Ideas

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Introducción. Las ideas más importantes de la Historia, algunos candidatos

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INTRODUCCIÓN

LAS IDEAS MÁS IMPORTANTES DE LA HISTORIA, ALGUNOS CANDIDATOS

En 1936, la casa de subastas Sotheby’s vendió en Londres una colección de documentos de sir Isaac Newton, el gran físico y filósofo natural británico, que la Universidad de Cambridge había considerado «sin valor científico» unos cincuenta años antes, cuando la colección le había sido ofrecida. Los documentos, en su mayoría manuscritos y cuadernos de notas, fueron comprados luego por otro hombre de Cambridge, el distinguido economista John Maynard Keynes (más tarde lord Keynes), quien, tras dedicar varios años a su estudio, pronunció una conferencia sobre ellos en el club de la Royal Society en Londres. En 1942, en medio de la segunda guerra mundial, Keynes presentó a sus oyentes una visión completamente nueva del «científico más renombrado y exaltado de la historia». «Desde el siglo XVIII», dijo Keynes, «Newton ha sido considerado el primero y más grande de los científicos de la era moderna, un racionalista, alguien que nos enseñó a pensar de acuerdo con los dictados de la razón fría y carente de emoción. Yo ya no puedo verlo bajo esa luz. Y no creo que pueda hacerlo nadie que haya estudiado con detenimiento los documentos contenidos en esa caja que guardó al partir de Cambridge en 1696 y que, pese a haber sido en parte dispersados, han llegado hasta nosotros. Newton no fue el primer hombre de la Edad de la Razón, fue el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que lo hicieron quienes empezaron a construir nuestra herencia cultural hace casi diez mil años».[1]

Newton todavía es conocido principalmente como el hombre que dio origen a la noción moderna de que el universo se mantiene unido gracias a la acción de la gravedad. No obstante, en las décadas transcurridas desde que Keynes se dirigió a la Royal Society, hemos asistido al surgimiento de un Newton nuevo y muy diferente: un hombre que pasó años involucrado con el oscuro mundo de la alquimia, entregado a la búsqueda ocultista de la piedra filosofal, y que estudió la cronología de la Biblia convencido de que ésta le permitiría predecir el apocalipsis que estaba por venir. Un estudioso cuasimístico, fascinado por los rosacruces, la astrología y la numerología, que creía que Moisés conocía la doctrina heliocéntrica de Copérnico y su propia teoría de la gravedad. Una generación después de la aparición de su famoso libro Principia Mathematica, Newton aún se esforzaba por descubrir la forma exacta del Templo de Salomón, al que consideraba «la mejor guía para conocer la topografía de los cielos».[2] Y acaso lo más sorprendente de todo sea que los estudios más recientes sugieren que los descubrimientos científicos de Newton que cambiaron el mundo podrían no haber sido realizados nunca de no ser por sus investigaciones alquímicas.[3]

La paradoja de Newton es una útil advertencia para el comienzo de este libro. Podría esperarse que una historia de las ideas mostrara la tranquila evolución del desarrollo intelectual de la humanidad, desde las nociones primitivas de la Edad de Piedra, al origen de las grandes religiones del mundo, al florecimiento sin precedente de las artes en el Renacimiento, al nacimiento de la ciencia moderna, la revolución industrial y los increíbles conocimientos sobre la evolución y los prodigios tecnológicos que caracterizan nuestra propia época y con los que tan familiarizados estamos y de los que tanto dependemos.

No obstante, la carrera del gran científico inglés nos recuerda que la situación es mucho más compleja. A lo largo de los siglos el desarrollo y el progreso (una idea que examinaremos con más detalle en el capítulo 26) han sido, por lo general, constantes, pero ello no significa que siempre haya ocurrido así: la historia ha sido testigo de cómo ciertos países y civilizaciones brillan durante un tiempo para luego, por una razón u otra, eclipsarse. La historia intelectual está muy lejos de ser una línea recta, y esto es parte de su atractivo. En su libro La gran titulación (1969), el historiador de la ciencia y profesor de la Universidad de Cambridge Joseph Needham se propuso resolver el que, pensaba, era uno de los rompecabezas más fascinantes de la historia: por qué la civilización china, que había sido capaz de inventar el papel, la pólvora, la imprenta de tipos de madera, la porcelana y la idea de someter a pruebas escritas a los funcionarios públicos, y que había liderado el mundo intelectual durante muchos siglos, nunca llegó a poseer una ciencia madura o a desarrollar modernos métodos mercantiles —lo que conocemos como capitalismo— y, como consecuencia de ello, después de la Edad Media, permitió que Occidente la rebasara y la dejara cada vez más atrás (discutimos la respuesta de Needham a este interrogante en las páginas 467-468).[4] Algo similar podría decirse a propósito del islam. En el siglo IX Bagdad estaba intelectualmente a la cabeza del mundo mediterráneo: fue allí donde se tradujeron los grandes clásicos de las civilizaciones antiguas, donde se originaron los hospitales, donde se desarrolló el álgebra, al jabar, y se realizaron grandes avances en filosofía, falsafah. Sin embargo, para el siglo XI, tal liderazgo se había desvanecido debido a los rigores del fundamentalismo. En su libro The Closing of the Western Mind, Charles Freeman recoge muchos ejemplos de cómo decayó la vida intelectual durante la alta Edad Media, la era del fundamentalismo cristiano.[5] En el siglo IV Lactancio escribió: «¿Para qué propósito sirve el saber? En lo que respecta al conocimiento de las causas naturales, ¿qué bendiciones me reportará el saber dónde nace el Nilo o cualquier otra cosa bajo los cielos sobre la que los “científicos” deliren?».[6] Durante la Edad Media, la epilepsia, que Hipócrates ya había descrito en el siglo V a. C. como enfermedad natural, fue encomendada a los cuidados de san Cristóbal. En el siglo XIV, un famoso médico inglés, Juan de Gaddesden, recomendaba curar la enfermedad leyendo el evangelio ante el epiléptico al mismo tiempo que se colocaba sobre él el pelo de un perro blanco.[7]

Ésta es quizá la lección más importante que podemos extraer de una historia de las ideas: que la vida intelectual —acaso la dimensión más importante, satisfactoria y característica de la existencia humana— es una cosa frágil, que puede perderse o destruirse con facilidad. En el último capítulo intentaremos señalar algunas conclusiones, en un esfuerzo por valorar lo que hemos y no hemos logrado en este ámbito. Esta introducción, por su parte, pretende señalar en qué sentido esta historia es diferente de otras historias, y explicar de este modo en qué consiste una historia de las ideas. Nuestra exposición se limitará a explorar las diversas formas en que puede organizarse el material de una historia intelectual. Una historia de las ideas, es evidente, abarca una enorme cantidad de materias y es importante hallar el modo de hacer que todo ese conjunto resulte manejable.

Por alguna razón, muchas personalidades del pasado han pensado la historia intelectual como un sistema tripartito, organizado alrededor de tres grandes ideas, eras o principios. Joaquín de Fiore (c. 1135-1202) sostuvo que existían tres épocas, presididas respectivamente por Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, durante las cuales estarían vigentes el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y un «eterno evangelio espiritual», concepción que fue considerada herética en su momento.[8] El filósofo político francés Jean Bodin (c. 1530-1596) dividía la historia en tres períodos: la historia de los pueblos orientales, la historia de los pueblos mediterráneos y la historia de los pueblos septentrionales.[9] En 1620 Francis Bacon identificaba tres descubrimientos que diferenciaban a su propia época de los tiempos antiguos.[10] «Es importante apreciar el poder y la virtud de los descubrimientos. No hay otros en los que estas características sean más evidentes que en aquellos tres inventos desconocidos para los antiguos y cuyo origen, pese a ser reciente, es oscuro y no ha proporcionado a ninguno fama y gloria, a saber, la imprenta, la pólvora y la brújula. Pues estos tres han cambiado por completo la faz del mundo y de las cosas, el primero en literatura, el segundo en la guerra, el tercero en la navegación; de donde han surgido innumerables cambios adicionales; hasta tal punto que ningún imperio, secta o estrella parece haber ejercido mayor poder e influencia sobre los asuntos humanos que estos descubrimientos mecánicos».[11] Aunque hoy conocemos los orígenes de cada uno de esos descubrimientos, los argumentos de Bacon no han perdido su fuerza.

Thomas Hobbes (1588-1679), amanuense de Bacon, sostenía que había tres ramas del conocimiento que superaban a todas las demás en poder explicativo: la física, encargada del estudio de los objetos naturales; la psicología, que estudia al hombre en tanto individuo; y la política, que trata de las agrupaciones sociales y artificiales que forma la humanidad. Giambattista Vico (1668-1744) distinguía entre una edad de los dioses, una de los héroes y otra de los humanos (una idea que tomó prestada de Herodoto y Varrón). De hecho, Vico tendía a pensar en tríadas: distingue tres «instintos» que, afirmaba, daban forma a la historia, y tres «castigos», que daban forma a la civilización.[12] Los tres instintos eran la creencia en la Providencia, el reconocimiento de la paternidad y el enterrar a los muertos, que proporcionan a la humanidad las instituciones de la religión, la familia y la sepultura.[13] Los tres castigos, por su parte, eran la vergüenza, la curiosidad y la necesidad de trabajar.[14] El estadista francés Anne-Robert-Jacques Turgot (1727-1781) afirmó que la civilización era el producto de factores geográficos, biológicos y psicológicos (lo que ratificaba Saint-Simon). Marie Jean-Antoine-Nicolas Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), quien consideraba que la Revolución Francesa era la línea divisoria entre el pasado y el «glorioso futuro», creía que había tres cuestiones pendientes en la historia: la destrucción de la desigualdad entre las naciones, el progreso de la igualdad dentro de cada nación y el perfeccionamiento de la humanidad. El anarquista inglés William Godwin (1756-1836) pensaba que existían tres ideas fundamentales para alcanzar la meta suprema de la vida, el triunfo de la razón y la verdad, a saber: la literatura, la educación y la justicia (política). Thomas Carlyle (1795-1881) señaló que «los tres elementos más grandiosos de la civilización moderna [son] la pólvora, la imprenta y la religión protestante»; mientras que su contemporáneo Auguste Comte (1798-1857) propuso una versión idealizada de la historia en tres estados, el teológico, el metafísico y el científico, que luego ampliaría para hablar de las etapas teológica-militar, metafísica-jurídica y científica-industrial.[15] Algo más avanzado el siglo XIX, el antropólogo sir James Frazer distinguió entre las edades de la magia, la religión y la ciencia, mientras que en su libro La sociedad primitiva Lewis Morgan dividió la historia humana en las etapas del salvajismo, la barbarie y la civilización, y sostuvo que los principios fundamentales que organizan la civilización son el desarrollo de las ideas acerca del gobierno, la familia y la propiedad.

No todos los pensadores han cedido a la tentación de dividir la historia en tres períodos. Johann Gottfried Herder la dividió en cinco, Georg Wilhelm Hegel lo hizo en cuatro; Immanuel Kant, por su parte, creía que el progreso atravesaba nueve etapas diferentes.

Con todo, W. A. Dunlap empleó en 1905 la palabra «triposis» para describir esta tendencia a dividir la historia intelectual en tres; mientras que en 1988 Ernest Gellner prefirió hablar de «teorías trinitarias».[16] Encontramos un ejemplo relativamente reciente de esta actitud en J. H. Denison, cuyo libro Emotions as the Basis of Civilization (1932) distingue tres tipos de sociedades: la patriarcal, la fraternal y la democrática. En 1937, Harry Elmer Barnes describió en su libro Intellectual and Cultural History of the Western World los que consideraba tres grandes cambios de «sensibilidad» en la historia de la humanidad: el surgimiento del «monoteísmo ético» en la Edad Axial (700-400 a. C.); el advenimiento del individualismo en el Renacimiento, cuando la vida en este mundo empezó a ser un fin en sí misma y no una preparación para la otra vida, y la revolución darwiniana del siglo XIX.[17]

Los economistas también han pensado a menudo en tríadas. En La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith (1723-1790) propuso un análisis pionero de la división básica de los ingresos en rentas, salarios y beneficios del capital, identificando a cada uno con su respectivo beneficiario: el terrateniente, el asalariado y el capitalista, los «tres principales órdenes que constituyen originalmente toda sociedad civilizada».[18] Incluso el marxismo puede ser reducido a una visión tripartita de la historia humana: una era en la que se desconocen tanto los excedentes como la explotación, una era en la que los excedentes y la explotación son dominantes y, finalmente, otra en que se mantienen los excedentes pero la explotación ha terminado.[19] Karl Polanyi también distingue tres grandes épocas económicas en su obra La gran transformación (1944): reciprocidad, redistribución y mercado. Y dos años después, R. G. Collingwood describió en Idea de la historia «las tres grandes crisis» de la historia de la historiografía europea. La primera se remonta al siglo V a. C., cuando surgió la idea de que la historia era una ciencia; la segunda tuvo lugar en los siglos IV y V d. C., con la llegada del cristianismo, que consideraba que la historia estaba al servicio del plan de Dios y no de los propósitos humanos; y la tercera ocurre en el siglo XVIII con la negación, en general, de la noción de ideas innatas, la intuición y la revelación. En 1951, Crane Brinton, profesor de historia antigua y moderna en la Universidad de Harvard, identificó en su obra Las ideas y los hombres las que estimaba eran las tres grandes ideas que habían dado origen al mundo moderno: el humanismo, el protestantismo y el racionalismo. Por su parte, Carlo Cipolla publicó en 1965 Cañones y velas en la primera fase de la expansión europea, 1400-1700, obra en la que sostenía que el nacionalismo, los cañones y la navegación eran los responsables de las conquistas europeas que habían creado el mundo moderno. El auge de los nacionalismos en Europa como resultado de la Reforma había redundado en una nueva serie de guerras, lo que promovió el crecimiento de la metalurgia y la fabricación de armas cada vez más eficientes (y brutales) que superaron con creces aquellas de las que disponían los pueblos del este (a diferencia de lo ocurrido en 1453, cuando los turcos saquearon Constantinopla); entre tanto, los avances en la navegación, promovidos por las ambiciones imperiales, permitieron a las embarcaciones europeas alcanzar el Lejano Oriente (la era de Vasco da Gama) y, finalmente, las Américas.[20]

En su obra El arado, la espada y el libro (1988), Ernest Gellner argumentó que la historia podía dividirse en tres grandes fases —la de los cazadores-recolectores, la de la producción agrícola y la de la producción industrial— y que éstas se adecuaban a tres grandes clases de actividad humana: la producción, la coerción y la cognición. En 1991, Richard Tarnas sostuvo en su libro La pasión del pensamiento occidental que a lo largo de la historia la filosofía había vivido tres grandes épocas: un período clásico, en el que en buena medida fue autónoma; un período de subordinación a la religión durante los años de dominio cristiano y, a continuación, uno de subordinación a la ciencia.[21]

En su libro Fuego y civilización (1992), Johan Goudsblom afirmó que el dominio del fuego fue el causante de la primera transformación de la vida humana. Desde entonces el hombre primitivo dejó de ser un depredador: controlar el fuego le permitió atrapar animales y roturar la tierra. Sin ello la agricultura, la segunda gran transformación, no habría sido posible. El dominio del fuego también hizo posible cocinar los alimentos, algo que distingue al hombre de los animales y que quizá pueda ser considerado el origen de la ciencia. (El humo puede haber servido además como primera forma de comunicación a larga distancia). El dominio del fuego, por supuesto, también condujo a la cocción mediante hornos, a la cerámica y a la fundición (las «culturas pirotécnicas»), lo que a su vez favoreció la fabricación de cuchillos metálicos y, más tarde, espadas. Con todo, la tercera gran transformación, la más importante después de la agricultura, sólo llegaría con la industrialización, sostiene Goudsblom: la unión del fuego y el agua para crear el primer motor, lo que permitió el aprovechamiento de una nueva forma de energía para que máquinas de un tamaño y fuerza sin precedentes realizaran determinadas acciones rutinarias mucho mejor y mucho más rápido de lo que podían hacerlo las manos.[22]

Isaiah Berlin, el filósofo político oxoniense, pensaba que, en términos psicológicos y políticos, había tres grandes momentos decisivos en la historia humana. El primero tuvo lugar tras la muerte de Aristóteles, cuando las escuelas filosóficas atenienses «dejaron de concebir a los individuos como seres inteligibles sólo en el contexto de la vida social, abandonaron la discusión de las cuestiones vinculadas a la vida pública y política que habían preocupado a la Academia y el Liceo, como si estas cuestiones no fueran ya cruciales… y de repente empezaron a hablar de los hombres puramente en términos de experiencia interior y salvación individual».[23] Un segundo momento decisivo, que inaugura Maquiavelo, implicó el reconocimiento de que había una división «entre las virtudes naturales y las virtudes morales, la idea de que los valores políticos no son simplemente diferentes de la ética cristiana, sino que en principio quizá sean incompatibles con ella». El tercer momento decisivo, de acuerdo con Berlin, el más grande de todos, fue la aparición del romanticismo. Estudiamos estos cambios en el capítulo 30.

Por último, en 1997, en Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond retoma la historia en el punto en que se detiene Cipolla: su objetivo es explicar la forma en que se desarrolló el mundo antes de los tiempos modernos y entender por qué fue Europa la que descubrió (y conquistó) América, y no al revés. Su respuesta se compone de tres argumentos muy amplios. En primer lugar, Diamond señala que mientras la masa continental euroasiática posee básicamente una orientación este-oeste, América tiene una orientación norte-sur. Las constricciones planteadas por la geografía hacen que, por definición, la migración de plantas y animales domesticados sea mucho más fácil en zonas de similar latitud que en zonas de similar longitud, lo que, afirma Diamond, hizo que la evolución cultural fuera asimismo más fácil, y por tanto más rápida, en Eurasia que en América. En segundo lugar, Eurasia contaba con más mamíferos domesticables que las Américas (quince en lugar de dos) y esto también contribuyó al avance de la civilización. La domesticación del caballo, en particular, transformó la guerra en Eurasia, lo que impulsó el desarrollo de la espada y llevó, con ello, a la evolución de la metalurgia, con lo que los europeos pudieron contar con armas que superaban con creces las de los habitantes del Nuevo Mundo. En tercer lugar, la domesticación de muchos animales hizo que los europeos desarrollaran inmunidad a las enfermedades transmitidas por éstos, enfermedades que causaron estragos en la población del Nuevo Mundo al ser introducidas por los conquistadores.[24]

Es alentador descubrir que existe un buen número de coincidencias entre los autores que hemos mencionado hasta aquí. La agricultura, las armas, la ciencia, la industrialización y la imprenta, por ejemplo, están presentes en más de uno, y es evidente que sus argumentos e ideas nos serán de mucha utilidad al intentar orientarnos en el gigantesco campo que constituye el objeto de este libro. Sin embargo, como resultará claro más adelante, en esta introducción y a lo largo del libro, aunque creo que todas estas ideas e innovaciones son importantes, mis propios candidatos son muy diferentes.

Por supuesto, identificar las innovaciones y abstracciones más influyentes de todos los tiempos no es en ningún sentido la única forma de abordar el desarrollo de las ideas. En su libro The Western Intelecual Tradition, Jacob Bronowski y Bruce Mazlish identifican tres «ámbitos» de actividad intelectual, un acercamiento que me parece particularmente útil. En primera instancia tenemos el ámbito de la verdad: el esfuerzo por indagar la verdad es la principal preocupación de la religión, la ciencia y la filosofía, que en un mundo ideal coincidirán totalmente y de forma involuntaria, esto es, el acuerdo entre las tres sería inevitable, en un sentido lógico, matemático y silogístico. A continuación, tenemos la búsqueda de lo que es correcto y justo: éste es el interés del derecho, la ética y la política, un ámbito en el que los acuerdos son en buena medida voluntarios, pero no necesitan ser totales (si bien para funcionar es necesario que estén generalizados). Y por último, tenemos el ámbito del gusto, que por lo general es el campo de las artes, un territorio en que el acuerdo no es una necesidad en ningún sentido y en el que, de hecho, las discrepancias pueden ser fructíferas. Ahora bien, resulta claro que hasta cierto punto estos ámbitos se solapan entre sí —los artistas buscan la verdad, o dicen hacerlo; las religiones se interesan por lo que es justo tanto como por lo que es verdadero—, pero vale la pena que tengamos en mente esta diferencia a lo largo de este libro. Muy temprano los griegos advirtieron que había una importante distinción entre la ley natural y la ley humana.[25]

No obstante, es evidente que no hay nada de sagrado e inevitable en «la regla del tres». Una aproximación alternativa ha sido subrayar la continuidad de «grandes» pensamientos. Se han escrito muchos libros, por ejemplo, sobre nociones tan debatidas como «el progreso», «la naturaleza», «la civilización», «el individualismo» y, por supuesto, sobre lo que es y no es «moderno». Un buen número de académicos, en particular historiadores políticos y filósofos morales, ven la historia de las tendencias intelectuales más importantes como una saga moral que gira alrededor de dos cuestiones hermanas: la libertad y la individualidad. Immanuel Kant fue sólo uno de los que interpretó la historia como un relato sobre el progreso moral del hombre. Isaiah Berlin también dedicó sus energías a definir y redefinir distintos conceptos de libertad, y a explicar las diversas concepciones de la libertad que es posible hallar en diferentes regímenes políticos e intelectuales y en diferentes momentos de la historia. El estudio del individualismo, al que muchos historiadores consideran un aspecto definitorio de la modernidad y el capitalismo, ha aumentado de forma increíble en los últimos años. En su reciente libro La evolución de la libertad, Daniel Dennett describe el desarrollo del individualismo a lo largo de la historia y las diferentes formas en que la libertad ha ido aumentando y beneficiando a la humanidad. La libertad es tanto una idea en sí misma como una condición psicológica y política que resulta especialmente propicia para la producción de nuevas ideas.

Cada uno de estos modos de abordar la historia intelectual tiene algo que decir y todos los libros y ensayos que hemos mencionado antes son muy recomendables. En cualquier caso, he optado por dar a este libro una base tripartita, a la manera de Francis Bacon, Thomas Carlyle, Giambattista Vico, Carlo Cipolla, Ernest Gellner, Jared Diamond y otros. No simplemente para copiarlos (aunque imitar a esta colección de mentes privilegiadas no hace mal a nadie) sino porque las tres ideas que he elegido como las más importantes de la historia, creo, resumen de forma bastante clara mi concepción del desarrollo histórico y nos explican en qué punto estamos hoy.

Ahora bien, aunque todas las formas de organización reseñadas hasta aquí tendrán su eco en las siguientes páginas, las tres ideas que he elegido como fundamentales y que, en última instancia, determinan la estructura del libro y resumen su tesis son diferentes a las señaladas por cualquiera de estos autores.

Son éstas el alma, Europa y el experimento. No puedo repetir en esta introducción una discusión que abarca todo el libro, pero, anticipándome a las críticas, me gustaría señalar que confío en que, tras su lectura, resultarán claras las razones por las que pienso que el alma es un concepto más importante que la idea de Dios, que Europa es más una idea que un lugar en el mapa y que el humilde experimento ha tenido consecuencias tan profundas. Asimismo considero que estas tres ideas son responsables de nuestras perplejidades actuales, pero eso también es algo que quedará más claro a lo largo del libro.

Quizá deba ampliar un poco a qué me refiero cuando hablo de «ideas». No he elegido las ideas incluidas en este libro de acuerdo con una fórmula mágica. El libro trata de las ideas abstractas y las invenciones que, pienso, son o fueron importantes. Según algunos paleontólogos, el hombre tuvo su primera idea abstracta hace unos setecientos mil años cuando las hachas de mano de piedra adquirieron proporciones estandarizadas. Esto, sostienen los científicos, demuestra que el hombre primitivo tenía dentro de su cabeza una «idea» de cómo debía ser un hacha de mano. Sin embargo, aunque expongo este debate y discuto sus implicaciones en las páginas 41 y ss., también me intereso por la invención de las primeras hachas de mano antes de su estandarización, hace dos millones y medio de años: en este sentido, cuando el hombre primitivo comprendió que una piedra afilada podía desgarrar la piel de un animal como no podían hacerlo sus propias uñas o dientes, tuvo una «idea». La escritura es una idea, una increíblemente importante, que fue inventada antes del año 3000 a. C. Sin embargo, las letras y las palabras nos han acompañado durante tanto tiempo que en la actualidad tendemos a no considerarlas inventos en el mismo sentido en que consideramos tales a los ordenadores y los teléfonos móviles. No obstante, las invenciones son la prueba de la existencia de ideas. Me ocupo del lenguaje como de una idea porque constituye un reflejo de la forma en que las personas piensan, por lo que las diferentes lenguas evidencian la historia social e intelectual de los pueblos que las hablan. Además, una gran cantidad de ideas surge a través del lenguaje, por lo que abordamos también la historia y estructura de los idiomas intelectualmente más influyentes del mundo: el chino, el sánscrito, el árabe, el latín, el francés y el inglés.

La primera persona que concibió la idea de una historia intelectual fue acaso Francis Bacon (1561-1626), quien estaba convencido de que la historia de las ideas era la forma de historia más interesante, ya que sin tener en cuenta las ideas dominantes de cada época «la historia es ciega».[26] Voltaire (1694-1778) hablaba de filosofía de la historia, entendiendo por ello una historia elaborada desde los intereses del philosophe (más que, por decirlo de algún modo, desde las preocupaciones del soldado y el político). El pensador francés sostuvo que la cultura y la civilización, y en ese sentido el progreso, podían ser sometidos a una indagación secular, crítica y empírica.[27] La escuela de los Annales, con su interés por las mentalités y algunos de los aspectos menos tangibles de la historia (por ejemplo, el clima intelectual cotidiano de diversos momentos del pasado, cómo se entendía el tiempo o, digamos, cuál era la noción medieval de privacidad), también incorporaba cierta forma de historia de las ideas, aunque no lo hizo sistemáticamente.

Con todo, quien más se esforzó en nuestra época por suscitar el interés por la historia de las ideas fue Arthur O. Lovejoy, profesor de filosofía en la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, Estados Unidos. Lovejoy fue uno de los fundadores del Club de Historia de las Ideas de su universidad y pronunció una serie de importantes conferencias en la Universidad de Harvard en la primavera de 1933, adonde fue invitado a impartir las Conferencias William James sobre Filosofía y Psicología. El tema central del ciclo fue lo que el profesor Lovejoy llamaba la más «potente y persistente suposición» del pensamiento occidental: «la gran cadena del ser». En 1936 las conferencias fueron publicadas en un libro de mismo título que, para 2001, había sido reimpreso veintiuna veces. La gran cadena del ser, afirmaba el estudioso estadounidense, implicaba una cierta concepción de la naturaleza de Dios y había sido durante dos mil cuatrocientos años la forma más influyente de entender el universo. Sin conocer esta idea, insistía, era imposible entender el desarrollo del pensamiento occidental.[28] En términos muy simples, la noción que subyace a la gran cadena del ser, tal y como la encontramos por primera vez en Platón, es que el universo es esencialmente racional y que todos los organismos que lo componen forman parte de una gran cadena; esta gran cadena no es precisamente una escala de lo bajo a lo alto (pues ya Platón advertía que incluso las criaturas «inferiores» están perfectamente «adaptadas», como diríamos hoy, a sus respectivos nichos en el esquema de las cosas), sino, en términos generales, de una jerarquía que va de la nada al mundo inanimado y de allí al reino de las plantas y al de los animales hasta llegar a los seres humanos y, por encima de ellos, a los los ángeles y demás entidades «inmateriales e intelectuales», y así hasta alcanzar a un ser superior o supremo, un punto final o Absoluto.[29] Además de implicar la existencia de un universo racional, sostenía Lovejoy, esta idea también afirmaba el carácter espiritual de ciertos fenómenos, no sólo del Absoluto (o Dios) sino, en particular, de las entidades «supersensibles» y «eternas», esto es, las «ideas» y las «almas».

La cadena implicaba, además, que cuanto más elevada era la posición de una entidad en esta jerarquía, mayor era su «perfección». De esta idea de «devenir», de mejorar, de acercarse a la perfección, surgió la noción del «bien» y la identificación de éste con el Absoluto, Dios. «El éxtasis inalterable del que Dios goza en su eterna contemplación de sí mismo es el Bien supremo que todos los demás seres anhelan y se esfuerzan por alcanzar de diversos modos y maneras».[30] La concepción de un mundo de ideas eternas dio origen a dos preguntas adicionales. En primera instancia, la de por qué además del mundo de las ideas o, de hecho, del mismísimo Ser Supremo, existía un mundo del devenir: ¿por qué, en realidad, había algo en lugar de nada? Y en segundo lugar, la de qué principio determinaba el número de tipos de seres que componían el mundo sensible y temporal. ¿Por qué había plenitud? ¿Era ésta prueba de la inherente bondad de Dios?

Lovejoy proseguía rastreando las vicisitudes de esta idea, en especial en el mundo medieval, el Renacimiento y los siglos XVIII y XIX. Su libro muestra, por ejemplo, que el De revolutionibus orbium de Copérnico, el texto que introdujo la idea de que la tierra giraba alrededor del sol y no al contrario, fue interpretado por muchos de sus contemporáneos como una nueva forma de contemplar los cielos como «el bien supremo», lo más cercano a lo que Dios pretendía que fuera el entendimiento humano.[31] Prueba de ello son las siguientes palabras del cardenal Bellarmino, a quien reencontraremos en el capítulo 25 liderando la oposición de la Iglesia católica a las ideas de Copérnico: «Dios quiere que el hombre lo conozca de algún modo a través de sus criaturas, y dado que no hay un único ser creado capaz de representar cabalmente la infinita perfección del Creador, multiplicó el número de las criaturas y otorgó a cada una cierto grado de bondad y perfección, de tal forma que nosotros pudiéramos tener alguna idea de la bondad y perfección del Creador, quien en la más simple y perfecta esencia reúne una perfección infinita».[32] Según esta lectura, el gran avance copernicano no era más que un paso infinitesimal en el acercamiento del hombre a Dios.

En Émile, Rousseau dijo: «¡Oh, hombre! Encierra tu existencia dentro de ti y dejarás de ser desgraciado. Ocupa el lugar que la Naturaleza te asignó en la cadena de los seres…».[33] Una recomendación que también encontramos en Pope: «Conoce tu lugar: los cielos te han concedido este tipo de ceguera, esta debilidad».[34] Los autores de la Encyclopédie creyeron que la idea de la gran cadena podía ayudar en el avance del conocimiento: «Dado que “todo en la naturaleza está relacionado mutuamente”, y que “los seres están vinculados unos a otros mediante una cadena de la que percibimos algunas partes como un continuo mientras la continuidad de otras se nos escapa”, el “arte del filósofo consiste en añadir nuevos lazos a esas partes separadas, con el objetivo de reducir la distancia entre ellas tanto como sea posible”».[35] Incluso Kant se refiere a «la famosa ley de la escala continua de seres creados…».[36]

Pese a su influencia, Lovejoy pensaba que la idea de la gran cadena del ser era un error. De hecho, sostuvo, había fracasado, ya que suponía un universo estático. Sin embargo, ello no afectó a su influencia.[37]

Lovejoy era en todo sentido una figura impresionante. Leía en inglés, alemán, francés, griego, latín, italiano y español, y sus estudiantes contaban el chiste de que había pasado su año sabático de la Johns Hopkins dedicado a leer «los pocos libros de la biblioteca del Museo Británico que aún no había leído».[38] No obstante, se le reprochó por tratar las ideas como «unidades», entidades subyacentes e inalterables, como los elementos químicos, mientras que, de acuerdo con sus críticos, éstas eran en realidad mucho más flexibles.[39]

No obstante, Lovejoy fue ciertamente quien dio el impulso inicial a la historia de las ideas al convertirse en el primer director del Journal of the History of Ideas, fundado en 1940. (Entre los primeros colaboradores de esta publicación estuvieron Bertrand Russell y Paul O. Kristeller). En el primer número, Lovejoy expuso los objetivos del Journal: explorar la influencia de las ideas clásicas en el pensamiento moderno, la influencia de las ideas europeas en el pensamiento americano, la influencia de la ciencia en «los patrones morales y del gusto y en las teorías y modelos educativos» y la influencia de ciertas «ideas o doctrinas dominantes que gozan de gran difusión y múltiples ramificaciones», como la evolución, el progreso, el primitivismo, el determinismo, el individualismo, el colectivismo, el nacionalismo y el racismo. Según Lovejoy, la historia del pensamiento no seguía «un desarrollo estrictamente lógico en el que la verdad se revela de forma progresiva en un orden racional» sino que, en cambio, describía una especie de movimiento oscilatorio entre el intelectualismo y el antiintelectualismo, entre romanticismo e ilustración, que no era consecuencia de factores racionales. Esto, pensaba, era un modelo alternativo a la idea de «progreso». En otro ensayo, Lovejoy identificaba el asunto de la historia de las ideas con la historia de la filosofía, la ciencia, la religión y la teología, las artes, la educación, la sociología, el lenguaje, el folclore y la etnografía, la economía y la política, la literatura, la sociedad.

En los años transcurridos desde su fundación, el Journal of the History of Ideas ha continuado explorando la sutil forma en que una idea lleva a otra a lo largo de la historia. He aquí algunos de los temas tratados en números recientes: el efecto de Platón en Calvino; la admiración que Nietzsche profesaba por Sócrates; el budismo en el pensamiento alemán del siglo XIX; Israel Salanter, 1810-1883: una psicología del inconsciente prefreudiana; la relación entre Newton y Adam Smith; el vínculo entre Emerson y el hinduismo; Bayle como precursor de Karl Popper; el paralelismo entre la antigüedad tardía y la Florencia del Renacimiento. Acaso el producto derivado más importante del Journal sea el Dictionary of the History of Ideas, editado por Philip P. Wiener, sucesor de Lovejoy en la dirección de la revista, y publicado en 1973 en cuatro volúmenes. Esta gigantesca obra de dos mil seiscientas páginas contó con doscientos cincuenta y cuatro colaboradores, siete redactores fijos, entre ellos Isaiah Berlin y Ernest Nagel, y siete redactores colaboradores, ente los que se encontraban E. H. Gombrich, Paul O. Kristeller, Peter B. Medawar y Meyer Schapiro.[40] El diccionario abarcaba siete grandes dominios: las ideas sobre el orden exterior de la naturaleza; las ideas sobre la naturaleza humana; la literatura y la estética; las ideas sobre la historia; las ideas e instituciones económicas, jurídicas y políticas; la religión y la filosofía; las ideas en lingüística, lógica formal y matemáticas. Era, como anotó un reseñista, «una vasta Golconda intelectual».

En un ensayo aparecido en el Journal para celebrar los cincuenta años de la publicación, un colaborador identificaba tres fallos dignos de ser señalados. Uno de ellos era la incapacidad de los historiadores para comprender el verdadero significado de una de las grandes ideas modernas, la «secularización»; otro, la generalizada decepción respecto a la «psicohistoria», cuando existían tantísimas figuras que reclamaban una comprensión psicológica profunda: Erasmo, Lutero, Rousseau, Newton, Descartes, Vico, Goethe, Emerson, Nietzsche; y por último, el fracaso de historiadores y científicos para dar cuenta de la «imaginación» como una dimensión de la vida en general y, especialmente, de la producción de ideas. Será bueno tener estos supuestos fallos en mente a lo largo de esta historia.[41]

En las páginas del Journal of the History of Ideas se hace a menudo una distinción entre «the history of ideas» (una expresión en lengua inglesa, usada principalmente por los estadounidenses) y varios términos alemanes: Begriffsgeschichte (la historia de los conceptos), Geistesgeschichte (la historia del espíritu humano), Ideengeschichte (la historia de las ideas), Wörtergeschichte (la historia de las palabras individuales) y Verzeitlichung (la anacrónica inclinación a introducir conceptos modernos en la explicación de procesos históricos). Estos términos resultan útiles para los expertos que quieren delimitar sus temas de estudio, pero, considero, el lector menos especializado sólo necesita saber que existe este nivel de análisis adicional en caso de que desee luego ir más lejos.

Al exponer las teorías y argumentos de otros autores en esta introducción, he intentado sugerir lo que una historia de las ideas es y puede ser. Sin embargo, quizá también sea posible considerar este libro de una forma más simple como una alternativa a las historias convencionales, una historia de la que han sido excluidos los reyes, los emperadores, las dinastías y los generales, y que omite mencionar las campañas militares, las conquistas imperiales y las treguas y tratados de paz. Las historias tradicionales no escasean y doy por hecho que los lectores estarán familiarizados con el esqueleto de la cronología histórica. Sin embargo, aunque no me detengo a estudiar campañas militares determinadas o las obras de tal o cual rey o emperador, sí discuto el desarrollo de las tácticas militares, la invención de nuevas e influyentes armas, las teorías sobre la monarquía y las batallas intelectuales entre los reyes y los papas por el dominio de las mentes de los hombres. No me detengo en los detalles de la conquista de América, pero sí hago hincapié en las ideas que condujeron al descubrimiento del Nuevo Mundo y en el modo en que, por ejemplo, ese descubrimiento cambió la forma en que los europeos y los musulmanes pensaban. Aunque no estudiaremos la construcción de los grandes imperios, sí examinaremos la idea de imperio y la de colonialismo y «la mente imperial», al estudiar, por ejemplo, cómo los británicos cambiaron el pensamientos indio y viceversa. Las ideas sobre la raza nunca habían sido tan polémicas como hoy y ese mismo hecho es una cuestión de gran importancia.

Un conjunto de argumentos a los que dedico cierto tiempo es la alternativa a la tesis de «la gran cadena del ser» de Lovejoy que presenta James Thrower en su excelente, aunque poco conocido, The Alternative Tradition.[42] Éste es una fascinante exploración de las concepciones naturalistas del pasado, es decir, de las ideas que buscaron explicar el mundo, su existencia y orden, sin recurrir a la noción de Dios (o dioses). Soy de la opinión que esta tradición no ha recibido la atención que se merece (y que hoy es más necesaria que nunca). Expongo las ideas de Thrower en el capítulo 25.

He introducido también muchas «pequeñas» ideas que considero fascinantes y que pese a ser indispensables pocas veces encuentran un lugar en las historias más convencionales: ¿a quién se le ocurrió dividir la historia en antes y después de Cristo y cuándo lo hizo? ¿Por qué dividimos el círculo en trescientos sesenta grados? ¿Cuándo y dónde se introdujeron los símbolos «más» y «menos» (+ y -) en las matemáticas? Vivimos en una época de atentados suicidas protagonizados por individuos que creen que con ello tendrán un lugar de honor en el paraíso: ¿de dónde surge una noción tan extraña como la de paraíso? ¿Quién descubrió la Edad de Hielo y por qué ocurrió? Mi objetivo a lo largo de todo el libro ha sido identificar y exponer aquellas ideas e invenciones que han tenido una influencia a largo plazo en la forma en que vivimos y pensamos. No espero que todos coincidan con mis elecciones, pero éste es un volumen bastante largo y animo a cualquier lector que considere que he incurrido en alguna grave omisión a escribirme sobre ello. También invito a mis lectores a consultar las notas y referencias al final del libro. Muchas cuestiones históricas son materia de apasionantes discusiones entre los expertos que hubiera resultado imposible exponer por completo en el cuerpo del texto sin entorpecer su desarrollo, no obstante, algunos de los enfrentamientos intelectuales más importantes encuentran cabida en las notas.

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