Humor negro

Humor negro


Capítulo VIII

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El inspector no se hallaba en su despacho y Robert, nervioso, impaciente, hubo de esperarle casi un cuarto de hora.

No perdió el tiempo. Se abstrajo perfilando más los planes trazados de acuerdo con Irving Reid.

Una tos seca le sobresaltó.

—Hola, Baker. ¿Qué hay de nuevo?

El agente federal estrechó la mano que Dixon le tendía e hizo una estudiada pausa hasta que su interlocutor se hubo sentado. Después, repuso:

—Algo que le sorprenderá. ¡Richard Toombs traficaba en drogas! No encaja con mis hipótesis, pero no hay lugar a dudas.

—¿Cómo lo sabe?

Robert hizo un relato de la exhibición de la fotografía y de su entrevista con Betty. Al terminar, Alexander dijo:

—Creo que vamos a deberle mucho.

—Por lo pronto, las cincuenta y tres libras que entregué a la muchacha por sus informes.

—Me refería a deudas morales. ¡Celebro que se haya decidido a colaborar con el Yard!

—¿Quién no quiso colaborar con quién, inspector? El M-5 tendrá que reconocer en su día los errores. En mi informe diré que el servicio de contraespionaje británico no me prestó la menor ayuda. Escuche mis proyectos.

Habló durante varios minutos. Dixon no llegó a contestarle. Irving Reid, al entrar, lo impidió. El inspector, al ver a su ayudante, le increpó:

—¡Ya era hora de que viniera! Le estuve esperando toda la tarde.

—¡No perdamos tiempo, jefe! Le traigo una noticia sensacional. En los calabozos de jefatura hay tres norteamericanos detenidos, todos ellos provistos de falsos pasaportes.

—¿Les capturó usted?

—Sí. Vagabundeaban por el Támesis y llamaron mi atención. Tuve que golpear a dos de ellos para impedirles que esgrimieran sus armas.

El joven mentía con aplomo.

—¡Vamos a interrogarles!

—Ya lo hice, inspector, aprovechando el factor psicológico de la derrota. La madriguera de esos hombres está en Harleyford Road, vigilada por siete «gangsters», que morirán sin entregarse. ¿Atacaremos a pecho descubierto, haciéndonos matar estúpidamente?

—¡Irving!

—¡No se entregarán con vida! ¡Habrá que sacarles a tiros de su madriguera! Es preciso atacar inmediatamente. Si sospechan que hemos capturado a sus cómplices, huirán. ¿Qué opina, Baker?

—Estoy de acuerdo con usted.

—Yo también —confesó Alexander—. Sin embargo… ¡Malditos legalismos! —descolgó el auricular poniéndose en comunicación con el domicilio de Andrew Ravenal. En el despacho imperaba el silencio, roto por la voz del inspector—. A sus órdenes. El asunto que he de exponerle es grave… Gracias… Conozco el emplazamiento del cuartel general de esos americanos que tanto nos preocupan. ¡Son, como mínimo, siete hombres! Por experiencia, sabemos cómo reaccionarán. ¡Necesitamos movilizar a numerosos agentes, todos ellos armados!… Espero sus instrucciones… —El inspector colgó el audífono, volviéndose a Reid y Baker—. Va a ponerse al habla con su superior inmediato, para que éste, si es preciso, solicite permiso del ministro. Ravenal concentrará cien agentes en las proximidades del puente Vauxhall. Hemos de esperar su llamada. Buen trabajo el que realizaron los dos. Póngale en antecedentes, Robert, del fumadero de opio y de lo demás.

Para Irving nada era nuevo, pero simuló oírlo por vez primera.

—¡Tocamos el fondo del asunto! —exclamó—. Richard Toombs fue muerto por rivales de su negocio Su hija presenció el crimen y fue apuñalada y raptada después. El culpable…

—Parece olvidarse de William Sanderson —le interrumpió Alexander.

—Sí. Quizá el médico traficara también con drogas.

Dixon advirtió una extraña sonrisa en el rostro de su ayudante, dirigida a Robert. Fue a preguntar la causa, pero el timbre del teléfono se lo impidió.

—¡Noticias del comisario! —dijo excitado—. Sí… Le escucho… Comprendo… Sí… Partimos en el acto… Conformes.

Apenas colgó el auricular, Alexander extrajo dos revólveres de reglamento del cajón de la mesa y dos cajas de proyectiles. Sin palabras tendió a Reid una de las armas.

—Deben servirnos sólo para defendernos. ¡No lo olvide!

* * *

Silenciosamente, las patrullas fueron tomando posiciones en tomo al chalet de Harleyford Road, bajo las órdenes del comisario Ravenal, al que acompañaban Dixon, Reid y Baker. No tardaron en completar el cerco.

Robert contempló el hotel. Era un veterano de la lucha a muerte contra el gangsterismo. En el piso superior, a través de unas mal corridas cortinas, veíase una luz tenue, difuminada, en parte, por la niebla, muy poco espesa. Las demás estaban sumidas en la oscuridad.

Ravenal miró a Robert.

—¿Qué plan sugiere? Son compatriotas suyos y conoce mejor que nadie sus reacciones.

El agente del F. B. I. no vaciló en la respuesta:

—Hay que saltar al jardín, sin ser advertidos. Bastarán diez hombres. Penetraremos en la casa por cualquiera de las ventanas de la planta baja. De conseguir reducirles en el interior, aisladamente y por sorpresa, evitaremos que corra la sangre.

—Ponga manos a la obra. ¿Cree que estará Dorothy Toombs en el interior?

—No. El que ordenó raptarla posee un escondite más seguro.

—¿Se refiere a Sanderson?

El agente federal no contestó, atento al grupo de agentes que, con Dixon, se disponían a trepar por la alta verja metálica, en cuya parte superior había alambres de espino. Un «policeman», primero en rozarlos, no pudo contener un grito de dolor, al tiempo que se desplomaba.

—¡Abajo! —ordenó Robert, comprendiendo—. ¡Son cables electrificados! Sirven también de alarma. ¡Ese canalla de Dermont debió advertírnoslo!

La luz que brillaba en la ventana del chalet se apagó. El comisario, extrañado, inquirió:

—¿Qué dice, Baker?

—Nada. Pensaba en alta voz. Actuaré solo. Queda un único procedimiento para saltar al jardín.

—¿Cuál?

—Va a verlo ahora mismo.

Robert, con agilidad extraordinaria, trepó a un árbol próximo, cuyas ramas pasaban por encima de la verja.

—¡Le matarán! —advirtió Dixon.

Baker, sin responder, cruzó sobre los cables con apariencia de alambres de espino y saltó al interior del jardín mientras una metralleta entonaba su himno de muerte.

Los proyectiles silbaron sobre la cabeza del agente del F. B. I., quien, para confiar a sus enemigos, lanzó un grito de dolor.

Cesaron los disparos. Robert escuchaba, sin moverse, las órdenes de Ravenal y Dixon.

Un ruido sobre su cabeza le hizo alzar la vista. Reid se disponía a reunírsele por el mismo procedimiento que él empleara.

—¡Rápido! —susurró—. Salte y no se mueva. Interesa hacerles creer que también le cazaron.

El cuerpo del inspector «júnior» surcó el aire y de nuevo una ametralladora disparó una ráfaga.

Irving se incrustó materialmente en el suelo.

Los disparos fueron espaciándose, hasta cesar por completo. Baker musitó:

—Sígame.

Encorvados, avanzaron hasta ocultarse detrás de unos altos setos. Una voz metálica, transmitida, sin duda, desde un coche a través de un amplificador de sonido, se alzó en el aire:

—¡El cerco es completo! ¡Rendíos antes de que sea tarde! ¡Salid con los brazos en alto! ¡Os concedo un minuto de tregua!

—¡Ganas de gastar saliva y de perder el tiempo! —comentó el agente del F. B. I.—. Habrá que sacarlos a tiros. Saben lo que les espera si se les coge vivos.

—¿Cuáles son sus planes, Robert?

—Esperar el fin de la tregua. Después, los fogonazos nos indicarán la posición de nuestros enemigos.

Esperaron en silencio hasta oír de nuevo, a través del altavoz:

—¡Pasó el plazo! ¿Cuál es la respuesta?

Nadie respondió. El silencio era absoluto. Disparos procedentes del exterior indicaron a Robert que los del Yard destrozaban a balazos la cerradura de la puerta metálica del jardín.

A la derecha de Baker y de Reid, los fogonazos de dos metralletas iluminaron una de las ventanas de la casa.

—Llegó el momento.

Corrieron una docena de metros y, milagrosamente indemnes, llegaron junto a una de las paredes del chalet.

—La Providencia nos ayuda —comentó Irving.

—¡Pídala que no nos abandone! ¡Va a hacemos falta su protección!

Los disparos, de tan continuos, formaban un estruendo ensordecedor.

Consciente del valor de los segundos, Baker examinó las contraventanas más próximas. Eran de madera y, sin duda, a causa de la humedad no cerraban por completo. Le fue fácil abrirlas, romper el cristal, al amparo del estrépito de la batalla y penetrar en la casa, seguido de Reid.

Era una alcoba, modestamente amueblada.

—Tire a matar, Irving y no conmine en nombre de la Ley. Es vital anticiparse al enemigo una fracción de segundo Pienso en…

—¿Qué le preocupa?

—El autogiro que participó en el asalto frente al Banco. ¿Y si estuviera en la terraza y lo aprovecharan para huir? No hay que descartar esa posibilidad. Dividámonos. Si encuentra el aparato, inutilícelo a cualquier costa. Suerte.

—Lo mismo le deseo.

El inspector «júnior» se alejó por un largo pasillo, en busca de la escalera que había de conducirle a la terraza. Robert, con el arma firmemente empuñada, se dirigió a la parte frontal de la casa, deteniéndose junto a una entornada puerta a través de la cual vio a dos hombres que disparaban metralletas. Oyó:

—¡Y aseguraba el jefe que los de Scotland Yard tenían prohibido el uso de armas!

—¡No hables tanto y acribilla a aquel grupo! ¡Hay que impedirles que alcancen la fachada, fuera de nuestro ángulo de tiro!

Baker tragó saliva. Pese a que adivinaba la reacción de sus enemigos, no podía matarles por la espalda. Hizo todo lo contrario de lo que aconsejara a Irving Reid:

—¡Levantad los brazos! ¡Pronto!

Los malhechores, lejos de obedecer, giraron rápidamente dispuestos a enfrentarse con el nuevo peligro. Robert oprimió por dos veces el gatillo de su arma, segando las vidas de los miserables.

Guardó el revólver para apoderarse de una Thompson con la que se dirigió al cuarto inmediato en el que tableteaba una metralleta manejada por un individuo. También quiso resistir y encontró la muerte.

Pese al éxito inicial, Baker no se confió. De ser ciertas las declaraciones de Fred Dermont, aún quedaban cuatro hombres en la casa, entre ellos el jefe del grupo de acción, Bernard Rusell.

Al doblar el esquinazo del pasillo, inesperadamente, se encontró cara a un gorila que, como él, llevaba la Thompson en disposición de disparar. Baker, serenamente, le dijo:

—Dile a Bernard que es posible la fuga por la alcantarilla del sótano.

—¿Quién eres tú?

Robert aprovechó el estupor de su adversario para anticipársele en la acción. Una ráfaga surgió de su arma, eliminando el peligro.

Sudoroso por la emoción, continuó su registro de la planta baja. Un quinto indeseable cayó sin vida.

El agente del F. B. I. se había transformado. Era un ser primitivo, de grandes, de increíbles reflejos. ¡Un auténtico cazador!

Junto al «

hall» se detuvo, arrojándose al suelo. Dos individuos, a uno de los cuales identificó como a Bernard, le dispararon, huyendo después hacia los pisos superiores.

Fue tras ellos, estando a punto de ser alcanzado por el plomo. No tuvo oportunidad de hacer uso de su metralleta.

Les vio desaparecer por una pequeña escalera que enlazaba, sin duda, con la azotea. Disparó una ráfaga para advertir a Irving del peligro.

En la terraza sonaron varios disparos. Al salir a cielo descubierto el cuadro le sobrecogió. El inspector de Scotland Yard había matado a uno de sus enemigos, pero se tambaleaba a punto de desvanecerse. Las aspas del helicóptero azotaban ya el aire y los proyectiles disparados por Robert se clavaron inofensivos en el fuselaje.

El aparato, en apenas unos segundos, se elevó, perdiéndose en la noche.

Baker, que había agotado las municiones de la Thompson, la arrojó al suelo por inservible, inclinándose sobre Irving, quien balbució:

—No me dieron tiempo a inutilizar el helicóptero. Me sorprendieron en el trabajo. Pude matar a uno. El que escapó iba herido también. Yo…

Su cabeza se dobló trágicamente. Los dedos de Robert buscaron con angustia el pulso de Reid, al que estimaba muy de veras. ¡Aún latía, pero apenas era un soplo!

Le examinó las heridas. Dos proyectiles le atravesaron el hombro izquierdo y un tercero se le alojó en el pecho. ¡Era preciso evitar que muriese!

Le alzó en sus brazos y le condujo a la planta baja.

El silencio era absoluto. Los del Yard no habían iniciado el asalto, temerosos de caer en una trampa.

Grande fue el asombro de Andrew Ravenal y de Alexander Dixon al ver a Robert portando el cuerpo inanimado de Irving. Explicó:

—Se portó como un bravo. Dentro no queda nadie con vida. Sólo pudo huir y herido, Bernard Rusell. ¿Hay ambulancias?

—Sí.

—Lo que resta es cosa de ustedes, comisario.

Estaba seguro de que nada encontrarían en aquella casa, un refugio semejante al anterior de la orilla del Támesis. La clave de la red de espionaje la encontraría en la guarida del jefe de la organización. Aquellos hombres eran peones a sueldo, simples marionetas.

Quince minutos después, el agente federal paseaba nervioso en la antesala del quirófano del hospital de Santo Tomás, enclavado en Lambeth Palace. En su interior, los cirujanos intentaban salvar una vida joven…

* * *

—¿Qué se sabe de Irving?

La pregunta hizo estremecerse a Robert. El médico acababa de decirle que la situación del herido era extrema.

—Muy grave, comisario. Las próximas veinticuatro horas serán decisivas para él. También para nosotros en lo que investigamos. ¿Le habló Dixon?

—Sí.

—Entonces… Rodeen el fumadero en el setenta y cuatro de Brompton Road. Nadie debe escapar. Yo haré las visitas proyectadas. ¿De acuerdo, comisario?

—Por completo. Suya es la iniciativa. ¡Ah! Como supuso, Dorothy no se hallaba en la casa.

—Lo imaginaba. Apenas tenga alguna noticia, se la comunicaré.

Robert Baker, pensativo, colgó el auricular, abandonando el hospital. Iría a pie hasta su hotel. Necesitaba ordenar sus ideas y descansar unas horas antes de lanzarse a la definitiva ofensiva…

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