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La vida de Frank

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Frank, poco recuerda de su vida más allá de lo anotado en el cuaderno. Aunque hubo un acontecimiento que le dejó perplejo, por sorprendente e inexplicable. Imagino que al resto de mortales que conocieran algo así les ocurriría lo mismo.

Acomodaba a su anciana madre en el interior del viejo seat Toledo para trasladarla a Benidorm, al pequeño apartamento colmenero y veraniego donde su mamá pasaba largas temporadas. Aquella mañana de sábado de principios de junio, según la Agencia Estatal de Meteorología, se despertó Madrid con doce grados a las siete de la mañana, el día no fue del todo caluroso, agradable, sin nubes bochornosas en el pasillo del Mediterráneo. Frank y su madre salían del portal de la exangüe casita de la calle el Perdedero, junto al Paseo de Extremadura, para asaltar al viejo seat y atestarlo de maletas y bolsas.

La idea que mantenía Frank sobre el viaje era regresar el domingo por la tarde a Madrid, dejar bien instalada a mamá, como lo hizo tantas y tantas veces, y continuar el lunes con normalidad su jornada de trabajo en la carnicería de la calle la Rubia, negocio familiar que fundara su padre, al que nunca conoció.

La pequeña “carnecería”, como reza aún en la fachada, la abrió con esfuerzo el que dicen fue su progenitor poco después de emigrar desde Valdehúncar, hace de aquello una eternidad. Después de la crisis de las subprimes vinieron otras crisis, fueron momentos poco boyantes en el barrio y Frank quedó solo al frente del negocio, tuvo que despedir al viejo empleado de toda la vida, aquel que dicen se hizo cargo del despacho de carne cuando su padre desapareció y él aún era un feto. La carnicería había ido perdiendo tomo y lomo para crecer en cascos y vientres, a la par que la fachada se oscurecía y el luminoso perdía brillos.

Frank, albergaba la esperanza de poder despedirse algún día de mamá y encontrar novia, disfrutar de la vida y esas cosas que correteaban por su cabeza. Pues, primaba cuidarla hasta el final de sus días, dedicarle todas las atenciones necesarias, a quien decía ser su creadora; aunque le socavaba la duda pensando a veces que sus padres no eran tales. Poco tiempo después de estos propósitos estaba saliendo con Paula, consecuencia quizá del acontecimiento extraño que le ocurrió en Benidorm; de ella el propio Frank escribirá más tarde.

Aquella mañana de sábado arrancaron con tranquilidad, para tomar la carretera hacia la costa, con el silencio acuestas de la poco habladora madre; solo un no corras, o un ten cuidado por el amor de Dios, se escapaba de vez en cuando de entre los labios de la mujer. El ruido monótono y renqueante del seat era el tercer viajero que atenuaba la contundencia de las palabras de mamá. A Frank, le quedaban por delante unas cuantas horas de cavilaciones sosegadas, en esa unión de conductor, vehículo y asfalto; donde el pensamiento se emplastece y al cabo de un tiempo incalculable la pregunta es obvia, por dónde vamos, o la admiración ante un prodigio acaso paranormal: joder si ya estamos en… y resulta que no sabe como coños ha conducido sin enterarse de nada y con la mente en otro sitio, parecía despertar de una ensoñación robótica.

Quizá, en premonición de los acontecimientos futuros, pudo construir una especie de rosario de sucesos y experiencias, desde que tenía uso de razón hasta ese mismo día en el que madre e hijo se acercaban al mar, a disfrutar de un minipiso comprado con los ahorros y el esfuerzo de su padre, corta que te corta babillas, contras y menudos.

Decían de papá que manejaba las tizonas como ningún carnicero de Madrid, pero un forúnculo infectado le contaminó la sangre, según contaron, y en pocos días cuando estaba en lo mejor de la vida dejó de respirar.

Dolencia, como se verá, padecida también por el hijo en momentos decisivos de su vida. Cuando la pareja se instaló en el pequeño apartamento, lo primero que hicieron fue limpiar el interior, desencastrar los olores añeros y después la compra en el Mercadona, menos la carne, que Ramón llevó en una nevera de hielo cinco quilos de hígado fresco de ternera, única vitualla carnívora apta para las raíces molares de su madre, así estaría abastecida durante una buena temporada de proteínas y hierro.

Al caer la tarde, y terminadas las tareas, se sentaron en la terracita del apartamento, en sendas sillas plegables de esas para hacer camping, a contemplar el paisaje que no era otro si no las balconadas traseras de un macrohotel. Mamá suspiró y dijo que antes, hace años, desde allí se olía el mar. Acabada la cena, Frank le dio un beso, deseándole buenas noches, dijo que iba a dar una vuelta y volvería tarde.

A partir de entonces su vida cambió, no sabría si para bien o para mal pero lo hizo profundamente. Horas antes de regresar a Madrid, al día siguiente, mamá le notó nervioso. La pasada noche fue ajetreada, copa tras copa en una macro y la vomitera en el parking hasta que el nivel de ebriedad le permitió desplazarse. Despuntaba la mañana y vio la luz, pero no era una luz cualquiera, aquella era otra luz.

Cuando Frank supo que era un extraterrestre quedó sumido en una depresión de caballo; hasta confirmar por distintos medios que no necesariamente llegó en un platillo volante, que se podía ser extraterrestre habiendo nacido en el Paseo de Extremadura o en Orcasitas, que encarnarse en un humano es un proceso incomprensible como lo es aún el origen de la vida. Esto último, le dejó más tranquilo y animado.

Por estos motivos, se comprenderá más adelante que Frank pueda hablar con los muertos, aunque no con todos, sin que podamos comprender la razón última de este asunto; me refiero efectivamente a esa capacidad.

Más tranquilo, a finales de aquel verano, fue otra vez a Benidorm a por mamá, y le dijo que había conocido a una chica llamada Paula y que dejaría la “carnecería”. El viaje de regreso fue tortuoso, con reproches en cascada y petición de muchas explicaciones.

Pareces otra persona. Ya te dije que el verano en Madrid seca la sesada ¡Háblame Frank! Habla a tu madre. Pero, que distinto te encuentro.

* * *

¿Por qué puedo contar todo esto? ¿Por qué conozco los pormenores? Si aún no se percataron, soy la conciencia del protagonista que escribe estas páginas, por eso puedo narrar su vida, lo que hace, lo que hizo y lo que está dispuesto a hacer, aunque en ocasiones le sugiera que no haga esto o haga aquello, otra cosa es que me haga caso. Mi apariencia física es a una bola blanca de luz invisible que orbita alrededor de su cabeza, y cuando me canso poso mi luminiscencia entre las cejas, apoyada en los arcos superciliares, a modo de tercer ojo. Pero, los humanos con sus burdas capacidades no pueden verme, aunque algunos me intuyan.

Aparecí en la vida de Frank cuando tenía siete años, es cuando las conciencias adquieren su forma final y madurez, y desapareceré cuando su cerebro se colapse y me trague como si fuera un agujero negro, eso será la muerte, no sentiré nada pero cuando me vaya dejaré de pasarlo bien, pues como conciencia de Frank no me va mal, la cosa está siempre entretenida.

He decidido añadir estas líneas, a las páginas escritas por Frank, cuando se le acerca ese momento tan triste de la vacuidad; solo hay que verle, todo huesos. Escribo cuando duerme la siesta, de tres y media a cinco de la tarde. Piensa que duerme, pero escribe sin darse cuenta en el cuaderno de su vida que guarda bajo el colchón de la cama, una especie de biografía deslavazada e inconexa acaso fruto de su deterioro neuronal. Cuando escribe consciente y relee lo que escribió de dormido no encuentra una explicación satisfactoria, lo achaca a su demencia, a la falta de riego, a pérdida de memoria, quién sabe, pero le gusta y lo deja sin borrar entre las ocurrencias narradas por él cuando está despierto, lo que me permite, a través de estas palabras, aflorar a la vida que los humanos llaman real.

De algunos asuntos no se acuerda porque con seguridad no fueron interesantes en su vida, a veces escribe de impresiones que se le antojan sobre historia, o música o cualquier tema ocurrente o sugerido por alguien cercano. Otras veces, dice que aparecen cosas escritas en el cuaderno que no sabe si le ocurrieron ciertamente, que tal vez lo recordara en un momento de lucidez, no sabe que pensar, pero, como conciencia de Frank, puedo corroborar que todas son ciertas.

Cuando Frank muera, encontrarán el cuaderno las señoras de la limpieza, o los guardas de seguridad, o el médico que hace la visita rutinaria, o cualquiera, y no se sabe si lo guardará para él o lo destruirá, o quizá lo entregue a un tercero para publicarlo, aunque lo dudo, pues a ese extremo no es tan interesante la vida de Frank. No tiene herederos, nadie que se acuerde de él, salvo un amigo del que hablaré más tarde aunque está en Cuba y tiene alzhéimer, alcanzó el vacío antes de muerto. Si el cuaderno no fuera destruido, y se le diera publicidad, entonces os encontrareis leyendo estas páginas. Será para ambos una satisfacción, después de tanto esfuerzo empleado por un sujeto al que le tienen vedada cualquier conexión con una computadora, y así no pueda conectarse a internet.

En estos momentos se cree dormido, comenzó hace un rato a escribir a mi dictado, sobre la pequeña mesa de estudio. Antes de hablar en profundidad de Frank, diré, para que todos sepan lo que es en realidad una conciencia, que somos entes autónomos de luz blanca a negra según nuestras intenciones, de muy buena conciencia a muy mala conciencia. Si nos encontramos en medio de esos parámetros cromáticos viraremos al rojo o al gris, según. En este caso, soy blanca tirando a blanca sucia, en algún momento fui negra como la pez, pero eso ya se contará.

Frank, me influye y a veces veo como peligra mi invisible color y si no pongo remedio constante estoy condenada a vivir virando a los colores oscuros, más que nada por cómo se desarrollan los acontecimientos y la manera que tiene Frank de escaquearse de mis sabios consejos, todo eso me ennegrece… o estoy equivocada y soy yo la que cambia sin su influencia, tengo tantas dudas. Frank, no logra entender que si estoy blanca en el momento de la muerte, su alma entrará por un túnel de luz donde encontrará el vacío placentero, por el contrario, si estoy negra entrará en un túnel de oscuridad que le lleva directo a la aniquilación como ente cósmico, y no podrá disfrutar de la gozosa nada.

Lo comparo a ser luz de estrella o al contrario luz engullida por un agujero negro; parece que estos matices tan importantes para su felicidad post mortem le den igual.

Frank no es mal tipo, pero hace un tiempo… tuvo que enmendarse. Hizo algunas cosas de las que está arrepentido… o eso creo. Cuando conocí a Frank era un chico molón, con ese aire de intelectual con pantalones cortos y tirantes, gafas de pasta y largos velones de mocos que alumbraban cada vez más según aceleraba la carrera alrededor de un seto en el parque. Mis primeras palabras telepáticas —es un decir— fueron la indicación precisa para que tuviera cuidado. Alertado de varios peligros fue a meter su pequeña pierna desnuda en la boca de una alcantarilla rota y profunda, varias grietas y sangre en el muslo por el hecho de correr alocadamente para dar una colleja al amiguito del parque tantas veces masacrado por gordo y sudón.

Como se puede apreciar, conciencia y mente no se hacen mucho caso. Por entonces, en la infancia, andábamos muy distanciados y Frank fue tomando confianza hasta que ahora apenas podemos distinguirnos el uno del otro. Su última etapa de la vida es una reflexión continua, un análisis basado y en referencia a las palabras oportunas o no de terceras personas. Esto último también le anima a escribir, y le dejo que corra con el lapicero sin parar. Frank recuerda y recuerda de la infancia, cuando nos conocimos y pesaba lo mismo que ahora en este hotel, treinta y seis quilos aproximadamente.

No es sorprendente que haya envejecido, se ha deteriorado con el paso de los años, pero no es menos cierto que sus hechuras, como el tamaño, son iguales que cuando lo conocí. Tengo dudas, las personas normales son más altas de adultas que de niños, Frank no es que sea diminuto, pero es todo muy extraño ¿será verdad que es un extraterrestre? Si fuera cierto, desde este momento queda probado que los extraterrestres tienen conciencia.

El hotel para desahuciados, es un apartadero en el que la severidad con que afrontan la disciplina del centro es sospechosa. Ayer, por ejemplo, hubo un tipo cocinando a hurtadillas y lo represaliaron. Aún no se sabe nada de ese pobre infeliz y no creo que lo sepamos nunca. Por supuesto que, como ente que soy de invisible apariencia, podría moverme alegremente y enterarme de todo, pero encuentro una imposibilidad cuántica. Las conciencias somos bolas de energía que al movernos chocamos unas con otras y revotamos hasta volver a nuestra posición original, entre las cejas como ya dije.

Frank parece agotado, dejaré que vuelva a la cama y duerma algo.

* * *

¡Oh infeliz de mí! Al despertar, otro día más, lamento que arrastraré con dolor este cuerpo ya solo huesos y pellejo, excepto una barriga del tamaño de una sandía mediana que prominencia mi abdomen volviendo más vil mi figura. Se hace pesado el esqueleto.

Levantarme es una tarea incómoda y lastimera, pero ¿qué estoy haciendo? no deseo escribir de mis circunstancias actuales en un hotel poco recomendable y en lánguida existencia. Tengo que plasmar mi vida pasada, eso me ayudará a encontrarme mejor y quizá descubrir alguna respuesta, a preguntas invocadas con frecuencia, que aún no escuché ni fuera ni dentro de mí.

Hoy, me acuerdo de Eva, la niña que me obligaba día tras día a poner en marcha aquel autómata absurdo, un perrito vestido de bombero, bailaba el artilugio mientras quedábamos absortos, alelados sin poder dejar de mirarlo, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Otra vez Franky, otra vez. Evita, era el nombre que escogió su madre a las pocas horas de parir, cuando la Duarte bajaba las escalerillas de un avión en Barajas para darse un baño de multitudes en Madrid. Niña tonta y sonsa, alimentada, crecida, abofeteada y querida al ritmo del Vals del Emperador, ñoña con dos moneditas rosas en los mofletes rosas y una cara de pan que la obligaba a ser lela.

Tonta, Eva, tonta. La encerré en la despensa una siesta de julio, los mayores se dejaban guiar por el sonido de los gritos de la niña, tardaron en encontrarla, sus llantos se escapaban por el agujero de la ventilación y eso despistó. Durante mucho tiempo la niña tonta olió a ultramarino. La niña Eva tenía los calcetines blancos y los zapatos romos de trabilla.

* * *

Siempre hubo autómatas en mi casa, durante toda la vida, durante todas las edades. Uno viejo, oxidado y roto de telas, todas las mañanas arrancaba una sonrisa al pequeño Primo, mientras desayunaba. A pesar del nombre de pila era mi hermano —ya muerto, para su sola desgracia y la de mamá—, no era un hermano cualquiera, nació cuando acababa de enviudar de mi querida Paula. Mamá, que hacía años también se había quedado viuda de mi padre, al que no conocí, un día compartía la tarde conmigo, como queriéndome consolar de la pérdida de Paula; la verdad, me hacía mucha compañía en momentos tan tristes, y me dijo que parecía que su cuerpo de carnicera engordaba a pasos de gigante, que no encontraba una explicación razonable, a los pocos meses apareció un Primo en mi vida, un hermanito de la misma madre. Madre vieja y rorra. Para mí del tamaño de un hijo, para mamá de un nieto, cosas de mi extraña vida.

Primo se levantaba con un hambre voraz, parecía que salió de la barriga de mamá con la intención de devorar el planeta ¿qué alienígena pudo sembrar en nuestra madre la semilla de este cuasi extraterrestre? luego, me enteré que fue un panadero de Coslada.

Primo, enseñaba los pequeños dientes de leche, pochos y negros. Abría su boquita después de una sonrisa como para darme un beso y desplegaba los labios luciendo su pestilencia. Lo hacía para que me diera cosa verlos, y gritaba, gritaba sin mesura con la contundencia de mil locomotoras. Mamá, ya estaba mayor para poner coto a tanto capricho del comportamiento. Las personas que conocían a Primo llegaron a tenerle miedo, otros le tomaron asco y los más interpusieron distancia por la incomodidad de sentir cerca al pequeño tirano. Razón por la que mamá estaba cada vez más sola y deprimida… ah, y más gorda.

* * *

Me marché con Martita, mi segunda mujer, a Nueva York, a casa de Otto. El viaje a priori arrastraba varios acontecimientos absurdos que intentaré poner en claro desmadejando los hechos. Así, tal vez se comprenda mejor la historia.

Sufría en Madrid la persecución de una especie de banda peligrosilla y ciertamente sospechosa en asuntos turbios. No sé qué lío se traían con la compra de unos terrenos anejos, adyacentes o linderos con las tierras que acababa de heredar de la abuela Paquita. Cuando Otto me llamó para invitarme a su casa no lo pensé dos veces, una temporada en América me vendría bien.

Otto decía que yo era su mejor amigo, y cuando me llamó mi cerebro se dislocó un punto. El día veintiuno me muero, Frank. Sí sí, sin lugar a ninguna duda. Ya sabes que eres mi mejor amigo y me gustaría que pasáramos juntos mis últimos días, te lo agradeceré siempre. Cuando dijo lo de siempre, quedé al revés, si se iba a morir no cabía el siempre. Dijo que despedirse de los amigos era más por nosotros, más que por él. En ese detalle imaginé que lo que quería era suicidarse y deseaba que no nos pillara por sorpresa.

Martita, sufridora de todas las cosas raras que me ocurrían, decidió acompañarme a Nueva York, adelantaría sus vacaciones para estar a mi lado, y al de Otto. Julio en Manhattan es insufrible, qué calor más distinto del de Madrid.

Te noto de puta madre tío, me dijo Otto, al poco tiempo me diagnosticaron la enfermedad incurable que soporto y me arrastra al vacío. Dicen que es debido a que violé no sé qué ley natural. No entiendo una mierda los tecnicismos médicos.

Martita no era como Paula, Martita era tranquila y poco habladora, una delicia.

Tal vez Otto pensó que era extraterrestre como yo, no estoy seguro, acaso por esa razón pudo conocer el día en el que tenía que marcharse. Acabo de descubrir que este último pensamiento es pura basura de la memoria y el intelecto, puro relleno de mi mente. Otto no pensaba nada de eso, se cebaba con las hamburguesas que le preparaba la gruesa Molly, que no era su mujer.

* * *

Unos días antes de matarla —a Paula, me refiero, porque la maté como contaré más adelante—, después de hacer el desayuno y dejarlo intacto, salvo el café, volví a la cama. Una mala noche, un grano en el culo, la bronca del jefe la tarde anterior, la pelea con Paula antes de irse a trabajar, el gran portazo que aún resonaba en mi cabeza y una soportable resaca me indujeron a tomar el teléfono y anunciar a un compañero de trabajo, sin pudor, que esa mañana no iba a presentarme. Me voy ahora mismo a urgencias, se me estalló el divieso. Hubiera preferido que fuera cierto, estaba esperando el día del reventón para anotarlo en el calendario virtual de mi embotado cerebro, con letras doradas. Estaba en la creencia de que cada vez que pensara en la desaparición del grano me emborracharía de gozo, cuando no estuviera en mi culo sería un buen pretexto para conseguir la ebriedad, pero luego la vida es distinta de cómo la imaginas y llegas a olvidar las cosas malas que te han ocurrido, aunque las anotes. Dicen que papá, al que no conocí, padecía de estos inconvenientes.

En días como ese me daba cuenta de lo tonto que fui cuando traspasé el negocio de la “carnecería”, ponerme por cuenta ajena fue un error, pero estaba cansado de cortar filetes de contra y mi mente daba para mucho más, que para eso era extraterrestre cosa que no pueden decir otros.

La irresponsabilidad, que se apoderó de mi persona, dijo —como si fuera un geniecillo que me calentara la oreja—: no te duches, no te laves, agarra las cañas de pescar y márchate. Lanza la línea en cualquier remanso del río que tenga buena sombra. Saca del maletero del coche la butaca plegable, siéntate en ella —después de toda la parafernalia de preparación piscatoria— a esperar una picada y si no pican, mejor; despatarrado en la tumbona con la petaca cerca, una toalla puesta sobre la cara para no tragar bichos y así dar una cabezada a lo grande, poder pensar, sí, pensar qué cojones hacía con mi vida a esas alturas.

No es porque estuviera pasando un mal momento lo que me incitaba a reflexionar, no, era por la edad, o eso creía. Unos días antes, me había dado cuenta por primera vez que entonces tenía que optar; resulta que la bebida y la comida en exceso no iban bien para el sexo, si trasnochaba no podía ir a trabajar, no aguantaba, si veía los telediarios no era capaz de mantener a continuación una conversación pausada y reflexiva. Sí… me peleaba a cada momento con Paula, una mierda… Antes era distinto, y acaso por la mutación a mi nuevo estado ella me reprendía por todo, me atosigaba y a veces creo que preparaba el terreno para escapar ¿He dicho escapar? ¿De mí? Me negaba a ser como el Pitu, que si ginseng para esto, jalea real para lo otro, que si los frutos secos, la vitamina E, que si no se qué, que si no se cual… que la chati siempre tiene razón ¡Me pongo al tren! ¡Qué no! Calzonazo de los cojones.

Oye Frank, no bebas, te joderás el hígado, eh Frank, no comas grasas, el colesterol, el… ¡Que se jodan! ¡Que se jodan todos! Esos todos demostraban un cierto egoísmo cuando me recetaban esas odiosas recomendaciones. Tenían un cierto interés en que no me ocurriera nada. Frank deja de engordar. La paranoica de mi madre resulta que era obesa, pero claro, deseaba que no me atizara un ictus o algo así porque estaba sola —hasta que apareció el hermano Primo, lo que complicó aún más la situación—, no tenía a nadie más en el mundo que se preocupara de ella y exhibía la poca vergüenza de decirme que si me pasaba algo quién iba a preocuparse de su situación, en vez de decirme que me cuidase por mi salud, que me quería mucho. A Paula le ocurría tres cuartos de lo mismo, con su mini sueldo no llegaba ni a la vuelta de la esquina… Eso… eso significaba que…tal vez me estuviera poniendo los cuernos, sí…me ponía los cuernos, insisto, estaba preparando el camino para largarse con otro paganini —o eso creía—.

Joder, no se me ha olvidado la telaraña que vi en el techo aquel día, se lo tuve que decir a la chica, parecía un pequeño robot negro, ja, ja, chica… una ecuatoriana de cuarenta y seis con más tiros en el… ¡Ahora caigo! Paula no quería que me ocurriera nada grave, por múltiples razones, por eso quería tener un hijo a toda costa y luego cobrar una bonita pensión mientras otro se la beneficiaba, con su mini sueldo no tenía para cremas, si yo desaparecía se acababa el chollo, y encima como era tan pija me quería fino, así no se avergonzaba delante de las amigas. Frank, desde hace dos años te desmejoraste mucho. Y una mierda, mi compañero Pitu tiene que cuidarse un huevo porque Petunia, su mujer, tiene lavado su cerebro, le domina para que sea siempre su esclavo fiel. Llegó a convencerle que se pierde en bolsa cuando estás mal contigo mismo, cuando te sales de la estética adecuada, de la vida ideal. Frank, todo está interconectado, intercomunicado y si te sales del guión la jodes; no he vuelto a ponerle los cuernos a Petunia desde la quiebra de Lemanbrother. ¿Tendría razón? Se me evaporó un fondo de inversión ese mismo año, justo cuando fui más rebelde y mi plan de pensiones pasó a ser de niño… Quizá por eso estoy ahora en esta mierda de hotel de tercera, en vez de en una residencia con campo del golf, esperando... mis días se acaban.

Volviendo a lo ocurrido aquel día, tomé la decisión de no llamar a la ofi, tal vez fuera lo mejor y lo de pescar tenía que sopesarlo más despacio. Podía subirme al coche e iniciar una conducción sin rumbo y cuando se aproximara la hora de comer pararía y lo haría en el primer lugar que dijera: restaurante, sin pensar si sería bueno o malo, si estaría cochambroso o sería un lugar inmaculado. Me decía estas cosas sin una idea clara de la decisión apropiada, del rumbo físico que debería tomar. Esperaré acontecimientos sorpresa, a los postres; un buen rollete con la camarera, una clienta a la que ligo mientras tomo el café, una pelea con un camionero sin sentido del humor. Y si no acontece nada extraordinario, después de comer seguiré con rumbo a ninguna parte y daré con mi cuerpo en un tugurio cualquiera, a ver que se cuece. Dormiré, después de múltiples escenas entretenidas, donde se presente la oportunidad. Me levantaré con una enorme resaca, pero dentro de mí estaré más bien que otra cosa. Todo esto me dije aquel día para luego pensar ¿Y si dejara a Paula?

Un ser tan sumamente irresponsable, como creo ser, debería haberlo hecho sin remordimientos y sin pestañear. Fuera apegos, fuera empatía. Pero, como a la irresponsabilidad sumo una cierta cobardía, me dije que mejor sería despedirme por teléfono. Paulita cariño, me voy… no cielo, a ningún lugar en concreto, me voy para no volver.

Eres un tipo de moral dudosa, Frank. No debías decir las cosas que dices, todo lo que se te ocurre ¡Guárdalo para ti! Te quiero, Frank, pero guárdate toda esa mierda, me haces sentir mal, muy mal.

Imaginaba la carita que se le quedaría a Paula. No cari, no… espera, no cuelgues, estoy ahí en veinte minutos y lo hablamos, debías haber ido al psicólogo, aquel que nos recomendó Julita; estás mal Frank, pero todo se arreglará mi amor, este finde nos vamos a La Granja, comemos unos judiones y… no, mejor te dejo comer cochinillo en Cándido, te lo juro… o si lo prefieres te hartas de gambas en El Sala, aunque se te dispare la tensión con tanta sal… cariño ¿me oyes, cariño?…

Creo que todas son iguales. Sé perfectamente que dijo eso de “te dejo comer…” como si fuera mi médico de cabecera, mi nutrióloga personal, la llave que podía abrir o cerrar mis instintos. Aunque, con la edad había llegado al convencimiento que más vale lo malo conocido que… pues eso, lo bueno hubiera sido responder, que te den Paula, me voy con la del tercero que está de Erasmus, perdón que está buenísima.

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