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Jueves » 16

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Al caer la tarde, cerca del grupo de árboles que ocultaba el «Jaguar», Ogilvie dormía todavía.

Despertó cuando comenzó a oscurecer y el sol, como un globo anaranjado, iluminaba el borde de las colinas hacia el Oeste. El calor del día se había transformado en un agradable y fresco atardecer. Ogilvie se apresuró, comprendiendo que pronto sería tiempo de proseguir.

Lo primero que hizo fue escuchar la radio del coche. Parecía que no había novedades; una repetición de lo que había oído antes. Satisfecho, la desconectó.

Volvió al arroyuelo que se encontraba más allá del pequeño grupo de árboles y se refrescó, echándose agua sobre la cara y la cabeza para desvanecer hasta el último vestigio de pesadez. Hizo una rápida merienda con lo que había quedado de su reserva de alimentos; llenó otra vez el termo con agua, depositándolo en el asiento de atrás, junto con algo de queso y pan. Con eso tendría que ir tirando para sostenerse durante la noche. No pensaba hacer nuevos altos innecesarios en la marcha, hasta el día siguiente.

Su ruta, tal como la había proyectado antes de dejar Nueva Orleáns, se dirigía al Noroeste a través del resto del Mississippi. Luego atravesaría la saliente occidental de Alabama, dirigiéndose después hacia el Norte, cruzando Tennessee y Kentucky. Desde Luisville torcería en diagonal a través de Indiana, pasando por Indianápolis. Entraría en Illinois, cerca de Hammond, para llegar, por fin, a Chicago.

El resto de su viaje se extendía a unos mil cien kilómetros. La distancia total era demasiado grande para cubrirla en una sola etapa, pero Ogilvie calculó que para el amanecer estaría próximo a Indianápolis, donde creía que ya estaría a salvo. Una vez allí, sólo lo separarían de Chicago unos trescientos veinte kilómetros.

La oscuridad era completa cuando hizo retroceder el «Jaguar», retirándolo de los árboles protectores, y luego lo hizo marchar con suavidad, hacia el camino principal. Dejó escapar un gruñido de satisfacción al torcer, hacia el Norte, por la ruta nacional 45.

En Columbus, Mississippi, donde fueron enterrados los muertos de la batalla de Shiloh, Ogilvie se detuvo para cargar combustible. Tuvo buen cuidado en elegir una pequeña estación de servicio en los suburbios de la población, que sólo contaba con un par de anticuados surtidores, iluminados por una sola luz. Colocó el coche, adelantándolo lo más lejos posible de la luz, de manera que su parte frontal quedara en sombras.

Eludió la conversación, sin contestar el «¡Buenas noches!» y el «¿Va lejos?» del encargado del negocio. Pagó en efectivo por el combustible y por una media docena de barras de chocolate y se alejó.

Quince kilómetros más al Norte, cruzaba la línea divisoria con el estado de Alabama.

Una sucesión de pequeñas poblaciones que llegaban y quedaban atrás. Vernon, Sulligent, Hamilton, Russelville, Florence; esta última, como lo puntualizaba un cartel, notoria por su manufactura de asientos sanitarios. Pocas millas más adelante, cruzaba el límite de Tennessee.

El tránsito, en general, era escaso y el «Jaguar» funcionaba en forma perfecta. Las condiciones para conducir eran ideales, ayudadas por una luna llena que se levantó en seguida de caer la noche. No había signos de actividad policial de ninguna índole.

Ogilvie, satisfecho, sentía sus nervios relajados.

A ochenta kilómetros al sur de Nashville, en Columbia, Tennessee, giró hacia la ruta nacional 31.

Ahora el tránsito era más denso. Enormes camiones con remolques, con sus faros penetrando la noche como una interminable cadena deslumbradora, pasaban rugiendo hacia el Sur, camino de Birmingham, y hacia el Norte al industrial Medio Oeste. Coches de pasajeros, algunos de los cuales corrían riesgos que no correrían los camioneros, se colaban entre la corriente de vehículos. En algunas ocasiones el mismo Ogilvie se adelantó para pasar a algún otro automóvil de marcha lenta, pero con cuidado de no exceder los límites de velocidad que fijaban las señales indicadoras. No deseaba llamar la atención ni por la velocidad ni por ningún otro motivo. Durante un rato observó un coche que lo seguía, manteniéndose detrás de él, y conduciendo a su misma velocidad. Ogilvie ajustó su espejo retrovisor a fin de evitar el resplandor de los faros, y luego redujo la velocidad para permitir que el otro coche lo pasara. Cuando vio que el automóvil no lo hacía, volvió a su velocidad original, sin preocuparse.

Pocos kilómetros más adelante advirtió que los coches que circulaban por los canales que se dirigían hacia el Norte, disminuían el ritmo de la marcha. Las luces posteriores de frenado de los otros vehículos, se encendían. Corriéndose hacia la izquierda pudo ver lo que parecía ser un grupo de faros, y que los dos canales hacia el Norte se confundían en uno solo. La escena tenía las características normales de cualquier accidente en la ruta.

Entonces, de repente, después de dar vuelta a una curva, vio la verdadera razón de la lentitud. Dos filas de coches de Policía de carretera de Tennessee, con las luces rojas en los techos, destellando intermitentemente, estaban colocados a ambos lados de la carretera. Una barrera iluminada estaba cruzada en el camino central. En el mismo instante, el coche que lo había estado siguiendo, encendió una señal luminosa propia del tipo policial.

Mientras el «Jaguar» aminoraba la marcha y se detenía, agentes estatales, con los revólveres desenfundados, corrieron hacia él.

Temblando, Ogilvie levantó las manos sobre la cabeza.

Un rudo sargento abrió la puerta del coche.

—Mantenga las manos donde están —le ordenó—, y salga despacio. Está arrestado.

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