Hotel

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Jueves » 15

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Eso también era una vieja práctica en las cocinas. Como cuestión de relaciones públicas, la mayoría de los hoteles cambiarían un plato, si se pedía una alteración del menú, aunque el sustituto fuera más caro. Pero en forma invariable, como en este caso, el individualista debería esperar hasta que todos sus compañeros de mesa hubieran comenzado a comer. Una precaución contra otros que pudieran sentirse inspirados en la misma idea.

Ahora la fila de camareros ante el mostrador de servicio, estaba disminuyendo. En el Gran Salón ya se había servido el plato principal a la mayoría de los asistentes incluyendo a los últimos en llegar. Los ayudantes comenzaban a regresar del comedor con los platos utilizados. Se tenía la sensación de una crisis superada. André Lemieux abandonó su lugar entre los servidores, y miró inquisitivamente al

chef de los reposteros.

Este último, delgado como un palillo, diríase que no probaba los productos que elaboraba. Hizo un círculo con los dedos pulgar e índice.

—Todo listo para ser servido,

chef.

—Monsieur, parece que hemos dominado la situación —comentó André Lemieux, reuniéndose a Peter.

—Diría que ha hecho usted mucho más. Estoy impresionado.

—Lo que usted ha visto ha estado bien. Pero eso sólo es una parte de la tarea —dijo el joven francés con un encogimiento de hombros—. En otras partes no parecemos tan eficientes. Excúseme, monsieur. —Se alejó.

El postre era

Bombe aux marrons y

Cherries flambées. Debía ser servido con cierto ceremonial: la iluminación del salón disminuida y las fuentes llameantes llevadas en alto.

Ahora los camareros estaban alineados ante las puertas de servicio. El

chef repostero y los ayudantes, controlando el arreglo de las bandejas. En el momento de abandonar la cocina, un pequeño plato central en cada bandeja sería encendido, a medida que dos cocineros a los lados les prendían fuego.

André Lemieux inspeccionaba la fila.

A la entrada del Gran Salón, el

mâitre principal, con un brazo levantado, observaba el rostro del

sub-chef.

Cuando André Lemieux hizo un gesto afirmativo, el brazo del

mâitre bajó.

Los cocineros con las bujías, recorrieron las filas de bandejas, encendiéndolas. Las dobles puertas de servicio abiertas y sujetadas. Fuera, un electricista disminuyó la iluminación; la música de una orquesta se fue apagando hasta callar por completo. Entre los asistentes del Salón, cesó el rumor de las conversaciones.

De improviso, un reflector, por encima de los concurrentes, se encendió, enmarcando e iluminando la puerta de la cocina. Se produjo un instante de silencio, y luego se escuchó una fanfarria de trompetas. Cuando terminó, la orquesta y un órgano rompieron juntos, en un

fortissimo, con los compases de

The Saints. Al ritmo de la música, la procesión de camareros con las bandejas llameantes, inició la marcha.

Peter McDermott se dirigió al Gran Salón para ver mejor. Podía contemplar la inesperada y compacta cantidad de comensales, y todo el Gran Salón apretadamente concurrido.

Oh, when the Saints; Oh, when the Saints; Oh, when the Saints go marching in… Desde la cocina, un camarero tras otro, vestidos con sus pulcros uniformes azules, marchaban al mismo ritmo. Para este momento, hasta el último de los hombres había sido utilizado. Algunos, dentro de pocos instantes, volverían para cumplir sus tareas en el otro salón de banquetes. Ahora, en la semioscuridad, las llamas alumbraban como fanales…

Oh when the Saints; Oh when the Saints; Oh when the Saints go marching in… Desde los comensales brotó un aplauso espontáneo, cambiando a un batir de palmas al compás de la música, mientras los camareros rodeaban el salón. El hotel había cumplido su compromiso, tal como había prometido. Nadie, fuera de la cocina, podía saber que unos minutos antes se había producido una crisis y que había sido superada…

Lord, I want to be in that number, When the Saints go marching in… Mientras los camareros llegaban a las mesas correspondientes, las luces volvieron a encenderse mientras se renovaban los aplausos y felicitaciones.

André Lemieux había venido, y se colocó al lado de Peter.

—Se acabó por esta noche, monsieur. Salvo que, quizá, desee tomar un coñac. En la cocina tengo un poco.

—No, gracias —replicó Peter sonriendo—. Ha sido un buen espectáculo. ¡Le felicito!

—Buenas noches, monsieur —saludó el sub-chef, mientras Peter se volvía para alejarse—. Y no lo olvide.

—¿Olvidar qué? —inquirió Peter, deteniéndose, intrigado.

—Lo que ya le he dicho. El hotel de gran categoría que usted y yo podríamos hacer.

Entre divertido y caviloso, Peter se dirigió por entre las mesas del banquete hacia la puerta exterior del Gran Salón.

Había recorrido casi todo el espacio, cuando advirtió algo fuera de lugar. Se detuvo mirando alrededor, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. De pronto lo comprendió. El doctor Ingram, el bravo y pequeño presidente del Congreso de Odontólogos, debía de haber estado presidiendo este acto, uno de los principales de la convención. Pero el médico no se encontraba en el puesto que le correspondía, ni en ningún otro de la larga mesa de cabecera.

Varios delegados, por encima de las mesas, saludaban a sus amigos, que se encontraban en otros sectores del banquete. Un hombre, con un audífono auxiliar para su sordera, se detuvo al lado de Peter.

—Buena concurrencia, ¿eh?

—Ciertamente. Espero que le haya gustado la comida.

—No estuvo mala.

—A propósito —intercaló Peter—, estoy buscando al doctor Ingram. No lo veo en ninguna parte.

—Ni lo verá —el tono fue seco. Sus ojos lo observaron con suspicacia—. ¿Es usted de la Prensa?

—No. Del hotel. Estuve con el doctor Ingram un par de veces…

—Dimitió; esta tarde. Si desea conocer mi opinión, creo que se comportó como un perfecto tonto.

Peter reprimió su sorpresa.

—Por casualidad, ¿no sabría si el doctor Ingram está todavía en el hotel? —interrogó.

—No tengo la menor idea. —El hombre del audífono se alejó.

Había un teléfono interno en el entresuelo de la convención.

El telefonista del conmutador, informó que el doctor Ingram todavía figuraba como residente, pero que no contestaban de su habitación. Peter habló con el cajero jefe.

—¿Ha abonado ya su cuenta el doctor Ingram de Filadelfia? ¿Se marchó ya del hotel?

—Sí, míster McDermott, hace un minuto. Todavía puedo verlo en el vestíbulo.

—Envíe a alguien para rogarle que me espere un segundo, por favor. Bajo inmediatamente.

El doctor Ingram estaba en pie, con las maletas al lado y un impermeable en el brazo, cuando llegó Peter.

—¿Qué problema tiene ahora, míster McDermott? Si lo que desea es un testimonio para el hotel, no va a tener suerte. Además, tengo que alcanzar el avión.

—He sabido su renuncia. He venido a decirle que lo siento.

—Creo que se arreglarán sin mí. —Desde el Gran Salón, dos pisos más arriba, el ruido de los aplausos y exclamaciones llegaba abajo, hasta donde ellos se encontraban—. Parece que ya lo han hecho.

—¿Lo lamenta mucho?

—No. —El pequeño doctor movió los pies, con la mirada baja; luego gruñó—: Soy un embustero. Me duele muchísimo. No debería sentirlo, pero lo siento.

—Me imagino que cualquiera lo sentiría —añadió Peter.

—Entienda esto, míster McDermott. —La cabeza del doctor Ingram se irguió—. No soy un felpudo golpeado. Ni necesito sentirme como tal. He sido un maestro toda mi vida, con muchos testimonios para probarlo. He formado gente docente, como el doctor Nicholas, por ejemplo, y otros por el estilo; procedimientos que llevan mi nombre; libros escritos por mí, que son textos corrientes. Todo eso es material sólido. Los otros… —hizo una indicación con la cabeza hacia el Gran Salón—, son recubrimiento de pastelería…

—No advertí…

—De todas maneras, un poco de recubrimiento no daña. Hasta puede llegar a gustarle a uno. Deseaba ser presidente. Me sentí complacido cuando me eligieron. Es un espaldarazo otorgado por gente cuya opinión se valora. Si voy a ser sincero con usted, míster McDermott (y Dios sabe por qué se lo estoy diciendo), no encontrarme allá arriba esta noche, es algo que me roe el corazón. —Hizo una pausa, mirando hacia arriba, mientras se escuchaban una vez más los ruidos del Gran Salón—. Alguna vez, sin embargo, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios —masculló el pequeño doctor—. Algunos de mis amigos piensan que me he portado como un idiota.

—No es de idiotas el mantenerse firme según los propios principios.

—Usted no lo hizo, McDermott —el doctor Ingram miraba de frente a Peter—, cuando tuvo la oportunidad. Usted estaba demasiado angustiado por el hotel: su trabajo.

—Temo que eso sea cierto.

—Bien, ha tenido la gentileza de admitirlo, así que le diré algo, hijo. Usted no está solo. Ha habido ocasiones en que no he estado a la altura de mis convicciones. Eso va para todos nosotros. Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le ocurre a usted… aprovéchela.

—Lo acompañaré hasta la puerta —dijo Peter, haciendo una seña a un botones.

—No es necesario eso —rechazó el doctor Ingram—. No se moleste. No me gusta este hotel, ni usted tampoco.

El botones lo miró inquisitivamente.

—Vamos —dijo el doctor Ingram.

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