Humor negro

Humor negro


Capítulo VII

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Kingsbury Devoe, vicepresidente del club de Vincent Square, miró a los seis hombres reunidos en junta extraordinaria para tratar de la desaparición del doctor William Sanderson, presidente de la entidad y de la querella entablada contra el inspector Dixon por calumnia.

Con gran sorpresa de los reunidos, las primeras frases de Kingsbury no se refirieron a aquellos dos aspectos del problema, sino a un tercero, inédito para los miembros de la directiva.

—Fuera aguardan dos hombres que solicitan asistir a esta reunión. Hablaron conmigo. Desean conocer a los que fuimos amigos íntimos de Sanderson y hacernos unas preguntas. El comisario jefe de Scotland Yard me pidió por teléfono este favor, a título personal. He demorado la respuesta hasta no conocer vuestro criterio. ¿Los recibimos o no?

—¿Tú qué opinas? —inquirió Bruce Kearney, secretario del club.

—Nuestro deber es facilitar la actividad de la Justicia a fin de que la verdad resplandezca y, con ella, la inocencia de nuestro presidente y amigo. Celebraremos la junta en su presencia. Quizá les sirva para convencerles de que Sanderson es el hombre más honorable de Inglaterra.

Un murmullo de asentimiento corroboró las palabras de Kingsbury Devoe, quien, segundos después de abandonar la sala, regresaba en compañía de dos desconocidos, a los que presentó a sus colegas.

—¿El señor Baker pertenece también al Yard?

—No —repuso Irving Reid—. Es… Bueno. Un viejo amigo y un colaborador norteamericano —omitió intencionadamente la condición de agente federal—. El sostiene que estamos cometiendo un error. Suya fue la idea de visitarles.

—Celebro que piense así. Siéntense.

El ayudante de Alexander Dixon se acomodó junto a Robert, en uno de los laterales de la habitación y, en silencio, presenciaron el curso de los debates.

Bruce Kearney, como secretario, propuso que se elevara un escrito al ministro del Interior acusando de ligereza a las autoridades. Kingsbury se opuso:

—Es pronto aún. Dejemos que transcurran varios días.

Se entabló debate, en el que abundaron los ataques a Scotland Yard. Baker, divertido, susurró a Irving:

—Aquí no es muy popular Alexander. Sé lo que es eso. En mi patria ocurre lo mismo. Todos critican a los que se acude siempre en última instancia para que se jueguen la vida en la defensa de burgueses y respetables ciudadanos.

Robert observaba a los reunidos con tanta fijeza, que algunos se movieron inquietos.

Tuvo que soportar la lectura de un informe económico del club y algunos asuntos de trámite. Respiró con alivio al oír:

—La sesión ha terminado. ¿Qué le gustaría saber?

Aunque la pregunta iba dirigida al miembro del Yard, Baker se anticipó:

—Tengo entendido que el señor Anderson iba a pronunciar una serie de conferencias/comisionado por el Colegio de Médicos. ¿Me equivoco?

—No —repuso Kearney.

—¿Quién le sustituirá?

—Yo —repuso el secretario— y no sin sorpresa por mi parte. Me rodean colegas a quienes considero superiores científicamente.

Hubo algunas débiles y poco sinceras protestas por parte de los miembros de la directiva, cortadas por las palabras de Robert:

—¿Son todos psiquiatras?

—Sí.

—¿Quién sería el presidente de no existir el señor Sanderson?

Bruce Kearney sonrió.

—No investigue en ese sentido. Perderá el tiempo. Los cargos directivos son honoríficos y no dan fama. Constituimos este club, que apenas si cuenta con treinta socios, para agrupar a los especialistas de enfermedades mentales. Con frecuencia cambiamos impresiones, comunicándonos los progresos obtenidos en clínicas, hospitales, sanatorios, etc. Pequeñas reuniones clínicas, sin formulismos. De vez en vez se organizan conferencias. Siempre sobre psiquiatría. Las puertas permanecen cerradas a los periodistas. Todos los actos son íntimos, sin publicidad.

—¿Me equivoco si pienso —insistió Robert— que ineludiblemente, al faltar el señor Sanderson, el Colegio de Médicos se ha visto obligado a recurrir a uno de ustedes, en este caso al señor Kearney?

—Tío. Son pocos los colegas que no figuran en nuestros ficheros. ¿Dónde va a parar?

—Ni yo mismo lo sé —repuso, con una sonrisa amable, Baker—. Nos encontramos en tinieblas y nos aferramos a cualquier hipótesis, por disparatada que parezca. ¿Quién será el posible sustituto de Sanderson?

Los reunidos se miraron. Bruce Kearney contestó r.

—No hemos pensado en semejante posibilidad. Su puesto, por Estatutos, lo asume el vicepresidente.

—Gracias. Ustedes, por su profesión, investigan en lo más oculto del hombre. ¿A qué atribuyen el aumento de la delincuencia?

Luther Taper, uno de los directivos, repuso con jovialidad:

—Su pregunta justificaría una serie de conferencias. Le contestaré brevemente, con un chiste ya olvidado. Una niña, alumna de una escuela modernista, comenzó a toser al levantarse. Su madre, que la ayudaba a vestirse, le dijo: «Estás enfriada. Quédate en la cama. Llamaré al colegio». Entre golpe y golpe de tos la pequeña repuso: «Imposible, mamá. Hoy, en la sala de bellas artes, vamos a hacer una vaca de yeso y yo soy la presidenta de la comisión de las ubres».

Todos rieron. Robert Baker se envaró. Acababa de oír un sonido agudo, proferido por la misma garganta del que, en el suburbio sur del Támesis, le condenó a muerte.

Clavó sus ojos en el grupo de hombres y la risa cesó en el acto. Luther Taper agregó:

—Nosotros en ese problema somos los miembros de la comisión de las ubres. La vaca entera la forman sociólogos, economistas, políticos… En suma, todos los que de un modo u otro influimos en la sociedad. ¿Complacido, señor Baker?

—Sí. ¿Se le ocurre algo, Irving?

—Nada. Sólo expresar a estos señores nuestra gratitud en nombre de Scotland Yard.

Kingsbury Devoe les acompañó hasta el amplio vestíbulo del club, en el que Robert y Reid le estrecharon la diestra, repitiéndole su gratitud.

Ya en la calle, los dos jóvenes caminaron en silencio. Irving abordó de cara a su compañero:

—¿En qué piensa, Robert? Le noto preocupado.

—Lo estoy.

—¿Por qué?

Baker siguió su camino, sin responder. En la confluencia de Buckingham y Victoria Street se detuvo:

—¿Puedo confiar en su discreción? No quiero líos con Dixon.

—Hábleme como a un amigo, a título personal.

—De acuerdo. Su jefe tiene buen olfato. Fui yo, con la ayuda de dos de mis colaboradores, los que liquidamos a esos cuatro hombres —refirió lo sucedido aquella noche, para terminar—. Era mi propósito hacer un chiste para forzarles a reír, pero Luther Taper se me adelantó. ¡El que me sentenció a muerte estaba entre los reunidos y sabe que oí la risa! Tal vez piense que le identifiqué. No supe contener un gesto expectante.

—¿De quién sospecha?

—Del secretario, Bruce Kearney. Es el que más defiende a Sanderson y el designado para pronunciar esas conferencias a las que asistirán figuras de renombre internacional. No pasa de ser una hipótesis, pero…

Dejó la frase incompleta.

—¿Qué se propone hacer, Robert? Cuente conmigo.

—Se lo explicaré mientras comemos. Le invito. ¿Tiene preferencia por algún restaurante?

—En absoluto.

—Iremos a uno que yo conozco. Me entusiasma la cocina italiana…

* * *

Aquella noche, Baker penetró en el establecimiento en el que, con la fotografía, comenzara sus investigaciones acerca de los Toombs.

—Un

whisky seco.

Mientras lo bebía, acodado en el mostrador, se dijo que era imposible el éxito de tan arriesgado plan. ¿Por qué le concibió?

El dueño de la taberna, acercándosele, le previno:

—¡Cuidado, señor! Hay unos individuos al fondo que no dejan de mirarle. ¡No quiero líos en mi establecimiento!

—Gracias. Lléveme una botella.

Con apariencia distraída, sin mirar en tomo suyo, Baker se acomodó de forma que su espalda quedara protegida por una de las paredes. Calmoso, encendió un cigarrillo. Su pulso no tembló al cruzar su mirada con Fred Dermont, el único superviviente de la matanza del Támesis. Le acompañaban dos gorilas, también norteamericanos a juzgar por su aspecto y, sobre todo, por sus ropas.

Los acontecimientos iban a precipitarse con mayor rapidez de la deseada. Fue a ponerse en pie para acercarse a sus enemigos. Una mujer, muy hermosa vestida provocativamente, se lo impidió, sentándose frente a él.

—Hola, Robert.

—Hola, Betty. ¡Estás más bonita que nunca! Sin embargo, debo darte un consejo. Apártate hoy de mí. Es posible que dentro de unos segundos sea el blanco de tres pistolas. Ella miró con asombro al agente del F. B. I. Repuso:

—No me importa. A pesar de que me huyes yo sigo considerándote la más hermosa experiencia de mi vida. ¡Pasamos juntos una semana inolvidable! ¿La olvidaste?

Baker negó con una sonrisa.

—No, Betty. ¡Eres maravillosa! La pena es que yo me obstine en seguir soltero y no quiera enamorarme de nadie. Jugué limpio contigo. ¿Lo recuerdas?

—Sí. Me iré, si lo deseas y no por miedo al peligro. Me han dicho que anoche preguntaste por un amigo mío.

El corazón de Robert pareció detenerse de pronto en el pecho.

—¿Cómo puedes decir que conoces a un hombre sin haber visto su retrato?

—Lo vio otra persona que, como yo, estuvo en contacto con Richard Toombs.

—¿Para qué?

—Había prometido facilitarme morfina a mitad de precio. Nos encontramos en un fumadero clandestino del que, según deduje, era proveedor.

—¿Por qué tanta rebaja?

—Me dijo que deseaba ampliar su red de actividades. A cambio de tal privilegio debía darle una lista de los que en el suburbio sur del Támesis podíamos ser sus compradores. Me pareció que operaba en todo Londres. Se lo prometí. No volví a verle.

—Me enteré de su muerte por la prensa. ¿Qué me das?

Baker, que acababa de extraer tres billetes dé a libra de la cartera, los puso delante de la mujer.

—Lo que prometí por cualquier informe. Lamento el destino que vas a darle a ese dinero, pero sé que mis consejos no te servirán de nada. Sospeché, en los días de…, bueno, de nuestra intimidad.

Betty suspiró.

—¡Días inolvidables, Robert!

—Sí. ¿Dónde está ese fumadero? ¿Quién es el amigo que te dijo que yo buscaba a Toombs? —ella desvió la mirada—. A nadie le repetiré lo que me digas. La recompensa será de veinticinco libras.

—Necesito cincuenta.

—Tuyas son. ¡Habla! Puedo duplicar la cantidad y hasta triplicártela. No soy tacaño, preciosidad —la miró apreciativamente—. ¡Lástima! Eres una dama sensacional. Si continúas con las drogas, acabarás y muy pronto, convertida en una ruina física.

Ofreció a Betty su pitillera.

—No eres como los demás, Robert. ¿Quieres vengar a Toombs?

—Sólo me interesa su hija. La raptaron después de herirla. ¿Cuáles son las señas de ese fumadero?

—Está en…

Baker la hizo un gesto imperioso para que callara.

—Es imposible resucitar lo que murió. Amar a una mujer por segunda vez es igual que colearse un cadáver del brazo. Peor aún, porque el cadáver no hace preguntas necias sobre el pasado y la mujer sí.

Betty comprendió por qué Robert hablaba así. Un hombre se había detenido ante la mesa y, con la diestra en el bolsillo exterior de la americana, les contemplaba en silencio. Dijo, sarcástico:

—¿Os interrumpo?

Era Fred Dermont. Baker, tranquilo, repuso:

—No mucho. Siéntate con nosotros.

—¡Sal a la calle! Quiero que charlemos.

—Tendrás que hacerlo aquí. Me rodean más amigos de los que imaginas. ¿Ves a aquellos que nos contemplan desde el mostrador? Son los que me sacaron de tus garras en el Támesis, liquidando a tres de tus gorilas. Aún hay otro en la taberna que te acribillará al menor gesto de hostilidad. Márchate, Betty. Luego te buscaré para que tomemos una copa juntos. No debes exponerte.

Se alejó la muchacha, sin una palabra. Fred Dermont, inquieto, dijo:

—Nadie te amenazó de muerte. Vengo a ofrecerte doscientas libras.

—¡Bonita cifra! Siéntate y pon las manos sobre el tablero. Sé sincero. Tenías orden de liquidarme o de comprarme. ¿Por qué?

El indeseable clavó sus ojos fríos en los de Baker.

—Has de olvidarte de los Toombs.

—Dorothy me interesa —fue la viva réplica—. ¿Conoces su paradero?

—No.

—¡Tú fuiste uno de sus raptores! —Sí, pero… ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?

Baker, con una rapidez inconcebible, acababa de desenfundar el Colt. Dermont giró la mirada hacia los dos hombres que le acompañaban y les vio inmóviles, encañonados también por un desconocido. Barbotó:

—¡Te arrepentirás de lo que haces, Robert!

—Es posible —fue la sarcástica respuesta—. Las circunstancias no han de serte siempre favorables. ¡Sal!

Apenas en la calle, en la que la niebla era menos espesa que en noches anteriores, se le reunieron los tres hombres que custodiaban a los cómplices de Dermont.

—Atales las manos a la espalda, Smith. ¡Vamos a divertirnos un rato!

Fue obedecido con rapidez.

Minutos más tarde, Fred y sus cómplices caminaban hacia el Támesis, seguidos de Robert, James, Peter y un tercer silencioso individuo, el mismo que redujo a los cómplices de Dermont.

—¡La historia se repite, pero cambian los protagonistas!

Fred se estremeció.

—¿Pretendes ahogarme?

—De ti dependerá. Necesito saber unas cosas y vas a decírmelas ¡No lo dudes!

Al llegar al muelle, el desconocido y Baker se adelantaron con Dermont, obligándole a descender por la escalera de cemento que se perdía en el agua. Robert, con rudeza, derribó al «gángster». Después dijo:

—Primera zambullida, treinta segundos.

Tomó a Fred por la cintura y le obligó a meter la cabeza en el agua. Al sacarle, el forajido tosió, mascullando maldiciones. Baker esperó a que cesara de escupir agua y juramentos.

—¿Dónde tenéis instalado el nuevo cuartel general? ¿Cuántos son tus compañeros? ¿Qué sabes acerca del que os manda? ¡Responde!

—¿Qué ganaré si obedezco?

—¡La vida!

—¿Me soltarás?

—No. Te entregaré a la Policía. No quiero arriesgarme a que me mates a traición dejándote en libertad. ¿Qué hay de las preguntas que te hice? ¿Callas? ¡Peor para ti! Me repugna la crueldad, pero las inmersiones sucesivas serán cada vez más largas, hasta que…

No completó la frase. Las pupilas de Fred se agrandaron de pánico.

Robert volvió a introducir en el agua la cabeza de su prisionero, sujetándole con firmeza.

Irving Reid, hasta entonces en silencio, transformado el rostro por una crema oscura, unas gafas de concha y una simulada cicatriz, intervino:

—¡Cuidado! ¡No seré cómplice de un crimen!

El agente del F. B. I. miró con dureza al inspector «júnior» de Scotland Yard.

—¿Me supone un asesino? ¡Dermont sí y es lo que importa! Sé cómo tratar a los miserables y le arrancaré la confesión. ¡Los muertos no sirven para nada! ¡Márchese si le faltan agallas para aguantarlo! ¡Lucho por el buen entendimiento de nuestros dos países, por eliminar una red de espionaje asiático y…!

—¿También por Dorothy?

Robert tragó saliva.

—¡Ella no importa! ¡Es un incidente en las investigaciones!

—¡Saque a ese hombre! ¡Se ahogará!

—Los perros tienen muchas vidas, Irving.

Sin precipitaciones, extrajo al «gángster» del agua. En el rostro de Fred se dibujaban los primeros síntomas de asfixia. Esperó a que pudiera hablar, pero no a que se recobrara por completo.

—Te escucho, amiguito, rata de alcantarilla, sapo nauseabundo. Temo que te gusten los baños. ¡Volveré a hundirte y esta vez para siempre!

Sin intención de sumergirle, Baker puso su diestra en la nuca del prisionero.

—¡No! ¡No! ¡Diré lo que quieras!

—Admiro tu sensatez. Te repetiré las preguntas, una por una. ¿Dónde tenéis instalado vuestro cuartel general?

—Ocupamos un hotel de dos plantas en Harleyford Road, en las proximidades del Oval

Cricket Gronnd.

—¿Qué número?

—El treinta y cinco.

—¿Cuáles son sus características? —Las normales en los chalets de esa zona de Londres. Una verja separa el jardín del exterior.

—¿Qué hombres le ocupan?

—Somos diez en total.

—¿Todos americanos?

—Sí.

—¿Desertores del Ejército?

—No. Huidos del F. B. I. Formábamos parte de varios «gangs» cuyos jefes cayeron en poder de los federales. Hicimos el viaje como marineros en un buque de carga. Bernard Rusell nos contrató a todos. Él es el único que mantiene contacto con el jefe.

—¿Sabes que estás metido hasta el cuello en un sucio asunto de espionaje?

—¿Lo dices por lo del Banco de Inglaterra?

—Sí. Sé más de lo que imaginas. Lo del tráfico de drogas es una tapadera que encubre los verdaderos fines de esa organización. Imagino que se os habrá dicho que cualquier asunto es bueno siempre que dé dinero, pero lo cierto es que estáis a sueldo de una potencia extranjera —una idea cruzó como una ráfaga por el cerebro de Baker—. ¿Es morfinómano Bernard?

—¿Cómo lo adivinaste?

Robert, mezclando sus preguntas con amenazas, indagó más detalles sobre vigilancia, sistemas de alarma, métodos… Cuando Dermont vacilaba, le mostraba el Támesis.

Media hora más tarde Irving Reíd y Robert se apartaron de los prisioneros, dejándolos bajo la custodia de los informadores del F. B. I.

Baker expuso sus proyectos al inspector «júnior», quien los aprobó sin la menor oposición.

—De acuerdo Nos reuniremos, de la forma prevista con Alexander Dixon. Enviaré a un grupo de agentes a que se hagan cargo de los detenidos. No harán preguntas.

—Bien. Hasta luego.

El agente del F. B. I. vio alejarse al del Yard. En su, rostro había una sonrisa satisfecha. Una vez más, iba a triunfar, demostrando a sus jefes que no se equivocaron al elegirle para tan difícil misión al otro lado del Atlántico…

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