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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 10. Paganos y cristianos, las tradiciones mediterránea y germánica

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La autoridad del clero se vio reforzada por el desarrollo de las Escrituras y la liturgia. En los comienzos de la fe no había Escrituras de ningún tipo: Jesús no había escrito nada. Pero de forma gradual se fue estableciendo un canon de textos escritos. Los primeros dos estaban en arameo, a uno se le conocía como Los dichos de Jesús y al otro como Un libro de testimonios. Este último se componía fundamentalmente de fragmentos del Antiguo Testamento que parecían confirmar que Jesús era en verdad el Mesías. En otras palabras, un texto más destinado a los judíos que a los gentiles. Hubo una tercera obra, llamada Las enseñanzas del Señor según los doce apóstoles, que era una guía sobre cómo organizar la Iglesia primitiva y sobre la forma correcta de practicar el culto.[1057] La idea misma de las Sagradas Escrituras era una idea judía, y el cristianismo debe al judaísmo en muchas otras áreas (como la de consagrar un día de la semana al Señor, más allá del cambio del sábado por el domingo). El bautismo y la confesión fueron ambos innovaciones cristianas que aún se conservan; sin embargo, existió también una tercera costumbre que, con excepción de unas pocas sectas, los cristianos prácticamente han abandonado: hablar en lenguas, «que, se consideraba, era la forma en que el Espíritu Santo se manifestaba a los fieles».[1058] El cristianismo primitivo había adaptado esta práctica de los cultos mistéricos griegos.

Sin embargo, la tradición literaria cristiana realmente empezó a florecer después de que Pablo escribiera las cartas a las iglesias que fundó (las epístolas a los Corintios, a los Efesios, etc.).

Ni Pablo ni los miembros originales de sus iglesias hubieran imaginado que estas «epístolas» formarían parte un día de un libro sagrado. Lo que Pablo estaba haciendo no era más que comentar por escrito la doctrina que antes había comunicado oralmente. La mayoría de ellas fueron escritas entre el año 50 y 56.[1059] Interpretar lo que Jesús había hecho era fundamental, pero para los fieles, en los primeros años especialmente, lo más importante era saber que había existido, había sido crucificado y había resucitado. Por tanto, hacia el año 125, en Éfeso, se tomó la decisión de usar los cuatro evangelios como base para el culto. Ello ayudaría a considerar todos los aspectos de la vida de Jesús y contendría cualquier herejía que surgiera. Fueron las primeras herejías las que finalmente darían origen al establecimiento de un canon de sagradas escrituras. Hubo tres doctrinas que fueron particularmente influyentes y, en este sentido, contribuyeron a dar forma a la doctrina de la Iglesia: la de Valentín (m. 160), que sostuvo que Jesús era un fantasma, no una persona real, y que no había sufrido dolor en la cruz; Marción (activo c. 144), que afirmó que Jesús no era judío y que, en cambio, era hijo de un dios «más elevado y más bondadoso» que Yahveh; y Montano (activo c. 150-180), que se opuso a la estructura eclesiástica al considerar que el clero debía estar conformado sólo por «profetas inspirados» que tuvieran «el don del espíritu» y que lo que ellos decían era lo que debía determinar el culto y no los evangelios.[1060] En respuesta a creencias tan caprichosas, la Iglesia se unió no sólo para acordar el canon del Nuevo Testamento, sino también para determinar los elementos centrales de su práctica religiosa. Fue entonces cuando se estableció la comunión, una recreación de la Última Cena, por medio de la cual los cristianos creían que expiaban sus pecados (una idea judía) y obtenían la salvación (y una idea gnóstica griega). La expresión «Nuevo Testamento» se usó por primera vez en el año 192.[1061] Y de esta forma, hacia el año 200 el cristianismo estaba en camino de convertirse en una religión del libro, algo que también compartía con el judaísmo. Esto, por supuesto, contribuyó a aumentar el poder del clero ya que, en la mayoría de los casos, eran los únicos miembros de la comunidad que sabían leer.

La tradición apostólica fue, por supuesto, una poderosa herramienta para los fieles y una manera útil de afirmar la supremacía de Roma en la cristiandad. Pero Roma no fue el único centro, ni el lugar influyente en cuanto a las ideas se refiere. Así como el evangelio de Juan recibió la influencia de las creencias gnóstica y griega en Éfeso, de igual forma otros autores del Mediterráneo oriental combinaron filosofía y teología para producir un cristianismo mucho más elaborado. Estos autores reciben por lo general el nombre de Padres de la Iglesia (patres ecclesiae). Fuera de Roma, hay dos centros en los que éstos brillaron: Alejandría y Antioquía. Los alejandrinos, en su mayoría influidos por creencias gnósticas, desarrollaron en particular un método alegórico para entender la Biblia, hasta el punto de que descubrieron significados ocultos incluso en faltas de ortografía. Fue así como nació la práctica de la exégesis bíblica.[1062]

El más famoso de los padres alejandrinos es Clemente (c. 150-216), cuyo objetivo era reconciliar el conocimiento pagano (en especial, las ideas griegas) con el cristianismo. En su libro Pedagogus, Clemente sostuvo que Platón ocupaba una posición comparable a la de los profetas del antiguo Israel. El logos platónico (que normalmente se traduce como «palabra», aunque su significado es mucho más complejo) era el principio eterno de la razón, que creaba un vínculo entre el mundo superior de Dios y el mundo inferior, creado, del hombre. Esto, decía Clemente, le había sido revelado a Platón de la misma forma como a los profetas de Israel se les había inspirado de tal manera que el hombre conociera la verdadera fe e Israel se preparara para la llegada de Jesús. En la teoría de las ideas del filósofo griego, Clemente hallaba un «desprecio» de «este mundo» similar al de las enseñanzas de Jesús (desprecio que encontraba expresión, por ejemplo, en las prácticas monásticas).[1063]

Clemente también dirigió una escuela en Alejandría, pero fue obligado a dejarla. Después de un hiato de algunos años, su escuela volvió a ser abierta por Orígenes (c. 185-254), y en ella se enseñaban disciplinas paganas (retórica, geometría, astronomía, filosofía) así como hebreo. Orígenes escribió muchos libros, dos de los cuales se consideran las primeras obras de exégesis bíblica cristiana: el Hexapla y el De los primeros principios, «la primera presentación sistemática de la teología cristiana».[1064] La más conocida innovación de Orígenes fue la afirmación de que en la Biblia todo tenía tres significados: el literal, el moral y el alegórico, y que sólo el último de éstos constituye la verdad revelada. Para él, por ejemplo, la concepción virginal de Cristo en el útero de María no debía ser entendida en principio de forma literal. Este acontecimiento, en realidad, representaba el nacimiento de la divina sabiduría dentro del alma.[1065] Orígenes fue discípulo de alguien a quien ya habíamos encontrado: Amonio Saccas, el fundador del neoplatonismo. Bajo su influjo, Orígenes sostuvo que el universo estaba formado por «una jerarquía de seres espirituales, con Dios en la cima y el demonio y los ángeles caídos en la base».[1066] Dios, afirmaba Orígenes, era cognoscible de dos maneras: a través de la naturaleza, el orden racional del universo, y a través de Cristo, que era la revelación plena de toda su misericordia y sabiduría. El hombre se componía de un alma racional y de un cuerpo material y debido a ello ocupaba una posición intermedia entre los ángeles y los demonios. El alma se corrompía por su presencia en el cuerpo y, por tanto, el objetivo de la vida era «actuar de tal forma que el alma se corrompa lo menos posible».[1067] Para Orígenes el alma preexistía al hombre y después de la muerte del cuerpo pasaba a un estado de purificación y, al final, «todas las almas, purificadas por el cuerpo, compartirán la restitución universal».[1068] Ahora bien, Orígenes no creía que la resurrección tendría lugar en el cuerpo material; a medida que la Segunda Venida se aplazaba, esta idea se hizo cada vez más y más influyente.

Jerónimo (c. 340-419) era un hombre culto y serio que había estudiado griego y hebreo en Oriente Próximo y que había intentado, sin éxito, fundar su propio monasterio. El papa Dámaso I (366-384) lo llamó a Roma en el año 377 y le encargó la traducción al latín del libro de los Salmos. Este encargo se convertiría en el primer paso de Jerónimo hacia su actual fama. En Roma, conoció a un grupo de mujeres adineradas que finalmente se unieron para proporcionarle los fondos necesarios para que construyera un monasterio y casa de investigación cerca de Belén, donde pasó el resto de su vida dedicado a la traducción de toda la Biblia al latín, un proyecto que una vez terminado reemplazaría las traducciones fragmentarias anteriores reunidas en la Itala.[1069] Jerónimo empleó como fuentes tanto textos hebreos como griegos y su propósito fue escribir una obra que no sólo complaciera a eruditos y obispos sino también a la gente común. El resultado fue un texto a medio camino entre el latín ciceroniano de los literatos educados y el lenguaje vulgar de las calles (las lenguas que terminarían convirtiéndose en el francés, el español y el italiano). Esta Biblia «Vulgata» (popular) tuvo un gran éxito y se convirtió en la versión estándar de las Escrituras durante siglos.

Sin discusión, el más grande de los Padres de la Iglesia latinos fue Agustín (354-430), una figura de especial importancia en la historia de las ideas. Gracias a sus propios escritos, sabemos mucho sobre él. Nació el 13 de noviembre en Tagaste (el actual Souk.Ahras), al sur de Bône (Annaba), en Argelia. Su padre era funcionario del gobierno local y era pagano, su madre, en cambio, era cristiana. (Estos «matrimonios mixtos» no era algo inusual en el siglo IV cuando las actitudes de los cristianos se volvieron menos radicales). Agustín resultaría ser un prolífico escritor (ciento trece libros, doscientas cartas), pero a menudo las historias lo recuerdan como «un gran pecador que se convirtió en un gran santo».[1070] Según sus propias confesiones, fue un pecador hasta la edad de treinta y dos años, cuando se convirtió al cristianismo, pero incluso después de ello no fue capaz de estar a la altura de sus esperanzas debido a su «debilidad para resistir las tentaciones sexuales». («Señor, dadme la castidad», acostumbraba a orar, «pero no todavía»).[1071] La gran humanidad de Agustín lo hace un personaje que despierta una enorme simpatía, a lo que se añaden sus dotes como escritor: las Confesiones y La ciudad de Dios son obras maestras escritas en un latín colorido que, además, son de gran interés aún hoy porque antes de convertirse al cristianismo, Agustín coqueteó con buena parte de los sistemas de pensamiento de su época. Como su madre era cristiana, estuvo en contacto con esta doctrina desde temprana edad, aunque, nos dice con franqueza, la Itala le parecía aburrida. Leyó Hortensius, un libro atribuido a Cicerón que le llevó a Platón y Aristóteles y al escepticismo. Probó durante un tiempo (no mucho) con el maniqueísmo. Encontró una amante con la que mantuvo una relación estable (catorce años). Durante este tiempo tuvo un hijo, lo que significa que trajo más carne al mundo: según Manes, recordemos, la carne era mala. A continuación, probó con el neoplatonismo, pero también lo encontró insuficiente. Sin embargo, un día, mientras estaba en su jardín, escuchó cantar a un grupo de niños. La frase que oyó era exactamente «toma y lee», tras lo cual, escribe, abrió al azar su copia de la Epístola a los Romanos. (Según Marcia Colish, abrir un libro al azar para encontrar una solución a un problema era una costumbre de los primeros cristianos derivada del uso pagano de Homero y Virgilio).[1072] El pensamiento en el que los ojos de Agustín se posaron ese día y que llamó tanto su atención fue la idea de Pablo de que el mal es la «destrucción del orden». (La creciente influencia de Pablo, el antiintelectual, a finales del siglo IV, tendría un efecto importante en la decadencia de la educación clásica, que es el tema del próximo capítulo). El neoplatonismo había estado interesado en el problema del orden: la jerarquía de los seres en el universo. Pero la gran contribución del propio Agustín fue la de añadir a esto la idea de libre albedrío. Los humanos, sostuvo, tienen la capacidad de evaluar el orden moral de los acontecimientos, de los episodios, de las personas o de las situaciones, y pueden ejercer su juicio para ordenar sus propias prioridades y rehuir el mal camino y abrazar el bueno. Escoger el buen camino era, comprendió, conocer a Dios. Esta concepción resultaría inmensamente influyente.[1073]

Aparte de su humanidad, la inteligencia de Agustín también fue fundamental. Ésta se revela de un modo impresionante en sus ideas sobre la Trinidad, la división más importante y apasionada que vivió la Iglesia primitiva y que provocó la celebración del famoso concilio de Nicea, en las orillas de un pintoresco lago cerca del mar de Marmara, en la moderna Turquía, en mayo de 325, durante el reinado de Constantino. Como vimos en el capítulo 8, la división había sido desencadenada por Arrio, quien había argumentado que Jesús no podía ser divino en la misma medida que Dios Padre lo era. Arrio no negaba por completo la divinidad de Jesús, pero subrayaba que, en cualquier caso, él mismo había dicho que Dios era más grande que él.[1074] Según Arrio, esto implicaba que Jesús era diferente de los seres humanos, pero también diferente de Dios. Además, el hecho de que Jesús llamara a Dios su «padre» indicaba una existencia previa y cierta superioridad de parte de éste. Su propuesta era que Jesús había nacido siendo mortal, pero se había vuelto divino; y, en cualquier caso, advertía que si no había sido humano, entonces no había ninguna esperanza para quienes sí lo eran. Sin embargo, los obispos reunidos en Nicea tenían una opinión diferente y el credo que se acordó allí (el credo niceno, aún recitado en las iglesias) estableció que Dios había creado el mundo ex nihilo, de la nada, y que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran de la misma sustancia.

Ahora bien, el que los obispos se pusieran de acuerdo no significaba que los laicos tuvieran que convenir con ellos. De hecho, para muchos de los primeros cristianos la idea resultaba difícil de comprender (y para muchos todavía lo es). Sin embargo, varios años después, tres formidables teólogos de Capadocia, al este de Turquía, propusieron una solución que satisfizo al menos a algunos, principalmente en Oriente. Estos tres teólogos eran: Basilio, obispo de Cesarea (329-279), su hermano Gregorio, obispo de Nisa (335-395), y su amigo Gregorio, obispo de Nacianzo (329-391). Su solución fue sostener que Dios era una única esencia (ousia), que resulta incomprensible para el hombre, pero que hay tres expresiones (hypostases) a través de las cuales es posible conocerlo.[1075] La Trinidad no eran tres dioses sino una experiencia místico-espiritual, el resultado de la contemplación.

Agustín partió de este punto y para muchos éste fue su mayor logro. Sostuvo que dado que Dios nos hizo a su imagen y semejanza (siempre según las Escrituras), «debíamos ser capaces de discernir la Trinidad en las profundidades de nuestra mente».[1076] En De la Trinidad, Agustín muestra como esta idea subyace a muchas cosas de la vida. Por ejemplo, dice, hay tres facultades del alma: la memoria, el intelecto y la voluntad. Hay también tres etapas de la penitencia tras el pecado: la contrición, la confesión y la satisfacción. Hay asimismo tres aspectos del amor: el amante, el amado y el amor que les une. Hay igualmente una memoria de Dios, un conocimiento de Dios y un amor de Dios. Y está también la trinidad de la fe: retineo (retener en nuestra mente las verdades de la encarnación), contemplatio (su contemplación) y dilectio (el deleitarnos en ellas). Esto era una especie de numerología pero también era un logro intelectual de gran ingenio, una fusión de teología y psicología como nunca antes se había concebido.[1077]

La otra obra famosa de Agustían es La ciudad de Dios, escrita en respuesta al saqueo de Roma por los visigodos en 410, el suceso más traumático y dramático de la época, para, al menos en parte, contraponer su opinión a la de quienes acusaban al cristianismo de ser el culpable de este catastrófico acontecimiento. Su objetivo, con todo, fue desarrollar una filosofía de la historia. Agustín detestaba la antigua idea de que el tiempo es cíclico y en su lugar proponía que éste era lineal y que, además, era propiedad de Dios, que podía hacer con él lo que quisiera. Según esta interpretación, la Creación, la alianza con los patriarcas del Antiguo Testamento, la Encarnación y la institución de la Iglesia podían ser consideradas como una progresiva revelación de la voluntad de Dios. De acuerdo con esto, Agustín pensaba que el Juicio Final sería el último acontecimiento de la historia, «cuando el tiempo mismo se detendrá y a cada quien se le asignará su habitación póstuma para la eternidad».[1078] La caída de Roma, insistía, había ocurrido porque había cumplido con su propósito: la cristianización del imperio. «Pero no debemos dejarnos desviar por lo que ocurre en una escala mayor». El verdadero propósito de la historia, afirmaba, era enfrentar al amor propio contra el amor de Dios. «El amor propio conduce a la Ciudad del hombre, el amor de Dios a la Ciudad de Dios. Estas dos ciudades permanecerán enfrentadas y en conflicto a lo largo del tiempo, hasta que la Ciudad de Dios y la Ciudad del hombre se eternicen como cielo e infierno respectivamente».[1079] La concepción agustiniana de la historia también involucraba una gran dosis de pesimismo, un aspecto que también sería muy influyente. La caída de Roma, por ejemplo, incidió en su doctrina del pecado original, que ocuparía un lugar tan central en la visión del cristianismo occidental. Llegó a creer que Dios había sentenciado a la humanidad a la condenación eterna, debido al pecado original de Adán. Este «pecado heredado» se transmitía a través de lo que denomina concupiscencia, el deseo de complacerse en el sexo más que en Dios. Esta imagen de una vida superior de devoción siendo arrastrada por «el caos de la sensación y la pasión descontrolada» se comparaba a la decadencia de Roma, y se convertiría en una idea particularmente duradera. Desde Agustín en adelante, el pensamiento cristiano consideró a la humanidad como inherentemente trastornada.[1080]

Para la época en que Gregorio Magno (540-604) se convirtió en papa, las invasiones bárbaras habían transformado el mapa por completo. Por ejemplo, para el siglo VI los ostrogodos, que habían penetrado en Italia hacía ya más de medio siglo, habían sido expulsados por los lombardos. Para entonces todavía había un emperador en Constantinopla, Justiniano (527-565), pero en Occidente la extensión del dominio bárbaro había provocado que muchas de las funciones que tradicionalmente estaban a cargo de los funcionarios romanos (la educación, los servicios sociales, el suministros de alimentos y agua incluso) hubieran pasado a ser desempeñadas por los obispos.[1081] Gregorio fue un administrador maravilloso y bajo su mandato la Iglesia se volvió más eficaz en un sentido práctico, terrenal. Pero también era un hombre de espíritu contemplativo, y esta mezcla lo convirtió en un líder muy apropiado para el desarrollo de doctrinas que contribuyeron a hacer a la Iglesia más atractiva a ojos de las almas ordinarias. Por ejemplo, Gregorio se propuso volver la liturgia más accesible a los fieles y tuvo la genial idea de usar la música para ello. Fue así como nació el canto gregoriano. Con el mismo espíritu inventó la noción de purgatorio. Le preocupaba en particular qué le pasaría a un pecador que recibiera la absolución de un sacerdote y a quien se diera un programa de «satisfacción», como se le denomina aún, pero muriera antes de poder cumplirlo en su totalidad. Gregorio creía que sería tremendamente injusto condenar a semejante persona al infierno, pero reconocía que, al mismo tiempo, él o ella no podía ir al cielo, pues no sería correcto admitir a una persona así junto a quienes sí habían completado sus satisfacciones. Su solución fue proponer un destino nuevo pero temporal, el purgatorio, donde la gente completaría sus satisfacciones, recibiría su castigo y luego seguiría su camino hacia el cielo. Su otra idea para que la Iglesia resultara, como diríamos hoy, más amable a sus «usuarios» fue la de los siete pecados capitales. El mal, para Gregorio, siempre sería un misterio para el hombre: Dios pretendía que así fuera, lo que lo convertía en una prueba para los creyentes (como lo había sido para Job). Pero los siete pecados capitales se pensaron como una guía para los fieles, de tal forma que el sentimiento de pecado no fuera «abrumador». Los siete pecados fueron dispuestos en una escala de gravedad progresiva: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y orgullo.[1082] De esta forma quedaba muy claro que los pecados del intelecto eran mucho más serios que los de la carne.

Para este momento la cristianización del tiempo se había casi completado. Las festividades principales del cristianismo, dedicadas a celebrar el nacimiento, muerte y resurrección de Jesús, no fueron acordadas hasta pasado un buen tiempo después de la crucifixión de Cristo. Mientras en francés, italiano y español la palabra «Pascua» se deriva del hebreo pesakh, el término inglés «Easter» evoca a la antigua diosa escandinava del amanecer y la primavera, Eostre, y hay que recordar que en este período la Pascua era una celebración mucho más importante que la Navidad, ya que con ella se conmemoraba la resurrección, sin la cual no habría fe cristiana. En Roma la Pascua ya se celebraba hacia el año 200, como demuestran cartas escritas en esas fechas, que se refieren a una ceremonia en la que se encendían velas de cera. La Navidad, por otro lado, no empezaría a celebrarse hasta el siglo IV.

Dado que los evangelios no proporcionaban información sobre la fecha del nacimiento de Jesús, los primeros teólogos, como hemos visto, se apropiaron de tradiciones paganas. Pero la Pascua era un asunto más delicado. Según los evangelios, Cristo murió el primer día de la Pascua judía. Éste, según la tradición hebrea, es el día de luna llena que sigue al equinoccio de primavera; sin embargo, esto planteaba un problema, ya que, al basarse en un calendario lunar de 354 días y no en uno solar de 3651/4, su fecha cambiaba cada año. Por sí solo, este cálculo ya era bastante complicado de realizar, pero los cristianos primitivos lo hicieron aún más difícil al añadir una condición adicional de su propia cosecha. Decidieron que la Pascua debía celebrarse siempre en domingo, dado que ése era el día en que había tenido lugar la resurrección de Cristo, lo que además los diferenciaba de los judíos que celebraban su Sabbath en sábado. En los primeros siglos de la Iglesia, la Pascua se celebró en días diferentes en los distintos países del Mediterráneo, pero en el año 325, en el concilio de Nicea, 318 obispos decidieron que esta festividad debía celebrarse el mismo día en toda la cristiandad. El día elegido fue el primer domingo después de la primera luna llena que siguiera al equinoccio de primavera. Aparte de que se le mencionara en la Biblia, el significado teológico de esta fecha era que se trataba de un día de máxima luminosidad: doce horas de luz diurna, seguidas por doce horas de luna llena. Esto contrastaba radicalmente con la Navidad, una jornada de mucha oscuridad. En esta época, los teólogos acumularon estratos alegóricos sobre estratos alegóricos para vincular la luna al relato de la Pascua. La Pascua cae en primavera, la estación en la que el mundo fue creado y en la que se instaló al hombre en el paraíso. La luna resucitaba cada mes y, como Cristo, ofrecía luz al mundo. La luna brillaba reflejando la luz del cielo, de la misma forma en que la gracia del hombre proviene del Señor.[1083]

Los astrónomos griegos, como señalamos en el capítulo 8, habían descubierto que cada diecinueve años el sol y la luna volvían a sus respectivas posiciones (el ciclo metónico). Pero esto no tenía en cuenta la semana de siete días (que los griegos no utilizaban) y tras la decisión del concilio de Nicea de que la Pascua de resurrección debía caer en domingo, pasó más de un siglo antes de que Victorio de Aquitania consiguiera establecer, en el año 457, un ciclo de veintiocho años que daba cuenta de los días de la semana y los años bisiestos, lo que era necesario para hacer los cálculos. Victorio llegó así a un ciclo de 532 años (28  19), el único que tenía en cuenta todas las variables.[1084] El modelo tuvo que seguir siendo ajustado y no se consiguió una versión definitiva hasta la intervención de Beda el Venerable, quien puso fin a la controversia con su gran obra sobre el tiempo, De retione temporum (Sobre el cálculo del tiempo), publicada en 725. Sin embargo, la «controversia pascual» como se la conoció tuvo dos importantes repercusiones posteriores. En el siglo XX, gracias a descubrimientos arqueológicos, hallazgos numismáticos y los progresos astronómicos realizados a partir de la revolución copernicana, los estudiosos han podido determinar de forma cada vez más precisa la fecha del Viernes Santo original; las dos fechas más probables son el 7 de abril del año 30 y el 3 de abril del año 33. Los primeros cristianos, por supuesto, no contaban con estos conocimientos, y en el siglo VI al abad romano Dionisio el Exiguo (llamado así por desprecio de sí mismo) se le ocurrió la idea de que las tablas pascuales, además de poder emplearse para calcular las fechas de las futuras Pascuas, podían también servir en sentido inverso y permitir calcular la fecha exacta de la Pasión. Las fechas, como hemos tenido ocasión de señalar, no habían interesado en especial a los primeros cristianos por dos razones: además del hecho de que estaban convencidos de que la Segunda Venida del Mesías era inminente, intentaban señalar, en Roma, al menos, que el cristianismo era en realidad una fe antigua, no nueva, que había evolucionado de forma orgánica a partir del judaísmo y que, por tanto, estaba mucho más arraigada en la tradición que los cultos paganos rivales. Esta postura les ayudaba a contrarrestar las burlas de sus críticos, y por tanto procuraban reducir al mínimo las nuevas fechas. Pero a medida que pasaba el tiempo y la Segunda Venida no se producía, el calendario litúrgico pasó a ocupar un primer plano y establecer momentos del año en que los fieles pudieran congregarse se convirtió en una nueva prioridad.[1085]

El calendario vigente en tiempos de Dionisio el Exiguo basaba sus cálculos en el ascenso del emperador Diocleciano, lo que había ocurrido en el año 285 d.

C. Por tanto, el año que denominamos 532 era para Dionisio el año 247. Sin embargo, no veía por qué razón debía calcularse el tiempo a partir de un emperador pagano, y durante sus cálculos de la Pascua original concibió la idea de dividir el tiempo de acuerdo al nacimiento de Cristo. Y he aquí que se le ocurrió una coincidencia numerológica extraordinaria. Victorio de Aquitania, como hemos visto, había calculado un ciclo de 532 años, y a medida que Dionisio se remontaba atrás en el pasado advirtió que en el mismo año en el que creía que Cristo había nacido, lo que llamamos hoy año 1 d. C., había comenzado un ciclo victoriano. En otras palabras, para la época en que hacía sus cálculos, la luna y el sol estaban exactamente en la misma relación que en el año en que Jesús había nacido. Esto era demasiada coincidencia y, en palabras de Beda el Venerable, confirmaba para Dionisio que el año 1 a. C. era en verdad el año en que «Él se había dignado encarnarse». Así que, desde entonces, las fechas empezaron a darse en Anni Domini, «años del Señor». Sin embargo, no fue hasta el siglo XVIII que se hizo habitual designar a la era precedente como «antes de Cristo».[1086]

Tales fechas tenían entonces una resonancia mucho mayor de la que tienen ahora. La razón para ello era que los teólogos habían concluido que el mundo duraría seis mil años. El cálculo se fundaba en la Segunda Epístola de Pedro, en la que se decía: «ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día» (3,8). Si el Señor había tardado seis «días» para crear el mundo, tenía sentido que éste durara otro tanto. Usando las genealogías de la Biblia, teólogos como Eusebio habían concluido que el mundo tenía 5197 o 5198 años cuando Jesús nació. Por tanto, para el año 532 d. C., al mundo le quedaban un máximo de 271 años antes del Apocalipsis, y el paraíso de los fieles. La exactitud del calendario era un asunto que importaba muchísimo.

La segunda repercusión de la controversia pascual fue el desarrollo de una nueva forma de literatura que, pese a hoy haber caído prácticamente en el olvido, fue durante siglos la escritura más sagrada después de la Biblia: el cómputo. Computus, como palabra, significaba originalmente más o menos lo que significa hoy, esto es, algún tipo de cálculo. Pero en la Edad Media designaba exclusivamente las tablas elaboradas por los matemáticos para predecir la fecha de las Pascuas futuras. Estas tablas se consideraban sagradas por razones que la mentalidad medieval encontraba evidentes: el movimiento de los cuerpos celestes había sido el misterio más impresionante y maravilloso que había conocido la humanidad y el hecho de que los ritmos del sol y de la luna pudieran ser armonizados significaba que Dios había revelado, a los matemáticos al menos, parte de su gran diseño del universo.[1087] Los intentos de establecer la fecha de la Pascua habían llevado así a la revelación del gran misterio de los cielos. Para los creyentes éste era otro indicio de que el cristianismo era la religión verdadera.

Según historiadores como Peter Brown y R. A. Markus, entre Agustín y la controversia pascual, el carácter del cristianismo cambió de forma decisiva. Durante los años de las persecuciones, cuando el martirio era común y los primeros cristianos, esto es, pobres, esperaban que la Segunda Venida ocurriera en cualquier momento, era muy poco el énfasis que se ponía en esta vida, en la Biblia, en la liturgia o en el arte. Ésta había sido fundamentalmente una era de culto a los santos, cuyo número se multiplicó debido al martirio, en la que las reliquias de éstos se consideraban los principales estímulos con que contaba la fe y las pruebas más auténticas de su poder y veracidad (pese al horror con que las veían los paganos). Para el cristianismo primitivo, la castidad, el sacrificio y el monacato eran lo ideal. Sin embargo, entre, digamos, el año 400, en el que Agustín estaba escribiendo, y la década de 560, en la que se ubican los últimos vestigios del paganismo, el cristianismo se las apañó con el sexo y se volvió una fe más comunal y urbana. A medida que la Segunda Venida perdía importancia al parecer cada vez menos inminente, la Biblia pasó a ocupar un primer plano, la cristianización del calendario contribuyó a que la liturgia se extendiera a lo largo del año y la cristianización de la geografía, especialmente en el Mediterráneo oriental, dio lugar a una colección de lugares santos, rutas de peregrinación y a un mayor sentido de la historia. El carácter comunal y urbano de la Iglesia se vio fortalecido por los expolios de los bárbaros y el cristianismo empezó así a adquirir la forma que nos resulta hoy reconocible.[1088]

Cualquiera que hubiera sido el verdadero papel que desempeñó el cristianismo en la caída del imperio romano, los historiadores alemanes en particular, concuerdan con la idea de Gibbon de que el principal factor lo constituyeron los bárbaros. Estos investigadores sostienen que lo que denominan Völkerwanderung, «la edad de las invasiones bárbaras», fue el principal elemento de esta era de la historia, ya que transformó de forma significativa la civilización clásica grecorromana.[1089] En combinación con el cristianismo, afirman, las invasiones bárbaras constituyeron «un cataclismo de enormes proporciones, una ruptura radical de la historia europea».[1090] A. H. M. Jones respalda esta opinión con una observación muy simple, pero innegable, a saber, que no todo el imperio romano se derrumbó en el siglo V: sobrevivió en Oriente como lo que hoy conocemos como imperio bizantino, hasta las conquistas turcas de mediados del siglo XV.[1091] Este hecho es importante, anota Jones, porque «demuestra que, a diferencia de lo que algunos historiadores modernos han insinuado, el imperio no se tambaleaba, decadente y senil, al borde de la tumba y que los bárbaros no se limitaron a darle un leve empujón. La mayoría de las debilidades internas… eran comunes a ambas mitades del imperio».[1092] Si el cristianismo debilitó el imperio desde el interior, ¿por qué cayó el imperio occidental y no el oriental cuando allí la religión era mucho más fuerte y decisiva? La principal diferencia, considera Jones, es que «a finales del siglo V… el imperio oriental era, en términos estratégicos, menos vulnerable y… la presión a la que lo sometían sus enemigos externos era menor». En resumen: las invasiones bárbaras fueron la principal causa de la caída de Roma.[1093]

«El origen de la palabra bárbaro es griego y a lo largo de la antigüedad clásica adquirió los tres significados principales que ha conservado hasta nuestro días: uno etnográfico, uno político y uno ético».[1094] Por ejemplo, Homero lo emplea en la Ilíada para referirse a los carios de Asia Menor, de los que dice que «hablan de modo bárbaro», con lo que quería decir que no se les entendía lo que decían (sin embargo, a diferencia de otros autores de la antigüedad no desdeña a los extranjeros por ser «mudos», y tampoco compara su lengua con «los parloteos de las aves o los ladridos de los perros», como tantos otros de China a España hicieron).[1095] Con el paso del tiempo, la opinión que los griegos tenían de sí mismos cambió a medida que los progresos realizados en filosofía, ciencia, arte y política empezaron a madurar. Entonces empezaron a pensar en sí mismos como el «pueblo ideal» y a ver a sus enemigos como almas inferiores. En el año 472 a. C., durante las guerras con Persia, Esquilo desdeña a sus enemigos y los califica como «bárbaros», en parte porque «hablan como caballos», pero principalmente porque piensa que sus tradiciones políticas son primitivas: apenas eran algo más que esclavos subyugados por un militar oriental tirano, y no disfrutaban de las libertades con que contaban los griegos.[1096] «Bárbaro» había dejado de ser un término neutral para convertirse en un insulto.

El significado cambió una vez más durante el período helenístico, cuando la cultura griega y el gobierno romano coexistieron en el Mediterráneo oriental. En esta época, cuando el hombre empezó a ser juzgado por su humanidad y sus hábitos éticos y sociales, más que por sus conquistas militares, el término bárbaro pasó a designar a quienes eran rudos y crueles y carecían de educación.[1097] Según Arno Borst, ésta era la forma en que Cicerón entendía la palabra barbarus, y es por ello que las élites romanas, formadas en la cultura helénica, vilipendiaban a los cristianos, a quienes consideraban primitivos, enemigos del imperio y bárbaros. (Los primeros cristianos, como hemos señalado, aceptaban orgullosos el insulto: «Sí, somos bárbaros», afirmó Clemente de Alejandría).[1098]

Todos estos significados, sin embargo, resultaban pálidos a la hora de describir a los pueblos germánicos que invadieron el recién cristianizado imperio en el siglo V. El término revivió entonces, pero «magnificado hasta significar lo satánico». «Las tribus germánicas invasoras hablaban dialectos incomprensibles y su poder era básicamente militar, eran gente robusta, como los campesinos, que despreciaba la civilización urbana y cuyas supersticiones paganas rechazaba el cristianismo».[1099] La actitud de los cristianos romanos puede ejemplificarse con Casiodoro, que hacia el año 550 encontró un significado oculto en la misma palabra barbarus: se compone, decía, «de barba (barba) y de rus (llanura), pues los bárbaros no viven en ciudades y construyen sus moradas en los campos, como los animales salvajes».[1100]

Los primeros que expresaron la idea de que la «Edad Media» era un período «oscuro» de la historia fueron los humanistas italianos de los siglos XIV y XV. Francesco Petrarca (1304-1374), por ejemplo, confesó sentirse «fuertemente vinculado y espiritualmente más cercano» a los grandes autores clásicos que a sus inmediatos predecesores medievales.[1101] «El desdén que manifestó por las especulaciones supuestamente vanas y el que consideraba mal latín de los autores medievales pronto se convirtió en el lema de moda del movimiento humanista». El primer hombre que utilizó la expresión media tempestas, o Edad Media, fue Giovanni Andrea, obispo de Aleria, en Córcega, quien la empleó en una historia de la poesía latina publicada en 1469.

Nuestra concepción actual de esa edad oscura es de algún modo diferente. El período más difícil de los siglos medievales, el que va del año 400 al 1000, se reconoce hoy como una época verdaderamente oscura, y ello por dos razones. En primer lugar, porque, en comparación, son muy pocos los documentos que han sobrevivido para iluminarla. En segundo lugar, porque pocos de los monumentos artísticos y literarios que sobrevivieron pueden considerarse logros de gran valor. Sin embargo, hacia el siglo XIII, Europa contaba con grandes ciudades, una agricultura y comercio prósperos y sistemas gubernamentales y jurídicos complejos. Había muchas universidades y catedrales por todo el continente, y se produjeron un gran número de obras maestras de la literatura, el arte y la filosofía, capaces de rivalizar con las de cualquier otro período. La cronología del «milenio medieval» necesita, por tanto, ser corregida. Ahora diferenciamos la alta Edad Media (la edad oscura) y la baja Edad Media, cuando se sentaron muchos de los cimientos del mundo moderno.

Saber lo oscura que fue en realidad la edad oscura resulta instructivo. La mente medieval era, en verdad, muy diferente de la nuestra. Incluso Carlomagno, el primer emperador del Sacro imperio, era analfabeto.[1102] Hacia 1500 las antiguas carreteras romanas seguían siendo las mejores de Europa. La mayoría de los principales puertos de Europa fueron inutilizables hasta por lo menos el siglo VIII.[1103] Entre las artes que se perdieron se encontraba la albañilería: «Durante diez siglos», dice William Manchester, «no se construyó, con excepción de las catedrales, ningún edificio en piedra en toda Alemania, Inglaterra, Holanda y Escandinavia».[1104] Las colleras, arneses y estribos, inventados en China mucho antes, no existieron en Europa hasta aproximadamente el año 900. Los caballos y los bueyes, allí donde los había, apenas podían ser utilizados. Los registros de los jueces de instrucción ingleses muestran que los homicidios en este período eran dos veces más comunes que las muertes accidentales y que apenas uno de cada cien asesinos comparecía ante la justicia. (La amenaza de la muerte también se usó ampliamente para la difusión del cristianismo. Cuando conquistó a los rebeldes sajones, el emperador Carlomagno les permitió elegir entre el bautismo y la ejecución. Y como vacilaron, decapitó a cuatro mil quinientos en una sola mañana).[1105] La piratería dificultaba el comercio en todo el continente, la agricultura era tan ineficiente que la población nunca se alimentaba de forma adecuada. El nombre de la hacienda británica, exchequer, proviene de la tela a cuadros (chequer) que tenían que usar como ábaco los funcionarios encargados del tesoro real debido a su pésima aritmética.[1106] Además de ser peligrosa, injusta y estática, la vida en la alta Edad Media era invisible y silenciosa. «La mente medieval carece de ego». Los nobles tenían apellidos, pero formaban menos del 1 por 100 de la población. En cualquier caso, como la mayoría de las personas de la época nunca abandonaban el lugar en el que nacían, tampoco eran muy necesarios. La mayoría de las aldeas tampoco tenían nombre. Siendo la violencia tan común, no es una sorpresa leer que la gente vivía apeñuscada en hogares comunales, se casaba con sus paisanos y llevaba una vida tan aislada que los dialectos locales se desarrollaron al punto de hacerse incomprensibles para personas que sólo vivían a unos cuantos kilómetros de distancia.

Las descripciones que los escritores romanos dejaron de los pueblos de la Europa templada poseen limitaciones evidentes. Por lo general, fueron compuestas en un contexto militar y desde el exterior (ninguno de los autores latinos vivió en una aldea de la Edad del Hierro, ni viajó entre ellos como los mercaderes). Percibían que había una diferencia fundamental entre su civilización culta y educada y los bárbaros, pero extrajeron de ello dos conclusiones diferentes. En ocasiones, los describieron como salvajes groseros e incivilizados, excepcionalmente fuertes y salvajes, y en muchos sentidos infantiles. César observó que los germanos eran incluso menos civilizados que los celtas, que vivían en comunidades más pequeñas, en un paisaje que tenía menos huellas de haber sido transformado para el cultivo y cuyas prácticas religiosas estaban bastante menos desarrolladas. No tenían líderes permanentes sino jefes elegidos temporalmente para sus incursiones militares. Cuanto más al norte vivían, más extremas eran sus condiciones de vida. Otras veces, en cambio, se los idealizaba como gente simple y noble, aún no corrompida por estilos de vida complicados.[1107]

Cuando en el Renacimiento se redescubrieron los textos clásicos (véase el capítulo 18), copias de los cuales se habían preservado en los monasterios europeos, sus descripciones se consideraron objetivas. Sin embargo, como ha mostrado Peter Wells, ahora poseemos sólidos argumentos para cuestionar esta valoración. La principal idea del relato de César, por ejemplo, es que los germanos vivían al este del Rin y que los celtas vivían al oeste. No obstante, no hay razón para suponer que unos u otros sintieran que pertenecían a un pueblo común, o que se vieran a sí mismos como parte de una población supra-regional. El grado de veracidad que podemos esperar de César como fuente puede valorarse a partir de sus descripciones de las inusuales criaturas que habitaban los bosques de los germanos, entre las cuales destacan el unicornio y el alce, «un animal cuyas piernas no tienen articulaciones». Como esto obligaba al alce a dormir de pie ya que le hubiera resultado imposible levantarse del suelo por sí mismo, la forma que recomienda para atrapar uno era serrar parte de un árbol, de tal manera que cuando el alce se reclinara contra él, el árbol cayera junto con el animal, que se convertía así en presa fácil.[1108]

Nuestra actual forma de entender la alta Edad Media es, de hecho, una mezcla de filología del siglo XIX y arqueología de finales del siglo XX. Los términos «celta» y «germánico» son creaciones artificiales de los filólogos basadas en estudios de lenguas de tiempos antiguos: el bretón y el irlandés, en el caso de los celtas; el inglés, el alemán y el gótico, en el de los germanos. Como señala Patrick Geary, «los bárbaros existían (cuando existían) como una categoría teórica, pero no como parte de la experiencia viva».[1109] En el caso de las lenguas celtas, sus vestigios más antiguos son unas inscripciones escritas en griego en el sur de la Galia hacia el siglo III a. C. En ellas se recogen nombres de personas muy similares a los que mencionará César doscientos años después.[1110] Por lo que respecta a las lenguas germánicas, los testimonios más antiguos nos los proporcionan las inscripciones rúnicas, mensajes breves escritos en caracteres compuestos de líneas rectas hacia finales del siglo II d. C.[1111] La distribución de las inscripciones celtas en la Galia y de las runas en el norte de Europa continental sugiere una distinción geográfica general entre aquellos que hablaban lenguas celtas y lenguas germánicas en la época en que los romanos se extendían hacia el norte y el oeste. Herodoto decía que los keltoi vivían cerca de la cabecera del Danubio (es decir, en los Alpes, en lo que hoy es Suiza) y los arqueólogos los han relacionado con la denominada cultura de La Tène. Ésta se descubrió en el extremo oriental del lago Neuchâtel, en Suiza, a principios de la primera guerra mundial. Las excavaciones revelaron una cultura predominantemente ligada a la madera: pilares de madera (acaso restos de casas), dos pasos elevados de madera y diversas herramientas y armas de bronce, hierro y madera. Varios objetos tenían patrones curvilineales que desde entonces se han convertido en el sello del arte de La Tène desde Europa central hasta Irlanda y los Pirineos.[1112]

Investigaciones antropológicas recientes han sugerido que la presencia misma de imperios poderosos cambia a los pueblos que ocupan sus márgenes. Para empezar, afirma Patrick Geary, los bárbaros formaban pequeñas comunidades que vivían en aldeas junto a los ríos, las costas o los claros de los bosques, desde el mar Negro hasta el mar del Norte.[1113] Había clanes, grupos que tenían el tabú del incesto y que se unían para defenderse. Tenían genealogías de los dioses y elegían jefes para determinadas ocasiones como la guerra («los emperadores de los barracones»).[1114] No pensaban en sí mismos como celtas, francos o alemanes hasta que el imperio les impuso esa identidad. (Franci, que significa «banda», y allemanni, que significa «todos los hombres», son palabras de origen germánico que los romanos sólo pudieron haber aprendido de los grupos mismos o de sus vecino).[1115] La idea de los antropólogos demuestra que, en términos muy generales, ante una amenaza, comunidades hasta el momento amorfas se ven obligadas a formar «tribus», grupos que se reúnen alrededor de un líder para defender sus reclamaciones territoriales.[1116] Hay algunas pruebas de que esto fue lo que ocurrió en los límites del imperio romano. Análisis de la cerámica, por ejemplo, evidencian que antes de la época de César las comunidades de Germania poseían una cerámica, unos ornamentos, unas herramientas y unas prácticas funerarias que, en términos generales, eran similares, pero que variaban considerablemente de una región (pequeña) a otra. (Los arqueólogos conocen a ésta como a la cultura Jastorf).[1117] En la época de la expansión romana, sin embargo, y durante los siguientes siglos, este patrón cambió, y tanto la cerámica como las prácticas funerarias se uniformaron para abarcar regiones más amplias. Al parecer, la presencia de una potencia imperial cerca provocó, de hecho, la «solidificación» de las tribus en unidades más grandes y menos diversas. Hacia la época de las guerras de la Galia, a principios del siglo II, se habían desarrollado asentamientos más grandes, de los cuales Feddersen Wierde y Flögeln, ambos en la baja Sajonia, son casos bien estudiados. La arqueología también demuestra que los pueblos situados en los límites del imperio empezaron a imitar a los romanos en sus ritos funerarios al enterrar a sus hombres con sus armas e incluso sus espuelas.[1118]

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