de aire. No había visto nada igual desde hacía años. Sobre aquella cámara se acuclilló el conductor, un sij sin turbante, junto con el mecánico, y tras haber inflado la cámara la metieron en agua, en un barreño de plástico rojo. (Había otro barreño de plástico rojo con vasos de cristal y gruesas tazas de loza en remojo sobre un poyete a la entrada del cobertizo de la cocina.) Encontraron el problema de la cámara, secaron y rasparon la zona, aplicaron una solución adhesiva y le pegaron una venda. Aquel proceso me devolvió a mi infancia; me hizo pensar en cómo arreglábamos los pinchazos de las bicicletas; creía que era algo que había desaparecido de mi vida para siempre.

Tras bajar de la grasienta plataforma de ladrillos, en la que habían estado arreglando la cámara el conductor y el mecánico, eligieron, de entre una pequeña colección, un neumático tan usado que habían acabado por desecharlo. De ese neumático cortaron dos tiras, una de la parte más delgada, la otra de la más gruesa. A continuación acoplaron ambas al neumático por donde se había rajado; también encajaron la parte interna de la cámara reparada, rosa, desinflada y fofa, y a continuación, el conductor y el mecánico lo unieron todo a fuerza de martillazos y mazazos, inflaron el neumático y lo bambolearon con aire profesional unas cuantas veces sobre la tierra ennegrecida de grasa. Por último, con una expresión más de satisfacción que de irritación por el accidente, Bhudinper, el conductor, giró el morro del coche hacia Chandigarh y no paramos hasta llegar allí.

Pasaban vehículos de todas clases: autobuses, camiones con cargas imponentes, taxis colectivos de tres ruedas, cada uno de ellos abarrotados con unas veinte personas (eso conté), carros tirados por muías, tractores con remolques, algunos remolques con cargamentos de sacos de paja desbordantes, o con troncos colocados de través, de modo que ocupaban mucho más espacio de la carretera de lo que se pensaba desde lejos. Daba la impresión de que las cargas no tenían límites. Se consideraba que el metal, al ser metal, podía soportar cualquier cosa que se cargase sobre él. Muchas bicicletas circulaban con dos o tres personas: el ciclista propiamente dicho, alguien en el travesaño y otra persona en el portaequipajes. Una motocicleta podía llevar a una familia entera: el padre en el sillín delantero, un niño entre los brazos, otro detrás agarrado a su cintura, la madre en el portaequipajes, sentada de lado, con el hijo más pequeño.

En la India, siempre esa sensación de aglomeración, de vehículos y servicios estirados hasta el máximo: los trenes y aviones nunca lo suficientemente frecuentes, ninguna carretera con la suficiente anchura, todas con la necesidad de dos o tres carriles más. Los camiones sobrecargados iban a menudo tan pegados los unos a los otros como los vagones de un tren de mercancías, y a veces —parecía depender del humor o las necesidades locales de los conductores— coches y carros circulaban en dirección contraria. Constantemente sonaban bocinas y cláxones, de motocicletas, coches y camiones, raramente airados. La atmósfera era más bien festiva, como de cortejo nupcial.

Cuando la vi por primera vez, en 1962, Chandigarh era una ciudad completamente nueva. La habían construido como capital de lo que por entonces era el Estado del Punjab. Era una ciudad vacía, todavía con una sensación de artificialidad, en 1962. Estaba llena de turistas punjabíes, que correteaban por entre las modernas torres de cemento que había construido Le Corbusier para la Asamblea del Estado, el Tribunal Supremo y la Secretaría. La ciudad ya era algo pleno, totalmente construido. Se la disputaban los dos estados en los que se había divido el Punjab.

Las torres de cemento sin enlucido de Le Corbusier, tras veintisiete años de sol y monzones punjabíes y de inviernos subhimalayos, tenían un aspecto sucio y enfermizo, y aparecían como estructuras bastante sosas, con una ostentación superpuesta: arquitectura megalomaníaca: las personas reducidas a unidades, la individualidad reservada tan solo para el arquitecto, que había impuesto sus ideas sobre el color en un desmesurado mural mironiano en uno de los edificios, e impuesto también su propia iconografía con una mano gigantesca en una extensa zona llana de pavimento de cemento, que debía de resultar insufrible en invierno, en verano y durante el monzón. La India había alentado a otro intruso a construir un monumento dedicado a sí mismo.

La hierba crecía entre los bloques del pavimento. Unos policías armados custodiaban los edificios por la noche; expulsaban a los visitantes. Las gentes de Chandigarh, siguiendo una tendencia india más natural, paseaban por la tarde a orillas del lago, lejos de los espantosos edificios públicos. La ciudad por la que peleaba la gente carecía de centro y de corazón.

Pero el aire era limpio. Aún hacía fresco; hacía frío por la noche. El jardín del hotel estaba lleno de flores, y las grandes extensiones de césped rapado, empapadas por una gruesa manguera todos los días, eran de un verde brillante.

Gurtej Singh tenía fama por ser un sij que se había retirado del Servicio Administrativo Indio —la categoría más elevada del funcionariado indio— por su dedicación a la causa sij. Me lo describieron como una persona que me aportaría cierta comprensión de la alienación sij. Vino al hotel varias mañanas, después de haber llevado a su hija de dieciséis años al colegio al que asistía en Chandigarh, y hablamos. Yo no sabía por entonces que había conocido a Bhindranwale; que había vivido en la clandestinidad durante cuatro años tras el ataque al Templo Dorado en junio de 1984; que lo acusaron de sedición y continuaba técnicamente en libertad bajo fianza.

Tenía cuarenta y un años, era alto, de algo más de uno ochenta, delgado, con ojos sombríos, penetrantes. Iba esmeradamente vestido, con colores pálidos. Sus modales y su apariencia exhalaban cierta elegancia: no había nada en él de los comilones punjabíes o sijs. Costaba trabajo creer que fuera de familia campesina y que se hubiera criado en una aldea, y que fuera el primero de su familia que había recibido algo parecido a una educación académica.

La primera vez que vino, quería hablar sobre la importancia del agua. Punjab dependía de las aguas de sus ríos; no le gustaba compartirlas con otros estados. Según dijo, desde 1947 había muerto más gente peleándose por el agua que durante las revueltas de la partición. «El problema del agua es la esencia misma del asunto.»

Pero tuve oportunidad de oír hablar del agua a muchas otras personas. También me dio la impresión de que era una simplificación, algo que sacar a relucir en un primer encuentro. El fundamentalismo y la alienación debían de haber obedecido a otras razones; y en aquel primer encuentro con Gurtej, me interesaba más comprender cómo había concebido tales ideas.

Las primeras ideas se las había transmitido su abuelo, me dijo. También había recibido de su abuelo la idea de «caballerosidad».

—Nosotros no tenemos muchos rituales. Mi abuelo me enseñó la forma de oración más sencilla. Es una oración sencilla por el bienestar del mundo entero. Duraba entre media hora y cuarenta y cinco minutos. Mi abuela se levantaba todas las mañanas para hacer las tareas de la casa (entre otras, batir la leche), y mientras trabajaba repetía incesantemente las oraciones. No era culta, y solo recordaba las cosas que había oído, los pareados más sencillos de las escrituras.

»Se levantaba a las cuatro. Cuando se levantaba, yo ya no podía seguir durmiendo, y poco a poco empezaron a interesarme aquellas oraciones suyas. Mi abuelo rezaba con más ceremonia. Se lavaba por la mañana y se sentaba con el libro sagrado en las manos. Tenemos una versión pequeña, con las oraciones cotidianas, y él la llevaba siempre consigo. Lo último era el

ardas, el final de la oración, la súplica.

»Mis padres vivían en otra aldea. Como allí no había colegio, tuvieron que enviarme a la aldea de mis abuelos, donde teníamos un colegio al lado de casa. Asistí a ese colegio hasta que fui suficientemente mayor como para ir a Dehra Dun, un internado.

Quería saber algo más sobre la «caballerosidad» del abuelo.

Gurtej se quedó pensando. Empezó a recordar; sus penetrantes ojos se dulcificaron.

—Siempre vestía debidamente, con ropa limpia y turbante blanco. Siempre llevaba reloj. Estaba pendiente de la hora, algo que no le ocurría a nadie más de la aldea. Era un hombre progresista. Fue el primero en tener un aparato de radio, el primero en comprar un todoterreno en la aldea. Y llevaba un diario. Tenía contacto con un santón, que le había enseñado a fabricar una medicina para las picaduras de serpiente. La hacía religiosamente antes del comienzo de la estación de las lluvias todos los años, y la repartía por las aldeas vecinas. La gente iba a pedirle aquella medicina siempre que a alguien le picaba una serpiente.

»Yo iba a veces con él en camello a la ciudad de mercado vecina. Cuando pasábamos por un sitio en el que solían sentarse los ancianos de la aldea me pedía que los saludase a gritos. Y yo nunca le oí gritarle a nadie. Cuando pensaba lo peor de una persona decía

“Dusht!” —“¡Mal hombre!”—, y entonces sabíamos que estaba muy enfadado.

»Nos daba algo de dinero suelto a su hijo (que era mi tío) y a mí, porque quería que nos las arregláramos nosotros solos, sin depender de él para nada. Ayudaba a todo el que llegaba. Era la única persona que tenía un carruaje tirado por caballos, y cuando alguien lo necesitaba —para una boda o para ir al hospital—, se lo prestaba. Lo respetaban enormemente. Era uno de los agricultores más prósperos.

Gurtej fue apartado de aquella vida cómoda cuando lo enviaron al internado en la lejana Delira Dun.

—Estaba en una cultura diferente, y debí de sentir una especie de añoranza por estar en contacto con mi tierra, mi cultura, mi gente. Empecé a leer los poemas de Sohan Singh Seetal. Es poeta y escritor. Todavía vive en Ludhiana. Los libros que leía entonces eran baladas, que trataban sobre la historia sij en la época mogol y la época británica.

»Todavía recuerdo varios poemas, que estaban llenos de los sufrimientos de mi gente. Uno de los poemas era sobre la matanza general que ordenaron dos o tres gobernadores mogoles: que había que perseguir a todos los sijs. Y que hicieran picadillo a las madres de los niños que arrebataban. Chavales asesinados. Mujeres encarceladas, torturadas. La tortura de los compañeros del noveno gurú: eso fue en 1675. Los mataban delante de sus narices. A uno le prendieron fuego. Eso fue en Delhi, en Chandni Chowk. A otro lo aserraron vivo: lo metieron en un arcón de madera y lo cortaron por la mitad. Se ve la impotencia y la angustia de la gente en aquella época. No hacían nada malo. Simplemente seguían a Dios tal como podían.

Se le nublaron los ojos. Le costaba trabajo soportar los detalles del dolor físico, en los que seguía haciendo hincapié. Después relacionó lo que había contado —un sufrimiento casi mítico, pero con fechas reales, históricas— con los problemas del presente.

—Consciente o inconscientemente, un sij está todo el tiempo tratando de evitar una situación así. —La persecución religiosa—. Y eso fue lo que me hizo apoyar el levantamiento por la justicia en el Punjab. Era algo más que una identificación emocional con mi pueblo, en los días del Suba Punjabí, entre 1957 y 1960. —El levantamiento de los sijs por un estado de lengua punjabí: Gurtej tenía diez años por entonces—. La razón intelectual llegó más tarde. Lo que recuerdo es que en cuanto se formó el Suba Punjabí, los hindúes empezaron a levantarse contra ello. Incendiaron un

gurdwara —un templo sij— en Karnal. Atacaron otro

gurdwara en Delhi. Hubo apedreamientos. Y en todas las ciudades del Punjab se produjo un poco de conmoción.

De modo que el sufrimiento presente estaba vinculado al sufrimiento pasado. El pasado heroico ennoblecía o confería una cualidad diferente a las adversidades del presente.

Gurtej dijo:

—Al quinto gurú le prendieron fuego y murió. —En 1606, por orden del emperador Jehangir, el hijo de Akbar. El quinto gurú, el organizador de la fe, el fundador del Templo Dorado—. El mejor ser humano que puedo concebir es el gurú —los sijs emplean el nombre colectivo o en singular para los diez gurús—, y creo que los motiva sinceramente el bien de toda la comunidad. ¿Por qué tienen que sufrir así?

—¿Se lo preguntó usted a su abuelo? ¿Habló con él sobre este problema del sufrimiento?

—No recuerdo habérselo preguntado. Creo que la primera vez que hablé de estas cosas fue con Sardar Kapur Singh, entre 1965 y 1966.

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