Humor negro

Humor negro


Capítulo III

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Si, señor… No lo olvidaré… ¿Es necesaria mi presencia?… No faltaré, señor comisario… A sus órdenes.

El inspector Alexander Dixon colgó el auricular y en pie, seguido por la mirada curiosa de su ayudante, paseó a grandes zancadas.

Irving Reid, luego de respetar unos minutos el silencio de su superior, dijo:

—Hace mal en disgustarse. Se trata de abandonar por unas horas el caso Toombs para dar custodia al envío de los americanos. Una vez en la caja fuerte del Banco podremos seguir las investigaciones.

Dixon se volvió al que le hablaba, deteniéndose.

—Hay más. El Colegio de Médicos ha elevado una queja al ministro por la publicidad acusatoria contra un colega. Si por cualquier motivo el psiquiatra no resultara culpable, me habría jugado la carrera.

—¿Duda?

—No. Sin embargo, ¿cuál fue el móvil? Por más que investigo en las vidas privadas de las víctimas y de Sanderson, no encuentro la menor relación. ¿Sadismo? Todos aseguran que es un hombre de perfecto equilibrio. ¿Locura? La hipótesis ha hecho sonreír a quienes he consultado. ¡No sé qué pensar! ¡Si Dorothy pudiese declarar!

—No tardará en hacerlo.

—En ella confío. Vamos. Disponemos aún de dos horas. Paúl Thurber insiste en la conveniencia de no mover a la muchacha. Sus pesquisas de ayer no pudieron ser más desalentadoras, Irving.

—Sí. Todos coinciden en que William es un perfecto «

gentleman».

Conversando del tema que les obsesionaba, los dos hombres anduvieron por las calles londinenses. La mañana era fría y el sol se ocultaba entre nubes altas. Se había restablecido la circulación. El Servicio Meteorológico, no obstante, facilitó una nota a la prensa en el sentido de que apenas oscureciera la niebla caería de nuevo sobre la ciudad, más espesa aún que la noche anterior.

Absortos en sus ideas, Alexander e Irving penetraron a las once de la mañana en el domicilio de William Sanderson, cuya puerta les fue franqueada por un miembro del Departamento de Investigación Criminal.

—Sin novedad inspector.

—Gracias. ¿Y la enferma?

—Muy mejorada. Según el doctor Thurber, no tardará en recobrar el conocimiento. —Lo espero con ansiedad Sin sus declaraciones seguiríamos moviéndonos en tinieblas.

—¿Se sabe algo de Sanderson, jefe?

—Parece habérselo tragado la tierra.

Dixon, sentándose en el sillón de trabajo de William, preguntó a Irving:

—¿Es usted aficionado a la literatura, Reid?

—Mucho.

—¿Leyó algo firmado por Dorothy?

—Nunca. Además, y pude comprobarlo, es desconocida en los medios artísticos. ¿Le importa que razone en voz alta?

—Hágalo. Tal vez nos sirva a los dos.

Reid hizo una breve pausa.

—En la anticuada mesa de despacho de los Toombs no había más que papeles en blanco. Es posible que «alguien» se llevara cartas o manuscritos.

Irving guardó silencio, aspirando, voluptuoso, el humo del cigarrillo. Su jefe le apremió:

—Continúe.

—Hemos relacionado dos hechos que pueden ser independientes El que agredió a Dorothy quiso arrebatarle el bolso. Desde hace tiempo se vienen recibiendo en Jefatura una serie de denuncias que revelan el aumento de la delincuencia. ¿Por qué no admitir la posibilidad de…? No me mire así, inspector Me olvidaba de que ella identificó a Sanderson Me encuentro en un callejón sin salida.

Mientras tanto…

* * *

En Victoria Street, a la altura de la Catedral de Westminster, una furgoneta del servicio de teléfonos, provista de una larga escalera para alcanzar las cajas de registro, colocadas a la altura del primer piso de las edificaciones, avanzaba despacio. En la Central se recibió la denuncia de que, aprovechándose de la niebla, unos rateros se habían apropiado de muchos metros de cable y otros materiales. Desde la sala de control pudo comprobarse que no funcionaban numerosos aparatos.

—Desde abajo no veo nada anormal —dijo el técnico al conductor—. ¿Y tú?

—Tampoco. ¿Seguimos?

—No. Haré unas pruebas.

Salió el hombre, dirigiéndose a la parte posterior de la furgoneta. Dijo a un aprendiz:

—Vamos a empezar. Prepara la escalera.

Se disponía el muchacho a ocuparse de lo indicado cuando un individuo, con las solapas de la gabardina alzadas y el ala del sombrero sobre los ojos, se les aproximó:

—¿Tienen lumbre? Acabé mis fósforos.

El técnico de la telefónica introdujo su mano derecha en uno de los bolsillos.

—Sí.

Los acontecimientos se precipitaron a partir de entonces con extraordinaria rapidez. El desconocido, llevando ostensiblemente la diestra a una invisible funda axilar, amenazó:

—¡Entren en el coche! Si se resisten, les lleno el cuerpo de plomo.

Los amenazados vieron la culata de un revólver y, muy pálidos, preguntándose íntimamente qué iba a sucederles, obedecieron. El aprendiz temblaba de pavor. Su jefe, atónito, sentía tensos sus nervios. Era un veterano de la guerra. Sin embargo…

—Se equivoca con nosotros. Nos limitamos a ganar un sueldo y…

—¡Cierra el pico y vuélvete de espaldas!

El aludido no tuvo más remedio que acceder. En la diestra de aquel individuo había una pistola.

Apenas lo hizo notó un impacto en la nuca. Luego, nada… El aprendiz, horrorizado, quiso gritar, pero un puño se abatió sobre sus labios, enmudeciéndole. El joven no tuvo tiempo de sentir dolor alguno porque la culata de un revólver le pegó en la mandíbula.

Todo sucedió en unos segundos en el reducido espacio interior de la furgoneta.

El desconocido cambió sus ropas con las del técnico, encaminándose después al encuentro del conductor, con el que conversaba otro hombre.

—Lo mío resuelto.

—Esto también. El chófer es casado y con dos hijos y no quiere dejar viuda y huérfanos. ¡Nada le sucederá si olvida nuestros rostros! ¡Vamos por los otros! ¿Cuántos caben atrás?

—Un par de ellos.

—Ve a tu sitio. Me preocuparé de que nada altero nuestros planes. Conduzca al Hyde Park.

En el popular parque londinense, desierto por la desapacible temperatura, dos hombres, de rostros patibularios, subieron a la furgoneta. Portaban paquetes conteniendo ropas de mecánico y metralletas de tiro rápido.

Se vistieron, con grandes dificultades por la estrechez del vehículo. Uno de ellos ató al oficial y al aprendiz de teléfonos, amordazándoles con esparadrapo.

Al llegar al número 10 de Theobalds Road, los forajidos descendieron del coche. Uno de ellos dijo al que acompañaba al conductor:

—A la menor duda, mátale y ocupa su puesto.

Desmontaron la escalera, apoyándola contra el muro. Previamente habían vaciado las carteras de herramientas, introduciendo en ellas armas automáticas.

Uno de los hombres ascendió hasta una ventana, empujándola. Estaba cerrada.

Con un diamante trazó un círculo en el cristal, no sin pegar un trozo de masilla en el vidrio para poder retirarlo sin estrépito.

El individuo no tuvo dificultad en hacer girar la falleba y abrir la ventana.

Tranquilo, se introdujo en un dormitorio estilo isabelino. No tardó en reunírsele el que hacía las veces de ayudante. De la cartera sacaron las metralletas, esperando la llegada de un tercer compañero lo que no tardó en producirse.

—¿Subes la ropa?

—Sí.

El grupo, silenciosamente, dispuestas las armas, anduvo por un largo pasillo hasta desembocar en…

* * *

—Parece que se recobra, inspector.

Alexander Dixon, al escuchar las palabras de Irving, saltó del sillón como impulsado por un resorte, aproximándose a la mujer, que había entreabierto los ojos. Su respiración era normal.

Durante unos segundos miró a los que la observaban.

—Agua —rogó, débil la voz.

Reid, tomando el vaso de zumo de naranja depositado en la mesa de despacho, pasó su mano izquierda por el cuello de Dorothy, ayudándola a beber.

—¿Se siente mejor, señorita?

—Sí. Gracias.

El inspector, arrodillándose junto a la joven, dijo, paternal:

—Lamento molestarla, pero necesito que me conteste a unas preguntas. ¿Recuerda el pasado? —Un estremecimiento fue la respuesta—. No se sobresalte. Nosotros somos sus amigos.

—¿Y William Sanderson?

—Está en la cárcel. No le hará mal —mintió Dixon—. ¿Por qué abandonó tan precipitadamente su casa? La ayudaré a recordar. Niebla espesa, una sombra se interpone en su camino, algo brilla en el aire y usted grita. Dele otro poco de zumo, Irving.

Hubo una larga pausa. Dorothy, con los párpados entornados, evocaba íntimamente unas horas de tragedia.

Un sollozo se estranguló en su garganta.

Alexander, pese a su impaciencia, sin abordar de lleno el tema que le obsesionaba, prodigó a la enferma frases amables, tranquilizadoras, terminando:

—Nada se remedia con lágrimas. Usted se halla fuera de peligro. La Policía desea hacer justicia y castigar a quienes la hirieron. ¿Está mejor?

—Sí. Gracias. Son ustedes muy amables. Mi historia arranca de hace varias semanas. Una noche… ¡Dios mío!

La muchacha vio a tres hombres armados en el pasillo. Se cubrió, el rostro con ambas manos. Alexander, creyendo que aquel terror era fruto del recuerdo, la instó:

—Continúe.

Una voz burlona, bronca, dijo a su espalda:

—¿No le importa que lo oigamos nosotros?

Los miembros del Yard se volvieron. Ante ellos estaban tres individuos enmascarados, dos de ellos provistos de metralletas y el tercero con un revólver de gran calibre. El inspector Dixon, poniéndose en pie, sin desconcertarse, inquirió:

—¿Quiénes son ustedes? ¿Amigos de Sanderson?

—Puede —fue la réplica—. Nos interesamos por esa chica. Una advertencia. No somos ingleses, como habrá podido advertir por nuestra pronunciación. Si alguno de ustedes trata de dar un paso, recibirá su ración de plomo. No es buen aperitivo. ¡Pónganse de cara a la pared, con los brazos en alto! ¡Pronto!

Irving Reid, perteneciente a la joven generación de policías, maldijo la estúpida prohibición de usar armas que pesaba sobre los miembros del Departamento de Investigación Criminal. ¡Si tuviera una automática! Aunque le matasen, no toleraría que hiciesen daño a Dorothy.

Alexander tuvo unos segundos de vacilación. Los dedos índices de sus enemigos se curvaron en los gatillos.

—¿Qué pretenden? En Inglaterra se castiga a los asesinos con la horca.

—También en los Estados Unidos, aunque allí predomina la silla eléctrica y la cámara de gas. No van a asustarnos como si fuéramos… ingleses. Tienen diez segundos para obedecemos. No les matamos ahora porque otros ocuparían sus puestos. ¡No nos obliguen a disparar! ¡Vamos!

Mordiéndose los labios de ira e impotencia, el inspector Dixon giró lentamente mientras alzaba los brazos. Irving Reid y el que custodiaba a la muchacha imitaron a su jefe. Resistir era suicidarse.

Inmóviles, sintieron avanzar a los que adivinaban cómplices de Sanderson, quienes, brutalmente, les golpearon con porras de soma, privándoles del sentido. Al aproximarse los forajidos a Dorothy, la joven se desmayó.

—Mejor así —dijo uno—. Ponle el mono de peto sobre la misma ropa que lleva. Córtale los cabellos para que le entre la gorra.

—¡Es necio que nos arriesguemos! Se silencia mejor a una persona eliminándola.

—El jefe manda. El sabrá por qué lo hace. Te ayudaré.

Minutos más tarde, no sin precauciones, bajaron a la muchacha por la escalera, lo que motivó un corro de curiosos. Las armas iban de nuevo ocultas en las carteras de herramientas. El «policeman» de servicio se les acercó.

—¿Qué ocurre?

—Al aprendiz le ha dado un mareo. Hemos podido evitar que cayera. Haga circular a la gente. Le llevaremos a un hospital.

El de la Metropolitana no se entretuvo en mirar a Dorothy, que, embutida en un mono azul, con la gorrilla, parecía uno de los muchos jovenzuelos que se ganan la vida en Londres en los más diversos oficios.

—¿Me necesitan?

—Gracias. No será nada.

Se alejó el «policeman». Una vez que los indeseables introdujeron a la muchacha en el compartimiento posterior del vehículo, éste arrancó, sin que ninguno se preocupara de recoger la escalera.

Los malhechores iban satisfechos del feliz resultado de su plan. Dos de ellos tomaron asiento junto al chófer y el tercero, atrás, con Dorothy, a la que amordazó.

—A Tower Bridge. Procure ir despacio. No tenemos prisa.

Al llegar al sitio indicado, el que mandaba al grupo de indeseables indicó al conductor que por Kent Road se dirigiera a las afueras de la ciudad. Una vez en pleno campo, ordenó:

—Pare.

El hombre así lo hizo. Un «Cadillac» negro se hallaba estacionado en la desierta carretera.

—Transportad a la muchacha.

Fue obedecido. El chófer tembló.

—¿Los otros siguen inconscientes?

—Sí. El único testigo peligroso es…

El individuo señaló al conductor, quien se apresuró a decir:

—¡No hablaré!

—Regístrale, Fred y anota su nombre y sus señas.

El aludido hizo lo que se le indicaba. El conductor se llamaba Ervin Sinks. Habitaba en uno de los arrabales del Támesis.

—Escucha bien lo que he de decirte. Conoces tres rostros, los nuestros, pero somos muchos más. Si nos denuncias te mataremos y también a tu mujer y a tus hijos. Ahora te golpearé, dejándote tendido junto a la furgoneta. Tu historia será simple. Te agredieron cuando a los demás y perdiste el sentido. ¿De acuerdo?

Ervin Sinks, aterrorizado, asintió con el gesto. Fred Dermont, un individuo al que a Robert Baker le hubiese gustado echar la vista encima, pegó al chófer en la mandíbula con una porra de goma.

—Demasiadas contemplaciones —comentó uno—. Debíamos liquidarle.

—Hay orden de evitar en lo posible inútiles derramamientos de sangre. Los crímenes ponen nerviosos a los ingleses. Partamos.

El «Cadillac» se dirigió a Central London…

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