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INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

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Ese hombre, Kapur Singh, era importante para Gurtej. Había nacido en 1911, en el seno de una familia de agricultores. Hombre dotado y excepcional, terminó sus estudios en Cambridge, e ingresó en el Servicio del Funcionariado Indio, el ICS, el predecesor en la época británica del Servicio Indio de Administración. Pero después, con la independencia, hubo ciertos problemas con el dinero destinado a los refugiados y también con la compra del coche de un expatriado, y Kapur Singh fue apartado del servicio. Kapur Singh aseguraba que lo habían apartado del servicio sin razón, y podría decirse que durante el resto de su vida luchó una y otra vez por defenderse, mezclando esta afrenta con la política regional de los sijs, la escritura de poesía y de complicados libros sobre la religión sij.

Ese era el hombre que se convertiría en el mentor de Gurtej. Abrió los ojos de Gurtej a la situación de los sijs en la India.

Pensé si, antes de aquel encuentro con Kapur Singh en 1965 (cuando Gurtej tenía dieciocho años), Gurtej habría notado que se le discriminaba por ser sij. Al preguntárselo, me dijo que sí; recordaba que una vez, cuando estaba en una cola para comprar un billete de tren, el empleado de la ventanilla se portó groseramente con él.

—La primera vez que hablaron, ¿qué le dijo Kapur Singh sobre el sufrimiento?

—Me dijo que era una eterna lucha entre el bien y el mal, y que con su sufrimiento, los gurús simplemente habían demostrado que la gente debía identificarse con buenas causas. Decía que una medida del hombre es el sentido del compromiso que tiene. Es lo único importante en el hombre. Si no, es una existencia animal. Y también decía que es la única forma de salvación, servir a la humanidad. Y las palabras de Sardar Kapur Singh estaban cargadas de convicción porque había sufrido mucho, y no tenía ningún remordimiento.

Así había adquirido Gurtej una idea de la religión sij: una idea especial de los gurús, una idea especial del Dios sij..

Sobre Nanak, el primer gurú, quien había recibido la iluminación de que no existe ni lo hindú ni lo musulmán, Gurtej dijo:

—Yo lo considero un hombre que es consciente de los sufrimientos de su pueblo, y con un profundo deseo de cambiar la situación. —No consideraba a Nanak simplemente como un rebelde más contra el hinduismo—. No es un reformador, no es filósofo, no es poeta, aunque se expresara mediante la poesía. Es un profeta de Dios. —Esta idea del profeta, una idea musulmana, cristiana, judía, no la compartían todos los sijs; pero Gurtej se mostró firme—. En la mente de los sijs no caben dudas. Vemos a todos los gurús como

uno.

Según esto, en los primeros doscientos años de su historia los sijs tenían una estirpe de diez profetas enviados por Dios.

¿Por qué tanto hincapié en el sufrimiento? ¿Cómo podía un creyente vivir día tras día con esa idea de sufrimiento?

Gurtej dijo:

—El énfasis en el sufrimiento es así. El mundo es un lugar desdichado para vivir, y hay que erradicar la desdicha. Solo existen dos maneras. O bien se hace sufrir a otro, o sufre uno mismo. Y yo pienso que un hombre de Dios debe sufrir en carne propia, en lugar de transmitir el sufrimiento a otros. Yo me considero un hombre de Dios. Siempre lo he sido, y espero serlo siempre. La idea misma de obtener la salvación sirviendo a la humanidad es insólita en este subcontinente. En las demás religiones de aquí se hace hincapié en el monacato, la renuncia, en una salvación personal. En momentos cruciales de mi vida he comprobado que me gustaría decidir algo como hubiera podido decidirlo el gurú.

Esta idea del profeta sij iba acompañada por una idea especial de Dios.

—Para los sijs, él es el origen de todas las virtudes, un Dios viviente que se manifiesta a sí mismo por mediación de sus profetas. Si me preguntara cuál es el profeta más próximo al gurú, le diría que Mahoma. Nuestra idea es diferente de la del islam solo en un aspecto: el elemento dominante en nuestro concepto de la divinidad es la justicia y la benevolencia. El Dios islámico me parece un poco severo, si nos fijamos en el castigo que recibieron los renegados a manos del propio Mahoma. Y si nos fijamos en la manifestación del poder soberano en los estados islámicos, vemos un elemento de crueldad, un poco de opresión. Nosotros consideramos a Dios como liberador. Ranjit Singh gobernó el reino sij durante cuarenta años, y jamás condenó a nadie a muerte. Ese es, en mi opinión, el espíritu de lo sij. Ese es nuestro concepto de Dios como benevolencia.

Dije:

—No existe tal concepto de Dios en el hinduismo.

—En el hinduismo todo es violencia. ¿Ha visto a Devi con cráneos ensartados alrededor del cuello? En mi opinión, el hinduismo es la religión más violenta del mundo.

Unos años antes, en Inglaterra, mientras oía la radio un día —cuando Bhindranwale, el fundamentalismo sij y la fortificación del Templo Dorado aún estaban lejos, y yo sabía poco sobre ellos—, oí una entrevista con Bhindranwale en el Templo Dorado. El sijismo, dijo Bhindranwale, era una religión revelada; los sijs eran gentes del Libro. Me chocó entonces la tentativa de igualar el sijismo con el cristianismo, de separarlo de sus aspectos especulativos hindúes, incluso de la idea directriz de salvación como unión con Dios y liberación de la transmigración. Pensé que la declaración de Bhindranwale era la tentativa de una persona intelectualmente muy lejana de hacer su causa más aceptable ante un entrevistador extranjero. De modo que en esta ocasión presioné a Gurtej sobre su idea del profeta. Dijo:

—Si nos quedamos atascados en las ideas darvinianas de la evolución, y vemos todas las cosas como evolución de otras, no podemos ver un producto acabado desde el principio. Y eso es lo que hacen los profetas: te ofrecen un producto acabado.

En ese momento pensé, por su lenguaje y sus imágenes («darviniano», «producto»), que sus ideas eran resultado del estudio y la reflexión, y me dio la impresión de que tal vez lo hubiera iniciado en esa forma de pensar su mentor, Kapur Singh.

Uno de los panfletos que me dio Gurtej se titulaba

El proceso de un funcionario sij en la India secular. Era una traducción inglesa del relato de Kapur Singh sobre su lucha en busca de justicia tras ser despedido del Servicio del Funcionariado Indio, sobre sus «treinta años de persecución por las autoridades estatales sin ingresos y sin empleo».

Tal como se la presentaba en el panfleto, la historia estaba fragmentada y no era fácil de seguir; además, la traducción era deficiente y el texto, burdamente impreso, estaba lleno de erratas. Pero, al parecer, lo apartaron del servicio acusado de malversación de fondos gubernamentales destinados a los refugiados de Pakistán en la época de la independencia. Fue suspendido provisionalmente de su puesto en 1949, y destituido tras una investigación del departamento realizada por el presidente del Tribunal Supremo del Punjab. La defensa de Kapur Singh consistía en que había entregado el dinero en cuestión a los refugiados, pero que no había considerado «ni posible ni prudente», dadas las circunstancias de la partición, darles recibos a unos refugiados que no podían identificarse y no tenían domicilio. El propio gobierno había ordenado, según decía, que se dejaran a un lado «engorrosas formalidades» tales como los recibos a la hora de tratar con los refugiados.

Uno de los puntos del panfleto era que se le acusó de malversación únicamente porque había protestado contra una orden emitida en 1947 a todos los comisarios del Punjab según la cual «todos los sijs... deberán ser tratados como una tribu de criminales. Se les dispensará un trato severo hasta el punto de matarlos, de modo que despierten a las realidades políticas». El propio señor Nehru había respaldado aquella orden. (El señor Nehru también respaldó una orden de la que se enteró Kapur Singh en 1954, por un comandante sij del ejército, que dictaminaba que los sijs del ejército debían ser «constantemente amenazados, aterrorizados, insultados y sojuzgados».) La mente del señor Nehru había sido contaminada contra Kapur Singh por «hindúes y sijs de maldad compulsiva y mala», que le contaron historias exageradas sobre la línea política de Kapur Singh en favor de los sijs. Como consecuencia, el señor Nehru y el ministro del Interior de su gobierno «estaban al acecho de cualquier oportunidad para liquidarme».

La investigación sobre la acusación de malversación de fondos contra Kapur Singh corrió a cargo del justicia mayor del Punjab, un inglés. Eso ocurrió en 1950, justo tres años después de la independencia. Declaró culpable a Kapur Singh. «Se solicitó al gobierno británico que se le concediera título nobiliario en reconocimiento de sus valiosos servicios al pueblo del Punjab durante el desempeño de su cargo como justicia mayor. Y, efectivamente, la reina le concedió el título. Dedicó la mayor parte del tiempo en que ocupó su cargo a la investigación contra mí.»

Con respecto a Kapur Singh: «Fui suspendido del servicio y no me dejaron ni a sol ni a sombra durante doce largos años.» Llevó su caso ante el Comité del Servicio Público, y después ante el Tribunal Supremo. «No me dejaron ni a sol ni a sombra durante otros cuatro años... Después, según las exaltadas palabras del gurú: “La prueba definitiva de la verdad es morir luchando por ella”, inicié una seria batalla legal. Presenté una detallada demanda contra la tiranía del gobierno ante el Tribunal Supremo de Chandigarh.»

Unos meses antes, en el sur, en Bangalore, Prakash, el ministro, me había hablado durante el desayuno sobre uno de sus peticionarios matutinos. Aquel hombre, un funcionario de una aldea acusado de haber malversado una parte de las contribuciones que había recaudado, había sido suspendido de empleo, y pasó toda una noche en el autobús para esperar al amanecer ante la puerta de Prakash y solicitar la ayuda del ministro. Prakash vio a aquel hombre siete minutos, dijo que la investigación ministerial tenía que seguir su curso, y después el hombre tuvo que volver a recorrer los trescientos kilómetros hasta su pueblo. Parecía algo muy duro, tanto viaje a cambio de tan poco. Pero con su ingenio, Prakash contó cómo un funcionario como aquel, suspendido de empleo, tras un par de días de llanto y miedo por su situación, habría cobrado aliento, por decirlo de alguna manera, ante la idea del

karma, del destino, habría podido tranquilizarse y adquirir lucidez, y, apoyado por esa idea del destino, dedicar el resto de su vida a los litigios y las demandas por la causa que se le había proporcionado bruscamente.

El apoyo religioso de Kapur Singh era de otra clase. «“La irreligiosidad es la raíz de toda desgracia” es nuestro antiguo pensamiento», decía en su panfleto. Y en su larga batalla legal le sirvió de consuelo y de aliento el ejemplo de los gurús sijs a quienes habían perseguido los mogoles. Empezó a ver su propia persecución como «el destino de un sij a consecuencia de la caída del poder en manos hindúes». Cuando su caso llegó al Tribunal Supremo, su abogado le dijo un día (el relato está plagado de esta clase de rumores): «Todos a mi alrededor dicen que es necesaria la total desmoralización de Kapur Singh para contener a los sijs, y que hay que liquidarlo a pesar de la ley y de las normativas.» Cuando presentó la demanda ante el Tribunal Supremo de Chandigarh, un día dio la casualidad de que estaba en una tienda y allí oyó a uno de los jueces diciendo al tendero: «Es un sij peligroso, una serpiente venenosa.»

Sus sufrimientos lo vinculaban con los gurús guerreros perseguidos en la época mogol, y los sufrimientos de los gurús le habían llevado a las dificultades políticas que atravesaba. En los siglos xvii y xviii, los gobernadores y generales mogoles «encarcelaron al gurú Arjun y lo ejecutaron tras insoportable tortura, conspiraron para matar al gurú Hargobind, intentaron deshacerse del gurú Harkrishan, decapitaron al gurú Teg Bahadur, emparedaron vivos a los hijos del gurú Gobind Singh, aún niños, infligieron heridas mortales en la persona del décimo maestro, promovieron el edicto imperial del genocidio de los sijs, fueron los responsables de la matanza de Banda Singh Bahadur y sus compañeros, fueron los preceptores del Gran Holocausto, y en el siglo xix enarbolaron la bandera de la yihad contra el poder político de los sijs. Sus actos culminaron en... la formación de Pakistán». De modo que la letanía de dolor religioso discurría paralelamente a la historia, la política contemporánea y el calvario personal de Kapur Singh. Se daba una identificación completa: «El rey mogol Bahadur Sha ordenó que “los seguidores de Nanak [fueran] ejecutados de inmediato”. Al ser sij declarado, yo fui víctima de este mandato mogol.»

Era como si la fe hubiera hecho surgir esta identificación con los tormentos de los gurús, y como si esta identificación crease en el creyente la sensación de injusticia y persecución, y tal vez incluso el deseo de ser perseguido.

Lo que jamás hubiera podido adivinar por el panfleto —algo de lo que me enteré por otro libro de Kapur Singh que me dio Gurtej más adelante— era que, con aquella obsesión por su caso, Kapur Singh había llevado una vida plena y fructífera en la India independiente. Escribió; fue profesor de religión en un centro de enseñanza sij de Bombay, y participó en la política del Punjab, como miembro de la asamblea del Estado y del parlamento central de Delhi.

Gurtej y él se conocieron en 1965. Kapur Singh tenía cincuenta y cuatro años, y era bastante conocido en Chandigarh. Gurtej tenía dieciocho, y estudiaba en la universidad de la ciudad. Los dos hombres llegaron a estar muy unidos. Kapur Singh empezaba las cartas que dirigía a Gurtej con: «Mi querido hijo.» Le legó sus libros y papeles.

Uno de los títulos que reivindicaba Kapur Singh era el de «profesor nacional laureado de sijismo». Saltaba a la vista que Gurtej albergaba cierto deseo de honrar a Kapur Singh, y —tras haber leído el panfleto de Kapur Singh que me había dado— me pregunté si en su propia carrera en el Servicio Indio de Administración Gurtej no habría tenido ante sus ojos el martirio de Kapur Singh en ese mismo papel unos treinta años antes.

Kapur Singh fue destituido, pero decía que en realidad había luchado por una cuestión de principios, al oponerse a una normativa antisij. Gurtej, que ingresó como funcionario en 1970, dimitió en 1982, también por una cuestión de principios. Según dijo, llegó a preocuparle servir a los fines de la justicia. «Solo se puede servir mientras el Estado se mantiene justo.» En el Punjab, en 1977, durante el estado de emergencia decretado por la señora Gandhi, crecieron sus dudas. «Veo que no dejan a mi pueblo ni a sol ni a sombra. Los humillan, aunque ellos no lo notan. Piensan que es lo normal en este país.»

Fue sobre su trabajo al servicio del gobierno de lo que empezamos a hablar la segunda vez que vino al hotel, también por la mañana temprano, con el rapado césped del hotel brillante en ciertos lugares por la inundación de la gran manguera, y con los macizos de flores aún en la sombra.

En 1969, cuando tenía veintidós años, se casó. Fue un matrimonio concertado en la localidad. Al año siguiente ingresó en el Cuerpo de Policía Indio. Fue en el colegio —en Dehra Dun, lejos de su casa— donde sus pensamientos se encaminaron hacia esa carrera: un cambio bastante grande para una persona criada entre campesinos. Un amigo suyo era hijo de un funcionario del Servicio Indio de Administración; eso fue lo que le metió la idea en la cabeza a Gurtej. Después oyó decir a alguien que los únicos departamentos que merecían la pena eran el Servicio Indio de Administración y el Cuerpo de Policía Indio. Así que se presentó al examen.

—No hice ninguna preparación especial. Simplemente estudié mucho. Después de obtener la licenciatura en historia me presenté al Cuerpo de Policía Indio.

Tuvo éxito; solo entraban unas cuantas personas al año.

Al año siguiente se cambió al departamento gemelo, el IAS. E incluso después de todo lo que había ocurrido, siguió teniendo un alto concepto de aquel departamento.

El IAS era un servicio de toda la India, y el primer destino de Gurtej fue en el sur, en el estado de Andhra. Se desencantó casi inmediatamente.

—Logré detectar una muerte bajo custodia policial debido a torturas. Y en lugar de castigar al oficial de policía responsable, le dieron una recompensa, de modo que evitó el castigo. El hombre asesinado era un pequeño campesino; su mujer me pareció muy pobre. Yo era miembro de subsección de la policía judicial. En ese puesto es obligatorio llevar a cabo una investigación ante cualquier muerte bajo la custodia policial. Me dijeron que dejara el asunto a un lado: estaba pendiente desde hacía tres años.

Pero no pudo dejar el asunto a un lado, y aquel caso seguía preocupándole.

—Al cabo de dieciocho años todavía recuerdo el nombre de las personas. Fue un caso terrible. Me hizo sentirme muy mal. A la mujer la expulsaron del distrito para que no pudiera presentar pruebas contra la policía. Había habido una pelea entre el campesino (el campesino muerto) y un terrateniente de la aldea. Probablemente, el campesino era un motivo de irritación para el terrateniente. Esas gentes no se sienten suficientemente seguras como para atacar a un terrateniente.

Le pregunté a Gurtej por qué había continuado en el departamento, tras aquella experiencia.

—Pensaba que llegaría el momento en que podría hacer más. Empecé a darme cuenta de que la corrupción se había impuesto en la maquinaria administrativa, y que las personas en realidad son fichas de ajedrez. Siempre que los políticos están interesados en un caso, siempre que hay intereses de por medio, es imposible actuar.

»Ese mismo año, 1971, murió de inanición una familia entera en Andhra Pradesh. Fue en una de las subsecciones de la contribución territorial. Se hizo una interpelación al parlamento. Me pidieron que llevara a cabo la investigación. El juez del distrito se puso en contacto conmigo más adelante para preguntarme qué pensaba sobre el asunto. Yo le dije que era muerte por inanición. El recaudador de las contribuciones dijo: “No. No podemos poner eso por escrito. Provocará un escándalo. Nos dará mala fama ante la prensa extranjera.” —Y de nuevo, como tantas veces ocurría con Gurtej, al pensar en el sufrimiento casi se le llenaron de lágrimas sus sombríos ojos—. Era una familia pobre. El viejo fue el primero en morir. No tenían medios de subsistencia. Nadie les ofreció comida. Después murió la esposa, y después los hijos. Harijan, una casta establecida. Me quitaron el caso de las manos.

—Pero dice usted que el IAS era un buen departamento. ¿No había cosas buenas?

—Sí que había cosas buenas. Yo estaba en el programa para la región propensa a las sequías. Nosotros intentábamos proporcionar ayuda a los habitantes de las regiones propensas a las sequías. Construíamos pozos, medios de irrigación. Eso era algo bueno. Pero también con eso me metí en problemas. Con el

zilla parishad, el concejo del distrito. Es un organismo electo, y el presidente quería que todas las obras de irrigación menores le fueran encargadas a un familiar suyo. Y ese familiar hizo una subcontrata con otras personas, y sacó dinero con eso. El presidente tenía mucha mano en la administración. Pero yo no lo ayudé. Quiso humillarme. Me avisó para uña reunión del

zilla parishad. Pero en esa ocasión funcionó el proceso democrático, algo muy raro. Los demás miembros electos me apoyaron, y reprendieron al presidente del

zilla parishad por acosar a un funcionario honrado.

Ni siquiera eso reconcilió a Gurtej con la administración. Pero ¿no era la política el arte de lo posible? ¿Y no podía decirse tal cosa con mayor fuerza del funcionariado? ¿No existía —y eso solo a juzgar por lo que había dicho— intención de mejora y servicio al pueblo?

Gurtej no lo veía así. Él había ingresado en el funcionariado con las más elevadas expectativas, en las que no tenían cabida ni lo materialista ni las componendas. Dijo:

—Yo no soy esbirro de nadie. Yo soy servidor de la ley, de la constitución del país. ¿Por qué habría de doblegarme a los caprichos de los corruptos? Como funcionario, si no puedes actuar imparcialmente, no tiene sentido continuar en el servicio. Incluso por una cuestión de dignidad es esencial pensar que estás haciendo lo debido.

Aunque estaba lejos, en el sur, mantuvo su relación con Kapur Singh. En 1974 hizo formalmente los votos de sij, sometiéndose al ritual que había impuesto el décimo gurú. Tomó

amrit, bebió el néctar consagrado, una mezcla de azúcar y agua removida con una espada de doble filo. No todos los sijs pasaban por esa ceremonia ni hacían votos formales.

Gurtej dijo:

—Tuve dudas hasta entonces sobre si era necesaria esa clase de ceremonia. El sijismo está comprometido con las ideas; los rituales no tienen cabida en él. Yo había respetado todos los preceptos de la religión, pero no había tomado formalmente

amrit. Sardar Kapur Singh decía que era una ceremonia que había que celebrar, para proclamar que estás abiertamente comprometido.

La ceremonia en cuestión se llevó a cabo en el Punjab, adonde había ido con dos meses de permiso. Y se llevó a cabo en la ciudad de Anandpur, donde el décimo gurú, Gobind Singh, había celebrado el primer bautismo de sijs, en 1699.

Gurtej dijo:

—El

amrit se removió con la espada de Alí.

Aquello me resultó desconcertante. ¿Se refería al Alí de los shiíes musulmanes, el primo y cuñado del profeta Mahoma?

Así era. Dijo:

—El califa.

¿Cómo se había conservado aquella espada durante más de mil años? ¿Cómo había llegado a manos del gurú Gobind Singh?

—Se la regaló el emperador mogol Bahadur Sha.

De modo que otra vez, en esta versión de la fe sij que exponía Gurtej, había un giro islámico, un aspecto no hindú, no indio, una división entre la fe y su tierra de origen.

—Durante aquella época continué mis estudios de sijismo en Andhra Pradesh. Escribí un artículo en 1975 sobre el martirio del noveno gurú. Fue decapitado en Delhi por el emperador Aurangzeb, en Chandni Chowk. Después escribí varios artículos para la

Enciclopedia del sijismo.

En sus estudios y sus escritos lo alentó su mujer, «una doble licenciada». Fueron juntos a importantes templos sijs del sur.

—Íbamos todos los años al

gurdwara erigido en memoria del décimo gurú, cerca del lugar en el que lo incineraron.

El décimo gurú murió en 1708, asesinado, según cuentan, por uno de sus seguidores musulmanes. El gurú viajó hasta el sur —el episodio tiene sus ambigüedades— para ayudar al sucesor del emperador Aurangzeb en una guerra dinástica.

En 1977, cuando tenía treinta años, y tras seis en el sur, Gurtej volvió al Punjab. Su padre estaba enfermo: tenía Parkinson; moriría al cabo de poco. Era aún la época del estado de emergencia de la señora Gandhi, y había revueltas contra la situación organizadas por el partido político sij. Las revueltas se iniciaron en el Templo Dorado.

—No paraban de pinchar a la gente por no ser libres. Bien está vivir al día y llevar una existencia animal, pero en la vida hay algo más. Tenemos en la India dos ideas absolutamente opuestas sobre el gobierno y la política. La idea hindú es que el gobierno debe tener todos los derechos a hacer lo que le venga en gana. Por eso es por lo que todo el mundo tolera las violaciones de la constitución. La idea hindú es que haga lo que haga el gobierno, es la ley. Es más susceptible a la dictadura. La idea sij es que Dios es el único y auténtico soberano, y que el gobierno tiene el mandato de gobernar a condición de que haga justicia. Yo estaba muy contento de que mi pueblo se resistiera a esta subversión de las leyes y la constitución durante el estado de emergencia.

Gurtej no volvió a Andhra Pradesh.

—En 1979 entré en el gobierno del Punjab —un traslado del IAS, como delegado—, y trabajé hasta 1980. Fue una experiencia buena. Conocía al primer ministro. No era un hombre corrupto. Trabajamos en un gran proceso para descentralizar ciertos poderes. Fue bueno para la democracia.

También en aquella época empezó su activismo político.

—Había aparecido Bhindranwale. —Se refería al predicador fundamentalista o integrista que llegaría a ser el «monstruo» de la política de los sijs—. Desde el 13 de abril de 1978 —el 13 de abril es una fecha que se repite en los asuntos de los sijs: coincide con la fiesta de la cosecha, y se considera la fecha de los grandes acontecimientos: los primeros sijs fueron bautizados en tal día por el décimo gurú—, desde el 13 de abril de 1978 había alcanzado un lugar destacado. Era un hombre joven que dirigía un seminario desde hacía poco. —La causa inmediata de la fama de Bhindranwale fue una disputa con una secta sij llamada los nirankaris—. Los nirankaris son tan antiguos como la independencia. Son un movimiento reformista que se inició entre los sijs a finales del siglo xix. Y después, un tal Buta Singh se puso al frente de ese movimiento, y el gobierno lo apoyó para que provocase un cisma en el cuerpo sij. —No quedaba claro en este relato si el gobierno que alentó a los nirankaris fue el indobritánico o el de la India independiente—. En una manifestación contra los nirankaris, el 13 de abril de 1978, mataron a tiros a trece seguidores de Bhindranwale.

En esa atmósfera de agitación, Gurtej acometió la actividad política. Empezó a ayudar a sant3 Longowal con el problema del agua del Punjab. Longowal era otro dirigente religioso; lo asesinaron en 1985, el año después de que mataran a Bhindranwale y a otros durante la intervención del ejército en el Templo Dorado.

Al explicar su relación con sant Longowal, Gurtej dijo:

—La idea sij es el servicio a la humanidad. Y estaba este representante de mi pueblo que me pedía que estuviera a su lado en la revuelta. Todos deben servir a su pueblo en primer lugar, y a través de él a la humanidad.

Se despidió del IAS en 1982.

—Acabó mi tarea como delegado, y hubo dificultades con un documento que leí sobre el problema sij. Pensé que la gente no quería que siguiera en el servicio. Creo que la administración se oponía a mis actividades religiosas.

El día anterior me había contado que en el internado de Dehra Dun, lejos de la atmósfera de su casa, leía baladas sobre el sufrimiento de «mi gente», y que más adelante, Kapur Singh le habló de la persecución de los sijs. No me pareció explicación suficiente para su evolución. Se me ocurrió en ese momento volver a preguntarle por su infancia.

¿Cómo se enteró su familia de la existencia de aquel internado de Dehra Dun? ¿Lo mandaron allí solo, o fueron con él otros chicos del pueblo?

—Fuimos tres. Un hermano, un primo y yo. Ya había alguien del pueblo de mi padre estudiando allí. El colegio lo dirigían los hermanos irlandeses, la orden de San Patricio.

—¿Cada cuánto tiempo volvían a casa?

—Solo íbamos a casa en vacaciones. Eso me enseñó una lección. No voy a enviar a mis hijos a un internado.

—¿Cuándo fue usted allí?

—En 1951. Entre 1951 y 1961.

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