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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 23. El genio del experimento

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Capítulo 23

EL GENIO DEL EXPERIMENTO

La revolución científica «eclipsa cualquier acontecimiento posterior al auge del cristianismo y reduce el Renacimiento y la Reforma a la categoría de meros episodios, simples desplazamientos internos dentro del sistema del cristianismo medieval». Éstas son las palabras del historiador británico Herbert Butterfield en su libro Los orígenes de ciencia moderna, 1300-1800, publicado en 1949.[2150] Y son características de una concepción de «la revolución científica» según la cual los cambios que tuvieron lugar entre la publicación del libro de Copérnico sobre el sistema solar, en 1543, y la aparición de los Principia Mathematica de sir Isaac Newton, unos ciento cuarenta y cuatro años más tarde, en 1687, transformaron por completo, y para siempre, nuestra comprensión de la naturaleza: en este intervalo, nació la ciencia moderna. En este período la visión del mundo aristotélica se desechó, y su lugar vino a ser ocupado por el universo newtoniano. (Newton, se quejaban sus contemporáneos, o al menos algunos de ellos, había destruido la poesía del arco iris y había acabado con la necesidad de los ángeles). Fue en este momento cuando la racionalidad austera, acumulativa y matemática reemplazó a la especulación difusa, desordenada y sobrenatural de la Edad Media. Como también señala Butterfield, éste fue el cambio intelectual más importante desde el surgimiento del monoteísmo ético.

Esta versión de la historia ha sido severamente criticada en los últimos veinticinco años. El ataque se relaciona muy de cerca con el descubrimiento, mencionado en la introducción de este libro, de ciertos textos pertenecientes a Newton cuyo contenido fue divulgado por primera vez por John Maynard Keynes. Estos documentos demuestran que, además de su interés por la física y las matemáticas, Newton sintió una prolongada fascinación por la alquimia y la teología y, en particular, por la cronología bíblica. Esto ha conducido a que ciertos estudiosos modernos —como Betty Jo Teeter Dobbs e I. Bernard Cohen, por ejemplo— cuestionen si en verdad puede hablarse de mentalidad moderna en el caso de Newton y de aquellos contemporáneos suyos que compartían semejantes preocupaciones. Dobbs y Cohen nos recuerdan que Newton estudió las leyes de la «acción divina» en la naturaleza con el objetivo de demostrar «la existencia y providencia de Dios», y por consiguiente manifiestan sus dudas de que la transformación en el ámbito del pensamiento haya sido realmente tan profunda como se ha afirmado. Asimismo, señalan que el cambio que daría origen a la química moderna no ocurriría hasta bastante después de Newton, en el siglo XVIII, y por tanto, sostienen, no podemos en realidad hablar de una «revolución» científica, si por tal entendemos «un cambio repentino, radical y completo».[2151] Más allá de esto, la pareja de estudiosos anota también que, en su vida privada, Copérnico era un «conservador tímido» (difícilmente un revolucionario), que hacia 1600 apenas había en el mundo unos diez «partidarios del heliocentrismo», y que Kepler fue un «místico torturado». Ninguno de estos «héroes» de la ciencia fue un racionalista frío. Por tanto, es importante que el lector tenga en cuenta que, en la actualidad, la versión de los acontecimientos que sigue a continuación es muy discutida. Volveremos sobre este debate al final del capítulo.

Según los científicos, actualmente estamos viviendo la segunda revolución científica. Ésta habría comenzado hace un centenar de años, a comienzos del siglo XX, con el descubrimiento simultáneo del cuanto, el gen y el inconsciente. La primera revolución científica fue el resultado de un conjunto similar de acontecimientos simultáneos e igualmente trascendentales: el descubrimiento de la concepción heliocéntrica de los cielos, la identificación de la gravitación universal y los importantes avances realizados en la comprensión de la luz, el vacío, los gases, el cuerpo y la vida microscópica.[2152] Todavía no entendemos muy bien por qué todos estos avances se produjeron aproximadamente en la misma época. Es probable que el protestantismo, en sí mismo una causa revolucionaria, tuviera algo que ver con ello dado su énfasis en la propia conciencia. Otro de los efectos de la Reforma fue que persuadió a las personas reflexivas de que si había tantos hombres y mujeres de opiniones diferentes convencidos de que haber recibido inspiración divina, no todos podían tener razón. Por consiguiente, era muy probable que la inspiración divina fuera con frecuencia nada más que equivocación. El capitalismo, con su énfasis en el materialismo, el dinero y los intereses, y su preocupación por el cálculo, también es un factor a tener en cuenta. El aumento de la precisión en todos los aspectos de la vida desempeñó un papel igualmente importante; así como el descubrimiento del Nuevo Mundo, que contribuyó muchísimo al revelar paisajes, formas de vida y sociedades muy diferentes de los europeos. Un último factor quizá fue la caída de Constantinopla en 1453, un acontecimiento que supuso la desaparición del último vínculo vivo con la antigua cultura griega y lo que ésta tenía que ofrecer. Poco antes de que la ciudad cayera, el comerciante y coleccionista de manuscritos siciliano Giovanni Aurispa había regresado a Occidente, después de una sola visita, con no menos de 238 textos griegos, que permitieron a los europeos entrar en contacto con Esquilo, Sófocles y Platón.[2153]

Toby Huff también llama la atención sobre las formas en las que las ciencias no europeas se quedaron atrás. En una fecha tan avanzada como el siglo XVII, había «centenares» de bibliotecas en el Oriente Próximo musulmán, y se decía que una de ellas, en Shiraz, tenía trescientas sesenta estancias.[2154] Sin embargo, dado que en el islam los astrónomos y los matemáticos desempeñaban por lo general también otras funciones y actuaban como muwaqqit, guardianes de tiempo y del calendario de las mezquitas, los estudiosos apenas tenían motivos para explorar ideas nuevas que habrían podido constituir una amenaza para la fe. Huff señala que los astrónomos árabes tenían un conocimiento de la astronomía igual al de Kepler, pero que nunca lo revisaron a la luz del sistema heliocéntrico.[2155] Los chinos y los árabes nunca desarrollaron un signo para «igual» (=) y, de hecho, los primeros nunca creyeron que la investigación empírica pudiera llegar a explicar de forma completa los fenómenos físicos. En el siglo XIII había tantos estudiosos en Europa como en el mundo musulmán, o en China, sin embargo, según Huff, el que en estas dos últimas civilizaciones el saber tuviera que ser validado de forma centralizada, ya fuera por el Estado o por los maestros, nunca permitió el desarrollo de un escepticismo organizado o corporativo y, en última instancia, esto es lo que cuenta para el progreso científico. El filósofo del siglo XX Ernst Cassirer se plantea esta misma pregunta en su libro La filosofía de las formas simbólicas. Allí este pensador anota, por ejemplo, que en algunas tribus africanas la palabra para «cinco» realmente significa «mano completa», mientras que «seis» significa literalmente «salta» (esto es, a la otra mano). En otros lugares los números no están divorciados de los objetos a los que califican, con lo que, por ejemplo, las expresiones «dos canoas» y «dos cocos» requieren números diferentes; e incluso hay grupos cuyos sistemas numéricos sólo distinguen entre «uno», «dos» y «muchos». Con semejantes sistemas, opina Cassirer, es muy improbable realizar grandes adelantos en matemáticas.[2156]

En el siglo XVI, se consideraba que entender los cielos era la meta más importante de la ciencia, término que por lo general significaba física. En una sociedad religiosa, «el destino de la vida y de todo lo demás estaba vinculado al movimiento de los cielos: los cielos regían la tierra. Por consiguiente, quienquiera que entendiera cómo funcionaban los cielos, entendería todo cuanto ocurría en la tierra».[2157] Una de las principales conclusiones de la revolución científica fue que los cielos no regían la tierra, algo que quedó claro cuando la obra de Newton fue asimilada. Como anota J. D. Bernal, los científicos de la época comprendieron que el problema no era en realidad muy importante, lo que, por supuesto, redujo el prestigio de los cielos. Durante el proceso, sin embargo, se descubrió la ciencia nueva de la dinámica, con sus propias matemáticas, las matemáticas de las ecuaciones diferenciales, que desde entonces se convirtieron en los cimientos de la física teórica.

Nicolás Copérnico, un polaco, tuvo la suerte de tener un tío obispo, muy interesado por su sobrino, que pagó para que se educara en Italia. Copérnico fue lo que hoy probablemente llamaríamos alguien sobreeducado: estudió derecho, medicina, filosofía y belles lettres, y también sabía de astronomía y navegación.[2158] Ahora bien, aunque estaba fascinado por los descubrimientos de Colón, no habría sido un buen navegante en la flota del almirante, ya que como astrónomo Copérnico no era en realidad muy hábil y sus observaciones son famosas por su inexactitud. No obstante, este inconveniente se vio superado con creces a nivel teórico por una idea simple: que la forma tradicional de explicar los cielos era incorrecta. Copérnico estaba convencido de que Ptolomeo tenía que estar equivocado porque, según pensaba, la naturaleza nunca se habría organizado por sí misma en un complicado conjunto de «epiciclos» y «excéntricos» como sostenía el griego. Copérnico se dedicó a reflexionar sobre este problema con el objetivo de simplificar la explicación. Él mismo describió su enfoque de la siguiente manera: «Tras abordar este problema tan extraordinariamente difícil y casi insoluble, por fin se me ocurrió cómo se podría resolver por recurso a construcciones mucho más sencillas y adecuadas que las tradicionalmente utilizadas, a condición únicamente de que se me concedan algunos postulados. Estos postulados, denominados axiomas, son los siguientes. 1. No existe un centro único de todos los círculos o esferas celestes. 2. El centro de la Tierra no es el centro del mundo, sino tan sólo el centro de gravedad y el centro de la esfera lunar. 3. Todas las esferas giran en torno al Sol, que se encuentra en medio de todas ellas, razón por la cual el centro del mundo está situado en las proximidades del Sol. 4. La razón entre la distancia del Sol a la Tierra y la distancia a la que está situada la esfera de las estrellas fijas es mucho menor que la razón entre el radio de la Tierra y la distancia que separa a nuestro planetas del Sol, hasta el punto de que esta última resulta imperceptible en comparación con la altura del firmamento. 5. Cualquier movimiento que parezca acontecer en la esfera de las estrellas fijas no se debe en realidad a ningún movimiento de éstas, sino más bien al movimiento de la Tierra. Así, pues, la Tierra —junto a los elementos circundantes— lleva a cabo diariamente una revolución completa alrededor de sus polos fijos, mientras que la esfera de las estrellas y último cielo permanece inmóvil. 6. Los movimientos de que aparentemente está dotado el Sol no se deben en realidad a él, sino al movimiento de la Tierra y de nuestra propia esfera, con la cual giramos en torno al sol exactamente igual que los demás planetas. La Tierra tiene, pues, más de un movimiento. 7. Los movimientos aparentemente retrógrados y directos de los planetas no se deben en realidad a su propio movimiento, sino al de la Tierra. Por consiguiente, éste por sí solo basta para explicar muchas de las aparentes irregularidades que en el cielo se observan».[2159]

Todo el mundo recuerda que Copérnico desplazó a la tierra del centro del universo pero, como puede advertirse en el fragmento que acabamos de citar, hay otras dos cosas sobresalientes. La primera es que él sólo estaba diciendo lo que había dicho Aristarco dos mil años antes. La segunda es que afirmaba que los cielos —la esfera de las estrellas fijas— estaban muchísimo más allá de lo que todos pensaban (cuarto postulado), algo que en términos teológicos no era menos importante que su idea de que la tierra no era el centro del universo. Ésta era una propuesta escandalosa y desconcertante pero, a diferencia de Aristarco, antes de que pasara mucho tiempo a Copérnico se le creyó. Una razón para su alta credibilidad era un conjunto de argumentos adicionales que conseguían dar cuenta de las observaciones de la gente. Copérnico afirmaba que la tierra tenía tres movimientos diferentes. En primer lugar, el planeta giraba cada año describiendo un gran círculo alrededor del sol. En segundo lugar, giraba sobre su propio eje. Y en tercer lugar, hay una variación en la posición de la tierra con respecto al sol. Todo esto, afirmó Copérnico, implicaba que el movimiento aparente del sol no era uniforme. En cierto sentido, ésta era la parte más ingeniosa de su razonamiento: durante siglos, la gente se había preguntado por qué el verano no duraba lo mismo que el invierno, y por qué los equinoccios no ocurrían a medio camino a lo largo del año, o a medio camino entre los solsticios. La respuesta verdadera, por supuesto, era que los planetas, incluyendo la tierra, no se movían en órbitas circulares sino en órbitas elípticas. Pero sin la observación de Copérnico sobre los movimientos relativos de la tierra y el sol habría sido imposible comprender este hecho crucial (sobre el que volveremos a continuación).

Las nuevas ideas de Copérnico, sistematizadas en su Sobre las revoluciones de los orbes celestes, al que comúnmente se conoce por su título latino como De revolutionibus, tenían muchos vacíos. Por ejemplo, todavía creía en la idea medieval de que los planetas estaban fijados a las superficies de gigantescas esferas de cristal huecas y concéntricas. Más allá de eso, sin embargo, Copérnico consiguió lo que se proponía: librarse del desorden y reemplazar los complicados epiciclos de Ptolomeo.[2160]

Aunque De revolutionibus iniciaría una revolución, en un primer momento no se lo consideró un libro incendiario. Tras decidirse a poner sus ideas por escrito, Copérnico envió el manuscrito al papa y el pontífice hizo circular el texto entre clérigos estudiosos, que recomendaron su publicación. Y aunque al final su impresor fuera protestante, las novedosas ideas de Copérnico fueron consideradas «perfectamente respetables» durante todo el siglo XVI. No fue hasta 1615 que alguien se quejó de ellas afirmando que contradecían la teología convencional.[2161]

Para entonces el noble danés Tycho Brahe ya había desarrollado el trabajo de Copérnico. La fortuna familiar de Brahe provenía de su participación en el peaje que los daneses imponían a cada barco que entraba o salía del Báltico a través del Oresund, el estrecho que separa a Dinamarca de Suecia. Tycho era un espíritu pendenciero que había perdido su nariz durante un duelo, tras lo cual siempre tuvo que aparecer en público con un apéndice de plata que destellaba con la luz. Pero la corona danesa comprendió que Brahe era un científico de talento y le concedió una isla en el Oresund, un lugar en el que había pocas ocasiones para pelear o discutir y en el que se le permitió establecer «la primera institución científica de los tiempos modernos», Uraniborg o «La puerta del cielo».[2162] El laboratorio incluía un observatorio.

Brahe quizá no contaba con una mente tan original como la de Copérnico, pero era mucho mejor astrónomo que él y, en su laboratorio del Oresund, realizó gran cantidad de mediciones astronómicas precisas. Abandonó estas observaciones en 1599, cuando dejó Dinamarca para trasladarse a Praga, donde fue nombrado matemático imperial por el Sacro Emperador Romano, Rodolfo II, un gobernante especialmente excéntrico que estaba fascinado por la alquimia y la astrología. De regreso en Dinamarca, las mediciones de Brahe quedaron en manos de su no menos talentoso asistente, Johannes Kepler, que emprendió la tarea de intentar conciliar las mediciones de Brahe y las teorías de Copérnico.

Kepler era un investigador tenaz y diligente y un observador agudo. Al igual que Copérnico, su punto de partida era la creencia de que las estrellas estaban dispuestas, como se pensaba tradicionalmente, en una serie de esferas de cristal concéntricas. Sin embargo, poco a poco, se vio obligado a abandonar esta teoría, cuando descubrió que era imposible reconciliarla con las observaciones de Brahe. Su gran avance ocurrió cuando, en lugar de intentar acomodar todos los planetas en un sistema, se concentró en Marte.[2163] Marte era un planeta particularmente apropiado para los astrónomos porque podía observarse casi todo el tiempo, y empleando las mediciones de Brahe, Kepler advirtió que, en su viaje alrededor del sol, Marte describía no un círculo sino una elipse. Una vez dado este tremendo paso, Kepler no tardó en mostrar que todos los planetas que giran alrededor del sol lo hacen describiendo órbitas elípticas y que incluso la órbita de la luna alrededor de la tierra es una elipse. Este descubrimiento tuvo dos implicaciones inmediatas, la primera de carácter físico y matemático, la otra teológica. En términos científicos, una elipse, pese a ser una forma relativamente simple, no era una figura tan sencilla como el círculo y resultaba más difícil de explicar: ¿cómo era posible que los planetas que orbitaban el sol estuvieran en algunos puntos más alejados de éste que en otros? En este sentido, el descubrimiento de las órbitas elípticas fomentó el estudio de la gravedad y la dinámica. Por otro lado, las órbitas elípticas planteaban serios problemas a la teoría de que los cielos eran una serie de esferas de cristal, vacías y concéntricas, una concepción que ahora resultaba inaceptable.

Las órbitas elípticas explicaban por qué las estaciones no duraban lo mismo. Una elipse implicaba que la tierra no se movía alrededor del sol a una velocidad constante, sino que el planeta se desplazaba con mayor rapidez cuando estaba más cerca del sol y de forma más lenta cuando se encontraba más lejos. Con todo, Kepler encontró una constante en el sistema. La velocidad multiplicada por el vector radio (en términos generales, la distancia del planeta al sol) era siempre la misma.[2164] Después de su trabajo con Marte y la tierra, y todavía utilizando los cálculos de Brahe, Kepler consiguió calcular las órbitas, velocidades y distancias de los demás planetas en relación al sol. Esto le permitió descubrir otra constante: el cuadrado del período de rotación de los planetas era proporcional al cubo de su distancia media del sol. De esta forma los cielos contaban con un una armonía nueva y definitiva y, como señala Thomas Kuhn, apuntara o no a Dios, «ciertamente apuntaba a la gravedad».

El cuarto de los grandes héroes de la revolución científica, después de Copérnico, Brahe y Kepler, fue Galileo. Profesor de matemáticas y de ingeniería militar en la Universidad de Pisa, Galileo logró de algún modo poner sus manos en un descubrimiento holandés que, debido a las guerras entre holandeses y españoles, se consideraba entonces secreto militar: el telescopio. Aunque Galileo conocía bien las aplicaciones militares del dispositivo (permitía a un bando advertir al enemigo antes de que éste pudiera hacerlo), su principal interés era la exploración de los cielos. Y cuando apuntó su telescopio hacia el cielo nocturno, experimentó uno de los máximos sobresaltos de la historia, pues de inmediato comprendió que los cielos abarcaban muchas más estrellas que nadie había visto previamente. Hablando en términos generales, hay aproximadamente dos mil estrellas que pueden ser observadas de noche a simple vistas. Gracias al telescopio, Galileo vio que había miríadas más. De nuevo estamos antes un descubrimiento que tenía profundas implicaciones en lo que se refiere al tamaño del universo y que, por consiguiente, cuestionaba la teología imperante. Pero eso no fue todo. Con su telescopio, Galileo también advirtió tres y luego cuatro «estrellas» o «lunas» que giraban alrededor de Júpiter, tal y como los planetas giraban alrededor del sol. Esto respaldaba la teoría copernicana de los cielos pero al mismo tiempo proveyó a Galileo con un ejemplo de lo que de hecho era un reloj celestial. Estos cuerpos estaban tan alejados de la tierra que su movimiento no podía verse afectado por ésta, lo que les permitía ofrecer una idea de tiempo absoluto. Esto proporcionó a los navegantes una forma de determinar las longitudes en el mar.[2165]

Como profesor de ingeniería militar, las armas y en particular lo que llamamos balística constituían, como es natural, otro de los intereses de Galileo. En ese momento de la historia, y al igual que ocurría en muchos otros ámbitos, la forma de entender la dinámica (el estudio en el que se enmarca la balística) era esencialmente aristotélica. La teoría de Aristóteles, por ejemplo, explicaba el movimiento de la lanza sosteniendo que, al ser arrojada, una lanza se movía a través del aire y que el aire que se desplazaba de la punta de la lanza pasaba de alguna forma a empujar la vara desde atrás. La lanza, sin embargo, no continuaba moviéndose sin cesar porque, en algún momento, se «cansaba» y caía al suelo. Como explicación del movimiento es claro que esto era muy poco satisfactorio pero la cuestión es que, durante dos mil años, a nadie se le había ocurrido una descripción mejor. Eso comenzó a cambiar gracias al estudio de otra arma relativamente nueva: la bala de cañón.[2166] Parte del atractivo del cañón era que su ángulo de ataque podía modificarse. A medida que el cañón se levantaba desde el suelo, su alcance aumentaba y aumentaba hasta los 45°, después de lo cual éste empezaba a reducirse progresivamente. Fue este comportamiento de los proyectiles lo que despertó el interés de Galileo por las leyes del movimiento, si bien también puede decirse otro tanto de las tormentas que periódicamente azotaban Florencia y Pisa y durante las cuales observó que las lámparas y arañas colgantes oscilaban de un lado a otro. Empleando su propio pulso como instrumento de medición, Galileo cronometró el movimiento de las lámparas y descubrió que había una relación entre la longitud de un péndulo y su tiempo de oscilación. Esto se convirtió en su ley de la raíz cuadrada.[2167]

Galileo escribió dos tratados famosos, el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632) y Las dos ciencias nuevas (1638). Ambos fueron redactados en italiano (en lugar de latín) y en forma de diálogo —casi como obras teatrales— con el fin de presentar sus ideas a una audiencia más amplia. En el primero de ellos, tres personajes discuten los méritos relativos de los sistemas ptolemaico y copernicano: Salviati (un científico y estudioso), Sagredo (un laico inteligente) y Simplicio (un aristotélico obtuso). El texto no sólo dejaba muchas dudas sobre cuáles eran las simpatías de Galileo, sino que también satirizaba (indirectamente) al papa, algo que condujo a su célebre comparecencia ante la Inquisición y su encarcelamiento. Sin embargo, durante el año que pasó en prisión, preparó Las dos ciencias nuevas, un diálogo sobre dinámica entre los mismos tres personajes del anterior. En este segundo libro fue donde expuso su teoría de los proyectiles y demostró que, prescindiendo de la resistencia del aire, el recorrido que traza un proyectil es una parábola.[2168] Una parábola es una función de un cono, como lo es la elipse. Durante dos mil años, los conos se habían estudiado de forma abstracta: ahora surgían, de repente y prácticamente de manera simultánea, dos aplicaciones en el mundo real. Se había conseguido revelar aún más la armonía de los cielos.

Resulta irónico que Las dos ciencias nuevas se hayan escrito en la cárcel. Con el encarcelamiento de Galileo las autoridades eclesiásticas esperaban contener la revolución copernicana, pero lo que de hecho hicieron fue proporcionarle a Galileo la oportunidad de reflexionar y escribir la obra que conduciría a Newton y que asestaría el mayor golpe contra la religión.

Según una lista de las personalidades más influyentes de la historia publicada en 1993, Isaac Newton ocupaba el segundo lugar por detrás de Mahoma y por delante de Jesucristo.[2169] Nacido en 1642, el mismo año de la muerte de Galileo, Newton creció en un ambiente en el que la ciencia era considerada una ocupación o interés bastante normal.

Esto ya era muy diferente del mundo en el que vivieron Copérnico, Kepler o Galileo, en el que la religión y la metafísica eran las cuestiones de mayor importancia.[2170] Al mismo tiempo, Newton compartía con ellos ciertas cualidades heroicas, en particular su capacidad para trabajar casi exclusivamente por su cuenta. Capacidad muy oportuna porque gran parte de su innovador trabajo se desarrolló en el aislamiento al que en 1665 lo forzó la peste que se abatió sobre Londres, cuando el joven Newton debió refugiarse en Woolsthorpe, su pueblo natal en Lincolnshire. Según las palabras de Carl Boyer en su historia de las matemáticas, éste fue «el período más productivo de descubrimientos matemáticos del que tenemos noticias», algo que más tarde hallaría expresión en los versos de Wordsworth: «una mente por siempre / viajando sola por los extraños mares del pensamiento».[2171]

Al principio, Newton estaba más interesado en la química que en las matemáticas o la física.[2172] Pero, en el Trinity College de la Universidad de Cambridge, comenzó a leer a Euclides, asistió a las clases de Isaac Barrow (el primer profesor que ocupó la cátedra Lucasiana) y se familiarizó con el trabajo de Galileo y otros autores. El siglo XVII fue la época en que las matemáticas se hicieron modernas y adoptaron una forma más cercana a la que tienen en la actualidad.[2173] Además de Newton (1642-1727), Gottfried Leibniz (1646-1716) y Nicolás Mercator (1620-1687) eran contemporáneos cercanos de René Descartes (1596-1650), Pierre de Fermat (1601-1665) y Blaise Pascal (1623-1662) que no llevaba mucho tiempo muerto en el momento en que el primero se graduó.[2174] Entre las nuevas técnicas matemáticas destacan la expresión simbólica, el uso de letras, la resolución de series matemáticas y diversas ideas geométricas novedosas. No obstante, por encima de todas ellas, sobresale la introducción de los logaritmos y el cálculo.

Tanto los chinos como los árabes habían empleado alguna forma de decimales y, en 1585, el matemático francés François Viète había impulsado su uso en Occidente. Con todo, fue Simon Stevin, de Brujas, quien ese mismo año publicó en flamenco De thiende («El décimo»; en francés La disme), texto en el que explicaba los decimales de un modo que prácticamente todos podían entender. No obstante, Stevin no usaba el punto decimal, por lo que, por ejemplo, el valor de pi, π, se representaba como:

En lugar de las palabras «décimo», «centésimo» y demás, Stevin hablaba de «primero», «segundo», etc. No fue hasta 1617 que John Napier, refiriéndose al método de Stevin, propuso el uso de un punto o una coma para separar los decimales.[2175] Mientras el punto decimal se convirtió en estándar en Gran Bretaña, en otros lugares del mundo la que se impuso fue la coma.

Napier (o Neper) no era un matemático profesional sino un terrateniente escocés anticatólico, el barón de Murchiston, interesado en matemáticas y trigonometría y aunque escribió sobre muchos temas, concibió los logaritmos unos veinte años antes de publicar cualquier cosa. Los logaritmos derivan su nombre de dos palabras griegas, logos (razón) y arithmos (número). Napier había estado pensando en series numéricas desde 1594, y mientras rumiaba el problema recibió la visita del doctor John Craig, médico de Jacobo VI de Escocia (el futuro Jacobo I de Inglaterra), quien le informó sobre el uso de la prostaféresis en Dinamarca. Craig, casi con certeza, había acompañado a Jacobo cuando éste cruzó el mar del Norte para reunirse con su futura esposa, Ana de Dinamarca. Una tormenta había obligado a los miembros de la expedición a desembarcar no lejos del observatorio de Tycho Brahe, y mientras esperaban que las condiciones meteorológicas mejoraran el astrónomo los había recibido. Durante el encuentro se mencionó el dispositivo de prostaféresis.[2176] Este término, derivado de una palabra griega que significa «adición y sustracción», designaba un conjunto de reglas para convertir el producto (es decir, la multiplicación) de funciones en una suma o una diferencia. Esto es, básicamente, lo que son los logaritmos: números que, considerados geométricamente, se convierten en proporciones y, de este modo, la multiplicación se convierte en una simple cuestión de suma o resta, lo que hace el cálculo mucho más fácil.[2177] Las tablas iniciadas por Napier fueron completadas y refinadas luego por Henry Briggs, el primer profesor de la cátedra saviliana de matemáticas en la Universidad de Oxford, quien elaboró logaritmos para todos los números hasta el cien mil.[2178]

Señalar que Newton tuvo la suerte de ser el heredero intelectual de tantos predecesores ilustres no reduce, en ningún sentido, su genio. Los tiempos, como se dice, eran propicios. De sus muchos logros deslumbrantes podemos comenzar con las matemáticas puras, ámbito en el que su máxima innovación fue su teorema del binomio, que le conduciría a la idea de cálculo infinitesimal.[2179] El cálculo es esencialmente un método algebraico para entender (esto es, calcular y medir) la variación de propiedades (como la velocidad) que se modifican de forma infinitesimal, es decir, de propiedades que son continuas. En casa, podemos tener en nuestro estudio doscientos libros o dos mil o dos mil uno, pero no tenemos 200 3/4 libros o 2001 1/2. Sin embargo, la velocidad de un tren al desplazarse puede variar de forma continua, infinitesimal, de cero kilómetros por hora a trescientos kilómetros por hora (si es el Ave). El cálculo se ocupa de estas diferencias infinitesimales y es importante porque contribuye a explicar la forma en que gran parte del universo varía.

Podemos apreciar la medida de los avances realizados por Newton si consideramos el hecho de que, durante un tiempo, fue la única persona capaz de utilizar el cálculo diferencial (obtener el área debajo de una curva). En su momento, esto era tan difícil que cuando escribió su obra maestra, los Principia mathematica, no empleó notación diferencial pensando que nadie la entendería. Publicado en 1687, Philosophae naturalis principia mathematica, el título completo de su libro, ha sido descrito como «el tratado científico más admirado de todos los tiempos».[2180]

Con todo, el principal logro de Newton fue su teoría de la gravitación. Como apunta J. D. Bernal, aunque la teoría de Copérnico ya gozaba de gran aceptación en su época, «no había sido en ningún sentido explicada». Uno de los problemas que esta concepción planteaba había sido señalado por Galileo: si la tierra realmente daba vueltas sobre sí misma, como sostenía Copérnico, «¿por qué no soplaba un terrorífico viento de este a oeste, en dirección opuesta a aquella en la que la tierra giraba?».[2181] Dada la velocidad a la que se suponía giraba el planeta, el viento generado por este movimiento debería destruirlo todo. La objeción de Galileo parecía razonable debido a que en la época no existía la noción de atmósfera.[2182] Luego estaba el problema de la inercia. Si el planeta daba vueltas sobre sí mismo, ¿qué era lo que lo mantenía en movimiento? Algunas personas propusieron que los ángeles eran los encargados de hacerlo, pero ésta no era una solución que satisficiera a Newton. Conocedor de la obra de Galileo sobre los péndulos, introdujo la noción de fuerza centrífuga.[2183] Galileo había comenzado con el péndulo oscilante antes de avanzar hacia los péndulos circulares. Y fueron los péndulos circulares los que condujeron al concepto de la fuerza centrífuga, lo que, a su vez, condujo a Newton a su idea de que era la gravedad lo que sostenía a los planetas mientras éstos rotaban libremente. (En el caso del péndulo circular, la gravedad es representada por el peso de la plomada y su tendencia hacia el centro).

La belleza de la solución de Newton al problema de la gravedad es asombrosa para los matemáticos modernos, pero no debemos pasar por alto el hecho de que la teoría formaba parte del cambio de actitud que estaba experimentado la sociedad en un sentido mucho más amplio. Aunque ningún pensador serio creía ya en la astrología, el problema central de la astronomía era desde hacía tiempo entender el funcionamiento de la mente divina. Sin embargo, para la época de Newton, había una meta mucho menos teológica y más práctica: el cálculo de la longitud. Galileo ya había usado los satélites de Júpiter como reloj, pero Newton quería entender las leyes del movimiento más fundamentales. Aunque su principal interés estaba en esos principios básicos, no ignoraba que un conjunto de tablas basados en ellos sería muy útil.

La génesis de la idea ha sido reconstruida por los historiadores de la ciencia. En un comienzo, el italiano G. A. Borelli introdujo la noción de algo a lo que denominó gravedad, una fuerza que contrarrestaba los efectos de la fuerza centrífuga: de otra manera, afirmó, los planetas saldrían volando por la tangente. Newton también advirtió este inconveniente, pero fue mucho más lejos al argumentar que para dar cuenta de las órbitas elípticas, en las que los planetas se mueven más rápido cuanto más cerca del sol se encuentran, la fuerza de gravedad «debería aumentar para equilibrar el aumento de la fuerza centrífuga». De esto se deducía que la gravedad es una función de la distancia, la cuestión era ¿cuál función? Robert Hooke, el dotado hijo de un clérigo de la isla de Wight, a quien se había encargado planear la reconstrucción de Londres tras el Gran Incendio de 1666, había llegado inclusive a medir el peso de objetos diferentes en las profundidades de una mina y en la cima del campanario de una iglesia. Por desgracia, sus instrumentos no eran lo suficientemente precisos como para confirmar lo que estaba buscando. En Francia, Descartes, que había buscado su propia copia del Diálogo sobre los dos máximos sistema de Galileo, sugirió la idea de que el sistema solar era una especie de remolino o vórtice: con los planetas ocurriría algo similar a lo que pasa cuando los objetos se acercan al centro de un remolino, donde son succionados a menos que tengan suficiente efecto como para mantenerse fuera.[2184] Aunque estas ideas estaban cerca de la verdad, no describían la realidad. El gran adelanto vino con Edmund Halley, un astrónomo apasionado, que había viajado hasta Santa Elena para observar los cielos del hemisferio austral. Halley, quien contribuiría a sufragar la impresión de los Principia, instó a varios científicos, entre ellos Hooke, Wren y Newton, a que buscaran una demostración de la ley de los cuadrados inversos. A partir de Kepler, varios científicos habían sospechado que la duración de una órbita elíptica era proporcional al radio, pero nadie había realizado el trabajo necesario para establecer la relación exacta. O, al menos, nadie había publicado nada al respecto. Sin embargo, Newton, establecido entonces en Cambridge dedicado al estudio de los prismas (que consideraba un problema mucho más importante), ya había solucionado la ley de los cuadrados inversos, pero al carecer de la apremiante necesidad de publicar del científico moderno, se había guardado los resultados para sí. No obstante, animado por Halley, finalmente divulgó sus hallazgos. Se sentó y escribió los Principia, «la Biblia de la ciencia en general y de la física en particular».[2185]

Al igual que la obra maestra de Copérnico, los Principia no son un libro sencillo de leer, si bien posee una claridad de comprensión identificable incluso en la prosa más compleja. Para explicar «el sistema del mundo», esto es, el sistema solar, Newton identificaba la masa, la densidad de materia —una propiedad intrínseca de ésta— y una «fuerza innata», lo que hoy llamamos inercia. Desde un punto de vista intelectual, en los Principia el universo es sistematizado, estabilizado y desmitificado. Los cielos habían sido domesticados y habían pasado a formar parte de la naturaleza. La música de las esferas había conseguido describirse en toda su belleza, pero ello no había dicho al hombre nada de Dios. La historia sagrada se había convertido en historia natural.

En la actualidad la mayoría de los historiadores de la ciencia aceptan que Leibniz descubrió el cálculo por sí mismo, ignorando por completo que Newton lo había hecho nueve años antes. El pensador alemán (nació en Leipzig) no era menos versátil que su colega inglés: descubrió o inventó la aritmética binaria (en la que los números se representan como una combinación de ceros y unos), una primera versión de la relatividad, la noción de que la materia y la energía son fundamentalmente la misma cosa, y de la entropía (la idea que un día se agotará la energía del universo), por no mencionar su concepto de «mónadas», del griego, µονας, «unidad», a las que consideraba los constituyentes de la materia, no sólo en el sentido de átomos, sino también en el de células, ya que los organismos también estaban formados de distintas partes. Sin embargo, en el caso de ambos, Leibniz y Newton, es el cálculo el que representa su logro más elevado. «Cualquier desarrollo de la física más allá del punto alcanzado por Newton habría sido prácticamente imposible sin el cálculo».[2186]

Aunque hermosos y cabales, los Principia mathematica y el cálculo representan sólo dos de los logros de Newton. Su otro gran ámbito de investigación fue la óptica. La óptica, para los griegos, abarcaba el estudio de las sombras y los espejos y, en particular, de los espejos cóncavos, lo cuales permitían producir imágenes pero también podían emplearse para concentrar los rayos de luz y producir fuego.[2187] A finales de la Edad Media se habían inventado las lentes y los anteojos y algo más tarde, en el Renacimiento, los holandeses había desarrollado el telescopio, a partir del cual se creó el microscopio.

Newton había combinado dos de estas invenciones en el telescopio de reflexión. Había advertido que las imágenes de los espejos nunca mostraban los contornos coloridos que, por lo general, se apreciaban en las estrellas al verlas directamente a través de los telescopios y se preguntó por qué ocurría esto, lo que lo llevó a experimentar con el telescopio y, finalmente, a indagar las propiedades de los prismas. Originalmente, los prismas eran objetos más o menos misteriosos por su relación con el arco iris, que en tiempos medievales tenía un significado religioso. Sin embargo, para la época de Newton, cualquier persona con inclinaciones científicas había observado que los colores del arco iris se producían por el paso de la luz solar a través de las gotas de agua en el cielo.[2188] Posteriormente se había advertido que la composición del arco iris estaba relacionada con la elevación del sol, y que los rayos rojos se desviaban menos que los de color violeta. En otras palabras, la refracción había sido identificada como fenómeno, pero aún no se la comprendía completamente.[2189]

Los primeros experimentos con la luz de Newton le llevaron a hacer un pequeño agujero en la contraventana de madera de su cuarto en el Trinity College, en Cambridge. El agujero dejaba pasar un delgado rayo de luz en el camino del cual Newton colocó un prisma, que refractaba la luz y la proyectaba en la pared opuesta. Newton observó así dos cosas. Uno, que la imagen estaba invertida, y dos, que la luz se descomponía en sus colores constitutivos. Para él, el experimento dejaba en claro que la luz consistía en rayos, y que el prisma afectaba los colores diferentes de forma diferente. Los antiguos habían tenido su propio concepto de rayos de luz, pero su idea era muy distinta de la de Newton. Antes se creía que la luz viajaba desde el ojo del observador hasta el objeto observado. Newton, por el contrario, pensaba que la luz era en sí misma una especie de proyectil disparado en todas direcciones y desde el objeto observado: de hecho, había identificado lo que hoy denominamos fotones. En su siguiente experimento, hizo que la luz que entraba por la ventana y atravesaba el prisma, formando un arco iris, pasara luego por una lente que enfocaba los rayos de color en un segundo prisma, que anulaba el efecto del primero.[2190] En otras palabras, con el equipo apropiado, era posible descomponer la luz blanca y luego volver a componerla a voluntad. Al igual que había ocurrido con sus trabajos de cálculo, Newton no se apresuró a publicar sus descubrimientos, pero una vez sus conclusiones fueron divulgadas (por la Royal Society) su importancia no tardó en ser reconocida ampliamente. Por ejemplo, desde la antigüedad se había observado (en Egipto especialmente) que las estrellas situadas cerca del horizonte tardan más en ponerse y salen más rápido de lo esperado. Esto podía explicarse asumiendo que, cerca de la Tierra, había algún tipo de sustancia que hacía que la luz se curvara. En este momento aún no existía una comprensión del concepto de atmósfera, pero Newton tiene el mérito de haber dado el impulso inicial a esta noción con sus observaciones. Asimismo, Newton advirtió que tanto los diamantes como los aceites refractan la luz, lo que le llevó a pensar que los diamantes debía de contener «material aceitoso». Tenía razón, por supuesto, ya que los diamantes son fundamentalmente carbón. En esto también fue un precursor de ideas modernas: piénsese en los descubrimientos de la espectrografía y la cristalografía de rayos X realizados en el siglo XX.[2191]

Ya nos hemos encontrado en esta historia con el laboratorio de Tycho Brahe en la isla de Hveen, en Dinamarca. En 1671 volvemos a toparnos con él. En ese año, el astrónomo francés Jean Picard llegó al lugar para descubrir que había sido completamente destruido por los ignorantes habitantes locales. Sin embargo, mientras vagaba entre las ruinas, el estudioso encontró a un joven que parecía distinto de los demás. Olaus Römer parecía estar muy interesado en la astronomía y tener conocimientos en la materia. Admirador de los esfuerzos que el joven había realizado para mejorar sus conocimientos, Picard invitó a Römer a viajar con él Francia. Allí, bajo la guía de Picard, el joven inició su estudio de los cielos, lo que muy al comienzo lo llevó (para su propio asombro) a descubrir que la famosa teoría de Galileo, basada en las órbitas de las «lunas» de Júpiter, era errónea. La velocidad de las «lunas» no era constante como Galileo había dicho, sino que al parecer variaba de forma sistemática según la época del año. Tras analizar sus datos con atención, Römer advirtió que la velocidad de las «lunas» parecía estar relacionada con la distancia de Júpiter respecto a la tierra. Fue esta observación la que le condujo a la fantástica idea de que la luz tenía una velocidad. Convencer a muchos de esto costó algún trabajo, pero la idea tenía una especie de precedente. Dada sus experiencias con las balas de cañón en los campos de batalla, los soldados sabían bastante bien que el sonido tenía una velocidad: veían el humo de los cañones antes de oír el disparo. ¿Si el sonido tenía una velocidad, era tan inverosímil pensar que lo mismo ocurría con la luz también?[2192]

Éstos fueron los trascendentales avances realizados en el ámbito de la física, todos ellos testimonio de un período caracterizado por una innovación y una creatividad constantes. El mismo Newton, en una cita famosa, afirmó en una carta dirigida a Robert Hooke: «Si he visto más allá de Descartes, es porque estaba subido a hombros de gigantes».[2193] Sin embargo, había una cuestión en la que Newton estaba equivocado e incluso equivocadísimo. Pensaba que la materia estaba hecha de átomos y exponía así su punto de vista: «Al considerar todo esto, me parece probable que en el Principio Dios creó la materia en partículas sólidas, con masa, duras, impenetrables y móviles, de tales tamaños y tales figuras y con tales otras propiedades y en tal proporción en relación al espacio, que resultaran apropiadas al fin para el que las creó; y que siendo las primitivas partículas sólidas son incomparablemente más duras que cualquiera de los cuerpos porosos compuestos de ellas; tan duras que nunca se desgastan o rompen en pedazos… Mientas que… los cuerpos hechos con ellas pueden descomponerse, no rompiendo esas partículas sólidas, sino donde esas partículas se unen y sólo se tocan en unos pocos puntos».[2194]

Como hemos visto, Demócrito había propuesto que la materia estaba compuesta de átomos dos mil años antes de Newton. Sus ideas habían sido desarrolladas e introducidas en Europa occidental por Pierre Gassendi, un sacerdote provenzal. Newton se había basado en esta concepción, pero a pesar de todas las innovaciones que había hecho, su idea del universo y de los átomos que lo conformaban no incluía el concepto de cambio o evolución. Pese a lo mucho que había realizado para mejorar nuestra comprensión del sistema solar, la idea de que éste podía tener una historia le superaba.

En 1543, el año en el que Copérnico por fin publicó su De revolutionibus orbium celestium, Andrea Vesalio presentó al mundo su libro sobre la estructura del cuerpo humano, un hecho que quizá podamos considerar aún más importante. Mientras la teoría de Copérnico nunca tuvo una influencia muy directa sobre el pensamiento del siglo XVI (sus ramificaciones teológicas sólo resultarían polémicas bastante más tarde), para la biología 1543 marca un punto culminante y el comienzo de una nueva era debido a las implicaciones inmediatas de las observaciones de Vesalio.[2195] Muchos sentían una gran curiosidad por saber cómo estaban hechos (los estudiantes de Vesalio le rogaban para que realizara gráficos que mostraran las venas y las arterias) y en la época no era inusual encontrarse con dibujos anatómicos del esqueleto humano en peluquerías y baños públicos. Los meticulosos y detallados estudios anatómicos de Vesalio también impulsaron especulaciones de carácter filosófico sobre el propósito del hombre.[2196]

Es importante situar sus avances en el contexto apropiado. Hasta que Vesalio publicó su libro, la figura dominante en la biología humana era todavía Galeno (131-201). Como se recordará, en el capítulo 9 anotamos que Galeno fue una de las personalidades más importantes de la historia de la medicina, el último de los grandes anatomistas de la antigüedad. Sin embargo, Galeno se había visto obligado a trabajar en condiciones desfavorables. Prácticamente desde Herófilo (nacido c. 320 a. C.) y Erasístrato (nacido c. 304 a. C.) la disección del cuerpo humano había sido prohibida y Galeno había tenido que hacer deducciones sobre la anatomía humana a partir del estudio de perros, cerdos, bueyes y simios de Berbería.[2197] Durante más de un milenio no se realizó casi ningún avance en este ámbito. La situación sólo había empezado a cambiar en tiempos de Federico II (1194-1250), rey de Sicilia y Sacro Emperador Romano. Una preocupación general por sus súbditos, combinada con un genuino interés por el conocimiento, llevó a Federico a decretar en 1231 «que a ningún cirujano se le permitiera ejercer a menos que estuviera instruido en la anatomía del cuerpo humano». El emperador respaldó esta decisión con una ley que autorizaba la disección pública del cuerpo humano «al menos una vez cada cinco años» en Salerno. A esta primera legislación sobre disecciones le siguieron a su debido tiempo las de otros estados. A principios del siguiente siglo, se autorizó la disección anual de un cuerpo humano en la facultad de medicina de Venecia, que estaba ubicada en Padua. En las primeras décadas del siglo XVI, Vesalio viajó a Padua para formarse allí.[2198]

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