Humor negro

Humor negro


Capítulo II

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La modesta habitación, mezcla de despacho, comedor y cuarto de estar, se hallaba en el más completo de los desórdenes.

Sobre una vieja alfombra yacía el cuerpo de un hombre con una herida en el pecho. La sangre coagulada indicaba que el crimen se perpetró hacía horas.

—Es una herida semejante a la de Dorothy —comentó Robert Baker.

—Sí —confirmó el médico—, con la única excepción de que el puñal penetró por el lado izquierdo. La muerte debió ser instantánea. Busque, inspector. Me falta uno de los botones de la gabardina desde hace un par de semanas. Quizá lo encuentre como prueba condenatoria.

Alexander Dixon se volvió a Sanderson con hostilidad.

—Procure que no se le contagie el humor negro. A propósito, ¿vio alguna vez a Robert Baker con anterioridad a hoy? —Sí— repuso el, anticipándose a una posible respuesta de William. —Estudiamos juntos en Manhattan hace cincuenta años. Se pasa de la raya, Dixon.

—Quizá. ¿Quiere echar a los curiosos, Irving? Que se quede únicamente quien descubriera el cadáver.

—Sí, señor.

El inspector «júnior», conocedor del pésimo carácter de su jefe, se apresuró a obedecer. Los vecinos que, espantados, contemplaban el trágico cuadro, se retiraron al rellano de la escalera. Reid se apresuró a tranquilizar a la mujer que en el portal de la casa les abordó para preguntarles si eran policías.

—No se asuste. Para el esclarecimiento del crimen es necesario que responda a unas preguntas. Todos tenemos el deber de cooperar con las autoridades. ¿Cómo se dio cuenta de que algo anormal sucedía en el piso?

—Al ver salir a la señorita. Sus ojos se hallaban desorbitados por el terror. Intenté detenerla para preguntarle qué le pasaba, pero no debió oírme. Quise seguirla, pero se escabulló entre la niebla.

—¿No gritaba?

—No. Me extrañó su actitud. Imaginé que había tenido un nuevo disgusto con su padre.

—¿No se llevaban bien? —intervino Baker.

—Donald Toombs era un caballero. En las últimas semanas, inexplicablemente, comenzó a beber, agriándosele el carácter. —¿A qué se dedicaba?— volvió a interrogar Robert.

—Lo ignoro. Pagaba puntualmente el alquiler. Su situación no debía ser buena. Su hija realizaba los trabajos domésticos.

—Continúe. Perdió la pista de Dorothy y…

—Subí al piso en el momento en que se abría la puerta para dar salida a un hombre. Le oí despedirse en voz alta del señor Toombs y cerrar.

—¿Escuchó la respuesta a tales palabras?

—No. El desconocido pasó a mi lado, sin mirarme.

—¿Pudo verle la cara? ¿Cómo iba vestido?

—Me dio siempre la espalda, como si no deseara ser visto. Llevaba un traje gris.

Robert Baker, siempre de cara a la mujer, volvió a preguntar:

—Supongo que se fijaría en su aspecto. ¿Cuál de los cuatro nos parecemos a él? Vamos a volvernos.

Lo hicieron, girando de nuevo para encararse con la que interrogaban. La señora señaló a William Sanderson:

—Era como el señor. Regresé a la portería y una hora después, inquieta por la tardanza de Dorothy, decidí hablar con su padre. Hallé la puerta entornada y… ¡Dios mío! ¡Fue horrible!

La portera se cubrió el rostro con ambas manos. El inspector Dixon miró a Irving.

—Acompáñela fuera. Jamás intervine en un caso tan claro. De no surgir un imprevisto, su situación será difícil, Sanderson. ¿Cuál es su criterio, Robert?

—Prefiero reservármelo por ahora.

Reid, que regresaba de acompañar a la mujer, dijo a su jefe:

—Llegan los del Departamento. Les he visto desde el rellano de la escalera. Me parece haber reconocido al comisario Ravenal, al forense y a varios de los servicios especiales.

Irving no se equivocaba. Segundos después entraban los anunciados.

—Hola, Dixon. ¿Cómo aquí? Le imaginaba junto a la mujer apuñalada.

—Éste es su domicilio. El muerto es su padre.

—Ya.

El comisario Ravenal, un hombre alto, distinguido, de suaves modales, se volvió a Robert Baker.

—Le imaginaba a la caza de espías.

Era un comentario y una pregunta indirecta. Dixon no le permitió responder. Con frase precisa, sin excesivos detalles, refirió lo ocurrido. El comisario Andrew Ravenal, tras unos segundos de meditación, dijo:

—Los hechos se unen hasta formar unidad. Dejo el asunto en sus manos, inspector.

—De acuerdo —admitió secamente Dixon—. Antes de que el forense proceda al examen, que se tomen de él las fotografías y huellas de costumbre.

Así se hizo.

Media hora más tarde, considerando inútil su permanencia en el lugar del crimen, el inspector ordenó a Irving:

—Volvamos junto a Dorothy. Sus declaraciones nos serán de suma utilidad para la instrucción del sumario. ¿Cuál es su hipótesis, Baker? Sea sincero.

—¿De veras le interesa la opinión de un federal?

—Sí. Usted cree inocente a William basándose, precisamente, en la acumulación de pruebas. Ningún asesino deja tantos rastros.

—En efecto.

—¿No pensó en la coartada a la inversa? Hay que ser muy audaz para usarla, pero, sin embargo, no es imposible.

Pese a sus palabras, las facciones de Alexander denotaban preocupación.

Fue a hacer una nueva pregunta a su colega americano, pero se contuvo. No quería darle excesiva beligerancia. Pidió a Washington y lo obtuvo, un informe de Robert Baker. Le molestó que resultara tan óptimo profesionalmente.

Ya en Theobalds Road, luego de haber precintado la puerta de acceso al domicilio de los Toombs, Irving Reid, que iba en cabeza del grupo, tardó unos segundos en orientarse entre la niebla.

—Por aquí —dijo—. No comprendo cómo pudo llegar el comisario.

Caminaron unos pasos.

Sucedió de pronto.

Varias sombras se abalanzaron sobre ellos. Los agresores llevaban porras de goma y alambre. Alexander Dixon y el inspector «júnior» fueron los primeros en sucumbir. Robert Baker, más avezado a la lucha, consiguió evitar el primer ataque, retrocediendo unos pasos.

Pudo asir de la cintura a uno de los atacantes, lanzándole lejos, pero los agresores parecían multiplicarse entre las nubes bajas.

Recibió un golpe en la mandíbula y otro en la espalda.

Se revolvió como un león enfurecido, pero las piernas se le doblaron y cayó al suelo, medio inconsciente.

Lejana, amortiguada por Ja niebla, oyó una voz bronca:

—¡De prisa, Sanderson! ¡Escapemos!

Insensiblemente, pese a sus esfuerzos, se desmayó…

* * *

Al despertar, miró su reloj, de esfera luminosa. El mareo había durado pocos minutos. ¿Y Alexander Dixon? ¿Y Reid?

Tambaleándose, se puso en pie, iluminando el suelo con la linterna, que jamás le abandonaba.

Era inútil ir en persecución de los fugitivos.

Los dos hombres del Yard continuaban inconscientes, en grotescas posturas. ¿Muertos? Un leve examen le tranquilizó.

Irving fue el primero en volver en sí, con un leve quejido.

—Siento la misma sensación que si me hubiera pasado por encima un camión de veinte toneladas. ¿Y los demás?

—Sanderson ha desaparecido y Dixon está ahí. Ayúdeme a incorporarle. Le llevaremos al portal más inmediato. ¡Maldita niebla! ¡Si pudiéramos disponer de un coche!

Bajo la vigilancia de los dos hombres, Alexander recobró el conocimiento. Tenía una moradura sobre la oreja derecha, muy cerca de la sien.

—¿Y el médico?

Baker refirió su breve lucha y las palabras escuchadas. Esperaba que Dixon se encolerizase. No sucedió así.

—Eso disipa todas mis dudas. Al huir, se ha declarado culpable. ¡Vamos!

—Creo que debemos esperar a que termine de reponerse, inspector.

—Me apoyaré en Irving.

No tardaron en llegar a Holborn Kingsway. En el andén, en espera del ferrocarril subterráneo, se miraron. Tenían las ropas empapadas.

—Nos dieron una buena paliza —comentó Robert.

—Reiremos los últimos —repuso ferozmente Alexander—. Siempre sucede igual.

No volvieron a hablar hasta no hallarse en el piso de William Sanderson. El «policeman» y un hombre de edad madura, de paisano, se incorporaron.

—¡Hola, doctor! —saludó Dixon—. ¿Cómo encontró a la enferma?

—En grave estado.

—¿Se la atendió debidamente?

—Sí. Estimo, como Sanderson, que no debe trasladársela. Subsiste el riesgo de una hemorragia. ¿Dónde está él?

—Ha huido, declarándose culpable.

El doctor Paúl Thurber, adscrito a los servicios especiales de la Policía británica, no dando crédito a lo que escuchaba, rogó:

—¿Quiere repetir lo que ha dicho? Me parece no haberle oído bien. William es uno de los profesionales más competentes. Su prestigio científico y moral es indiscutible.

—¿Tendrá que modificar sus juicios? Se lo aseguro. ¿Cuándo podremos tomar declaración a la enferma?

—Dentro de un par de días, de no sobrevenirle un retroceso.

—Bien.

El inspector, descolgando el auricular telefónico, se puso al habla con Jefatura para ordenar la vigilancia de los aeródromos, estaciones de ferrocarril y en especial de los embarcaderos del Támesis.

—Enviaré una fotografía para que mañana la reproduzcan los diarios… Es sospechoso de la muerte de un hombre llamado Richard Toombs… Las lanchas deben recorrer el río en todas direcciones.

Depositó el auricular en la horquilla y comenzó un registro en los cajones de la mesa de trabajo.

Robert Eaker sonreía, enigmático.

Paúl Thurber comentó:

—Será difícil que encuentre el retrato que busca. Sanderson no era amigo de publicidad. Espere. En la ficha de su club, en Vincent Square, hallará lo que desea.

—Ocúpese de ello, Irving.

—A la orden. —Salió el joven.

Baker, pensativo, contemplaba a Dorothy Toombs, preguntándose de qué horrible drama habría sido testigo. Lo que pasara era inexplicable para quien no estuviese tan seguro de sí mismo como el inspector Dixon.

¿Qué pudo inducir al psiquiatra a truncar su brillante carrera para convertirse en un fugitivo?

Recordó chistes sobre médicos y manicomios.

Tal vez todo aquello era el desafío de una mente enferma.

Se encogió de hombros. ¡No le importaba! El azar le había mezclado en un vulgar hecho delictivo. Que Alexander lo resolviera.

Sus problemas eran otros en Londres.

—Le dejo, Alexander. Si me necesita ya sabe dónde avisarme.

—Será preciso que firme la declaración del hallazgo de la muchacha.

—Mándemela con Irving.

Antes de abandonar la habitación, Robert Baker miró, una vez más, a Dorothy, que dormía plácidamente.

Era muy bella. La palidez del rostro la espiritualizaba y…

¡Al diablo con los sentimentalismos!

¿Sería el tipo de chica que su mamá querida le recomendaba para esposa?

Él siempre las elegía pimpantes, rotundas, completas y con pocos remilgos. Tal vez por eso cambió de novia más veces que de camisa… ¡Y de camisa se mudaba a diario!

Descartó a la joven de su imaginación, no sin esfuerzo. Era preciso que se reuniera con sus informadores federales.

El detonador atómico, mensajero de buena voluntad de cara al Reino Unido, llegaría a Londres dentro de pocas horas.

Si era robado por americanos y con técnicas delictivas estadounidenses, el esfuerzo del Pentágono habría sido inútil.

¡Tenía que evitarlo a cualquier costa!

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