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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 31. El auge de la Historia, La Prehistoria y el tiempo profundo

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Capítulo 31

EL AUGE DE LA HISTORIA, LA PREHISTORIA Y EL TIEMPO PROFUNDO

En mayo de 1798 partió de Toulon, Francia, una de las expediciones más extraordinarias de la historia de las ideas. No menos de 167 químicos, ingenieros, biólogos, geólogos, arquitectos, pintores, poetas, músicos y médicos, acudieron al puerto meridional para acompañar como savants a la tropa de treinta y ocho mil hombres que también se había reunido allí. Al igual que los soldados, los «sabios» ignoraban a dónde se dirigían, pues su joven comandante, Napoleón Bonaparte, había mantenido en secreto el destino de la expedición. La edad media de los «sabios» era de veinticinco años, y el más joven de ellos tenía sólo catorce; no obstante, también había en el grupo figuras reconocidas, entre las que se encontraban: Pierre-Joseph Redouté, el célebre pintor de flores, Gratet de Dolomieu, el geólogo que dio su nombre a las montañas Dolomitas, y Nicolás Conté, un destacado químico y naturalista.[2995]

El destino real de la expedición era Egipto, y el lugar en el que desembarcó fue Alejandría, adonde Napoleón, aclamado por Victor Hugo como «el Mahoma de Occidente», llegó en una nave llamada L’Orient. La empresa era una mezcla de colonialismo y aventura cultural e intelectual. El propósito manifiesto de Bonaparte no era simplemente la conquista, según él mismo dijo, su objetivo era sintetizar la sabiduría de los faraones con la piedad del islam y, con este fin, todo lo que la Armée hizo en Egipto «se explicó y justificó con precisión en árabe coránico». Junto a la Armée, los «sabios» tenían completa libertad para estudiar el mundo de Oriente Próximo. Los resultados de su trabajo fueron en muchos sentidos asombrosos. Las condiciones eran severas y se vieron obligados a improvisar. Conté inventó un nuevo tipo de bomba y un nuevo tipo de lápiz, sin grafito. Larrey, un cirujano, se convirtió en un antropólogo y tomó notas sobre las distintas relaciones que se daban en una población en la que se mezclaban judíos, turcos, griegos y beduinos. Cada diez días aproximadamente publicaban un periódico, en parte para entretener a las tropas, en parte para dar cuenta de sus propias actividades y descubrimientos. El mismo Napoleón organizó debates en los que se discutían cuestiones relativas al gobierno, la religión y la ética, en una especie de sofisticado divertimento para los «sabios».[2996] Más importante todavía, a largo plazo, fue que los «sabios» reunieron el material para lo que se convertiría en La descripción de Egipto, una gigantesca obra en veintitrés volúmenes (cada página medía un metro cuadrado: el metro, recuérdese, era entonces una nueva unidad de medida) que se publicaría a lo largo de los siguientes veinticinco años. Fueron muchas las áreas cubiertas por la Descripción. La obra empezaba con una introducción de más de un centenar de páginas escrita por Jean-Baptiste-Joseph Fourier, secretario del Institut de l’Égypte, que Napoleón había creado con cierto sigilo. Fourier aclaraba que los franceses consideraban a Egipto «un centro de grandiosas memorias», un punto de encuentro entre Asia, África y Europa (como lo había sido Alejandría en épocas anteriores) y, por tanto, «repleto de significado para las artes, las ciencias y el gobierno», y del que había que esperar grandes cosas en el futuro. La Descripción continuaba con un esbozo de la fauna, la flora, y las características geológicas del país, así como de las sustancias químicas que allí existían de forma natural. Con todo, lo que más llamó la atención de muchos de los «sabios», y lo que los convirtió en los primeros egiptólogos de la historia, fueron los tesoros arqueológicos del país; éstos eran de tales dimensiones y de tal abundancia que cuantos entraron en contacto con ellos quedaron cautivados por su esplendor, algo que ocurriría también en Francia cuando sus descubrimientos fueron revelados al gran público. La maravilla de los estudiosos se multiplicó con el descubrimiento de un gran bloque de granito en Rosetta, donde un contingente de soldados estaba limpiando un terreno que planeaban convertir en fortificación. La piedra contenía tres textos, uno en jeroglíficos, otro en caracteres demóticos (una forma de escritura cursiva egipcia) y otro más en griego. La piedra prometía permitir el desciframiento de los jeroglíficos. (Véase supra el capítulo 29).[2997]

Es posible sostener que la arqueología occidental comienza con esta expedición y que esto es algo que hay que agradecer a Napoleón. De hecho, en el ámbito de las ideas, es mucho más lo que tenemos que agradecerle. Tras regresar de Egipto, organizó una campaña contra Alemania, que también resultó, indirectamente, muy fructífera. A comienzos del siglo XIX, las cerca de dos mil unidades territoriales autónomas de habla alemana que habían sobrevivido a la guerra de los Treinta Años se habían reducido a unas trescientas. Esto todavía era muchísimo de acuerdo con el patrón de otros lugares, pero en 1813, los alemanes, liderados por Prusia, consiguieron derrotar por fin a Napoleón, y en el proceso aprendieron las virtudes del orden y el respeto que tan maravillosos resultados les daría a partir de entonces.[2998] Éste fue un importante paso en el camino hacia la unificación, que no llegaría hasta 1871.

En el siglo XVIII, en este fragmentado caleidoscopio de estados alemanes, el pensamiento se había quedado muy atrás respecto de países como Holanda, Bélgica, Gran Bretaña o Francia, en términos de libertades políticas, éxito comercial, avances científicos e innovaciones industriales. Estos avances llegaron con los rápidos progresos realizados por Napoleón antes de su derrota definitiva. El siglo XIX sería testigo del ascenso de Alemania, no sólo en términos políticos sino intelectuales. Hasta que Napoleón se abrió paso por Europa hacia la segunda década del siglo, las universidades alemanas brillaban por su ausencia. En el siglo XVIII únicamente Gotinga gozaba de cierto prestigio académico. Sin embargo, incitados a actuar por el ejemplo y las campañas de Napoleón, que humillaron a muchos alemanes, el ministro prusiano Wilhelm von Humboldt (1767-1835), un francófilo que había pasado algún tiempo en París antes del ascenso de Napoleón, se encargó de poner en marcha una serie de reformas administrativas que tendrían un profundo impacto en la vida intelectual alemana. En particular, Humboldt concibió la idea de la universidad moderna. Las universidades dejaron de ser meramente una colección de colegios para la formación de clérigos, médicos y abogados (el formato tradicional) y se convirtieron en instituciones en las que la investigación era la principal actividad. De forma paralela, Humboldt impulsó la idea de que todos los profesores de instituto del país debían contar con un grado para poder enseñar, lo que vinculó las universidades con la escuela de forma mucho más directa, algo que contribuyó a difundir el ideal del estudio fundado en la investigación original en toda la sociedad de habla alemana. Se introdujeron los doctorados, el grado más alto basado en una investigación original. De esta manera, la vida intelectual alemana se transformó y los efectos de ello no tardaron en dejarse sentir en toda Europa y en Norteamérica.[2999]

Éste fue el comienzo de una era dorada de la influencia intelectual alemana, que sólo acabaría con los estragos provocados por la llegada de Adolf Hitler al poder en 1933. Los desarrollos impulsados por Humboldt se advirtieron por primera vez en la Universidad de Berlín, institución que posteriormente adoptaría el nombre de Universidad Humboldt. Entre los notables pensadores que se dieron cita allí destacan los nombres de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) en filosofía, Bartold Georg Niebuhr en historia y Friedrich Karl Savigny en jurisprudencia. Sin embargo, más importante que estas figuras, fue el hecho de que la universidad alemana fue más allá de la tradicional división entre derecho, medicina y teología, e introdujo nuevas disciplinas. Por ejemplo, fue por esta época cuando nacieron las especializaciones en filosofía, historia, química y fisiología, tendencia que se profundizó y difundió.[3000] La idea de especialización se vio reforzada por la aparición de una nueva literatura: historia para historiadores, química para químicos. Como ha señalado Roger Smith, fue entonces cuando surgió la diferencia entre literatura especializada y literatura para el público en general. Ahora bien, como el mismo Smith anota, entre estas nuevas disciplinas académicas no se encontraban la sociología o la psicología, que empezarían de modo mucho más práctico, como resultado de observaciones realizadas muy lejos de las universidades, en prisiones, sanatorios y asilos para pobres.[3001]

El surgimiento de la historia como disciplina se debe en parte a Hegel. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, propuso la idea de que la «voluntad divina» se revelaba en el tiempo, a medida que el universo mismo lo hacía, lo que le llevaba a concluir que la historia era, de hecho, una descripción de la voluntad divina. Para Hegel, esto implicaba que la historia debía sustituir a la teología como modo de conocer las verdades últimas. Desde esta perspectiva, el hombre no era una criatura pasiva, un mero observador de la historia, sino un sujeto partícipe que creaba o co-creaba la historia junto a la divinidad. La célebre teoría de Hegel de que la historia avanza mediante tesis, antítesis y síntesis, y su creencia en que, en determinados momentos críticos, aparecen «figuras históricas mundiales» (como Napoleón) que encarnan las cuestiones centrales de su época, fueron consideradas por muchos la explicación más satisfactoria del pasado y de cómo éste conducía al presente.[3002]

En cualquier caso, Hegel no fue el único responsable del nacimiento de la historia moderna. Ya antes nos hemos referido a la disciplina que contribuyó a impulsar el renacimiento de los estudios históricos en Alemania: la filología, la ciencia comparativa del lenguaje. En el siglo XIX, las lenguas clásicas mantenían aún cierta posición privilegiada, pese a la transformación de los estudios sobre el lenguaje propiciada por las observaciones de sir William Jones sobre los vínculos entre el sánscrito y el latín y el griego (de las que nos hemos ocupado en el capítulo 29). Los descubrimientos de Jones tuvieron el impacto que tuvieron debido a que, en aquella época, había muchísimas más personas familiarizadas con las lenguas clásicas que en nuestros días, entre otras razones por el hecho de que (incluso en las ciencias «duras») las tesis doctorales debían escribirse en latín. En las escuelas, se ponía especial énfasis en el griego y el latín debido a la importancia de los autores clásicos en el desarrollo de la lógica, la retórica y la filosofía moral. La propuesta de William Jones, y el descubrimiento y traducción de antiguos textos indios que le siguieron, transformaron no sólo la filología, sino el estudio de los textos en general. El esfuerzo más importante en este sentido tuvo lugar en Gotinga a finales del siglo XVIII, cuando la Biblia misma fue sometida a estudio crítico. Con el tiempo esto tendría profundos efectos sobre la teología y haría que, en la primera mitad del siglo XIX, la filología se convirtiera en una disciplina central de las nuevas universidades, al menos en el ámbito de las humanidades.[3003]

El mismo Humboldt estaba particularmente interesado en la filología. En París, había forjado una amistad con Condillac, y el francés había ayudado a subvertir la idea convencional de que las distintas lenguas se derivaban de una única lengua dada por Dios. Humboldt compartía con Condillac la idea de que las lenguas evolucionan y de que, por ello, constituyen un reflejo de las diferentes experiencias de tribus y naciones.[3004] El lenguaje, opinaba Humboldt, era una «actividad mental» y como tal reflejaba la experiencia y el desarrollo de la humanidad.[3005] Así fue como la filología y la historia se convirtieron en partes fundamentales de la investigación universitaria, y su importancia continuaría aumentando a lo largo del siglo XIX. En conjunción con el renacimiento oriental, la filología convirtió la India en un campo de estudios de moda durante un tiempo, y el análisis de los cambios lingüísticos sugirió que Europa había sido colonizada por cuatro oleadas distintas de pobladores que habían llegado al continente a través de Oriente Próximo procedentes de la India. Aunque ésta no es la concepción vigente, resultaría muy importante, pues en el contexto de este debate, en 1819, Friedrich Schlegel usaría por primera vez la palabra «ario» para referirse a los pueblos indoeuropeos originales. Ideólogos posteriores tergiversarían con consecuencias terribles esta idea.[3006]

En el sistema universitario alemán reformado por Humboldt, la investigación histórico-filológica más polémica e influyente fue la crítica textual de la Biblia y otros documentos asociados con ella.[3007] A medida que el mundo se abría gracias al renacimiento oriental y las incursiones de Napoleón en Egipto y otros lugares de Oriente Próximo, se iban descubriendo cada vez más manuscritos (en Alejandría y en Siria, por ejemplo), manuscritos que diferían de formas muy interesantes y muy instructivas, y que no sólo permitieron a los estudiosos conocer el desarrollo de ideas antiguas, sino que les resultaron de gran utilidad para perfeccionar técnicas de datación. Filólogos convertidos en historiadores, como Leopold von Ranke (1795-1886), fueron pioneros en la datación e inspección crítica de fuentes primarias.

En particular, el Nuevo Testamento se convirtió en el centro de atención de los eruditos. La exégesis, la interpretación del significado de un texto, no era una actividad nueva, como vimos anteriormente. Sin embargo, los nuevos filólogos alemanes tenían un proyecto mucho más ambicioso: aprovechando las nuevas técnicas que tenían a su disposición, su primer logro fue conseguir datar con bastante exactitud los evangelios, algo que arrojó nueva luz sobre las inconsistencias detectadas en las diferentes versiones sobre la vida de Jesús, cuya fiabilidad en términos generales empezó a ser cuestionada. Es importante subrayar que esto no ocurrió de un día para otro, y también que no fue una consecuencia deliberada de la investigación. Inicialmente, el deseo de estudiosos como F. D. E. Schleiermacher (1768-1834) no era más que proponer una trayectoria razonable para el relato bíblico, esto es, una que pudiera ser aceptada por cualquier persona racional. Sin embargo, en el proceso, se plantearían tantas dudas sobre los textos que la misma existencia de Jesús como figura histórica empezó a ser cuestionada, con lo que la investigación corría el riesgo de socavar por completo los cimientos y el significado del cristianismo.[3008] La más polémica de las bombas textuales alemanas fue La vida de Jesús, examen crítico, publicado en 1835 por David Strauss (1808-1874). Strauss fue un autor muy influido por el romanticismo alemán: escribió una tragedia romántica que llegó a representarse, y tenía un gran interés por la curación mediante el magnetismo y la hipnosis. Fue así como se familiarizó con la idea de que Dios era algo inmanente en la naturaleza, pero no alguien que pudiera intervenir en el curso de la historia.[3009] Strauss, por tanto, empleó la historia en contra de la religión al argumentar que los detalles que ésta proporcionaba eran insuficientes (muy insuficientes) para sustentar la idea de cristianismo vigente en el siglo XIX. Sus conclusiones afirmaban, por ejemplo, que Jesús no era una figura divina, que los milagros nunca habían tenido lugar y que la Iglesia, tal y como la conocemos, tenía muy poca relación con Jesús, lo que resultaba tan escandaloso e incendiario que su nombramiento como profesor en Zúrich en 1839 provocó un disturbio tan alarmante a nivel local que las autoridades optaron por «jubilarlo» incluso antes de que tuviera la oportunidad de ocupar su cátedra. Sin embargo, «jubilar» sus conclusiones no era igual de sencillo. En Inglaterra, Marian Evans, mejor conocida con el nombre de George Eliot, «estuvo cerca de la desesperación con el esfuerzo que, en términos emocionales, exigía la traducción de la obra de Strauss al inglés, algo que hizo con el alma estupefacta, pero pensando que era su deber para con la humanidad».[3010] Como veremos en el capítulo 35, la obra de Strauss fue sólo uno de los elementos del conflicto con la religión del siglo XIX, y de lo que algunos empezaban a llamar «la muerte de Dios».

«Una vez que los parisinos me vean tres o cuatro veces», dijo Napoleón Bonaparte, que entonces tenía veintiocho años, después de su victoriosa campaña en Italia, «ni una sola alma volverá la cabeza para mirarme. Lo que quieren ver es hazañas».[3011] Su siguiente campaña, como hemos visto, tuvo como destino Egipto, adonde llevó consigo a esos 167 «sabios» o estudiosos que descubrieron y luego revelaron a Europa los logros más destacados y fascinantes de una civilización desaparecida. Estos descubrimientos pronto fueron ampliados por otros, con lo que el siglo XIX se convirtió en la cuna y la época dorada (en Occidente al menos) de otra nueva disciplina: la arqueología.

La arqueología (un término que se usó por primera vez en la década de 1860) amplió y profundizó el trabajo de la filología, al ir más allá de los textos y confirmar que, en efecto, los hombres tenían un pasado distante anterior a la escritura, una prehistoria. En 1802, el maestro de escuela Georg Friedrich Grotefend (1775-1853) envió tres artículos a la Academia de Ciencias de Gotinga en los que revelaba que había descifrado la escritura cuneiforme de Persépolis, algo que había conseguido principalmente reorganizando los grupos de cuñas («similares a las huellas de los pájaros sobre la arena») y añadiendo espacios entre grupos de letras, y relacionando luego su forma con el sánscrito, una lengua (geográficamente) cercana. Grotefend consideraba que algunas de las inscripciones eran listas de reyes y que el nombre de algunos de éstos era conocido.[3012] Las demás formas de cuneiforme, incluida la babilónica, se descifraron algunos años más tarde. En la década de 1820, Champollion descifró los jeroglíficos egipcios, como vimos en el capítulo 29, y en 1847 sir Austen Layard excavó Nínive y Nimrud, en lo que hoy es Irak, y descubrió los maravillosos palacios de Assurnasirpal II, rey de Asiria (885-859 a. C.), y Sennacherib (704-681 a. C.). Los enormes guardianes de las puertas encontrados allí, semitoros y leones de dimensiones mucho más grandes que las reales, causaron sensación en Europa y contribuyeron en buena medida a popularizar la arqueología. Estas excavaciones conducirían finalmente al descubrimiento de una tablilla en cuneiforme en la que estaba escrita la epopeya de Gilgamesh, notable por dos razones: en primer lugar, era mucho más antigua que los poemas homéricos y la Biblia; en segundo lugar, diversos episodios del relato, como el de la gran inundación, eran similares a los que recogía el Antiguo Testamento.

Cada uno de estos descubrimientos aumentaba la edad de la humanidad y arrojaba nueva luz sobre las Sagradas Escrituras. Sin embargo, con excepción de la epopeya de Gilgamesh, ninguno de ellos aportaba nada radicalmente nuevo en términos de datación, en el sentido de que no contradecían de forma significativa la cronología bíblica. Todo ello empezó a cambiar hacia 1856 cuando se empezó a limpiar a fondo una pequeña cueva en un costado del valle Neander (Neander Thal en alemán), a través del cual el río Düssel desemboca en el Rin. En ella se encontró un cráneo, enterrado bajo más de un metro de barro, así como algunos otros huesos. Los trabajadores que hallaron los huesos se los entregaron a un amigo local que, pensaron, era lo bastante culto como para saber qué hacer con ellos, y éste a su vez se los entregó a Hermann Schaaffhausen, profesor de anatomía de la Universidad de Bonn. Schaaffhausen identificó la parte superior de un cráneo, dos fémures, partes de un brazo izquierdo, parte de una pelvis, y algunos otros vestigios de menor tamaño. En el artículo que sobre el descubrimiento escribió a continuación, Schaaffhausen llamaba la atención sobre el grosor de los huesos, el gran tamaño de las marcas dejadas por los músculos que estuvieron unidos a ellos, el pronunciamiento de los arcos supraorbitales, y la frente pequeña y estrecha. Un hecho importantísimo fue que Schaaffhausen concluyó que el aspecto de los huesos no era consecuencia de una deformación debida al lugar en el que se habían conservado todos estos años o a algún proceso patológico. «Hay indicios suficientes para sostener», escribió, «que el hombre coexistió con los animales descubiertos en el diluvio; y muchas razas bárbaras quizá hayan desaparecido antes de todo el tiempo histórico, junto a los animales del mundo antiguo, mientras que las razas cuya organización mejoró continuaron el género». Por último, el profesor proponía que el espécimen «probablemente perteneciera al pueblo bárbaro original que habitaba el norte de Europa antes de los Germani».[3013] Esto no es exactamente lo mismo que hoy entendemos por hombre de Neandertal, pero en cualquier caso el hallazgo supuso un gran avance. El descubrimiento no provocó un cambio de actitud inmediato debido a que era demasiado polémico, pero formó parte del contexto intelectual de la segunda mitad del siglo XIX en el que se enmarcaron los hallazgos de Boucher de Perthes y otros investigadores que hemos reseñado en el prólogo de este libro. Uno de los primeros esbozos de la prehistoria tal y como hoy la entendemos lo encontramos en Los orígenes de la civilización y la condición primitiva del hombre (1870) de John Lubbock: «Los testimonios arqueológicos revelaban una mejora constante de la habilidad técnica desde las primeras herramientas de piedra rudimentarias hasta el descubrimiento del bronce y el hierro. En ausencia de pruebas fósiles del desarrollo biológico del hombre, los evolucionistas aprovecharon las pruebas de progreso cultural que, consideraban, respaldaban al menos de forma indirecta sus ideas. El gran desarrollo de la arqueología prehistórica que tuvo lugar en la última parte del siglo XIX permitió construir una secuencia de períodos culturales que, se creía, se habían sucedido el uno al otro a medida que la raza humana progresaba. No se prestó mucha atención a la posibilidad de que culturas diferentes coexistieran en la misma época».[3014]

Por esta época, la palabra «ciencia» había empezado a adquirir su significado moderno. (El término «científico» fue acuñado por William Whewell en 1833). Hasta finales del siglo XVIII, se había preferido el uso de las expresiones «filosofía natural» e «historia natural». La razón para ello es que se trataba de expresiones que sonaban más suaves, más humanas, y que eran términos híbridos: muchas sociedades de «historia natural» celebraban también conferencias sobre temas literarios, humanísticos y filosóficos. De forma gradual, a medida que diversas disciplinas especializadas fueron surgiendo, primero en Alemania y después en otros lugares, ciencia empezó a ser el término preferido para designar a estas nuevas actividades.

Aunque hoy acaso nos resulte difícil comprender las razones para ello, cuando los filólogos de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX empezaron a cuestionar los fundamentos básicos del cristianismo, la mayoría de los hombres de ciencia no se apresuró a apoyarlos. Por lo general, los biólogos, químicos y fisiólogos de la época eran todavía hombres religiosos y devotos. El caso de Linneo es en este sentido ejemplar. Pese a ser una de las principales figuras de la Ilustración y uno de los padres de la biología moderna, cuyos aportes forman parte de los antecedentes de la teoría de la evolución, Linneo era muy diferente de, por ejemplo, Voltaire. El naturalista John Ray (1627-1705) ya había advertido que no todas las especies (miles de las cuales se habían encontrado en el Nuevo Mundo y África) podían ordenarse en una jerarquía significativa, y que las formas de la vida variaban de muchas maneras diferentes, una concepción que suponía una temprana ruptura con la idea de una gran cadena del ser. Linneo, por tanto, pensaba que reclasificar los distintos organismos del mundo le proporcionaría alguna pista sobre el plan de Dios. Aunque nunca afirmó que conociera la mente de Dios, y abiertamente declaró que su sistema de clasificación era una construcción artificial, Linneo sí creía que éste le permitiría tener una noción aproximada de los designios del Creador.

Lo que resultaría ser crucial fue que en su propio campo, la botánica, Linneo aprovechó el descubrimiento de la sexualidad de las plantas realizado por R. J. Camerarius en 1694, lo que le llevó a considerar los órganos reproductivos como la característica clave en la que podía basar su sistema.[3015] (En esa época, se creía que la reproducción sexual era provocada bien espontáneamente por «gérmenes», bien por la «mezcla» de semen masculino y femenino en el útero, y se pensaba que estos gérmenes o fluidos seminales contenían una especie de «memoria» que garantizaba que «supieran» qué formas debían desarrollar). Por otro lado, la nomenclatura doble propuesta por Linneo en Species plantarum (1753), Genera plantarum (1754) y Systema naturae (1758), llamó a atención sobre las similitudes sistemáticas entre las especies, géneros, familias, etc. Resultaba obvio, a partir de todo esto, que el plan del Creador no era lineal y ello llevó a Buffon a proponer, en su crítica de Linneo, su teoría de la «degeneración», según la cual, por ejemplo, las doscientas especies de mamíferos por él conocidas derivaban de treinta y ocho formas «originales», una primitiva versión de la idea de evolución.[3016]

No obstante, había otra disciplina en proceso de formación que proporcionaría a la historia, y en particular a la prehistoria, una base diferente y contribuiría a preparar el camino para las ideas de Darwin: la geología. La geología se diferenciaba radicalmente de todas las demás ciencias y de la filosofía. Se trataba, como ha señalado Charles Gillispie, de la primera ciencia que se ocupaba con la historia de la naturaleza más que con su orden.

En el siglo XVII Descartes había sido el primer pensador que había combinado la nueva astronomía y la nueva física en una visión coherente del universo, en la que incluso el sol (por no hablar de la tierra) no era más que una estrella entre muchas. Descartes había especulado que era posible que el planeta se hubiera formado a partir del enfriamiento de una bola de cenizas atrapada en el «vórtice» del sol. (Para evitar las críticas de la Iglesia, se limitó a decir que esto era algo que «podría» haber ocurrido). Por su parte, en su obra Una pluralidad de mundos (1688), Bernard de la Fontenelle subrayó la insignificancia del hombre en el nuevo orden de las cosas e incluso llegó a plantear la posibilidad de que otras estrellas pudieran estar habitadas.[3017] La idea de que la física funcionaba de acuerdo con los mismos principios en todo el universo fue un cambio intelectual de gran trascendencia que no habría podido darse en el contexto del pensamiento medieval, ya que entonces las ideas básicas acerca de los cielos y de la tierra, al menos como se los entendía en Occidente, eran de origen aristotélico y afirmaban que se trataba de dos ámbitos fundamentalmente diferentes: el uno no podía dar origen al otro.[3018] En su momento, la física de Descartes sería reemplazada por la de Newton, y el «vórtice» por la gravedad, pero ello no alteró mucho las teorías geológicas vigentes. En 1691 Thomas Burnet publicó su Teoría sagrada de la tierra, en la que argumentaba que materiales diversos se habían unido para formar el planeta, cuyo centro estaría formado por roca densa, a la que se sumaba una capa menos densa de agua y, por último, una corteza ligera que era sobre la que vivíamos. Esta concepción tenía la virtud de explicar el Diluvio universal: justo bajo la delgada corteza en que los hombres vivían había enormes cantidades de agua. Un lustro después, en 1696, William Whiston, el sucesor de Newton en la Universidad de Cambridge, propuso que la tierra podría haberse formado a partir de una nube de polvo dejada por un cometa, que se habría fusionado para dar origen a un cuerpo sólido que luego se habría inundado con el agua procedente de un segundo cometa.[3019] Esta idea de que la tierra estuvo alguna vez cubierta por un vasto océano se mostró resistente al paso del tiempo. Y G. W. Leibniz añadiría luego su idea de que la tierra había sido en otra época mucho más caliente de lo que era en la actualidad, y que, por tanto, en el pasado los terremotos eran mucho más violentos. (Ya entonces resultaba evidente que los efectos sobre la superficie terrestre de los terremotos actuales eran limitados).

En el siglo XVIII, Kant propuso su «hipótesis nebular», según la cual todo el sistema solar se habría formado a partir de la condensación de una nube de gas, una concepción que respaldaron las observaciones de William Herschel, cuyos mejoradísimos telescopios mostraban (o parecían mostrar) que algunas de las nebulosas o «manchas difusas» que se veían en el cielo nocturno eran gases o nubes de polvo «que aparentemente se condensaban en una estrella central».[3020] Buffon desarrolló estas ideas, no obstante, al igual que había ocurrido con Descartes antes que él, buscó conciliarlas con las de la Iglesia y, así, propuso que la tierra había empezado siendo muy caliente, pero que progresivamente se había enfriado en siete etapas (equivalentes a los siete días de la creación del relato bíblico), la última de las cuales había sido testigo de la aparición del hombre.

Por tanto, lentamente la idea de que la tierra misma cambiaba con el paso del tiempo fue afianzándose. No obstante, independientemente de cómo se hubiera formado la tierra, el principal problema al que se enfrentaban los primeros geólogos era el de explicar cómo era posible que hubiera en tierra firme rocas sedimentarias, resultado de la deposición de materiales transportados por el agua. Como Peter Bowler ha señalado, había sólo dos repuestas posibles: o bien el nivel de los mares había descendido, o bien la tierra era la que había subido. «La hipótesis de que todas las rocas sedimentarias se habían formado en el suelo de un vasto océano que luego había desaparecido recibió el nombre de neptunismo, en alusión al dios romanos del mar».[3021] La teoría alternativa se conocería como vulcanismo, en alusión al dios del fuego. El neptunista más influyente del siglo XVIII fue sin duda Abraham Gottlob Werner, quien, de hecho, era el geólogo más influyente de la época. Profesor en la escuela de minas de Friburgo, Alemania, Werner propuso que la formación de las rocas podía explicarse partiendo del supuesto de que la tierra, al enfriarse, tenía una superficie desigual y que las aguas se retiraron a diferentes ritmos en diferentes áreas. Las rocas primarias serían las que primero quedaron expuestas. Luego, dando por sentado que el descenso de las aguas había sido lo suficientemente lento, estas rocas primarias se habrían erosionado, sus sedimentos habrían llegado al gran océano y más tarde habrían quedado expuestos en forma de rocas secundarias al darse un nuevo retroceso de las aguas, en un proceso que se habría repetido varias veces. De esta manera, se habrían formado los distintos tipos de rocas en una sucesión que abarcaba cinco etapas. La primera habría producido rocas «primitivas» —granito, gneis, pórfido— que se habían cristalizado a partir de la solución química original durante el Diluvio; las últimas rocas, las cuales no se formaron hasta que las aguas del Diluvio retrocedieron por completo, se habían producido debido a la actividad volcánica como, por ejemplo, las lavas y la toba volcánica. Según Werner, los volcanes del planeta eran consecuencia de la ignición de depósitos de carbón.[3022] Werner pensaba que el efecto de la actividad volcánica en la formación de la tierra había sido trivial, y aunque la religión no entraba dentro de sus intereses, el hecho de que su teoría neptunista encajara tan bien con el relato del Diluvio del Antiguo Testamento contribuyó a popularizarla en toda Europa. Fue esta teoría la que dio origen a la expresión «geología bíblica».

La coherencia de esta concepción era uno de sus puntos fuertes, sin embargo, más allá de ello, la teoría tenía varios inconvenientes serios. Para empezar, no conseguía explicar por qué algunos tipos de roca, que según Werner eran más recientes que otros, se encontraban con frecuencia situados precisamente bajo esos tipos más antiguos. Todavía más problemática era la simple magnitud del agua que hubiera sido necesaria para diluir toda la corteza terrestre, lo que habría requerido de una inundación de kilómetros de profundidad y planteaba a su vez un problema todavía mayor: ¿qué había pasado con toda esa agua cuando retrocedió?

El principal rival de Werner fue un escocés perteneciente a la Ilustración de Edimburgo, James Hutton (1726-1797), aunque su vulcanismo nunca llegó a ser tan influyente como la teoría del geólogo alemán. Desde mediados del siglo XVIII, algunos naturalistas habían empezado a sospechar que la actividad volcánica había producido algún efecto en la tierra. Se había advertido, por ejemplo, que algunas montañas de la Francia central tenían forma de volcanes, aunque no se tenía noticias de que hubieran actuado como tales en algún momento del pasado. Otros pensaban por ejemplo en la Calzada del Gigante, en Irlanda, cuyas columnas de basalto parecían ser consecuencia de la solidificación de material de origen volcánico. Hutton no empezó por interrogarse por los orígenes de la tierra, y en lugar de a la especulación se dedicó a la observación. Estudió los cambios geológicos que podía ver a su alrededor y asumió que estos procesos habían estado ocurriendo siempre. De esta forma, advirtió que la corteza terrestre, la capa más exterior del planeta, está formada por dos tipos de rocas, unas de origen ígneo, formadas por efecto del calor, y otras de origen acuoso. A continuación, observó que las principales rocas de origen ígneo (granito, pórfido, basalto) por lo general se encontraban bajo las rocas de origen acuoso, excepto en aquellos lugares en los que movimientos subterráneos habían empujado las rocas ígneas hacia arriba. Además, señaló algo que cualquier otro podía apreciar por sí mismo, a saber, que la acción de los elementos y la erosión continuaban todavía creando un fino cieno de arenisca, piedra caliza, arcilla y guijarro en el lecho oceánico cerca de los estuarios. A continuación, Hutton se preguntó qué podía haber transformado estos cienos en la roca sólida que vemos en todos lados, y pensó que esto también podía deberse a la acción del calor. El agua estaba descartada (un importante avance) porque era claro que muchas de estas rocas eran insolubles. Lo que quedaba por resolver era de dónde había salido el calor. La conclusión de Hutton fue que éste provenía del interior del planeta y que se manifestaba mediante la acción de los volcanes. Esto, comprendió, explicaría los intrincados patrones e inclinaciones de los estratos en muchos lugares del mundo, y señaló que los volcanes continuaban actuando, que diferentes masas de tierra estaban aún surgiendo y desapareciendo (en la época había pruebas de que partes de Escocia y Suecia estaban levantándose) y que los ríos seguían transportando cienos al océano.[3023]

Hutton publicó por primera vez sus teorías en las Transactions de la Royal Society de Edimburgo en 1788, y después en 1795 en una obra en dos volúmenes, Teoría de la tierra, «el primer tratado que puede considerarse una síntesis geológica auténtica y no un ejercicio de la imaginación».[3024] Una de las premisas importantes de Hutton era que el origen de los fósiles había quedado plenamente establecido (en un principio «fósil» era cualquier cosa desenterrada). En el siglo XVII Nicholas Steno y John Woodward habían determinado que los fósiles eran vestigios de antiguas criaturas vivientes, muchas de las cuales se habían extinguido.[3025] Sin embargo, también se pensaba que la presencia de fósiles en las montañas se explicaba por el Diluvio de Noé. En la época en la que el libro de Hutton apareció, la historicidad del Diluvio estaba fuera de discusión. «Cuando se pensaba en la historia de la tierra desde un punto de vista geológico, simplemente se daba por hecho que el Diluvio universal debía haber provocado enormes cambios y que era el principal agente en la formación de la actual superficie terrestre. El que hubiera tenido lugar era prueba de que Dios era no sólo el creador del mundo sino también su Señor». De la misma forma en que el Diluvio estaba fuera de discusión, la verdad del relato bíblico de la creación del mundo, tal y como se revelaba en el Génesis, se consideraba indudable. Desde este punto de vista, seguía considerándose que el lapso de tiempo transcurrido desde la creación era de aproximadamente seis mil años, y aunque ya había quienes empezaban a preguntarse si esto era suficiente, nadie pensaba que la tierra fuera mucho más vieja. Una cuestión aparte era si los animales habían sido creados antes que la humanidad, pero incluso ésta no decía por sí misma gran cosa sobre la antigüedad del hombre.[3026]

Que el vulcanismo de Hutton se adecuaba mejor a los hechos que el neptunismo de Werner estaba fuera de discusión. Sin embargo, muchos críticos se opusieron a él porque una teoría semejante implicaba unos lapsos de tiempo geológico enormes, «eras inconcebibles, que superaban con creces cualquier extensión de tiempo que hubiera sido imaginada hasta entonces».[3027] Como Werner y otros estudiosos habían observado, la acción de volcanes y terremotos sólo producía en realidad efectos «triviales» sobre la faz de la tierra. Pero además, el problema de la teoría de Hutton no era sólo que, si era correcta y esto siempre había sido así, el planeta debía tener una gran antigüedad —de otro modo no hubiera sido posible, por ejemplo, la formación de las enormes montañas que conocemos—, sino que postulaba un «estado de estabilidad» y ello contradecía la idea de que la tierra había sido en otra época mucho más caliente de lo que hoy era, un período en el que (independientemente de que hubiera o no ocurrido el Diluvio) los acontecimientos geológicos habrían sido de dimensiones mucho mayores. Mientras esto implicaba cierto desarrollo de la tierra, la teoría de Hutton era de algún modo poco romántica, ya que afirmaba que el planeta que conocemos era el resultado de una sucesión de «acontecimientos infinitesimalmente pequeños» y no de catástrofes espectaculares, como el susodicho Diluvio. Por otro lado, se requería una enorme cantidad de argucias intelectuales para reconciliar el vulcanismo de Hutton con la Biblia. Una propuesta, por ejemplo, era que en otra época había tenido lugar una «gran evaporación», lo que, se esperaba, permitiría explicar por qué todas las aguas del Diluvio habían desaparecido. Ahora bien, como ha mostrado Charles Gillispie, pese a las ventajas, desde un punto de vista científico, de las teorías de Hutton, en el siglo XIX hubo muchos destacados hombres de ciencia que seguían defendiendo el neptunismo: sir Joseph Banks, Humphry Davy y James Watt, para no hablar de W. Hyde Wollaston, secretario de la Royal Society.[3028] La propuesta de Hutton no empezaría realmente a imponerse hasta 1802, cuando John Playfair publicó una versión popular de su teoría (sobre la importantísima labor llevada a cabo por los divulgadores en el siglo XIX y su contribución al declive de la fe, véase el capítulo 35).

Con todo, Hutton (que era deísta) no era el único que creía que la observación de los procesos geológicos aún vigentes terminaría triunfando. En 1815, William Smith, un constructor de canales a quien con frecuencia se ha llamado el «padre» de la geología británica, señaló que, dispersas por todo el planeta, había formaciones rocosas similares que contenían fósiles similares. Muchas de esas especies ya no existían. Esto, por sí solo, implicaba que las especies surgían, florecían y se extinguían en los enormes períodos de tiempo necesarios para que las rocas se depositaran y endurecieran. Esto era significativo en dos sentidos. En primer lugar, respaldaba la idea de que las capas de roca sucesivas se formaban no de manera repentina y completa sino con el paso del tiempo. Y, en segundo lugar, reforzaba la noción de que a lo largo de la historia habían ocurrido numerosas creaciones y extinciones separadas, algo bastante distinto a lo que se afirmaba en la Biblia.[3029]

No obstante, aunque las objeciones a la versión que ofrecía el Génesis iban en aumento, a comienzos del siglo XIX apenas existían aquellos que se atrevían a cuestionar el Diluvio, y el neptunismo, que encajaba con el relato bíblico, continuaba siendo la versión más popular. Peter Bowler afirma que en esta época las obras de geología superaban en ocasiones las ventas de las novelas populares, pero que, en cualquier caso, la ciencia «sólo era respetable mientras no pareciera perturbar las convenciones religiosas de la época».[3030] El neptunismo, sin embargo, experimentó un giro significativo en 1811 con la publicación de Recherches sur les ossements fossiles (Investigaciones sobre los huesos fósiles) del naturalista francés Georges Cuvier. La obra, que tuvo cuatro ediciones en diez años, proponía un neptunismo renovado y actualizado que fue del gusto del público. Cuvier, conservador en el Musée d’Histoire Naturelle, surgido a partir del Jardin du Roi anterior a 1789, sostenía que a lo largo de la historia del planeta no había ocurrido uno sino varios cataclismos, incluidos los diluvios. Observando a su alrededor, a la manera de Hutton, Cuvier había llegado a la conclusión de que, para que los mamuts y otros vertebrados de tamaño considerable hubieran quedado por completo encerrados en hielo en las regiones montañosas, los cataclismos a los que había estado sometido el planeta tenían que haber sido en realidad bastante repentinos. Respaldaba esta idea el que, en su opinión, para que las montañas se hubieran alzado del lecho oceánico se requería, por definición, de cataclismos de una violencia inimaginable, una violencia que, precisamente, era capaz de exterminar especies enteras y, quizá, formas primitivas de la humanidad.[3031] Por otro lado, las excavaciones realizadas en la cuenca de París habían mostrado una alternancia de los depósitos de agua salada y agua dulce, lo que sugería «una serie de grandes cambios en las posiciones relativas de la tierra y los océanos».[3032] Sin embargo, las indagaciones de Cuvier no eran del todo coherentes con el relato bíblico. Por ejemplo, él también observó (y esto también fue importante) que, en las rocas, los fósiles encontrados a mayor profundidad eran más diferentes de las formas de vida actuales que aquellos situados en capas menos profundas y, además, que los fósiles aparecían en un orden coherente en todo el mundo. Este orden era: peces, anfibios, reptiles, mamíferos. Esto llevó a Cuvier a sostener que cuanto más antiguo era un estrato de roca mayor sería la proporción de especies extintas que contenía. Dado que en esa época no se habían hallado aún fósiles humanos, el estudioso francés concluyó que «la humanidad debe haber sido creada en algún momento entre la última y la penúltima catástrofe».[3033] Cuvier también señaló que la expedición a Egipto había descubierto animales momificados hacía miles de años que eran idénticos a los actualmente existentes, algo que confirmaba la estabilidad de las especies. Las especies presentes en el registro fósil debían por tanto haber habitado la superficie del planeta por un largo período de tiempo antes de desaparecer.[3034] De cierta forma, ésta era una versión a medias de la historia bíblica. El hombre había sido creado antes del Diluvio, pero los animales eran aún más viejos.

En cualquier caso, gracias a la obra de Cuvier el neptunismo y el catastrofismo continuaron siendo populares, en especial en Gran Bretaña, donde la aceptación de las teorías de Hutton se retrasó hasta la década de 1820. Robert Jameson, el líder de la Wernerian Society de Edimburgo, incluso consiguió impedir que las ideas de Hutton tuvieran mucha influencia en su ciudad natal.[3035] Además, había una razón adicional por la que muchos geólogos (de nuevo, especialmente en Gran Bretaña) respaldaban la teoría del gran Diluvio: la existencia de inmensas rocas de un tipo completamente diferente del paisaje que las rodeaba. Más tarde se demostraría que éstas habían sido depositadas por las capas de hielo durante la Edad de Hielo, pero inicialmente su distribución se atribuyó a una gran inundación. La figura que más insistió en este punto fue William Buckland, el primer profesor de geología de la Universidad de Oxford. En 1819, en una famosa lección inaugural, titulada Vindiciae Geologicae; or, the Connexion of Geology with Religion Explained, intentó «mostrar que el estudio de la geología tendía a confirmar las pruebas de la religión natural, y que los hechos descubiertos por ella concuerdan con los relatos de la Creación y el Diluvio recogidos en las escrituras mosaicas».[3036] Además, en 1821, no mucho tiempo después de su llegada a Oxford, algunos mineros se toparon con una cueva en Kirkdale, en el Valle de Pickering, en Yorkshire, en la que descubrieron un inmenso depósito de «diversos huesos». Buckland vio en ello una oportunidad y se apresuró a viajar a Yorkshire, donde con rapidez determinó que aunque la mayoría de los huesos pertenecían a hienas, también había muchos de aves y otras especies animales, algunas de las cuales ya no existían en Gran Bretaña: leones, tigres, elefantes, rinocerontes e hipopótamos. Por otro lado, dado que todos los huesos y cráneos estaban deformados o rotos más o menos de la misma forma, concluyó que los mineros habían encontrado una madriguera de hienas. Buckland redacto un informe sobre el descubrimiento, que convirtió primero en un ensayo académico, con el que ganó la medalla Copley de la Royal Society, y luego en un libro destinado al gran público. Su objetivo con este libro era defender la existencia del Diluvio y la reciente creación del hombre. Su tesis era ante todo muy pulcra: la mayoría de los huesos de la cueva de Kirkdale pertenecían a especies extintas en Europa; tales huesos nunca se habían encontrado en depósitos aluviales (ribereños) de arena o cieno; no existían pruebas de que estos animales hubieran vivido en Europa desde el Diluvio. De todo ello se seguía, decía Buckland, que los animales cuyos restos habían sido hallados por los mineros habían quedado sepultados antes de los tiempos de Noé. Por último, el hecho de que la parte superior de los restos hubiera quedado preservada con tanta belleza en barro y cieno le llevaba a pensar que los animales «debieron de haber quedado sepultados de forma repentina y, a juzgar por la capa de estalactitas post-diluviales que cubrían el barro, no hacía mucho más de cinco o seis mil años».[3037]

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