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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 31. El auge de la Historia, La Prehistoria y el tiempo profundo

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Con todo, la teoría del Diluvio no dejaba de ser problemática. Uno de los inconvenientes más significativos, como incluso Buckland reconocía, era que las diversas pruebas del Diluvio encontradas alrededor del mundo situaban el acontecimiento en una gran variedad de épocas diferentes. (Buckland, como muchos otros pensadores, no permitía que su fe pervirtiera su rigor científico).[3038] Además, hacia la década de 1830 la teoría del enfriamiento del planeta resultaba cada día una explicación más coherente de por qué la actividad geológica había sido mayor en el pasado que en la actualidad, lo que contribuía a respaldar la idea de que el desarrollo de la tierra y las formas de vida en ella habían sido muy diferentes en el pasado. En 1824 el mismo Buckland describió el primer dinosaurio conocido, el gigantesco megalosaurio, si bien el gran anatomista Richard Owen no acuñaría la palabra «dinosaurio» hasta 1841. Ese mismo año John Phillips identificó la secuencia temporal de las grandes formaciones geológicas: el paleozoico, la era de los peces y los invertebrados, el mesozoico, la era de los reptiles, y el cenozoico, la era de los mamíferos.[3039] Esto se basaba en parte en el trabajo realizado en Gales por Adam Sedgwick y sir Roderick Murchison, con el que empezó el desciframiento del sistema paleozoico. Al final, se mostraría que el período paleozoico se extendía aproximadamente desde hace quinientos cincuenta millones de años hasta hace doscientos cincuenta millones de años, y que había sido la época en la que la vida vegetal había salido de los océanos, los peces habían aparecido, y luego los anfibios y después los reptiles habían alcanzado la tierra. Todas estas formas de vida se extinguieron hace unos doscientos cincuenta millones de años, por razones que todavía no se conocen plenamente. Ahora bien, de los análisis de Sedgwick y Murchison resultaba claro que las formas de vida primitivas eran muy antiguas y que la vida en el planeta había comenzado en el agua antes de salir a tierra. Hubiera existido o no un diluvio universal, todo ello contradecía de forma espectacular el relato bíblico.[3040]

Los hallazgos del estudio de los fósiles y de las secuencias de rocas se unieron a la entonces naciente ciencia de la embriología. La figura clave aquí fue Karl Ernst von Baer, quien, en contra del saber convencional de la época, sostenía que el embrión humano recapitulaba en su desarrollo la progresión de invertebrado-pez-reptil-mamífero, y afirmaba que todos los embriones eran en un principio simples y que luego desarrollaban características especiales que les permitían ocupar su lugar en el mundo: los animales inferiores no eran, como se pensaba, formas inmaduras del hombre.[3041] Fue también von Baer quien mostró que la organización de las formas de vida no daba lugar a una «jerarquía centrada en el hombre» y que los seres humanos no eran más que una entre muchas formas de vida posibles. En Archetypes and Homologies of the Vertebrate Skeleton (1848) y On the Nature of Limbs (1849), Robert Owen demostró que los vertebrados compartían una estructura básica similar, que adoptaba diferentes formas, pero que en ningún sentido tenía como «meta» al hombre.[3042]

Sin embargo, en lo que a la historia de la geología se refiere, estamos adelantándonos a los hechos. Más allá de su mérito intrínseco, los descubrimientos de Cuvier, Buckland, Sedgwick y Murchison fueron importantes porque provocaron un cambio de mentalidad decisivo en Charles Lyell, que en 1830 publicó el primero de los tres volúmenes de sus Principles of Geology. El argumento de Lyell quedaba expuesto en el subtítulo de la obra: «Un intento de explicar los cambios experimentados por la superficie terrestre en el pasado de acuerdo con causas todavía operantes». Las ideas de Lyell se inspiraban también en los estudios de Georges Scrope, un geólogo francés que había demostrado a partir de su trabajo en el macizo Central en Francia que «los ríos creaban sus propios valles en un lapso de incontables siglos». Antes de la publicación de su obra, Lyell recorrió Europa para entrevistarse con otros geólogos como Étienne de Serres y estudiar algunos accidentes geológicos y, en particular, los volcanes activos de Sicilia, donde descubrió que el gigantesco cono era el resultado de la acumulación gradual de una prolongada serie de pequeñas erupciones. Pero además, el volcán descansaba sobre rocas sedimentarias de origen reciente, algo que se infería del hecho de que los moluscos fósiles del lugar eran idénticos a los de la actualidad. Esto convenció a Lyell de que, para explicar la existencia de la montaña, no había necesidad de postular ninguna catástrofe.

Con todo, los Principles fueron básicamente una obra de síntesis, más que de investigación original. Allí Lyell aclaraba e interpretaba materiales ya publicados que respaldaban dos conclusiones. La primera, como es obvio, era que las principales características geológicas de la tierra podían explicarse como resultado de procesos exactamente iguales a los que podían observarse en el presente. En una reseña del libro, alguien empleó el término «uniformismo», cuyo uso terminaría imponiéndose. El segundo objetivo de Lyell era refutar la idea de que un gran diluvio, o una serie de diluvios, era el causante de las características de la tierra que observamos a nuestro alrededor. Lyell daba mucho valor a los trabajos de Scrope, y respaldó su idea de que los ríos creaban sus propios valles y de que «la delicada sinuosidad de los lechos fluviales» no podía ser el resultado de acontecimientos violentos y, todavía menos, de catástrofes. En el terreno religioso, Lyell adoptó una postura de sentido común al sostener que era improbable que Dios actuara en contra de las leyes de la naturaleza para provocar una serie de grandes cataclismos. En lugar de ello, Lyell proponía que si se asumía que el tiempo se extendía lo suficientemente lejos hacia el pasado, los procesos geológicos que aún observamos bastaban para explicar «lo grabado en las rocas».[3043] No faltaban pruebas de que los volcanes habían estado erupcionando de forma regular a lo largo de la historia y esto no tenía ninguna relación con diluvios o grandes cataclismos. Y mediante el estudio comparado de los hallazgos de la estratigrafía, la paleontología y la geografía física, identificó tres épocas diferentes, cada una con sus formas de vida características. Éstas recibirían luego el nombre de plioceno, mioceno y eoceno, la última de las cuales se remontaba a hace aproximadamente cincuenta y cinco millones de años, de nuevo, muy lejos del marco temporal que ofrecía el Antiguo Testamento.

El primer volumen de los Principles planteaba su desacuerdo con el Diluvio y daba comienzo al proceso que acabaría de forma definitiva con la idea. En el segundo volumen, Lyell demolía la versión bíblica de la creación. Al estudiar los fósiles presentes en el registro geológico, Lyell mostraba que había habido un flujo constante de creación y extinción en el que participaban, literalmente, incontables especies. En el siglo XVIII, Linneo había especulado que en alguna época debía de haber existido «un rincón especial del globo» que habría hecho las veces de «incubadora divina» y en el que se habrían originado la vida y las nuevas especies. Lyell intentó demostrar lo equivocada que era esta concepción. La vida, anotó, había comenzado en distintos «centros de creación». Lyell pensaba que el hombre había sido creado recientemente, pero mediante procesos iguales a los de los demás animales.[3044]

El gran problema de la teoría de Lyell es que revivía la teoría de un «estado de estabilidad» del planeta, según la cual el mundo que vemos a nuestro alrededor es el resultado de la constante acción de fuerzas constructivas y destructivas. ¿De dónde procedía la energía necesaria para todo ello? Con el desarrollo de la ciencia de la termodinámica a mediados del siglo XIX, físicos como lord Kelvin propusieron que la tierra debía estarse enfriando y a partir de ahí calcularon que el planeta tenía por lo menos cien millones de años. Esto no se acercaba en realidad a la verdad, pero superaba con creces los que se decía en la Biblia. (Hasta el siglo XX los físicos no comprendieron que la radioactividad de ciertos elementos permitía que el planeta conservara su temperatura interna).[3045] En retrospectiva, podría decirse que la obra de Lyell coqueteaba con la idea de evolución. Pero se trataba sólo de coqueteo: Lyell carecía del concepto de selección natural. Ahora bien, lo que sí consiguió fue acabar con el neptunismo.

Hubo, sin embargo, varios intentos desesperados por conciliar el relato bíblico con la avalancha de descubrimientos científicos que culminaron en una serie de trabajos conocidos como los tratados de Bridgewater. «Esta extraña serie de obras (para el lector moderno, aburridísima) fue encargada por el testamento del reverendo Francis Henry Egerton, octavo conde Bridgewater, un clérigo noble que siempre descuidó su parroquia y que murió en 1829. Lord Bridgewater dejó a sus albaceas, el arzobispo de Canterbury, el obispo de Londres y el presidente de la Royal Society, la tarea de seleccionar a ocho autores científicos, cada uno perteneciente a una de las principales ramas de las ciencias naturales, que estuvieran en condiciones de demostrar “el Poder, la Sabiduría y la Bondad de Dios, tal y como se manifestaban en la Creación; e ilustrar su obra con toda clase de argumentos razonables, como, por ejemplo, la variedad y formación de las criaturas de Dios en los reinos animal, vegetal y mineral”». Entre los ocho autores «científicos» elegidos se encontraban clérigos, físicos y geólogos.[3046] Ninguno de ellos aportó nada al debate, pero la existencia misma de sus obras demuestra lo lejos que estaban dispuestos a llegar algunos para mantener a la ciencia en su lugar. Entre los argumentos empleados en la discusión estaba el que afirma que el universo era tan improbable estadísticamente que tenía que haber una «dirección divina» obrando en él, así como el que sostiene que nuestro mundo es tan benevolente que sólo podía haber sido hecho por Dios (como ejemplos de ello se señalaba, entre otras cosas, que los peces tienen ojos especialmente adecuados para la visión submarina y que el mineral de hierro siempre se descubre cerca del carbón necesario para fundirlo).[3047] En el último tratado de la serie, el doctor Thomas Chalmers insistió en que la existencia de la conciencia en los seres humanos, la noción misma de moralidad, era «prueba concluyente de la exquisita armonía creada por Dios».[3048]

Los tratados gozaron de cierta popularidad en su época. Publicados entre 1833 y 1836, hacia la década de 1850 cada uno había sido objeto por lo menos de cuatro ediciones. El principal inconveniente de todos ellos, y su punto más débil, era que proponían un acercamiento irreflexivo a la ciencia; cada uno pretendía a su manera ser una última palabra, como si la geología, la biología, la filología o cualquiera de las otras nuevas disciplinas no tuvieran nada más que decir, nuevos ases en la manga que oponer a las explicaciones que los tratados juzgaban tan convincentes.

La respuesta más inmediata a los tratados de Bridgewater fue la publicación en 1838 de un noveno tratado (no oficial) por parte de Charles Babbage, quien argumentaba que un creador podía obrar como él mismo había obrado al crear su famosa «máquina calculadora», un precursor del ordenador que podía programarse para que realizara operaciones de acuerdo con un plan predeterminado. De esta forma nació una idea que resultaría bastante popular, la de «leyes de la creación», muy similar a la de leyes de la reproducción. Quien más supo aprovecharla fue Robert Chambers, otra figura de Edimburgo. Su Vestiges of the Natural History of Creation, publicado en 1844, supuso una ruptura radical con las ideas convencionales, tan radical que Chambers optó porque el libro apareciera de forma anónima. Como anotamos ya en el Prólogo de este libro, la obra proponía la idea básica de la evolución, aunque nada en ella anticipaba la noción darwiniana de selección natural. Chambers describía el progreso de la vida como un proceso puramente natural. El libro empezaba afirmando que la vida había surgido por generación espontánea y «citaba como prueba de ello ciertos experimentos (que pronto quedarían desacreditados) en los que supuestamente se había conseguido crear pequeños insectos mediante electricidad», y utilizando como ejemplo el Ninth Bridgewater Treatise de Babbage, postulaba que el progreso de la vida se explicaba por unas vagas leyes de la creación.[3049] Con todo, el principal aporte de Chambers fue que organizó el registro paleontológico en un sistema ascendente y sostuvo que el hombre no destacaba de forma particular entre todos los demás organismos del mundo natural. Aunque Chambers no advirtió la posibilidad de la selección natural y no explicó en realidad cómo podía operar la evolución, su obra, es importante subrayarlo, tiene el mérito de haber presentado al público en general la idea de la evolución quince años antes que la obra de Darwin.[3050] En su libro Victorian Sensation (2000), James Secord explora el impacto que en su momento causó Vestiges y llega a decir que, en cierto sentido, fue como si Chambers le hubiera «ganado la exclusiva» a Darwin. Según Secord, Vestiges despertó el interés de amplios y variados sectores de la sociedad británica. El libro se discutió en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, así como en otros salones y sociedades intelectuales de Londres, Cambridge, Liverpool y Edimburgo, pero también en grupos sociales menos elevados; las ideas que promovía se convirtieron en tema general de debate, se aludía a ellas en pinturas, en exhibiciones y en caricaturas publicadas en los nuevos periódicos de circulación masiva, y llamaron la atención de feministas y librepensadores. Secord señala que Chambers no era en realidad un científico sino un intelectual medianamente cultivado, proveniente de una familia de editores, y que su libro, que básicamente ofrecía un relato del «progreso» de la historia, aprovechaba tanto los hallazgos de las ciencias como las técnicas narrativas empleadas por las novelas (ellas mismas, un fenómeno relativamente reciente en esa época). Chambers creía que su libro causaría sensación, pero la posibilidad de que la reacción fuera negativa era una razón tan válida para publicarlo de forma anónima como la posibilidad de que la reacción fuera positiva: la necesidad de anonimato, sostiene Secord, evidencia que en la década de 1840 la cuestión de la evolución estaba en el aire y era en extremo polémica. En este sentido, el estudio de Secord señala algo muy importante, a saber, que Vestiges fue la primera obra que presentó y divulgó la idea de la evolución a una enorme cantidad de gente (se publicaron catorce ediciones) y, por tanto, que desde este punto de vista El origen de la especies de Darwin vino a resolver una crisis, no a crearla: «La historia de la idea de la evolución no es un relato centrado en Darwin». Ésta es una enorme revisión de la historia de la las ideas.[3051]

Una respuesta no menos convincente a los tratados de Bridgewater y casi contemporánea a la aparición de Vestiges, evidencia la naturaleza de la ciencia como conocimiento en constante desarrollo: el descubrimiento de la gran Edad de Hielo por Louis Agassiz y otros investigadores. Agassiz fue un geólogo suizo que, más tarde, en 1847, sería invitado a Harvard por su trabajo sobre la glaciación. La idea original de una gran Edad de Hielo no era suya: en 1795 James Hutton, en uno de sus inusuales momentos de especulación, había propuesto la posibilidad de que algunas extrañas rocas «erráticas» cerca de Ginebra hubieran sido transportadas y dejadas allí por glaciares que luego habían retrocedido. No obstante, fue Agassiz quien reunió y recopiló la inmensa masa de datos que permitió resolver la cuestión más allá de toda duda. Agassiz hizo por la Edad de Hielo lo que Lyell había hecho por la antigüedad de la tierra.

A través del estudio de los glaciares actuales (que no escaseaban en los Alpes suizos), Agassiz llegó a la conclusión de que buena parte de Europa septentrional había estado sepultada bajo una gran capa de hielo, en ciertos lugares de hasta tres kilómetros de grosor. Esta conclusión (todavía más extraordinaria si se tiene en cuenta que en aquella época Agassiz estaba más interesado en el estudio de los fósiles de peces) se fundaba principalmente en tres tipos de pruebas que pueden apreciarse en los bordes de los glaciares incluso hoy: los «erráticos», la morrena y el till. Los «erráticos» son enormes rocas, como las que Hutton había observado cerca de Ginebra, cuya constitución es muy diferente de todas las demás rocas del paisaje que las rodea.[3052] A medida que el hielo avanzaba, empujaba estas piedras y, cuando la tierra volvía a calentarse y el hielo retrocedía, los «erráticos» quedaban en un entorno «extranjero». Por ello los geólogos podían encontrarse de repente con una gigantesca roca de, por ejemplo, granito, en un área compuesta fundamentalmente de piedra caliza. Ahora bien, mientras los primeros geólogos pensaban que lo que explicaba este tipo de fenómenos era el Diluvio, Agassiz mostró que éstos eran un efecto del hielo. El till es una forma de acarreo formada por el hielo a medida que éste se expande por la superficie de la tierra actuando, en palabras de J. D. Macdougall, como una gigantesca hoja de papel de lija.[3053] (El till proporciona gran cantidad de grava para la industria de la construcción moderna). La morrena son montículos de till que se desarrollan en los límites de los glaciares y pueden llegar a ser bastante grandes: la mayor parte de Long Island, en el estado de Nueva York, es una morrena que tiene más de ciento setenta kilómetros de un extremo a otro. Agassiz y otros investigadores concluyeron que la Edad de Hielo más reciente había empezado hace ciento treinta mil años, había alcanzado su punto álgido hace veinte mil y había terminado con rapidez hace doce mil o diez mil años. Con el tiempo estos cálculos resultarían ser extremadamente significativos, ya que coincidieron con las primeras pruebas sobre los comienzos de la agricultura.[3054] Esto resultaba coherente tanto en términos cronológicos como de evolución cultural.

Originalmente, el término «evolución» se empleaba en biología para designar el crecimiento del embrión. La palabra latina original significaba «desenrollar, desplegar». Más allá de este uso, se empleaban términos como «progresionismo» o desarrollo para referirse a la idea de que organismos más simples daban origen a organismos más complejos (cómo ocurría esto era algo que estaba aún por aclararse). La cuestión de si esta progresión incluía o no al hombre dividía a los expertos. A continuación se usaba la palabra evolución en un sentido cultural, de acuerdo con las observaciones de Vico, Herder y otros autores, que advertían en el desarrollo de las sociedades humanas una progresión desde un estado primitivo a formas de civilización cada vez más avanzadas. Peter Bowler señala que algunos de los primeros antropólogos, como E. B. Tylor y L. H. Morgan, sostuvieron que las diferentes razas progresan de acuerdo a una secuencia similar de fases culturales, por lo que los pueblos que aún eran «primitivos» pertenecían a «líneas retrasadas del desarrollo cultural, atascadas en un estadio que la raza blanca había superado en una fase anterior».[3055]

Lamarck fue uno de los más destacados defensores del progresionismo. Jean-Baptiste de Monet, chevalier de Lamarck (1744-1829), no fue exactamente el bellaco y el cretino que algunas veces se ha pintado. Fue él quien advirtió que algunas especies fósiles eran similares a criaturas todavía existentes, y así fue cómo concibió la idea de que algunos linajes fósiles podían no haberse extinguido sino cambiado, en respuesta a modificaciones en las condiciones de vida en la tierra, y por tanto seguían viviendo «pero en una forma corregida que no somos capaces de reconocer». Ésta es una noción predarwiniana de adaptación.[3056] Lamarck estaba convencido de la gran antigüedad del planeta y de que las formas de vida habían cambiado continuamente a lo largo de amplios períodos de tiempo. Y además consideraba al hombre el producto final de esta progresión.[3057] La idea de evolución de Lamarck era doble. Por un lado, creía que la naturaleza obedecía a un principio de complejidad creciente. Por otro, pensaba que los órganos de una criatura se desarrollan mejor cuanto más se los utilizaba y que estas características fortalecidas (o adquiridas) pasaban a posteriores generaciones, siempre y cuando «los cambios adquiridos sean comunes a ambos sexos o a aquellos que producen los jóvenes».[3058]

Debido a estos factores y a otros que ya señalaremos, se ha sostenido que a mediados del siglo XIX había algo «en el aire» que contribuyó al surgimiento de lo que Darwin llamaría selección natural.[3059] La idea de una lucha por la existencia ya había sido planteada en 1797 por Malthus, quien había afirmado que cada tribu de la historia habría competido por los recursos y que las menos exitosas se habían extinguido. «Hoy sabemos que además de Malthus, Darwin supo aprovechar la lectura de las obras de Adam Smith y de otros economistas políticos. El concepto de divergencia como resultado de la especialización refleja las supuestas ventajas económicas que se derivaban de la división del trabajo».[3060] William Charles Wells propuso otra teoría en 1813, en «An Account of a Female of the White Race of Mankind» (Informe sobre una mujer de raza blanca), donde sostuvo que las razas humanas podrían haber surgido como resultado de la llegada de grupos humanos a territorios deshabitados en los que debieron de hacer frente a un entorno nuevo.[3061] Las variaciones accidentales dentro de la población harían que ciertos individuos se adaptaran mejor a las nuevas condiciones, por lo que tenderían a convertirse en padres de una nueva raza.

Por dónde quiera que uno mire en el siglo XIX, la idea de que en la sociedad y la naturaleza el conflicto y la competencia desempeñaban un papel importante estaba en labios de todos.[3062] Para entonces ya era difícil intentar contradecir las pruebas proporcionadas por los registros fósiles y geológicos, que habían permitido reconstruir un cuadro básico de lo ocurrido bastante claro. «Las rocas más antiguas [de hace seiscientos millones de años] sólo ofrecían restos de invertebrados, mientras que los primeros peces no aparecían hasta el período silúrico [hace 440-410 millones de años]. El mesozoico [hace 250-265 millones de años] estuvo dominado por los reptiles, incluidos los dinosaurios. Aunque presentes ya en el mesozoico en pequeñas cantidades, los mamíferos no se volverían dominantes hasta el cenozoico [desde hace sesenta y cinco millones de años hasta nuestros días], cuando gradualmente fueron progresando hasta convertirse en las criaturas más avanzadas de la actualidad, incluida la especie humana».[3063] (Las fechas anotadas entre corchetes no corresponden, por supuesto, a las aceptadas en el siglo XIX). A los hombres de la época les resultaba difícil no ver en esta progresión una especie de «finalidad», e identificaban en ella un desarrollo que «conducía», a través de distintas etapas, a los humanos «y que revelaba un plan divino con un propósito simbólico». En los libros de la época, muchos «árboles de la vida» incluían un tallo más grueso que todos los demás que conducía directamente al hombre.

Este cuadro, por supuesto, debería ser revisado a la luz de la reciente obra de James Secord antes mencionada. Allí, Secord ofrece ejemplos de las notas que Darwin realizó cuando leyó Vestiges en la sala de lectura del Museo Británico. Darwin estaba lejos de sentirse impresionado por muchos aspectos de la argumentación de Chambers (de hecho, nunca compró su propio ejemplar del libro), pero resulta claro que la lectura de Vestiges, que se encontraba en la cumbre de eso que estaba «en el aire», le ayudó a afinar la distinción entre su teoría de la selección natural y las ideas de sus rivales.[3064]

Un último elemento de este «clima de opinión», de ese «algo en el aire» que estamos reseñando a propósito del surgimiento del «progresionismo», lo constituye la obra de Alfred Russel Wallace. La reputación de Wallace y su papel en el descubrimiento de la evolución ha experimentado su propio desarrollo recientemente. Durante muchos años se aceptó que el artículo que envió a Darwin en 1858, «Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original», contenía una clara exposición de la selección natural, por lo que éste se vio forzado a apresurar la publicación de su propio libro, El origen de las especies. En consecuencia, algunos académicos han sostenido que a Wallace nunca se le dio el reconocimiento que merecía e incluso han insinuado que Darwin y sus seguidores de forma deliberada procuraron mantenerlo apartado del primer plano.[3065] Sin embargo, estudios más recientes han mostrado que una lectura atenta del trabajo de Wallace revela que su idea de selección natural no era exactamente igual que la de Darwin, y que como recurso explicativo tenía mucha menos fuerza. En particular, Wallace no subrayaba la competencia entre individuos sino entre los individuos y el entorno. Para Wallace, los individuos menos aptos, esto es, aquéllos menos adaptados a su entorno, eran eliminados, en especial cuando ese entorno experimentaba grandes cambios. Desde este punto de vista, cada individuo compite contra el entorno y el destino de cada individuo es independiente del de los demás.[3066] Esta diferencia es fundamental y quizá explique por qué Wallace no pareció haberse resentido por el hecho de que Darwin hubiera publicado su libro al año siguiente de haberle enviado su ensayo.[3067]

Con todo, nada de lo dicho hasta aquí pretende ocultar el hecho de que cuando El origen de las especies apareció en 1859, introdujo «un acercamiento completamente nuevo y (para los contemporáneos de Darwin) completamente inesperado a la cuestión de la evolución biológica». La teoría de Darwin explicaba, como ninguna otra lo había hecho hasta entonces, un nuevo mecanismo de cambio en el mundo biológico. Explicaba cómo una especie daba lugar a otra y, en palabras de Ernst Mayr, «suponía no simplemente el reemplazo de una teoría científica (la de las “especies inmutables”) por una nueva, sino por una que obligaba a repensar por completo el concepto que el hombre tenía del mundo y de sí mismo y, específicamente, implicaba rechazar algunas de las creencias más difundidas y más queridas del hombre occidental». Según Peter Bowler, «el historiador de las ideas ve la revolución que tuvo lugar en la biología como un síntoma de un cambio mucho más profundo en los valores de la sociedad occidental, en el que se sustituyó la concepción cristiana del hombre y la naturaleza por una concepción materialista de ambos».[3068] La idea más destacada y brillante de Darwin fue su teoría de la selección natural, que constituía la columna vertebral de su libro (el título completo de la obra era Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida). Todos los individuos de cualquier especie son diferentes entre sí y aquéllos más aptos tienen mayores probabilidades de reproducirse y convertirse en los padres de la nueva generación.

De este modo, resultan favorecidas aquellas variaciones accidentales que contribuyen a hacer a los individuos más aptos. Esta teoría no tenía necesidad de ningún «plan», describía un proceso muy parsimonioso y que podía observarse en todos lados.[3069]

Aunque Darwin se hubiera sentido impulsado a publicar El origen de las especies tras haber sido contactado por Wallace, sus ideas habían estado madurando desde finales de la década de 1830, tras su famoso viaje a bordo del Beagle. El tiempo pasado en Suramérica, en particular en las islas Galápagos, le había enseñado a pensar en términos de poblaciones más que de individuos, a medida que estudiaba las variaciones que había de una isla a otra. Se había familiarizado con el ñandú, un ave corredora, en su viaje por las amplias pampas de la Patagonia, y había comido la carne de distintas variedades de este animal durante su recorrido. Darwin advirtió que, en los límites del territorio ocupado por dos poblaciones había una lucha por la supremacía. Y empezó a preguntarse por qué había especies emparentadas en continentes e islas diferentes: ¿era posible que el Creador hubiera visitado cada lugar para realizar estos finos ajustes?[3070] El estudio de los percebes le permitió conocer la enorme variedad que podía haber dentro de una especie, y todas estas observaciones e inferencias poco a poco fueron encajando unas con otras. Cuando el libro apareció el 24 de noviembre de 1859, se vendieron 1250 ejemplares en el primer día. El mismo Darwin se fue a tomar las aguas en Ilkley, Yorkshire, y esperar que se desatara la tormenta.[3071] No tardó mucho en hacerlo y no es difícil entender por qué. Ernst Mayr señala que las teorías de Darwin tenían seis implicaciones filosóficas de gran relieve: (1) reemplazaban la idea de un mundo estático por la de un mundo en evolución; (2) demostraban lo inverosímil que era el creacionismo; (3) refutaban la teología cósmica, esto es, la idea de que el universo tenía un propósito; (4) acababan con cualquier justificación de antropocentrismo absoluto (la afirmación de que el propósito del mundo era la aparición del hombre); (5) explicaban el «diseño» del mundo puramente en términos de procesos materiales; (6) reemplazaban el esencialismo por el pensamiento poblacional.

Es importante aclarar algo sobre el impacto de El origen de las especies. Éste se debió en alguna medida a la sólida reputación de Darwin, esto es, a que no había sido escrito por un don nadie, y al hecho de que el libro estaba abarrotado de datos que respaldaban sus hipótesis.[3072] Pero además su impacto también se debió al hecho de que, como hemos anotado antes, el libro resolvía (o parecía resolver) una crisis, no iniciaba otra. Según James Secord, la selección natural fue en su momento el último peldaño de la tesis evolucionista, no el primero, la teoría que vino a llenar los vacíos de la argumentación al proponer el mecanismo mediante el cual unas especies daban origen a otras. La naturaleza no revolucionaria de El origen de las especies, para usar la expresión de Peter Bowler, queda demostrada por las tablas que ofrece Secord en su libro: El origen de las especies no empezó a superar las ventas de Vestiges de forma clara hasta el siglo XX.[3073]

Dicho esto, hay que agregar que El origen de las especies sí motivo una enorme oposición a las ideas que proponía. El mismo Darwin era consciente de que su teoría de la selección natural era el aspecto más polémico de su exposición y no se equivocaba. John F. W. Herschel, un filósofo a quien Darwin admiraba, llamó a la selección natural la «ley del desorden y el desconcierto», mientras Sedgwick (que era al mismo tiempo teólogo y científico) la condenó por considerarla una «aberración moral».[3074] Muchas de las reseñas favorables que recibió la obra se mostraron tibias respecto a la selección natural: Lyell, por ejemplo, nunca la aceptó del todo y la consideraba «desagradable», y T. H. Huxley pensaba que no habría forma de probarla.[3075] A finales del siglo XIX la teoría de la evolución ya gozaba de una amplia aceptación, pero en cambio la idea de la selección natural tendía a ignorarse, y esto era significativo, pues permitía a la gente dar por sentado que la evolución tenía algún propósito, que «se desarrollaba con una meta en particular, de la misma forma en que los embriones crecían para alcanzar la madurez». Desde esta perspectiva, la evolución no era la amenaza a la religión que muchas veces se nos ha hecho creer.[3076] De hecho, El origen de las especies tenía dos capítulos sobre la distribución geográfica de las formas de vida en los que Darwin aprovechaba los hallazgos de la geología y la paleontología que hemos mencionado, y sus contemporáneos tenían muchas menos dificultades para aceptar esto que el mecanismo de la selección. Vestiges, como hemos visto, había preparado en parte el camino. Ernst Mayr afirma que la idea de selección natural no sería plenamente aceptada hasta la síntesis evolutiva de las décadas de 1930 y 1940.[3077] Por otro lado, mucha gente pensaba simplemente que las implicaciones de El origen de las especies eran inmorales, y continuaron creyendo que era evidente que el mundo estaba bien ordenado (una prueba de la existencia de Dios) y que la evolución accidental («sin orden ni concierto») defendida por Darwin no podía producir semejante armonía. El darwinismo era egoísta y derrochador, se sostenía, y un Dios benevolente nunca permitiría que existiera un proceso similar. ¿Cuál era el propósito darwiniano de la habilidad musical o de la facultad de realizar cálculos matemáticos abstractos?[3078] Darwin, es necesario anotarlo, nunca se sintió del todo contento con la palabra «selección», y muchos no entendieron cómo debía interpretarse el término «más apto». Muchos críticos sostuvieron que la teoría de Darwin no era científica porque no podía falsearse.

La teoría de Darwin ciertamente tenía un punto débil muy importante: no daba cuenta de los mecanismos reales mediante los cuales las características hereditarias pasaban de una generación a otra («herencia dura»). Esos mecanismos fueron descubiertos por el monje Gregor Mendel en Moravia en 1865, pero nadie en tiempos de Darwin advirtió su importancia y sus ideas no serían redescubiertas y puestas nuevamente en circulación hasta 1900. Hasta el redescubrimiento de Mendel, las teorías que más despertaban la atención eran las del biólogo alemán Auguste Weismann, en particular su idea de «plasma germinativo», que había desarrollado a partir de la teoría de la célula. Se recordará que las células se habían observado por primera vez tras la invención del microscopio, cuando se las llamó «glóbulos» o «burbujas». Ahora bien, a comienzos del siglo XIX, cuando ya se habían realizado avances significativos en el diseño de microscopios, los biólogos, siguiendo a Marie-François Xavier Bichat, identificaron veintiún categorías de tejido animal y advirtieron que todas ellas estaban compuestas de células, las cuales, ahora podía verse, se componían de algo más que de paredes y contenían una pegajosa «sustancia de la vida», que en 1839 J. E. Purkinje bautizó con el nombre de «protoplasma».[3079] Los hombres que finalmente mostraron que todos los animales y plantas estaban hechos de células fueron J. J. Schleiden (plantas, 1838) y Theodor Schwann (animales, 1839). Weismann advirtió el núcleo celular y de forma gradual llegó a la conclusión de que el plasma germinativo no se componía de células germinales completas sino que se concentraba en las estructuras en forma de bastón que había dentro del núcleo, a las que llamó cromosomas debido a que se coloreaban de manera diferente. Pero incluso tras el redescubrimiento de Mendel, el hecho de que los mecanismos que describía «completaran» en cierto sentido las tesis de Darwin no fue algo que se reconociera de forma inmediata. La razón para ello es que entonces había un agitado debate sobre si la selección, en caso de que existiera, operaba sobre las variaciones continuas o sólo sobre las variaciones discontinuas, esto es, sobre las características que varían de forma continua, como la altura, por ejemplo, o sobre las que lo hacen de forma discreta (como el color de los ojos, que pueden ser azules o marrones). El mismo Mendel parecía haber elegido las características discretas (el color de las flores, si las semillas eran arrugadas o no) porque constituían ejemplos más claros de la teoría que estaba intentando probar y porque tenía su propia teoría rival de la de Darwin, a saber, que la selección actuaba sobre híbridos, sobre formas intermedias. (Tradicionalmente los híbridos planteaban un problema teológico, pues se los consideraba formas intermedias entre especies que habían sido creadas separadas por Dios). El profundo significado de la genética mendeliana para la idea darwinista de la selección natural no se reconocería hasta la década de 1920.[3080]

Darwin no se detuvo con la publicación de El origen de las especies. Ninguna reseña del darwinismo puede permitirse pasar por alto El origen del hombre. Como hemos visto, en el siglo XIX la idea de «evolución progresionista» estaba en todas partes, incluso en la física, donde encontramos la hipótesis nebular de Kant y Laplace, la noción de que el sistema solar se había formado a partir de la condensación de una enorme nube de polvo por acción de la gravedad.[3081]

Ésta es una de las razones por las que, cuando a mediados del siglo XIX empezaron a surgir las ciencias de la sociología, la antropología y la arqueología, se intentó desarrollarlas en el marco del progresionismo. Ya en 1861, sir Henry Maine había explorado en su libro El derecho antiguo la forma en que los modernos sistemas jurídicos se habían desarrollado a partir de prácticas primitivas identificadas en «grupos familiares patriarcales».[3082] Entre los demás títulos que proponían un acercamiento similar destacan Los orígenes de la civilización (1870) de John Lubbock, La sociedad primitiva (1877) de Lewis Morgan y, el más impresionante de todos, La rama dorada de James Frazer, publicado en 1890. Los primeros antropólogos también se habían visto afectados por la experiencia colonial: en diversas ocasiones se realizaron intentos de educar a las poblaciones colonizadas con el objetivo de convertirlas a las costumbres culturales europeas que se consideraban «obviamente» superiores. El hecho de que estos intentos hubieran fracasado totalmente convenció a al menos algunos antropólogos de que debía existir «una secuencia fija de etapas a través de las cuales se desarrollan las culturas».[3083] De lo cual se podía concluir que era imposible pretender impulsar de forma artificial el desarrollo de una cultura y llevarla a un estadio posterior a aquel en el que se encontraba. Lewis Morgan definió estas grandes etapas como el salvajismo, la barbarie y la civilización, una doctrina que resultaba muy reconfortante para las potencias coloniales. Por otro lado, las principales ideas de cuyo desarrollo se ocupaba eran la del gobierno, la de la familia y la de la propiedad.[3084]

En este clima intelectual los arqueólogos empezaron a concebir los avances en relación a las hachas de mano de piedra que describimos en el prólogo, cuando se introdujo el «sistema de tres edades» (de piedra, bronce y hierro). Anotamos entonces que la primera idea de una «edad de piedra» muy antigua se encontró con una feroz resistencia. Nadie podía aceptar que los primeros humanos habían existido junto a animales ya extintos, y sólo cuando Boucher des Perthes descubrió herramientas de piedra junto a los huesos de animales extintos en los lechos de grava de Francia septentrional, empezó a producirse un cambio en las ideas. Entonces, aproximadamente en 1860 y gracias en parte a la publicación de El origen de las especies, la opinión pública evolucionó con rapidez y la idea de que la raza humana tenía una gran antigüedad fue por fin aceptada. Charles Lyell finalmente aceptó la visión progresionista de la tierra y recogió una gran cantidad de pruebas en favor de la nueva concepción, que sintetizó en Geological Evidences for the Antiquity of Man (Pruebas geológicas de la antigüedad del hombre, 1863).

El carácter en extremo burdo de las herramientas de piedra más antiguas convenció a muchos de que el contexto cultural y social de los primeros seres humanos era igualmente primitivo, lo que llevó a John Lubbock a sostener que la sociedad había evolucionado a partir de un origen salvaje. Esto era más escandaloso entonces de lo que podría parecernos debido a que en el siglo XIX aún había pensadores que consideraban que el hombre moderno era una raza degenerada en comparación con lo que eran Adán y Eva antes de la Caída. En su libro Prehistoric Times (1865), Lubbock utilizó por primera vez los términos «paleolítico» y «neolítico» para describir la transición de la Vieja Edad de Piedra a la Nueva Edad de Piedra, que según él podía distinguirse por el paso de la piedra astillada a la piedra pulida, si bien pronto se observaron variaciones más complejas.[3085]

Para mucha gente, la cuestión crucial en el debate sobre si el hombre había evolucionado a partir de los simios giraba en torno al problema del alma. Si el hombre era en verdad poco más que un mono, ¿significaba ello que la idea del alma (por tradición la diferencia trascendental entre los animales y el hombre) debía ser rechazada? El origen del hombre de Darwin, publicado en 1871, intentó hacer dos cosas al mismo tiempo: convencer a los escépticos de que el hombre realmente descendía de los animales y explicar con exactitud qué significa ser humano, cómo los humanos habían adquirido las cualidades que los hacían únicos.

«Aunque Darwin poco a poco abandonó su creencia en un creador benevolente, ciertamente se sentía inclinado a esperar que la raza blanca representara el punto más elevado de un avance inevitable (aunque irregular) hacia estados superiores».[3086] En El origen del hombre, Darwin sabía que, ante todo, tenía que explicar el enorme incremento en las facultades mentales que separaba al hombres del mono.[3087] Si la evolución era un proceso lento y gradual, ¿por qué existía una brecha tan grande? Ésta era la pregunta que los que se mostraban escépticos desde un punto de vista religioso querían ver respondida. La respuesta de Darwin aparecía en el capítulo cuatro de su libro. Allí, proponía la idea de que el hombre posee un atributo físico único, a saber, la postura erguida (que, recuérdese, fue la entidad con la que empezamos este libro). Darwin sostenía que la postura erguida y el bipedalismo habían liberado las manos del hombre y, como consecuencia de ello, éste desarrolló finalmente la capacidad de usar herramientas. Y fue así, afirmó, cómo se inició un rápido crecimiento en inteligencia en esta forma de gran simio.[3088] En El origen del hombre, Darwin no ofrecía ninguna razón convincente para que el hombre primitivo hubiera empezado a caminar erguido y no fue hasta 1889 cuando Wallace sugirió que ello podría haber sido una adaptación a un nuevo entorno. Wallace especuló que el hombre primitivo se vio obligado a abandonar los árboles y adentrarse en las planicies abiertas de la sabana, acaso debido a un cambio climático que hubiera reducido los bosques. En la sabana, sugirió, el bipedalismo habría sido un modo de locomoción más apropiado.

A pesar de que la idea había sido propuesta por el mismo Darwin, la importancia de la postura erguida no se consideró inicialmente significativa. Hasta que Éugene Dubois descubrió al «hombre de Java», el Pithecanthropus (hoy Homo) erectus, en 1891-1892, el valor de la teoría no empezó a ser reconocido (y se confirmó la importancia de los hallazgos de neandertales: véase el capítulo 1). Los restos de Pithecanthropus incluían un fémur cuya forma sugería el bipedalismo y un fragmento de cráneo que indicaba una capacidad cerebral que estaba entre la de los simios y la de los humanos. Con todo, la importancia de la postura erguida en la evolución humana no sería aceptada plenamente hasta la década de 1930.[3089]

El legado del darwinismo es complejo. «Algunos consideran que el surgimiento del evolucionismo es un hito que separa la cultura moderna de las raíces tradicionales del pensamiento occidental».[3090] Más allá de su contenido intelectual, no hay duda de que llegó en el momento oportuno, lo que le permitió desempeñar un importantísimo papel en la secularización del pensamiento europeo que examinaremos en el capítulo 35.[3091] El darwinismo obligó a la gente a adoptar una nueva visión de la historia según la cual ésta se desarrollaba por accidente, sin que hubiera meta, propósito o fin último. Además de acabar con la necesidad de Dios, transformó la idea de sabiduría, considerada hasta entonces como un estadio definitivo y, aunque lejano, alcanzable. Esto socavó las concepciones tradicionales en todas las formas posibles y transformó la manera de concebir el futuro. Mencionemos sólo dos: fue el modelo darwinista de cambio social el que llevó a Marx a creer que la revolución era inevitable; fue la biología propuesta por Darwin la que sugirió a Freud la idea de una naturaleza «prehumana» de actividad mental subconsciente. Como veremos en un capítulo posterior, la concepción darwiniana de lo que significaba «aptitud» en un contexto evolutivo en muchas ocasiones no se comprendió de forma adecuada y, consciente o inconscientemente, dio origen a proyectos sociales injustos y crueles. Sin embargo, tras el descubrimiento del gen en 1900 y el florecimiento de la tecnología basada en la genética, el darwinismo ha triunfado. Con excepción de los dos o tres penosos enclaves «creacionistas» que quedan en ciertas áreas rurales de Estados Unidos, la gran antigüedad de la tierra y de la humanidad es algo que hoy está firmemente establecido.

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