Ideas

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Prólogo. El descubrimiento del tiempo

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EL DESCUBRIMIENTO DEL TIEMPO

En la noche del miércoles 1 de mayo de 1859, el arqueólogo británico John Evans cruzó el canal de la Mancha en un barco de vapor que había zarpado de Folkestone con rumbo a Boulogne. Allí tomó el tren a Abbeville, donde se encontró con Joseph Prestwich, un reconocido geólogo inglés. A la mañana siguiente, a las siete en punto, los británicos fueron recogidos por Jacques Boucher de Crévecoeur de Perthes, un arqueólogo aficionado que trabajaba como funcionario de aduanas en la localidad. Evans y Prestwich habían viajado a Francia para investigar ciertos descubrimientos realizados por su anfitrión.

Desde 1835, los trabajadores que se dedicaban a extraer grava de un río en las afueras de Abbeville habían estado encontrando huesos de animales antiguos junto a diferentes tipos de herramientas de piedra, lo que había convencido a Boucher de Perthes de que la humanidad era mucho más antigua de lo que decía la Biblia. Según diversas autoridades eclesiásticas que basaban sus cálculos en las genealogías del Génesis, el hombre había sido creado entre seis y cuatro mil años antes de Cristo. Boucher de Perthes había visto confirmadas sus ideas con el hallazgo, durante una excavación para el nuevo hospital de Abbeville, de tres hachas de mano de piedra junto a los molares de una especie de elefante que hacía mucho tiempo se había extinguido en Francia.

Sin embargo, el arqueólogo había tenido muchas dificultades para convencer a sus colegas franceses de que sus «pruebas» demostraban que el hombre había existido desde hacía centenares de miles de años. Francia no carecía de grandes científicos en esta época: Laplace destacaba en astronomía; Cuvier, Lartet y Scrope, en geología e historia natural; Picard en paleontología. No obstante, en esta última disciplina los expertos tendían a ser «aficionados» en el sentido original del término, apasionados de la materia dispersos por todo el país que cavaban sólo en sus propias localidades y no tenían presencia en las principales publicaciones especializadas, como la de la Academia Francesa. Además, en el caso de Boucher de Perthes su credibilidad se había visto perjudicada por el hecho de que sólo se había dedicado a la arqueología superados los cincuenta años, después de haber escrito diversos dramas y varias obras sobre temas políticos, sociales y metafísicos. Había escrito no menos de sesenta y nueve largos volúmenes, y en ciertos círculos se lo veía como una especie de sabelotodo. Tampoco le favoreció mucho que presentara sus descubrimientos como parte de una fantástica teoría según la cual una catástrofe mundial había exterminado por completo al hombre primitivo, que luego había sido creado de nuevo. Los británicos se habían mostrado más comprensivos con sus ideas, pero no porque sus científicos fueran mejores que los franceses (no lo eran) sino porque al norte del Canal se habían realizado descubrimientos similares en Suffolk, en Devon y en Yorkshire. En 1797, John Frere, un anticuario local, encontró en Hoxne, cerca de Diss, en Suffolk, cierto número de hachas de mano junto a animales extintos en un estrato natural situado a unos tres metros y medio por debajo de la superficie. En 1825, en la caverna de Kent, cerca de Torquay, en Devon, un sacerdote católico, el padre John MacEnery, encontró mientras excavaba bajo una capa de estalagmitas «una inconfundible herramienta de pedernal» cerca de un diente que había pertenecido a una especie de rinoceronte ahora extinta.[43] Más tarde, en 1858, la apertura de una cantera en el puerto de Brixham, no lejos de Torquay y también en Devon, reveló una serie de pequeñas cavernas, por lo que la Royal Society y la Geographical Society organizaron un comité de notables para patrocinar una excavación científica en el lugar. Incrustados en una capa de estalagmitas se hallaban huesos fosilizados de mamut, león, rinoceronte, reno y otros animales extintos del Pleistoceno y, bajo ellos, «pedernales indudablemente fabricados por el hombre».[44] Ese mismo año, un miembro del comité que patrocinaba las excavaciones de Brixham, el destacado paleontólogo británico Hugh Falconer, visitó a Boucher de Perthes mientras viajaba de camino a Sicilia. Sorprendido por lo que observó, Falconer convenció a Prestwich y Evans, en tanto representantes de las disciplinas científicas más estrechamente relacionadas con el hallazgo, de que acudieran a ver con sus propios ojos lo que habían desenterrado en Abbeville.

Los dos ingleses sólo estuvieron día y medio en Francia. El jueves en la mañana visitaron las minas de grava de Abbeville. Allí, de acuerdo con el relato que recoge el diario de Evans: «Seguimos hasta el foso donde con seguridad podía apreciarse el filo de un hacha en un lecho de grava inalterado a tres metros y medio de la superficie… Una de las características más extraordinarias del caso es que casi todos, si no todos, los animales cuyos huesos se han encontrado en el mismo lecho que las hachas están extintos. Están el mamut, el rinoceronte, el uro; hay un tigre, etc., etc».. Evans y Prestwich fotografiaron un hacha de mano in situ antes de regresar a Londres. Para finales de mayo, Prestwich se había dirigido a la Royal Society para explicar que los recientes descubrimientos realizados en Inglaterra y Francia lo habían convencido de la «inmensa antigüedad del hombre», conclusión que Evans defendería el mes siguiente ante la Sociedad de Anticuarios. Muchos otros académicos prominentes también declararon su conversión a esta nueva idea sobre el origen primitivo de la humanidad.[45]

La concepción moderna del tiempo se remonta a este momento, en el que la idea de que la humanidad era de una antigüedad hasta entonces imposible de imaginar empezó a reemplazar de forma gradual a la cronología tradicional inspirada en la Biblia.[46] Un cambio estrechamente vinculado al estudio de las herramientas de piedra.

Esto no quiere decir que Boucher de Perthes fuera la primera persona en plantear dudas acerca del cuadro descrito en el Antiguo Testamento. Las hachas de pedernal se conocen por lo menos desde el siglo V a. C. cuando una princesa tracia reunió una colección que hizo enterrar junto a ella, posiblemente para tener buena suerte en la otra vida.[47] La frecuencia con que aparecían estos extraños objetos inspiró muchas extravagantes explicaciones de las herramientas de piedra. Una teoría popular, compartida entre otros por Plinio, las considerabas «rayos petrificados», otra sostenía que se trataba de «flechas de las hadas». A mediados del siglo VII, Aldrovando afirmó que las herramientas de piedra eran consecuencia de «una mezcla de cierta emanación del rayo y el relámpago con materia metálica, principalmente en las nubes oscuras, que se coagula por acción de la humedad circundante y se aglutina en una masa (como el harina con agua) que luego se endurece debido al calor, como un ladrillo».[48]

Sin embargo, desde la era de las grandes exploraciones, los navegantes de los siglos XVI y XVII empezaron a encontrar tribus de cazadores-recolectores en América, África y el Pacífico, algunas de las cuales todavía empleaban herramientas de piedra. Basándose en estos hallazgos, el geólogo italiano Georgius Agricola (1490-1555) fue uno de los primeros en manifestar la opinión que las herramientas de piedra halladas en el continente europeo probablemente también tenían un origen humano. Lo mismo hizo Michel Mercati (1541-1593), que como supervisor de los jardines botánicos del Vaticano y médico del papa Clemente VII estaba familiarizado con los instrumentos de piedra del Nuevo Mundo enviados como regalo al Vaticano.[49] Otro nombre destacado es el de Isaac La Peyrère, un librero calvinista francés que en 1655 escribió uno de los primeros libros que desafió el relato bíblico de la creación. Otros habían empezado a sostener posturas similares, pero el libro de La Peyrère resultó ser muy popular —un indicio de que decía algo que la gente común estaba dispuesta a escuchar— y fue traducido a diversas lenguas. En él, La Peyrère sostuvo que las «piedras del trueno» eran las armas de lo que llamaba razas preadánicas, grupos humanos que habían existido antes de la creación de los primeros hebreos, en particular los asirios y los egipcios. Una consecuencia de esta teoría era que Adán y Eva sólo eran la pareja fundacional de los judíos y que los gentiles preadánicos eran más antiguos. El libro fue acusado de «profano e impío» y quemado en las calles de París y su autor fue arrestado por la Inquisición. Obligado a renunciar a sus ideas sobre los preadanitas y a su calvinismo, murió en un convento, «mentalmente maltrecho».[50]

A pesar del tratamiento dispensado a La Peyrère, la idea de la antigüedad del hombre se negó a morir, reforzada, como hemos señalado, por nuevos descubrimientos. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo el impacto que merecía, pues para esta época la geología, la disciplina que proporcionaba el conocimiento de fondo para el descubrimiento de utensilios de piedra, estaba profundamente dividida. Un hecho que sorprende, por ejemplo, es que hasta el siglo XIX la edad de la tierra no era una de las principales preocupaciones de los geólogos, la mayoría de los cuales estaba más interesada en establecer si el registro geológico podía o no ser reconciliado con la historia de la tierra narrada en el Génesis. Como veremos con más detalle en el capítulo 31, esta cuestión dividió a los geólogos entre catastrofistas y uniformistas. Los «catastrofistas» (o «diluvialistas») eran tradicionalistas que, ateniéndose al relato bíblico de la creación, el registro escrito más antiguo del que disponían los europeos, explicaban el pasado como una serie de catástrofes (principalmente inundaciones, de allí lo de «diluvialistas») que en repetidas ocasiones habían acabado con todas las formas de vida, que Dios volvía entonces a crear en versiones mejoradas. La historia del Arca de Noé que encontramos en el Génesis es, así, un registro histórico de la más reciente de estas destrucciones.[51] Los diluvialistas tenían todo el respaldo de la Iglesia y resistieron las interpretaciones rivales de los hallazgos durante muchas décadas. Por ejemplo, en algún momento llegó a creerse que los primeros cinco días del relato bíblico de la creación eran una referencia alegórica a épocas geológicas que en realidad habrían durado miles de años. De acuerdo con esto, la creación del hombre «en el sexto día» habría ocurrido unos cuatro mil años antes de Cristo y el diluvio unos mil cien años después.

Aunque de forma indirecta, los grandes descubrimientos arqueológicos del siglo XIX en Oriente Próximo, en particular en Nínive y en la Ur de los caldeos, el mítico hogar de Abraham, contribuyeron a apoyar el argumento tradicionalista. El hallazgo de los nombres de reyes bíblicos como Senaquerib y de reyes de Judea como Ezequías en escritura cuneiforme se ajustaba a la cronología del Antiguo Testamento y dio todavía más credibilidad a la Biblia como documento histórico. A medida que los museos de Londres y París empezaron a llenarse de este tipo de reliquias, la gente empezó a hablar de «geología bíblica».[52]

En contra de esta opinión, los argumentos de los llamados uniformistas empezaron a obtener algún apoyo. Éstos sostenían que el registro geológico era continuo y seguía, que no habían ocurrido grandes catástrofes y que la tierra que vemos a nuestro alrededor había sido el resultado de procesos naturales del pasado exactamente iguales a los que hoy podemos observar: ríos que atraviesan valles y cañones a través de las rocas, transportando cieno al mar y dejándolo allí como sedimento, erupciones volcánicas y terremotos ocasionales. Estos procesos, sin embargo, eran muy lentos y por ello los uniformistas creían que la tierra tenía que ser más antigua de lo que decía la Biblia. Bastante más importante que La Peyrère fue, en este sentido, Benoît de Maillet. Su Telliamed, publicado en 1748 pero probablemente escrito a finales de siglo, esbozaba una historia de la tierra que no realizaba ningún esfuerzo por reconciliar su relato con el del Génesis. (Debido a esto De Maillet presentó su libro como un cuento fantástico, obra de un filósofo indio, Telliamed, su propio apellido escrito de atrás para adelante). De Maillet sostenía que el mundo estaba originalmente cubierto por un mar muy profundo. Las montañas habían sido creadas por las poderosas corrientes marinas y, al retroceder las aguas, quedaron expuestas a la erosión, lo que llevó detritos al lecho marino donde formaron rocas sedimentarias.[53] El punto más importante de la obra de De Maillet, quien creía además que los océanos todavía estaban retrocediendo en su época, era la ausencia de un diluvio reciente en su cronología y su idea de que, empezando la tierra como lo hizo, había transcurrido una enorme cantidad de tiempo antes de la aparición de la civilización humana. Pensaba que la vida debía de haber comenzado en los océanos y que cada uno de los seres que habitan la tierra tenía su equivalente marino (los perros, por ejemplo, eran la forma terrestre de las focas). Como La Peyrère, De Maillet estaba convencido de que habían existido seres humanos antes de Adán.

Más tarde, pero aún en Francia, el conde de Buffon, el gran naturalista, calculó (en 1779) que la edad de la tierra era de setenta y cinco mil años, cálculo que después aumentó a ciento sesenta y ocho mil años, si bien su opinión en privado y nunca publicada en vida fue que el planeta tenía cerca de medio millón de años. También él edulcoró sus ideas más radicales afirmando que la formación de la tierra había requerido siete «épocas», lo que permitía que los cristianos más ortodoxos imaginaran que estas siete épocas se correspondían con los días de la creación del Génesis.

Tales opiniones eran menos extravagantes en su momento de lo que hoy nos parecen. El resumen clásico de las ideas de los «uniformistas» fue elaborado por Charles Lyell en su Principles of Geology, obra en tres volúmenes, publicados entre 1830 y 1833, para la que Lyell empleó sus propias observaciones del Etna en Sicilia así como el trabajo de otros geólogos que había conocido en Europa continental, como Étienne Serres y Paul Tournal. En Principles, Lyell expuso con gran detalle su conclusión de que el pasado fue un período largo e ininterrumpido y que el mundo actual era el resultado de la acción de los mismos procesos geológicos que conocemos, obrando aproximadamente a idéntico ritmo. Esta nueva concepción del pasado geológico sugería también que la pregunta sobre la antigüedad misma del hombre podía encontrar igualmente una respuesta empírica.[54] Entre los ávidos lectores del libro de Lyell se encontraba Charles Darwin, quien se sintió muy influido por él.

Si la vasta antigüedad de la tierra había quedado demostrada gracias al gradual triunfo del uniformismo, ello no implicaba de manera necesaria que el hombre fuera especialmente viejo. El mismo Lyell fue uno de los que durante muchos años aceptó la antigüedad de la tierra pero no la del hombre. El Génesis podía estar equivocado, ¿pero en qué sentido y por cuánto? Al respecto, la obra del anatomista y paleontólogo francés Georges Cuvier fue seminal. Sus estudios de anatomía comparada de animales vivos, en especial vertebrados, le enseñaron a reconstruir la forma de criaturas completas a partir sólo de unos pocos huesos. Cuando los huesos fosilizados empezaron a ser más estudiados a finales del siglo XVIII, la técnica de Cuvier se reveló bastante útil. Cuando estos nuevos conocimientos fueron aplicados a la forma en que los fósiles se distribuían en las rocas, se descubrió que, primero, los animales de los estratos más profundos eran muy diferentes de cualquiera de los seres vivos de la actualidad y, segundo, que ya no existían. Durante un tiempo se creyó que quizá todavía era posible encontrar ejemplares vivos de estas inusuales criaturas en lugares del mundo aún por descubrir, pero tal esperanza pronto se desvaneció y la idea de que había habido una serie de creaciones y extinciones a lo largo de la historia fue ganando terreno. Esto era aplicar el uniformismo a la biología así como a la geología y, una vez más, los resultados no coincidían con el Génesis. Las pruebas contenidas en las rocas mostraban que estas creaciones y extinciones habían ocurrido durante largos períodos de tiempo, y cuando los cuerpos momificados de los faraones egipcios fueron llevados a Francia como parte de las conquistas napoleónicas, mostraron que durante miles de años los seres humanos no habían cambiado; el que la humanidad fuera muy antigua empezó a ser visto como algo cada vez más probable.

Luego, en 1844, Robert Chambers, un editor y erudito de Edimburgo, publicó (de forma anónima) una obra titulada Vestiges of the Natural History of Creation. Como ha mostrado recientemente James Secord, este libro tuvo un gran impacto en la Gran Bretaña victoriana debido a que fue Chambers (y no Darwin) quien presentó la idea de la evolución a un público más amplio. Chambers no sabía cómo operaba la evolución, cómo la selección natural provocaba el surgimiento de nuevas especies, pero su libro defendía de forma detallada y convincente la idea de un antiguo sistema solar que había empezado en una «niebla de fuego», se había fusionado por acción de la gravedad y enfriado, mientras los procesos geológicos, tremendos y violentos en un principio, se iban haciendo cada vez más pequeños pero todavía tardando eones para producir sus efectos. Chambers imaginó un origen de la vida completamente natural y material y sostuvo abiertamente que la naturaleza humana «no proviene de una cualidad espiritual que la diferencia de los animales sino que era una directa extensión de facultades que se habían estado desarrollando a través de procesos evolutivos».[55] Y he aquí la frase más importante del libro: «La idea, entonces, que tengo del progreso de la vida orgánica sobre el globo terrestre —y la hipótesis es aplicable a todos los demás teatros de la existencia vital que sean similares— es que el tipo más simple y primitivo, bajo una ley a la que se subordina la de producción de semejantes, dio origen al tipo superior a él, que a su vez produjo el de nivel siguiente, y así hasta llegar al punto más alto, siendo, en cada caso, las etapas de desarrollo muy pequeñas, a saber, de una especie a otra, de manera que el fenómeno siempre haya sido de un carácter simple y modesto».[56]

Para esta época otra nueva disciplina, la arqueología, había realizado progresos paralelos. Aunque las primeras décadas del siglo XIX fueron testigo de algunas excavaciones espectaculares, principalmente en Oriente Próximo, el interés por el pasado más antiguo había sido muy fuerte desde el Renacimiento y, en especial, desde el siglo XVII.[57] En particular, se había introducido un esquema de clasificación tripartito, que por lo general hoy tendemos a dar por hecho: Edad de Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro. Debido a una inusual serie de factores históricos, esta distinción surgió por primera vez en Dinamarca.

En 1622, el rey Christian IV de Dinamarca promulgó un edicto para proteger las antigüedades, y luego, en 1630, se creó en Suecia una Oficina Estatal de Antigüedades. Suecia estableció un Colegio de Antigüedades ese mismo año y Ole Worm abrió las puertas de su famoso Museo Wormiano en 1630 en Copenhague.[58] El comienzo del siglo XIX estuvo marcado en Dinamarca por un período de encendido nacionalismo, un hecho motivado en gran medida por su conflicto con Alemania por Schleswig-Holstein y por la destrucción, en 1801, de buena parte de la marina danesa en el puerto de Copenhague a manos de los británicos, que, enfrentados a Napoleón y a sus renuentes aliados continentales, volverían a atacar la capital danesa en 1807. Un efecto de estas confrontaciones y del creciente nacionalismo al que dieron lugar fue el impulso que recibió el estudio del pasado del reino «como fuente de consuelo y aliento para afrontar el futuro».[59] Ocurre que Dinamarca es un país rico en yacimientos prehistóricos, en particular en monumentos megalíticos, lo que lo convierte en un lugar perfectamente apropiado para explorar el pasado nacional más remoto.

La figura fundamental aquí fue Christian Jürgensen Thomsen, especializado originalmente en numismática. Uno de los aspectos del interés por el pasado, interés que había estado creciendo de forma constante en Europa desde el descubrimiento de la Grecia y la Roma clásicas durante el Renacimiento, era el coleccionismo de monedas, una afición que se había hecho muy popular en el siglo XVIII. A partir de las inscripciones y fechas de las monedas, los numismáticos podían establecer con ellas una secuencia que evidenciaba el paso del tiempo y asociar cambios estilísticos a fechas específicas. En 1806, Rasmus Nyerup, que trabajaba como bibliotecario en la Universidad de Copenhague, publicó un libro en el que abogaba por la creación en Dinamarca de un Museo Nacional de Antigüedades, similar al Museo de Monumentos Franceses fundado en París tras la Revolución. Al año siguiente el gobierno danés anunció la formación de un Comité Real para la Preservación y Recolección de las Antigüedades Nacionales con la intención de crear un museo de este tipo. Thomsen fue el primer curador de éste y cuando en 1819 la institución abría sus puertas al público todos los objetos exhibidos estaban organizados en una secuencia cronológica según pertenecieran a la Edad de Piedra, del Metal (Bronce) o del Hierro. Esta división había sido empleada antes —la idea se remonta a Lucrecio—, pero ésta era la primera vez que alguien recurría a ella en la práctica y la utilizaba para organizar los objetos del pasado. Para entonces, la colección de antigüedades danesa era una de las más grandes de Europa, y Thomsen aprovechó esta circunstancia para reconstruir no sólo una cronología sino una sucesión de estilos decorativos que le permitiera explorar cómo una etapa había conducido a la siguiente.[60]

Aunque como hemos dicho el museo abrió sus puertas en 1819, Thomsen no publicó sus teorías y los resultados de su investigación hasta 1836, en danés. Su libro, titulado Guía de las antigüedades escandinavas, fue traducido al alemán al año siguiente, y aparecería en inglés en 1848, cuatro años después de que Chambers hubiera publicado su Vestiges. De esta forma la división en tres edades fue difundiéndose poco a poco desde Escandinavia a toda Europa. Y a la idea de evolución biológica se sumó la de evolución cultural.

Más o menos por esta misma época, estudiosos como François de Jouannet advirtieron una importante diferencia entre las distintas herramientas de piedra. Mientras los utensilios vinculados a restos de animales extintos eran toscos, los hallados en túmulos más recientes, bastante tiempo después de que esos animales se hubieran extinguido, eran mucho más pulidos. Una observación que finalmente daría origen a una cronología de cuatro épocas: una vieja Edad de Piedra o Paleolítico, una nueva Edad de Piedra o Neolítico, una Edad del Bronce y una Edad del Hierro.

Por tanto, cuando en mayo de 1859 Evans y Prestwich regresaron a Inglaterra tras visitar a Boucher de Perthes en Abbeville, el propósito, importancia y significado de las hachas de mano de piedra no podían ser negados o tergiversados. Paleontólogos, arqueólogos y geólogos de toda Europa habían contribuido a construir un escenario en el que tales objetos resultaban comprensibles. Con todo, todavía había mucha confusión. Édouard Lartet, el sucesor de Cuvier en París, estaba convencido de la antigüedad del hombre, al igual que Prestwich; sin embargo, como hemos señalado, Lyell se opuso a la idea durante años (envió una famosa carta a Charles Darwin disculpándose por su reticencia a seguirle). Y el principal objetivo de Darwin al publicar On the Origin of Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life (El origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida), aparecido el mismo año en que Evans y Prestwich viajaron a Francia, no fue demostrar la antigüedad del hombre, sino mostrar cómo una especie podía transformarse en otra, lo que desarrollaba la idea de Chambers y acababa con la necesidad de un Creador. Sin embargo, para completar la revolución en el pensamiento evolucionista que había empezado con La Peyrère y De Maillet, y que Chambers había contribuido a popularizar, el Origen confirmaba la lentitud con la que operaba la selección natural. Por tanto, aunque éste no fuera el principal propósito de Darwin, su libro subrayaba el hecho de que el hombre debía de ser muchísimo más antiguo de lo que decía la Biblia. Una de las muchas cosas que la selección natural explicaba eran los cambios en el registro paleontológico. La gran antigüedad del hombre había quedado establecida.

Una vez este hecho fue aceptado, las ideas avanzaron con rapidez. En 1864, un equipo anglo-francés dirigido por Édouard Lartet y Henry Christy, un banquero y anticuario londinense, excavaron una serie de cuevas en Perigord, Francia, lo que condujo al descubrimiento, entre otras cosas, de un colmillo de mamut enterrado en La Madeleine en el que aparecía dibujado un mamut peludo. Una pieza que «sirvió para disipar cualquier duda que pudiera aún quedar en que la humanidad había coexistido con los extintos animales del Pleistoceno».[61]

El sistema de cuatro edades se empleó como base para organizar la gran exhibición arqueológica de la Exposición Universal de París en 1867, en la que los visitantes pudieron recorrer, salón por salón, la prehistoria de Europa. La arqueología científica había reemplazado la tradición de los amantes de la antigüedad remota. «Mediante los cementerios de la Edad de Hierro del Francia y Gran Bretaña, los yacimientos lacustres de la Edad del Bronce de Suiza y los depósitos de desperdicios del Neolítico de Dinamarca, era posible imaginar una historia cultural independiente del registro escrito que se remontaba hasta el Paleolítico…».[62] Cuando Charles Lyell finalmente aceptó la nueva concepción, en su Geological Evidences for the Antiquity of Man (1863, Pruebas geológicas de la antigüedad del hombre), su libro vendió cuatro mil ejemplares en las primeras semanas, y ese mismo año aparecieron dos nuevas ediciones.

Como veremos en el primer capítulo, la distribución y variación de los utensilios de piedra hallados por todo el mundo nos permiten recrear buena parte de nuestro pasado remoto, incluidas las primeras ideas y pensamientos del hombre primitivo. En el siglo y medio que ha transcurrido desde que Prestwich y Evans confirmaron los descubrimientos de Perthes, la fecha de fabricación de las primeras herramientas de piedra se fue desplazando hacia atrás en el tiempo cada vez más, hasta alcanzar el punto en el que este libro en verdad comienza: el río Gona, en Etiopía, hace 2,7 millones de años.

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