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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 9. El Derecho, el Latín, La alfabetización y las Artes Liberales

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Capítulo 9

EL DERECHO, EL LATÍN, LA ALFABETIZACIÓN Y LAS ARTES LIBERALES

Cuando Aristóteles murió en el año 332 a. C., dejó una considerable biblioteca personal. Para ayudarse en sus estudios, había reunido tantos títulos que, citando a Estrabón el geógrafo, «fue el primero que reunió una colección de libros y quien enseñó a los reyes en Egipto cómo ordenar una biblioteca».[897] Más tarde, debido a los «avatares de las herencias», la biblioteca de Aristóteles terminó en manos de una familia que vivía en Pérgamo, que «tuvo que esconderla bajo tierra para impedir que fuera confiscada por el rey».[898] La familia vendió luego los libros a Apelicón, un bibliófilo que se los llevó a Atenas. Luego, en 86 a. C., el dictador romano Sila invadió Ática, saqueó Atenas y, tras la muerte de Apelicón, ocurrida poco tiempo después, se apoderó de los libros y los envió a Roma. Sila sabía lo que estaba haciendo: la biblioteca incluía obras de Aristóteles y de Teofrasto, su sucesor, que no era posible encontrar en ningún otro lugar. Los libros estaban en un estado terrible, empapados debido a la humedad y comidos por los gusanos, pero en todo caso era posible leerlos, copiarlos y, de esta forma, preservarlos.[899]

La reverencia que Roma sentía por el estilo de vida griego, por su pensamiento y sus logros artísticos, constituyó una de las ideas dominantes de la larga era que abarcó su imperio. Cuando hoy en día hablamos de «los clásicos», nos referimos, la mayoría de las veces, a la literatura de Grecia y Roma. Sin embargo, fueron los romanos los que inventaron la noción misma de los clásicos, la idea de que es importante conservar y aprovechar lo mejor que ha sido pensado y escrito en el pasado. Esta afinidad, no obstante, no debe hacernos pasar por alto la verdadera diferencia entre griegos y romanos en el ámbito de las ideas. Mientras los griegos se interesaron por las ideas en sí mismas casi de forma ociosa e indagaron la relación entre el hombre y los dioses, los romanos estaban mucho más preocupados por las relaciones entre el hombre y el hombre y en la utilitas, la utilidad de las ideas, el poder que otorgan a las cosas. Como señaló Matthew Arnold, «la fuerza de los clásicos latinos reside en su carácter, la de los griegos en su belleza».[900] Hay muchos autores romanos a quienes ahora veneramos como clásicos por derecho propio: Apuleyo en la novela; Catulo, Virgilio, Horacio, Ovidio y Marcial en la poesía; Terencio, Séneca y Plauto en el teatro; Cicerón, Salustio, Plinio y Tácito en la historia. Cada uno de estos autores consiguió, de algún modo, superar a sus predecesores griegos. Pero pese a lo instructivos y entretenidos que puedan ser, sus obras no constituyen las innovaciones intelectuales más importantes del mundo romano. En lo que se refiere a nuestras vidas cotidianas, las dos ideas más valiosas de Roma son el republicanismo, o democracia representativa, y el derecho. La democracia directa, como hemos visto, fue una invención griega, pero debemos reconocer que tal modelo no cuenta con imitadores en el mundo moderno, mientras que la democracia representativa se ha incorporado a las constituciones de las distintas repúblicas que empezaron a surgir desde el siglo XVIII y que hoy se extienden desde Argentina hasta Rusia y Estados Unidos de América. En la antigua Roma, la política era acordada por el senado y era puesta en práctica por los magistrados con imperium, una noción especialmente romana.[901] Los antiguos reyes, y después la aristocracia, y después los magistrados, tenían todos imperium, «un concepto clave que designa el derecho reconocido a dar órdenes a quienes tenían un estatus inferior y a esperar ser obedecido… Este poder nunca estuvo bien definido y era demasiado amplio y arbitrario. Desde el principio, un modo fundamental de expresar este imperium era imponer mediante la guerra la autoridad de quien lo tenía y la de Roma en las comunidades vecinas que, se consideraba, lo desafiaban». La conquista fue un elemento integral de la idea que los romanos tenían sobre sí mismos.[902]

El sistema romano había empezado a existir hacia el año 510-509 a. C., cuando el rey fue expulsado y se lo reemplazó por un funcionario elegido. Las principales características del consulado o magistratura que sustituyó a la monarquía fueron las siguientes: el cargo estaba limitado a un año, había dos magistrados con igual imperium —«nunca más volvería a conferirse a un único individuo con poder supremo»— y se establecía la idea de responsabilidad, de tal modo que al final del año se podía pedir al magistrado que rindiera cuentas de sus actos.[903] Las continuas conquistas y las crisis recurrentes hicieron que este sistema fuera modificado en distintas ocasiones, como recogen Tácito y Suetonio. Durante las crisis se nombraba a un único dictator, lo que recuerda a los tiranos del mundo griego, y en otras épocas, cuando se estaban llevando a cabo acciones militares en distintos lugares al mismo tiempo, se permitía la existencia de más de un magistrado en el mismo territorio, algunos con funciones militares, otros para las tareas administrativas civiles. La maquinaria administrativa de la república fue adquiriendo así la forma que nos resulta conocida, un cuerpo de magistrados, aconsejado por un senado (un grupo de senes, o ancianos).[904]

Según la tradición, los dioses habían otorgado originalmente imperium a los reyes de Roma desde la fundación misma de la ciudad. Así se había encomendado a los reyes la responsabilidad de que se hicieran las cosas en nombre del pueblo. Como consecuencia de ello, el imperium se consideraba una cualidad que «pertenecía» a la persona que ejercía el poder y, por tanto, se aceptaba que lo utilizara según su propio criterio. Al mismo tiempo, imperium también designaba el poder de Roma en sí misma, o al menos de su gente. Imperium era la fuerza mediante la cual obraba la res publica.[905] En este sentido, era menos una noción abstracta de poder y más una facultad para dar órdenes (imperare significaba en latín «ordenar, mandar»). Mucho después de que los reyes hubieran sido depuestos, los magistrados todavía consultaban a los dioses (auspicium) sobre sus acciones futuras. En su primer día en el cargo, un magistrado se levantaba temprano para orar a los dioses y establecer si contaba con la aprobación divina para ejercer su imperium. A pesar del hecho de que no conocemos ningún caso en que los dioses hayan negado su aprobación, el ritual siempre se estimaba necesario.[906]

Con el paso del tiempo, los magistrados se dividieron entre aquellos que tenían imperium y aquellos que carecían de él. Los dictadores y los cónsules tenían imperium y también los pretores, una nueva clase de magistratura creada en el año 366 a. C. para aliviar a los cónsules de la tarea de resolver los litigios. Los magistrados sin imperium eran los cuestores, encargados de investigar cuestiones jurídicas y financieras, los tribunos de los plebeyos, encargados de administrar el consejo de la plebe, y los ediles, responsables de las obras públicas en la ciudad, del mantenimiento de las carreteras, las murallas, los acueductos, etc. Por último, estaban los censores, «cuya función estaba más relacionada con lo que hoy entendemos por censo que por lo que entendemos por censura». Entre sus deberes estaba el de identificar a aquellos que contravenían la moralidad del estado (a los cuales se les prohibía tener cargos públicos). Como todos los demás magistrados, éstos estaban autorizados a llevar una toga especial y también disfrutaban de la auspicia, un estatus elevado que les daba derecho a consultar a los dioses.[907]

La forma de democracia representativa romana era bastante compleja. Y tenía que serlo, porque para la época de Augusto, el primer emperador (63 a. C.-14 d. C.), Roma tenía ya un millón de habitantes y el imperio se extendía casi cinco mil kilómetros de oeste a oriente (del Atlántico hasta el Caspio) y cerca de tres mil de norte a sur (de Inglaterra hasta el Sahara). Ni siquiera un hombre como Augusto, que sentía auténtica pasión por la eficacia, podía administrar solo semejante territorio.

En la práctica había cuatro organismos políticos además de los magistrados. El comitia centuriata comenzó siendo una asamblea para defender los intereses del ejército, pero con el paso del tiempo abarcó a toda la población y estaba conformada por 193 centurias. Los censores distribuían a la gente en centurias según la cantidad de propiedad que poseían. Había cinco clases: la classis situada en lo más alto tenía setenta centurias y la situada en lo más bajo, que ni siquiera estaba reconocida como classis, sólo una, que representaba a quienes no tenían propiedad registrada en el censo. A estos desgraciados se les denominaba los proletarii debido a que estaban fuera del activo (y útil) sistema agrario y sólo podían producir hijos (proles).[908] En el caso del comitia tributa y del concilium plebis la unidad de voto era la tribu. En un comienzo había sólo cuatro tribus, todas dentro de la misma Roma, pero con el tiempo su número creció hasta que, en 241 a. C., se fijó en treinta y cinco. En estos cuerpos, los ricos no gozaban de la misma ventaja que tenían en el comitia centuriata. Lo fundamental aquí era el equilibrio constitucional: el comitia centuriata estaba dominado por la aristocracia terrateniente, el concilium plebis era una asamblea sólo de plebis y el comitia tributa era una asamblea de todo el pueblo romano. Las asambleas eran poderosas hasta cierto punto, pero en la práctica dependían de los magistrados que controlaban los asuntos a debatir y las fechas de las elecciones.[909]

El otro organismo político importante era el senado. Inicialmente, los cónsules elegían un nuevo senado cada año. Sin embargo, una vez que los censores adquirieron esta responsabilidad (en el siglo IV a. C.), el cargo de senador empezó a ser vitalicio, y este cambio, simple pero trascendental, convirtió al senado en la institución más estable en la estructura del estado. Además de esto, sus miembros eran todos exmagistrados, esto es, personas con experiencia y muy bien relacionadas que no ambicionaban ya cargo alguno. Este hecho proporcionaba al senado un inmenso prestigio.[910] En términos estrictos, la función del senado era únicamente la de aconsejar: en Roma estaban siempre presentes unos quinientos senadores, mientras que el resto se encontraba desempeñando tareas en las provincias. Sólo el magistrado de más alto rango presente en Roma, por lo general un cónsul, podía convocar una reunión del senado, y en tal caso el encuentro empezaba con el cónsul, que planteaba la cuestión sobre lo que deseaba consejo. Los senadores respondían a continuación en un orden específico. En primer lugar, los cónsules designados para el año siguiente en caso de haber sido elegidos; luego, aquellos que ya habían sido cónsules; y así sucesivamente. Al agotarse el tiempo (el senado no podía reunirse después de que hubiera caído la noche), los senadores de menor rango y experiencia manifestaban su parecer cruzando el recinto para sentarse junto a aquel de los oradores con quien estuvieran de acuerdo. Se los denominaba pediarii, «soldados de a pie», porque votaban con sus pies, por así decirlo. Al finalizar la sesión, el cónsul sopesaba cuál era la opinión mayoritaria y, si no había disensiones, emitía un senatus consultum, un decreto oficial que recogía la «opinión reflexionada».[911] Si había alguna duda, se efectuaba una votación. Aunque en teoría la decisión del senado no era más que un «consejo», en la práctica al cónsul le resultaba difícil ignorar un senatus consultum. Los cónsules ostentaban el cargo durante un año únicamente y después, por lo general, se incorporaban al senado. Pocos cónsules se arriesgaban a oponerse a quienes probablemente serían sus colegas el resto de su vida laboral. El senado también conocía las nuevas leyes antes que las demás asambleas y, aunque no de forma directa, controlaba al ejército y, a través de él, la política exterior.[912] Y dado que el «imperio» era algo tan básico para la idea que Roma tenía de sí misma, esto contribuía enormemente a elevar el prestigio del senado.

Es posible sostener que el derecho romano es el aspecto más influyente del pensamiento romano.[913] Los griegos nunca desarrollaron un corpus de leyes escritas o una teoría de la jurisprudencia y, por tanto, éste es un logro que los romanos alcanzaron por sí solos. El derecho romano es la base de muchas de las legislaciones utilizadas actualmente en los países occidentales y todavía se enseña en las facultades de derecho. Según los historiadores de la escuela de los Annales, el hecho de que tantos países de Europa compartan una herencia jurídica común es uno de los elementos que contribuyeron al desarrollo que experimentó Europa desde el siglo XII en adelante.

La ley romana se formalizó por primera vez en las Doce Tablas, introducidas en 451-450 a. C. Como los diez mandamientos, las Doce Tablas establecían los procedimientos jurídicos básicos, así como los castigos, y se convirtieron en un aspecto importante de la educación: en sus días de estudiante, Cicerón tuvo aún que aprender de memoria las tablas. Hacia el final del período republicano, se habían creado tribunales penales como los que actualmente conocemos, con iudices nombrados para escuchar los casos según un procedimiento determinado. Esto permitió el desarrollo de dos nuevas profesiones. En primer lugar, estaban aquellos que hablaban en nombre de sus clientes, los abogados. En Roma, ésta era una actividad que cualquier «caballero» podía realizar, pues se suponía que su educación retórica lo preparaba para semejante tarea. Se esperaba que los abogados trabajaran por el bien de la comunidad (pro bono) y tanto Cicerón como Plinio fueron abogados en este sentido. Al mismo tiempo surgió la profesión del especialista en asuntos jurídicos, el jurista. Hasta entonces estos temas habían sido prerrogativa del colegio de sacerdotes, los pontifices; no obstante, a medida que Roma crecía y la vida se hacía más compleja (pero también debido al hecho de que muchas disputas no tenían que ver con la religión), se hicieron necesarios los especialistas. Estos juristas, como se les denominaba, escribían opiniones jurídicas (incluidas refutaciones) para ampliar o rebatir decisiones del Senado o edictos imperiales. Los juristas más destacados podían aceptar a uno o dos «pupilos», y esto daría origen a las primeras escuelas de derecho.[914]

Hay una obra de derecho romano que sobrevive casi intacta: las Institutes del jurista Cayo. Escrito hacia el año 150 d. C., el libro sirvió durante mucho tiempo como manual de derecho romano.[915] Además de leyes específicas (leges), el texto de Cayo recoge decretos senatoriales, decisiones de los emperadores y el consenso de los especialistas jurídicos, lo que evidencia cómo fue creciendo el cuerpo de la ley que se aplicaba a todos los ciudadanos del imperio.

En los cimientos del derecho romano estaba la distinción entre distintas condiciones sociales. En esto se diferencia mucho de la ley moderna, en la que la riqueza, el sexo o la nacionalidad son considerados irrelevantes en los tribunales. El derecho romano, en cambio, distinguía entre los esclavos y los hombres libres, y establecía distintos grados de libertad: aquellos que estaban sometidos a algún otro (amo, padre o marido) y aquellos jurídicamente independientes pero sujetos a algún tipo de tutela (los niños y las mujeres). Esto complicaba las cosas: en el caso de una ofensa (iniuria) cometida contra una mujer casada había tres víctimas —la mujer, su padre, en caso de estar vivo, y su marido—, y cuanto más alto era su estatus mayor era el delito.[916]

Uno de los aspectos que mejor evidencian la importancia del estatus y la dignitas es el poder legal de la figura paterna, patria potestas. El padre romano tenía poder absoluto —el poder de la vida y de la muerte— sobre toda su familia: esto es lo que significa paterfamilias. Se trataba de un poder absoluto sobre sus hijos legítimos, incluidos los hijos adultos, sobre sus esclavos y sobre su esposa si se había casado de tal forma que se le hubiera otorgado el control paterno (manus). Como se ha señalado en tantas ocasiones, la familia romana podría considerarse «un estado dentro del estado». La autoridad del padre era defendida con total celo. En delitos excepcionales, los hijos y esposas pasaban de la custodia del estado a la de la autoridad paterna.[917]

En Roma, nadie era completamente independiente mientras el propio padre estuviera vivo, en particular en cuestiones financieras y contractuales. Un hijo adulto podía poseer propiedad sólo mediante un peculium, una especie de fideicomiso por parte de su padre, que en cualquier momento podía revocarlo. Mientras su padre estuviera vivo, un hijo no podía hacer testamento ni heredar propiedad por derecho propio. Ese hijo podía ser un magistrado, incluso un cónsul, pero si su padre estaba vivo se encontraba bajo su patria potestas. Este cuadro, sin embargo, se ve atenuado por las cifras demográficas de Roma. Casi un tercio de los hijos habían perdido a sus padres hacia la edad de diez años y para los veinticinco, la edad en la que la mayoría estaba casada, más de dos tercios eran independientes. Hacia los cuarenta y cinco (la edad mínima requerida para ser cónsul), sólo un 6 por 100 tenía a sus padre con vida. Un padre podía «emancipar» a su hijo, lo que originalmente significaba liberarlo de su manus, aunque esto no parece haber sido común.

Las relaciones entre los esposos no eran menos importantes o complejas. Aunque los romanos insistían mucho en que los maridos debían mantener a sus esposas bajo un estricto control, en la práctica esto dependía en gran medida de la forma de matrimonio que se hubiera acordado. Había tres tipos de uniones. Dos utilizaban antiguos ceremoniales. En uno la pareja ofrecía un pastel de escanda en un sacrificio conjunto celebrado en presencia de diez testigos. En otra ceremonia, el padre «vendía» a su hija a su marido ante cinco testigos. En ambos casos, el efecto era que la mujer pasaba de estar bajo el control de su padre a estar bajo el control del marido. Su propiedad pasaba a éste y ella quedaba bajo su manus.[918]

Resulta difícil decir qué podían ganar las mujeres con semejantes acuerdos, y por tanto es importante señalar que había una alternativa, una tercera forma en que una pareja podía contraer matrimonio. Los romanos, en su inimitable estilo, la denominaban «por costumbre». Si un hombre y una mujer vivían juntos durante un año, esa convivencia era suficiente para que se los considerara esposos, y la mujer pasaba a estar bajo el control de su marido.[919] No obstante, si la pareja dormía separada durante tres noches en un año, esta «costumbre» se rompía. En la práctica, por tanto, la gente podía casarse y divorciarse sin hacer mucho ruido y sin el consentimiento de sus padres. Estos hábitos incidieron en las ideas de los romanos acerca del amor y de la propiedad marital conjunta, una idea que básicamente no existía. Si la pareja se había casado ante testigos, el marido lo poseía todo. Si el matrimonio era consecuencia de la costumbre, la propiedad de la mujer seguía siendo suya y, en caso de divorcio, podía llevársela consigo.[920] Por tanto, no resulta sorprenderte que divorciarse y volver a casarse fuera una práctica muy común en Roma.

El valor del derecho para el bienestar del estado romano lo demuestra el hecho de que las decisiones podían invalidarse si no se seguía el procedimiento indicado. Ni siquiera una decisión del emperador podía pasar por alto el estatus de los litigantes involucrados en una batalla jurídica. En este sentido, como comentó Plinio, la ley era superior al emperador y no al revés. Esto constituyó un progreso crucial para el desarrollo de la sociedad civil.

Podríamos decir que el derecho romano culmina con el Código de Justiniano (527-565 d. C.), cuya enorme influencia puede advertirse en las leyes que existen actualmente en los países europeos y en los países que fueron colonizados por potencias europeas. Este código se componía de las Institutiones, recopilación de principios básicos; las Digesta, colección de escritos jurídicos; el Codex, recopilación de las leyes; y las Novellae, las innovaciones legislativas del propio Justiniano. La composición de la obra de Justiniano muestra la evolución de las ideas jurídicas y recoge los nombres de quienes fueron responsables de ello, por lo que resulta especialmente útil para entender cómo evolucionó y maduró el pensamiento jurídico en Roma. Su elemento más famoso e influyente es el Corpus iuris civilis, las leyes estatutarias que gobiernan la administración civil y determinan el alcance de los poderes y privilegios eclesiásticos. Durante la Edad Media, el Código de Justiniano, aunque más influyente en el imperio romano de Oriente (Bizancio), fue una de las obras clásicas que Europa occidental redescubrió en el siglo XII.

La ley, como hemos visto, era parte fundamental de la educación en las escuelas en la época de Cicerón. En Roma, la educación, esto es, toda la parafernalia del aprendizaje, estuvo mucho mejor organizada de lo que había estado nunca en ningún otro lugar. Había escuelas en Babilonia, la antigua Grecia contaba con academias y Pérgamo y Alejandría tenían bibliotecas repletas de estudiosos. No obstante, en Roma encontramos, además de un sistema educativo bastante más difundido y con un currículo estandarizado, muchísimas más bibliotecas públicas (tenemos noticias de veintinueve), un próspero comercio de libros (los primeros negocios editoriales que conocemos), nuevos avances en la crítica literaria, un comercio de arte en el que las exhibiciones eran comunes, decoración de interiores (mosaicos en particular), teatros más grandes (construidos, con la ayuda del cemento, sobre el nivel del suelo y en el centro de las ciudades) y una nueva forma literaria, la sátira. La vida mental, el mundo de las ideas, estaba mucho más difundido y mejor organizado que nunca antes.

A todos los hijos de la élite, cuyos miembros deseaban que sus jóvenes ingresaran en el gobierno, se les enseñaba un currículo básico. Es probable que este núcleo común, este saber compartido, explique al menos en parte la difusión de la cultura romana en Occidente.[921] Lo primero que se enseñaba a los niños, entre los siete y los once años, era latín. Durante unos dos mil años el latín ocupó un lugar central en la historia de Occidente. El triunfo del imperio romano hizo que el latín se convirtiera en una lengua muy extendida. Luego la lengua fue adoptada por la Iglesia cristiana, con lo que se convirtió en la lingua franca, en primer lugar, de los asuntos eclesiásticos y, más tarde, de la diplomacia y el estudio. Al mismo tiempo, dado que se pensaba que Grecia y Roma eran el origen de todo lo que Occidente consideraba civilizado, conocer el idioma pasó a ser una característica del individuo civilizado. El latín, se decía, «enseñaba agilidad mental, inculcaba el sentido estético adecuado y el esfuerzo requerido educaba a generaciones de niños el valor de “empollar” y contribuía a desarrollar su capacidad de concentración».[922] Se consideraba que la «latinidad», la cultura del latín, representaba «el orden, la claridad, la pulcritud, la precisión y la concisión, mientras que las lenguas “vernáculas” eran desordenadas, incoherentes, simples y ordinarias».[923] El latín era lo importante, aunque no precisamente en este sentido. Como veremos en capítulos posteriores, esta lengua desempeñó un papel clave en la Iglesia, en la vida académica y en el surgimiento de la Europa moderna. Antes de ello, sin embargo, es necesario que estudiemos su posición en Roma.

En el capítulo 2 examinamos la situación de las lenguas del mundo en el momento en que los pueblos del Nuevo Mundo quedaron separados de los del Viejo Mundo. El nacimiento del latín resulta un momento oportuno para retomar esa historia. La verdadera importancia histórica del latín sólo se entendió después de 1786, cuando un juez inglés, que servía en la India, realizó un extraordinario descubrimiento. Sir William Jones se había formado como orientalista antes de enseñar derecho (lo que en aquella época significaba saber latín). Cuando llegó a Calcuta en 1875, empezó a estudiar sánscrito, la lengua de las Escrituras de la India. Después de investigar y reflexionar durante meses, impartió una conferencia en la Sociedad Asiática de Bengala y la idea que a grandes rasgos esbozó allí puede ser considerada el punto de partida de todos los estudios de lingüística histórica. El trascendental hallazgo de Jones fue entender que el sánscrito era muy similar al griego y el latín, tanto en la raíces de los verbos como en las formas gramaticales. Eran tan similares, dijo, que debían de haber surgido de una fuente común. La argumentación del juez fue tan convincente que su idea ha inspirado miles de estudios de las lenguas vivas y muertas del continente euroasiático. La conclusión inequívoca de esos estudios es que en verdad existió originalmente una «lengua madre», conocida como indoeuropeo, que hablaba la gente que inventó la agricultura y que se difundió junto con ella, lo que proporcionó una base lingüística común a todas, o casi todas, las lenguas de Eurasia.[924] Esto se expone con más detalle en el capítulo 29.

Las lenguas itálicas (el latín, el osco, el umbro) son tan similares a las lenguas celtas (el irlandés, el gaélico, el galés, el cornuallés, el bretón) que algunos estudiosos piensan que hablantes de un grupo común ítalo-celta tuvieron que haber aparecido en algún lugar del Danubio central no antes de 1800 a. C. Después, por algún motivo, el grupo hablante itálico se desplazó hacia el sur, primero hacia los Balcanes y luego por el Adriático hasta Italia. Entre tanto, el grupo hablante celta emigró hacia el oeste hacia la Galia (Francia), desde donde se pasaron a España, Italia septentrional y las Islas Británicas. En comparación con el griego, la gramática y sintaxis latinas son más arcaicas y cercanas a las raíces indoeuropeas. Esto se observa en particular en la flexión. Las lenguas con flexión muestran la relación entre las palabras al añadir una desinencia a la raíz. El latín, además, revela esa relación con prefijos.[925]

Los hablantes de indoeuropeo-itálico parecen haber llegado a la península Itálica en tres oleadas diferentes durante el segundo milenio a. C. Los primeros en llegar fueron los hablantes del proto-latín, que pronto se vieron obligados a desplazarse hacia el oeste por posteriores invasiones: su lengua sólo sobrevivió en el valle del bajo Tíber, donde la hablaba la tribu de los latinos, y como otros dialectos en Falerii y en Sicilia. La segunda oleada se estableció en el centro de Italia, en las montañas, y su dialecto se convertiría en el umbro, en Italia central y septentrional, y en el osco, lengua hablada más al sur y que debe su nombre a los oscos, una tribu que vivió cerca de Nápoles (los romanos los llamaban samnitas y su principal tribu eran los sabinos).[926] Por último, entre 1000 y 700 a. C., la costa del Adriático fue invadida una tercera vez, en esta ocasión por inmigrantes cuya lengua incluía el véneto en el norte.

Según Mason Hammond, el primer testimonio del latín escrito que conocemos se encontró en una hebilla de oro o fíbula, que algunos estudios creen fabricada hacia el año 600 a. C. La inscripción está escrita en caracteres griegos y se lee de derecha a izquierda, al contrario de lo que sería usual luego. En caracteres latinos el texto dice: Manios med fhefheked Numasioi; lo que en latín estándar sería Manius me fecit Numasio, esto es, «Manios me fabricó para Numasio».[927] Hay muy pocas inscripciones anteriores al siglo III a. C., lo que nos hace pensar que o bien los romanos escribían muy poco, o bien lo hacían en sustancias que no resistieron el paso del tiempo. Paralelamente, la lengua iba extendiéndose poco a poco, primero al área ocupada por los oscos, hacia el año 200 a. C., y luego a Apulia, en el sur, hacia el siglo I a. C.[928] No obstante, para cuando el latín ya era común en España, todavía había muchas áreas de la península Itálica en las que se hablaba aún la lengua osca. Tenemos noticias de documentos escritos en latín en fechas tan tempranas como 493 a. C., cuando el cónsul romano Espurio Cassio firmó un tratado con las tribus latinas, además de las Doce Tablas que antes hemos mencionado (redactadas en 451-450 a. C.). Con todo, el nivel de alfabetización debía ser muy reducido en esta época, pues de otro modo con seguridad habrían sobrevivido más inscripciones.

La literatura latina más antigua que se conserva mantiene, en general, los patrones y ritmos del discurso oral. Esto es, son repetitivos, ya sean rimados o ritmados. Esto tiene mucho sentido: es más fácil recordar una narración si ésta es rítmica o está rimada.[929] Nuestra palabra verso proviene del latín versus, «vuelta, giro», sustantivo derivado del verbo verto, «volver, girar». Era un término aplicado originalmente a los surcos, porque al arar un terreno el arado daba la vuelta y regresaba cada vez que llegaba al límite. Luego la palabra paso a significar la fila de plantas sembradas en el surco y, finalmente, pasó a designar cualquier tipo de línea, incluidos los versos de la poesía. En castellano normalmente consideramos verso y poesía como sinónimos, pero el verso en cuanto tal es sólo la forma, mientras que poesía, que viene del verbo griego que significa «hacer, crear», se refiere tanto a la forma como al contenido.[930] En la actualidad oponemos el verso y la poesía a la «prosa», palabra que deriva de prosa, una corrupción del adjetivo latino prosus, «en línea recta». La prosa oratio era un «discurso que prosigue sin interrupciones», que no da la vuelta, como ocurría con el verso.

El vocabulario latino era más pobre que el griego y muchas palabras eran préstamos de otras lenguas (por ejemplo, el latín importó el doble de palabras del griego que las que éste importó de lenguas de más al este).[931] Algunos de los vacíos eran bastante elementales: el griego, por ejemplo, disponía de muchísimos más términos para designar los colores que el latín.[932] Además, en comparación con el latín, el griego tiene una voz, un número, un modo y un tiempo adicionales y el doble de partículas.[933] Por otro lado, los romanos tenían más palabras referentes a las cuestiones familiares, y distinguía, por ejemplo, entre parientes paternos y parientes maternos. Y dado que el cerdo era la comida favorita de los romanos, encontramos muchas más palabras para este animal que en cualquier otra. Hay muchas metáforas jurídicas y militares, pero grandes partes del imperio todavía eran fundamentalmente agrarias y ello influyó en el lenguaje. Nuestra expresión «delirar», por ejemplo, viene del latín delirare, que significa literalmente «salir del surco», y luego adquirió el sentido de actuar como un loco.[934] De igual forma, calamidad viene de calamitas, una plaga que destruía las cosechas. Los mismos romanos pensaban que su lengua carecía de la elegancia del griego. Creían que el latín era más apropiado para la retórica que para el lirismo, algo que de algún modo refleja su idea de que la virilidad y la dignidad eran las cualidades personales más importantes. En su libro Lengua y carácter del pueblo romano, Oscar Wiese afirma que el latín «apenas contiene marcas de afectación o de refinamiento literario». En labios de los romanos el latín era una lengua disciplinada, con muchas cláusulas subordinadas dependientes de un único verbo rector, «lo que podría considerarse un ordenamiento militar de las palabras, con todas las cláusulas en formación mirando al verbo, como soldados esperando las órdenes del oficial al mando». El latín era un idioma concreto y específico, que huía de las abstracciones. El latín clásico, sostiene Joseph Farrell, era un lenguaje masculino. «Sabemos de más mujeres que escribieron en griego que de mujeres que lo hayan hecho en latín».[935]

Es evidente que, siendo el castellano una lengua romance, muchas de nuestras palabras provienen del latín y sus etimologías nos ayudan a ilustrar las ideas romanas. Por ejemplo, los tribuni eran originalmente los jefes de las tribus, que luego pasaron a ser los magistrados encargados de proteger al pueblo; la silla alta, que usaban para señalar su elevada posición, se denominaba tribunale, y de ahí proviene nuestra palabra tribunal. Al aspirante a un cargo en la magistratura se lo denominaba candidatus, pero su origen se remonta a la toga blanca (candida) que vestía cuando solicitaba los votos.[936] La palabra «culminar» proviene de culmen, junco, que era con lo que se hacían los techos, con lo que se terminaba la construcción del edificio. «Contemplar» y «templo» son términos relacionados: contemplari originalmente significaba mirar a los cielos. Piénsese en el caso del concepto de «profano»: para empezar, un edificio consagrado era un fanum y, por tanto, todo el terreno sin consagrar que había ante el santuario era pro fanum.[937] A pesar de sus defectos como lengua poética en comparación con el griego, el latín era un sistema lógico, profundamente interconectado, una característica que a lo largo de los siglos ha fascinado a muchísimos estudiosos.

El momento de mayor esplendor del latín clásico, su denominada «edad de oro» (también hubo una «edad de plata»), tiene lugar en tiempos de Augusto, con la prosa de Cicerón y los versos de Virgilio. Después de este momento empieza su declive, hasta convertirse en una lengua muerta. Después del fin del imperio romano de Occidente en el siglo V d. C., el lenguaje hablado por la gente corriente de Europa cambió y se diversificó, dando origen a las distintas lenguas romances. Con todo, el latín se convirtió en una lengua internacional. El latín, hablado y escrito, fue el idioma dominante del estudio, de la diplomacia y de la Iglesia, por lo menos hasta el siglo XVII, y en algunos lugares de Europa incluso por más tiempo.[938] Paralelamente, sin embargo, el lenguaje literario, en labios de autores que habían estudiado retórica, se distanció cada vez más del latín hablado. A pesar de la elegancia de Cicerón y de la grácil fluidez de Virgilio, las masas usaban un latín vulgar. Cuando Pompeya fue sorprendida por la erupción del Vesubio en 79 d. C., su vida cotidiana quedó «petrificada» en un momento específico. Las excavaciones modernas han revelado, entre otras cosas, ciertas anotaciones en las paredes, grafitos: los muros habían preservado el latín cotidiano de la gente corriente de mediados del siglo I a. C. Muchos de estos textos son maldiciones procaces contra los enemigos del autor escritas en un lenguaje muy alejado del de Cicerón y Virgilio.[939]

El latín también cautivó a la Iglesia. En el Mediterráneo oriental el cristianismo se había difundido originalmente entre personas que hablaban griego (y de hecho los primeros obispos de Roma eran todos grecoparlantes).[940] Los primeros misioneros cristianos y los autores del Nuevo Testamento (de los evangelios y las epístolas) habían usado el griego de uso corriente en el mundo helenístico, conocido como griego «común» (koine). En Roma, sin embargo, los primeros cristianos hablaban y escribían, como era natural, en latín, el latín de la gente común y corriente que era de donde procedían los primeros conversos. Además, evitaban el estilo literario ciceroniano porque se lo identificaba con el paganismo de las clases altas. Ahora bien, eso cambió. Como veremos en el próximo capítulo, mientras el imperio romano se dirigía a su colapso definitivo, la Iglesia empezó a desempeñar muchas de sus funciones y adoptó el latín y, con él, los mejores elementos del latín ciceroniano y virgiliano. Esto es algo que se aprecia de forma muy clara en las Confesiones de san Agustín, en las que, justo antes del año 400 d. C., expone en un tono íntimo y, por supuesto, confesional, su conversión al cristianismo.[941] Un hecho todavía más importante y determinante para la influencia del latín sobre la Iglesia occidental fue la traducción de la Biblia, preparada por san Jerónimo entre, aproximadamente, los años 380 y 404 d. C., la Vulgata.[942] San Jerónimo incorporó a su traducción muchas tradiciones clásicas (la sátira, la biografía) para crear una obra que perduró durante siglos.[943]

Volvamos ahora a la educación de los jóvenes romanos. La siguiente etapa, de los doce a los quince años, se dedicaba al estudio de la lengua y la literatura. El principal texto a estudiar era la Eneida de Virgilio. Los estudiantes leían en voz alta pasajes de esta y otras obras y desarrollaban sus capacidades críticas al comentar la gramática, las figuras del discurso y el uso que el autor hacía de la mitología. A los dieciséis, los muchachos pasaban de la literatura a la retórica, que estudiaban asistiendo a conferencias públicas.

«En nuestros días», afirma Simon Price, «la retórica tiene, por lo general, muy mala fama. Valoramos la “sinceridad” por encima del “artificio” y nuestras preferencias modernas son un problema real a la hora de apreciar tanto la literatura latina como la del Renacimiento. Como escribió C. S. Lewis: “La retórica es la mayor barrera entre nosotros y nuestros ancestros… Prácticamente toda la poesía antigua fue escrita y leída por hombres a los que la distinción entre poesía y retórica, tal y como se formula hoy, les hubiera parecido desprovista de sentido”».[944] Los estudios de retórica eran de dos tipos: suasoriae y controversiae. Las suasoriae estaban diseñadas para ayudar a los jóvenes a construir argumentos. Se ejercitaban discutiendo episodios del pasado: por ejemplo, ¿habría aceptado César la monarquía? En las controversiae, se planteaba a los estudiantes complicados problemas jurídicos. Por ejemplo, en un caso mencionado por Price, un hijo discute con su padre y es desterrado del hogar. En el exilio estudia medicina. Más tarde, su padre cae enfermo y cuando sus doctores se confiesan incapaces de curarlo, se pide ayuda al hijo. Éste prescribe determinada medicina, su padre la bebe y luego muere. Con calma, el hijo prueba su propia medicina pero no muere. No obstante, se lo acusa de parricidio. En clase, los estudiantes debían proporcionar los argumentos tanto de la acusación como de la defensa.[945]

El sistema parece haber funcionado, ya que los privilegios para los maestros eran comunes en Roma, si bien Michael Grant sostiene que las autoridades debieron haber intervenido más para mantener los estándares. Vespasiano, emperador entre 69 y 79 d. C., fundó dos cátedras pensionadas para la enseñanza de retórica griega y latina. Incluso fuera de Roma, se eximía a los maestros del cumplimiento de varias obligaciones cívicas.[946]

La difusión de la alfabetización en Roma fue un proceso gradual pero de gran importancia. La existencia de grafitos y el hecho de que el soldado medio supiera escribir cartas a su hogar sugieren que la escritura y la lectura superaban el círculo de senadores y políticos.[947] Con todo, debemos tener cuidado y no exagerar: no había anteojos en Roma, ni anuncios impresos, ni horarios, ni circulación masiva de la Biblia.[948] Se calcula que no más del 5 por 100 de la población de la Atenas clásica sabía leer y escribir, y en la Roma de Augusto la cifra no superaba el 10 por 100.[949] En cualquier caso, para empezar, la alfabetización no suponía entonces la ventaja que hoy nos resulta tan obvia. En la antigüedad mucha gente desarrollaba una memoria prodigiosa y era capaz de recordar sin error materiales de gran extensión, y otra se sentía contenta escuchando sus recitados: el respeto por la memoria estaba profundamente arraigado.[950] De esta forma, la gente podía en verdad «saber de letras» (en el sentido de «conocer libros») de segunda mano.[951]

Entre los argumentos en contra de una difusión más amplia de la alfabetización destacan los económicos. En la Roma clásica los rollos se hacían de hojas de papiro pegadas juntas, eran difíciles de manejar y escribir en ellos con pluma y tinta era todavía más difícil, sobre todo a medida que el manuscrito se alargaba. Sin embargo, se producían copias, Cicerón es sólo uno de los que enviaba obras a su amigo Ático, que tenía esclavos permanentes para hacer duplicados. Horacio se refiere a los hermanos Sosii, e insinúa que su negocio como editores-vendedores de libros era rentable, tanto Quintiliano como Marcial mencionan a Trifón y Arecto como editores.[952] Con todo, esto parece dudoso. Según un cálculo, una hoja de papiro en el siglo I d. C. costaba entre treinta y treinta y cinco dólares (de 1989) en Egipto, donde era fabricado, lo que significa que en el extranjero costaría mucho más. El primer libro de epigramas de Marcial, de unos setecientos renglones, se vendía a veinte sestercios (cinco denarios) y su decimotercer volumen (de 276 renglones) a cuatro sestercios (un denario). Para darnos alguna idea de valor, Marcial mismo afirmaba que «es posible conseguir una cena de garbanzos y una mujer por un as cada una». Dado que un as valía un dieciochoavo de un denario, esto significa que, como señala John Barsby, «era posible conseguir cuarenta y cinco cenas de garbanzos más cuarenta y cinco noches de amor por el precio de una copia del libro de epigramas de Marcial. Milagro que vendiera una sola copia».[953]

Por supuesto, la mayoría de las obras no eran epigramas o filosofía, sino textos útiles sobre cómo dirigir una granja o un negocio, cómo llevar cuentas, escribir cartas, etc. Esto es lo que William Harris denomina «la alfabetización de los artesanos». En el Satiricón, el liberto Equión, al referirse a la habilidad de leer textos sobre cuestiones legales, señala: Habet haec res panem, «esta cosa trae pan consigo».[954] Con el paso del tiempo, los contratos escritos fueron adquiriendo prestigio y en algunas ciudades se volvieron obligatorios, hasta el punto en que un documento no presentado al archivo se consideraba inválido. También aumentó el uso de una nueva forma de documento para el préstamo de dinero: el chirographum, que se escribía en la propia mano del que recibía el préstamo.[955] Además, algo mucho más importante, el romano de la última república necesitaba saber escribir al menos unas pocas letras en orden si quería ejercer su derecho al voto.[956]

También nos proporciona un indicio del nivel de alfabetización la difusión de las bibliotecas públicas y privadas. En la antigua Atenas no había bibliotecas públicas como nosotros las conocemos, pero en sus Vidas de los diez oradores, el Pseudo-Plutarco sostiene que Licurgo (c. 390-324 a. C.) propuso la conservación de copias oficiales de los dramas representados en los principales festivales en los archivos públicos. Es posible que así hayan nacido las bibliotecas públicas.[957] La primera biblioteca pública romana de la que tenemos noticia fue reunida por Asinio Polio en 39 a. C. (César había encargado una anterior, pero nunca llegó a construirse), y para la caída de Roma, como hemos señalado, había por lo menos veintinueve sólo en esta ciudad.[958] Sabemos que existieron otras en Comum (Como), financiada por Plinio, en Éfeso, Pérgamo y Ulpia.[959] Los miembros de la élite, por supuesto, tenían sus propias bibliotecas privadas: las cartas de Cicerón aluden en repetidas ocasiones a libros que pedía prestados a sus amigos. De vez en cuando se dejaba caer en la biblioteca de Lúculo, y en alguna ocasión se encontró allí con Catón.[960] En 1752 una excavación realizada en Herculano sacó a la luz una biblioteca privada de más de mil ochocientos rollos.[961] Por último, al considerar la extensión de la escritura y la lectura en Roma, debemos tener en cuenta la diversa procedencia de los escritores romanos. Terencio era un exesclavo procedente de África; Catón era miembro de la aristocracia gobernante; Horacio, nacido en Venusia, al sureste de Italia, era hijo de un liberto; Estacio, el poeta, era hijo de un maestro de escuela. Encontramos otros indicios en el hecho de que el ejército alcanzara un alto nivel de burocratización,[962] en que al menos de un libro se hiciera una edición de mil ejemplares en Roma,[963] y en que incluso los grafitos aludieran a las obras de Virgilio.[964] (El atractivo de Virgilio para los artistas del grafito resulta claro cuando pensamos que no sólo era el escritor más famoso de Roma, sino que nunca había disfrutado de un cargo político o militar). Es probable que en Roma decenas de miles de personas supieran leer y, por primera vez en la historia, podemos hablar de que existía una cultura letrada.[965] Por supuesto, la cultura oral seguía siendo la de la mayoría de las personas y en el mercado la gente todavía leía en voz alta poemas o recitaba cantos épicos de memoria.[966]

Los escritores eran más o menos libres para decir lo que quisieran. Las Doce Tablas prohibían la difamación y Augusto, pese a no prestar mucha atención a las sátiras dirigidas personalmente contra él, había convertido en delito criminal el firmarlas. Pero en cambio había presión social. El senado en particular estaba muy unido y Simon Prince nos cuenta que cuando Ovidio fue enviado al exilio en el mar Negro por escribir sobre las costumbres sexuales de la nieta del emperador, se sintió «tratado injustamente», pues otros, de posición más elevada en la escala social, habían cometido la misma falta y no habían sido perseguidos por ello.[967] La escritura era fundamentalmente una actividad urbana y los valores «urbanos» eran muy apreciados en Roma.[968] Al mismo tiempo, los romanos se consideraban a sí mismos un pueblo activo, que luchaba, administraba y hacía cosas. Esto nos devuelve a la noción de utilitas, la doctrina de la utilidad, que la mente romana siempre oponía a uoluptas, el placer. Y por tanto la lectura era una actividad útil únicamente en la medida en que conducía a la escritura, «y en especial a la de obras que fueran moralmente útiles».

Desde este punto de vista, la poesía representaba un problema. Todos concedían que la mayoría de ella era muy hermosa, sobre todo la antigua poesía griega. Pero al mismo tiempo, era innegable que una gran cantidad era frívola. Horacio se vio obligado a defender ambas opciones: «Los poetas quieren ser de utilidad o proporcionar placer, o decir cosas que a un tiempo sean placenteras y útiles para la vida… El poeta que mezcla lo útil (utile) y lo placentero (dulce) es aclamado por todos, pues deleita y aconseja al lector al mismo tiempo».[969] En cualquier caso, los romanos pensaban, como los griegos antes que ellos, que los poetas eran especiales en algún sentido, por lo que se los llamaba uates, término que también significaba «profeta».

Como mencionamos antes, fueron los romanos los que inventaron la idea de «los clásicos», la noción de que era importante preservar lo mejor que había sido pensado, dicho y escrito en épocas anteriores (en especial la antigua Grecia). Esta idea está íntimamente ligada al nacimiento del estudio de los textos, actividad que constituyó un rasgo sobresaliente de la vida romana.

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