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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 22. La historia avanza hacia el Norte: El impacto intelectual del protestantismo

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Aunque las maniobras contrarreformistas que hemos mencionado hasta ahora fueron de tipo negativo, basadas en prohibiciones cuando no en la violencia, en la jerarquía católica también había algunos que comprendían que la única forma de avanzar realmente era tener la iniciativa intelectual y llevar la batalla espiritual al terreno enemigo. Uno de los que advirtió esto fue Ignacio de Loyola. Nacido en 1491 en el castillo de Loyola, en el País Vasco, Ignacio habría podido convertirse fácilmente en uno de los muchos conquistadores españoles que entonces viajaban al otro lado del Atlántico. Según su propia confesión, se había entregado a «las vanidades de este mundo». Y de hecho se hizo soldado, pero su carrera se truncó cuando durante un asedio fue alcanzado en una pierna por una bala de cañón. Mientras se recuperaba en su castillo, cuenta la historia, Ignacio descubrió que ninguno de los libros que tenía a su alcance era de su agrado, así que tuvo que conformarse con leer vidas de santos. La experiencia cambió por completo su vida. «Todo indica que decidió allí mismo convertirse en santo él mismo, una nueva especie de héroe romántico. “Santo Domingo hizo esto, por tanto tengo que hacer aquello; san Francisco hizo esto otro, por tanto también tengo que hacerlo”».[2131] El método de entrenamiento que se impuso «para alcanzar la santidad» evidenciaba la disciplina y atención al detalle propias de un militar, y de hecho, sus Ejercicios espirituales continúan siendo el curso de autodisciplina básico en la orden que fundó: los jesuitas. «Se trata de un programa de ejercicios de cuatro semanas, un verdadero curso de asalto espiritual para los soldados de Jesús, con el objetivo de que alejen su mente del mundo para concentrarse en los horrores del infierno, la verdad salvadora de la historia evangélica y el ejemplo de Cristo».[2132] Un ejercicio, destinado a provocar el desprecio del propio cuerpo, reza: «mirar toda mi corrupción y fealdad corpórea; mirarme como una llaga y postema, de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan turpísima».

A los treinta y tres años, Ignacio viajó a Barcelona para estudiar en su universidad, después de lo cual se trasladaría a la de París. Allí desarrolló sus ideas, las cuales atrajeron a un pequeño grupo de seguidores comprometidos que realizaron sus ejercicios y se unieron a él en un voto conjunto de servir a Cristo, para lo cual se ofrecieron al papa Pablo III, al que prometieron «obediencia completa».[2133] En sus estatutos el grupo anunciaba que su propósito primordial era «la propagación de la fe», en particular «la educación cristiana de los niños y de los ignorantes». Ignacio y sus compañeros se consideraban soldados de Cristo, o del papa, y afirmaban que irían allí donde el pontífice los enviara «a cualquiera región a que nos quieran enviar, aunque piensen que nos tienen que enviar a los turcos, o a cualesquiera otros infieles, incluso en las regiones que llaman Indias; o a cualesquiera herejes, cismáticos, o a los fieles cristianos que sea».

Para la época en que Ignacio murió, 1556, ya se había encargado la construcción de la iglesia de los jesuitas en Roma, la iglesia del Gesú. En la actualidad, frente a su tumba hay un monumento que conmemora al soldado de Cristo. Uno de los compañeros de estudio de Ignacio en París, san Francisco Javier, sería el encargado de dirigir la misión jesuita que emprendería la tarea sin precedentes de llevar el cristianismo a los infieles de Oriente. Conocido como el «conquistador de ánimas», Francisco Javier viajaría desde Goa hasta las islas de las Especias y Japón. Murió en 1552 mientras esperaba acceder a la gran joya de Oriente, el cerrado imperio de China.[2134]

En realidad, la experiencia de los jesuitas en Oriente fue desigual. Dentro de Europa, la comunidad se especializó en la educación de la aristocracia, lo que reflejaba su política de concentrarse en la formación de los líderes y lo que hoy llamaríamos creadores de opinión, y lo mismo puede decirse de su actividad en Asia. Después de todo, los cristianos contaban con un buen precedente: Constantino. En Oriente los jesuitas se anotaron un temprano triunfo hacia 1580 con el emperador indio Akbar, que era musulmán. En China, sin embargo, la situación fue bastante diferente. Allí los jesuitas consiguieron ganar la confianza del emperador, pero más a través de la ciencia que de la teología. Fueron necesarios muchos años de negociaciones para que la orden pudiera tener acceso a Pekín, y cuando por fin lo consiguieron, sus primeros regalos para el emperador fueron una estatua de la Virgen y un reloj que tocaba las horas. Al emperador le gustó mucho el reloj, pero no mostró gran interés por la estatua de la Virgen, que se apresuró a pasar a la anciana emperatriz, su madre. La presencia de los jesuitas en Pekín se prolongó durante casi dos siglos, gracias a lo mucho que se valoraban sus conocimientos de matemáticas y astronomía, pero no lograron realizar demasiadas conversiones. Por el contrario, descubrieron que había mucho que admirar de los chinos, tanto que pronto empezaron a vestir sedas de mandarín y a asistir a ceremonias confucianas en las que se rendía culto a los ancestros.[2135]

En Japón, al parecer, tuvieron mejor suerte, al menos en un comienzo. En 1551, Francisco Javier afirmó que había dejado allí una comunidad de cerca de un millar de conversos, principalmente daimyos, señores locales. Sin embargo, para comienzos del siglo XVII, los jesuitas ya hablaban de ciento cincuenta mil conversos o, según otros testimonios, trescientos mil. «Los samurai, la clase guerrera, fueron particularmente receptivos, acaso porque sentían cierta afinidad con los jesuitas, muchos de los cuales procedían de entornos aristocráticos o militares». Por desgracia, esto hizo que el cristianismo se volviera un asunto de política interna para la clase gobernante japonesa y cuando la situación se tornó violenta, hacia 1614, el haberse convertido se volvió en contra de los nuevos cristianos. Surgió entonces una inquisición japonesa en la que los cristianos se convirtieron en víctimas de unos métodos de tortura que, en términos de crueldad, no eran muy diferentes de los que se estaban aplicando en Europa. En Yedo, por ejemplo, más de sesenta cristianos japoneses fueron crucificados cabeza abajo en la plaza para que se ahogaran al subir la marea.[2136]

Aunque los esfuerzos de los misioneros jesuitas en Extremo Oriente fueran en su conjunto un fracaso, la orden tuvo gran éxito en Occidente (los cristianos de Latinoamérica constituyen en la actualidad el grupo de fieles más grande de la Iglesia romana). Ahora bien, los jesuitas no fueron la única orden nueva que surgió durante la Contrarreforma y por esta misma época aparecen los teatinos, los barnabitas, los somascos, los oratorianos y los padres del Clavo (llamados así porque oraban inicialmente en una iglesia en la que se preservaba uno de los clavos usados en la Santa Cruz), todas ellas órdenes dedicadas al proselitismo o la enseñanza. Roma por fin comprendía que, en el nuevo clima espiritual, la mejor forma de mantener a la gente dentro de la religión católica era atraparlos desde jóvenes.

Entre los demás efectos de la Reforma, quizá sea importante subrayar que había varios protestantismos diferentes: junto al luteranismo y el calvinismo, surgió en esta época, por ejemplo, el anglicanismo, más preocupado por los sacramentos y la oración litúrgica que por la predicación, a diferencia de lo que ocurría en Europa continental, donde la primordial importancia atribuida al sermón «condujo a una reestructuración drástica de los interiores de las iglesias reformadas desde Irlanda hasta Lituania. Los púlpitos de madera provistos de espectaculares doseles se convirtieron en el lugar al que se dirigían las miradas de los fieles, atención que antes estaba reservada a los altares y las mesas en que se celebraba la comunión».[2137] La predicación del sermón iba acompañada por un reloj de arena de manera que los fieles supieran exactamente cuánto faltaba. Diarmaid MacCulloch afirma que el sermón se convirtió en una forma dramática mucho más popular que las que se representaban en los teatros: en Londres se predicaba «centenares» de sermones cada semana mientras sólo había trece teatros. Este culto del sermón fue apoyado por el aumento de los catecismos, que se convirtieron «durante más de un siglo en la forma de educación más común en toda [Europa]».[2138] Más aún, esta «dieta semanal de ideas abstractas impartida desde el púlpito» hizo que la Europa protestante se volviera mucho más consciente del valor de los libros que la Europa católica y, probablemente, contribuyó a elevar el nivel de alfabetización del norte del continente en relación al sur. Según un cálculo, entre 1500 y 1639 se publicaron en Inglaterra siete millones y medio de copias de «grandes obras religiosas», mientras que las copias de poemas, obras de teatro y sonetos ascendían a un millón seiscientas mil; entre 1580 y 1639 los escritos religiosos de William Perkins tuvieron 188 ediciones, mientras que las obras de Shakespeare llegaron a 97.[2139] La difusión de la alfabetización tuvo un impacto incalculable en el desarrollo del norte protestante.

El protestantismo también revivió los aspectos comunales de la penitencia. En las iglesias escocesas, por ejemplo, se volvió familiar «el taburete del arrepentimiento», una silla en la que se sentaban los infractores para ser reprendidos públicamente por el ministro, lo que permitía representar una especie de «teatro del perdón» para reincorporación en el rebaño de las ovejas descarriadas, una práctica que aunque hoy pueda parecernos una intromisión excesiva en la vida privada, en su momento estaba estrechamente vinculada a la disciplina capitalista descrita por Weber. El protestantismo mantuvo una tasa muy baja de hijos ilegítimos, y el servicio matrimonial de Thomas Cranmer fue el primero que afirmó que el matrimonio podía ser agradable «por la compañía, el apoyo y el consuelo que los miembros de la pareja se ofrecen mutuamente».[2140] Las iglesias reformadas prestaron nueva atención a la idea de que las mujeres eran iguales ante Dios e introdujeron el divorcio como parte normal del derecho matrimonial. El protestantismo cambió la vieja actitud del catolicismo hacia la medicina y creó entre los fieles el deseo de orar, no ya como figuras solitarias o como una enorme Iglesia europea, sino en pequeños grupos, que luego se convertirían en los metodistas, los cuáqueros y demás. Estas diferentes sectas fueron aumentando a medida que crecía la tolerancia… y la duda. Una revolución accidental realmente.

En diciembre de 1563, durante su última sesión, el Concilio de Trento dirigió su atención al papel de las artes en el mundo después de Lutero.[2141] Se reafirmó la importancia de la pintura para la enseñanza de la fe, pero, de acuerdo con el espíritu de la época, el Concilio insistió en que las representaciones de la historia sagrada se mantuvieran fieles al texto de las Escrituras, por lo que se encomendó al clero que vigilara el trabajo de los artistas. El sólo hecho de que se otorgara al clero esta función provocó la aparición de una avalancha de manuales escritos por sacerdotes en los que se interpretaban las decisiones de Trento. Muchos de ellos, sin embargo, llegaban a conclusiones bastante más opresivas que las del propio Concilio.[2142]

En su análisis de los efectos del Concilio de Trento, Rudolf Wittkower afirma que estos intérpretes (personas como san Carlos Borromeo, el cardenal Gabriele Paleotti, Gilio da Fabriano y Raffaello Borghini) hacían hincapié en tres aspectos: las obras de arte debían ser claras y directas, debían ser realistas y debían servir como «estímulo emocional para la piedad».[2143] El principal cambio que esto provocó, sostiene Wittkower, fue que, en contraste con la idealización que había caracterizado al Renacimiento, la representación cruda de la verdad «empezó a considerarse esencial». Donde era necesario, como, por ejemplo, en las escenas de la Crucifixión, se mostró a Cristo «afligido, sangrando, escupido, con su piel desgarrada, herido, deforme, pálido y feo». Además de ello, había que tener mucho cuidado con la edad, el sexo, la expresión, los gestos y los vestidos de las figuras. Los artistas tenían que prestar especial atención a lo que se decía en las Escrituras y ceñirse a ellas. Al mismo tiempo, el Concilio se encargó de prohibir el culto de las imágenes: «el respeto mostrado [a las pinturas y las esculturas] se refiere a los prototipos que esas imágenes representan».[2144]

Estas variables circunstancias intelectuales se combinaron para generar un gran número de cambios en la producción artística, el más importante de los cuales fue la aparición del estilo barroco, que fue, fundamentalmente, el estilo de la Contrarreforma. Después del Concilio de Trento, el enérgico papado de Sixto V (1585-1590), que se esforzó por reconstruir Roma y devolverle la gloria perdida tras el saqueo, fue el primero que promovió la nueva forma artística. El cardenal Paleotti resumió la nueva tendencia al referirse de la siguiente forma el arte romano de comienzos del siglo XVII: «La Iglesia quiere… al mismo tiempo, glorificar el valor de los mártires y encender las almas de sus hijos». Se trata de una descripción muy adecuada de lo que se proponía el arte barroco. Uno de los papas que sucedió a Sixto, Pablo V, completó la construcción de la basílica de San Pedro, con lo que entre uno y otro se logró convertir la Roma pagana en la Roma cristiana. Su objetivo era «presentar este suntuoso espectáculo a los fieles» para que la Iglesia fuera «la imagen del cielo en la tierra». Algo que hicieron especialmente en arquitectura y escultura.[2145] «En su momento de mayor esplendor, el barroco primitivo fue una unión de arquitectura, pintura y escultura, cuyas creaciones actuaban conjuntamente sobre las emociones del espectador, al que invitaban, por ejemplo, a participar en las agonías y éxtasis de los santos».[2146] Su mayor exponente fue Bernini, que logró hacer en piedra lo que muchos eran incapaces de hacer en pintura.

Con todo, aunque las extravagantes figuras de Bernini son el barroco clásico, a comienzos del siglo XVII hubo un aumento de la seguridad espiritual que dio lugar a las simples pero intensas pinturas de Caravaggio: obras muy realistas, que evidencian una meticulosa preocupación por el detalle y cargadas de piedad. Al contemplar las grandes obras del barroco, es inevitable sentir que artistas como Bernini o Caravaggio debieron de tener presentes las metas de la Contrarreforma, pero, no obstante, también resulta difícil no percibir en ellas una exuberancia y un amor al arte por el arte de los que el Concilio de Trento habría abjurado. Ésta fue la época en la que, por ejemplo, durante el papado de Pablo V, se construyeron la mayoría de las fuentes de Roma, a la que hoy se conoce como la ciudad de las fuentes.

Esta nueva seguridad espiritual también quedó reflejada en una era de construcción de iglesias, particularmente en Roma, en la que los templos, con frecuencia levantados para las nuevas órdenes, eran enormes. Estos nuevos edificios estaban diseñados para sobrecoger a los feligreses y se convirtieron en escenario de apasionados sermones, que eran impartidos desde púlpitos adornados de forma espectacular y bajo magníficos doseles, hechos con oro, plata, joyas y tejidos finos. Con todo, una de las características más sobresalientes de estas iglesias era la nueva iconografía que presentaba a los fieles. En este sentido se observa un marcado cambio, pues los pintores se alejan de las imágenes tradicionales y el relato de la vida de Jesús para concentrarse en ejemplos de heroísmo (David y Goliat, Judit y Holofernes), modelos de arrepentimiento (san Pedro, el hijo pródigo), la gloria del martirio y las visiones y éxtasis de los santos.[2147] Al mismo tiempo, las iglesias más grandes favorecieron la aparición de imágenes de mayor tamaño y esplendor. Bernini, que, como hemos señalado, representa los logros de este barroco inicial, fue «un hombre de teatro» que sirvió a cinco papas pero en especial a Urbano VII (1623-1644). Juntos consiguieron dar una acercamiento más estético a las representaciones artísticas, lo que contribuyó a mejorar su cualidad y las distanció del empalagoso misticismo que caracteriza buena parte de la producción barroca de comienzos de siglo. El mejor ejemplo de esto probablemente sea la Santa Teresa de Bernini, una escultura de la santa en pleno éxtasis que parece estar, en sí misma, suspendida en el aire. «Esto únicamente puede parecer realidad gracias a la mentalidad visionaria del que lo contempla».[2148] El arte barroco consigue dar un gran aire de verosimilitud a los milagros y sucesos maravillosos. Esto se inspiraba fundamentalmente en la Retórica aristotélica, donde se señalaba que las emociones eran el ingrediente básico a través del cual se consigue persuadir a los humanos.

Un acontecimiento completamente diferente en el mundo del arte en esta época fue el desarrollo de los «géneros», en particular, la pintura paisajística, las naturalezas muertas, las escenas de batallas y de caza. Muchos historiadores del arte creen que en el siglo XVII se dio un cambio decisivo en el que de un mundo en el que el arte era principalmente religioso se pasó a uno en el que éste era más secular. Rudolf Wittkower es uno de ellos: «En los años alrededor de 1600 la clara separación entre el arte secular y el eclesiástico, que llevaba preparándose largo tiempo, se convirtió en un hecho establecido».[2149] Después del primer cuarto del siglo XVII los artistas estuvieron en condiciones, por primera vez en la historia, de ganar su sustento dedicándose por completo a géneros especializados. Ahora bien, aunque las naturalezas muertas y las escenas bélicas eran muy populares, fue el paisaje el que se convertiría en el más importante de los géneros no religiosos hasta llegar a Poussin y Claude.

No obstante, dicho todo esto, es indudable que el mayor logro del barroco en Roma es San Pedro, lo que supone una importante ironía. Completar el magnífico complejo requirió de dos generaciones (el baldaquino se terminó en 1636, las demás partes en la década de 1660). Pero tras la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la guerra de los Treinta Años, resultó claro que a partir de entonces las grandes potencias europeas podían solucionar sus disputas sin contar con la Santa Sede. En el momento en que Roma alcanzaba su mayor gloria física, su ascendiente intelectual empezaba a menguar de forma irrevocable. El poder y el liderazgo intelectual se habían trasladado al norte.

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