Horror

Horror


Nunc Dimittis

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—Su criado, ése —dijo—, me llevó a un restaurante de lujo. Me emborrachó. Cuando estoy bebido digo cosas que no debería decir. ¿Comprende? Soy un palurdo. No debería estar aquí, en esta casa tan bonita que tiene. No sé qué decir a personas como usted. A una dama. ¿Comprende? Pero no tengo dinero. Nada. Pregúntele. Se lo expliqué todo. Haré cualquier cosa por dinero. Y mi forma de hablar. A algunos tipos les gusta. ¿Comprende? Así parezco peligroso. A la gente le gusta eso. Pero sólo es una comedia.

Mientras adulaba a la mujer, mientras dirigía hacia ella la infundada gloria de sus ojos, Serpiente había retrocedido, se encontraba casi en la puerta.

La Vampira no hizo movimiento alguno. Cual maravillosa estatua de cera, ella dominaba la habitación, roja, blanca y negra, y el anciano era una simple sombra en un rincón.

Serpiente se volvió bruscamente y salió corriendo. En la ciega oscuridad, recorrió el pasillo casi sin pisarlo, saltó hacia la escalera, tocó, saltó, tocó, llegó a la parte despejada de la casa. El centelleo de las estrellas permitía ver el vidrio de color de la puerta. Cuando ésta se abrió de par en par, Serpiente sabía perfectamente que le habían dejado escapar. Después, la puerta se cerró bruscamente a su espalda y él pasó precipitadamente bajo el marfil y por los escalones exteriores, y cruzó la breve pradera de altos y mojados árboles.

Hasta ese momento, de modo infalible, el instinto le había guiado. Curiosamente, cuando cruzó los portalones hacia el camino desierto y echó a correr en dirección al núcleo de la ciudad, el instinto no le decía que estaba libre.

—¿Recuerdas que te interesaste desde el principio por el crucifijo? —preguntó la Vampira.

—Lo recuerdo, princesa. Me pareció extraño, entonces. Naturalmente, no lo comprendía.

—Y tú… —dijo ella—. ¿Qué pasará después de…? —Hizo una pausa, y agregó—: Después de que me dejes.

Vasyelu se alegró de que su muerte causara momentáneo dolor a la Vampira. No pudo evitarlo, en ese momento. Había visto el fuego reavivarse en ella, centellear y arder en su interior como no había hecho desde hacía medio siglo, encendido por la presencia del ladrón, el gigoló, el parásito.

—Él es joven y fuerte —dijo el anciano—, y puede cavar una fosa para mí.

—¿Y ninguna ceremonia?

La princesa había pasado por alto el mal humor de Vassu, por supuesto, y el tacto que demostró avergonzó al anciano.

—Estar inmóvil será suficiente —dijo él—. Pero gracias, princesa, por tu preocupación. Supongo que eso no tendrá importancia. O no hay nada, o hay algo tan distinto que me asombrará.

—Ah, amigo mío. De modo que no te imaginas condenado.

—No —dijo él—. No, no. —Y de pronto hubo pasión en su voz, un último fuego que ofrecer a la mujer—. En la vida que tú me diste, yo estuve bendito.

La Vampira cerró los ojos, y Vasyelu Gorin presintió que la había herido con su amor. Y se alegró de ello, ya no como un hombre quisquilloso, sino a la manera de un amante.

El día siguiente, poco antes de las tres de la tarde, Serpiente regresó.

Se había levantado viento, y parecía haber empujado al ladrón hasta la puerta con un montón de presurosas hojas muertas. Llevaba el cabello revuelto, y brillante, y las bofetadas del viento habían dado ridícula frescura a su rostro. Pero sus ojos estaban abatidos, cercados, apagados. Los ojos demostraban, como ningún otro de sus rasgos, que había pasado la noche, la madrugada, enzarzado en un segundo método comercial. Podrían haber corrido gruesas cortinas y apagado las luces, pero eso no le habría servido de ayuda. Los sentidos de Serpiente eran doblemente agudos en la oscuridad, y él veía a oscuras, igual que un lince.

—¿Sí? —dijo el anciano, mirándolo inexpresivamente, como si fuera un vendedor.

—Sí —dijo Serpiente, y entró con el viejo en la casa.

Vasyelu no se lo impidió. Naturalmente que no. Dejó que el joven, con todo el brillo que le había producido el viento y sus lastimosos ojos de libertino, avanzara hacia las puertas del salón y se introdujera allí. Vasyelu fue tras él.

Las persianas, de un sombrío color ebúrneo, estaban bajadas y las lámparas encendidas. En una lustrosa mesa las flores brotaban como espuma de un jarrón de jade. Había una segunda puerta que daba acceso a la pequeña biblioteca, y el tenue fulgor de las lámparas tremolaba del suelo al techo, sobre lomos con doradas capas, con un torrente de estáticos e inapreciables libros.

Serpiente entró, paseó por la biblioteca, y salió.

—No he cogido nada.

—¿Ni siquiera sabes leer? —espetó Vasyelu Gorin, mientras recordaba los tiempos en los que él, quinto hijo de un leñador, un zoquete y un borrachín, era incapaz de abrirse paso bebiendo o durmiendo en una vida carente de ventanas o vistas, una mera negrura de error y no reconocido aburrimiento.

Hacía mucho tiempo. En aquel pueblo que era un remiendo bajo los árboles. Y el castillo con sus luces rutilantes, los carruajes en el camino, brillantes, los oscuros árboles a ambos lados. Y recordó haber inclinado la cabeza como respuesta a una pregunta, y extraído una caja plateada de dulces de un bolsillo con la misma facilidad con que había sacado una moneda el día anterior…

Serpiente se sentó y se recostó cómodamente en el sillón. No estaba cómodo, y el anciano lo sabía. ¿Qué estaría pensando? Que había dinero allí, excentricidad con la que cebarse. Que podía cautivar a la mujer, a la vieja, como fuera. Siempre era posible inventar excusas para uno mismo.

Cuando la Vampira entró en el salón, Serpiente, experto, un gigoló, se puso en pie. Y a la Vampira le divirtió el gesto, levemente en esta ocasión. Vestía una túnica blanca como un hueso que le habían enviado de París el año anterior. Jamás se la había puesto hasta entonces. Sujeta al cuello se veía una aterciopelada rosa negra con una gota de rocío que temblaba en el solitario pétalo: una perla procedente de las joyas reales de un zar. El tacto de la Vampira, su inigualable tacto.

Naturalmente, estaba diciendo la perla,

éste es el motivo de que hayas vuelto. Naturalmente. No hay nada que temer.

Vasyelu Gorin los dejó solos. Regresó más tarde con garrafas y vasos. La cena fría había sido preparada por personas de la ciudad que se encargaban de tales menesteres, paté, langosta y pollo, trozos de limón cortados igual que flores, trozos de naranja como soles, tomates que eran anémonas, y océanos de verde lechuga, y frío y rutilante hielo. Vasyelu decantó los vinos. Dispuso las cucharillas de plata para el café, cajas con distintos cigarrillos. La noche invernal se había cerrado ya sobre la casa y una mariposilla, excitada por las habitaciones brillantemente iluminadas, volaba entre las velas y las frutas multicolores. El anciano la capturó con una copa de vidrio, se la llevó y la soltó en la oscuridad. Durante cien años y más, jamás había matado un ser vivo.

De vez en cuando los oyó reír. La risa del joven era al principio demasiado elocuente, demasiado hermosa, demasiado irreal. Pero luego se hizo ronca, estrepitosa. Se hizo genuina.

El viento soplaba sin compasión. Vasyelu Gorin imaginó la frágil mariposilla batiendo las alas contra las inmensas alas del viento, cayendo agotada al suelo. Qué agradable sería el reposo.

En la última media hora antes del alba, la Vampira salió quedamente del salón y subió la escalera. El anciano sabía que ella le había visto aguardando en las sombras. Que ella ni le mirara ni le llamara era su esfuerzo por ahorrarle la visión del repentino resplandor que la cubría, su lustre directo y despiadado. Y de este modo el anciano lo vio indirectamente, nada más que eso. Vio la erguida silueta que ascendía, delgada y límpida como la de una niña. Sus ojos eran juveniles, reflejaban un reencuentro primordial, una novedad total.

En el salón, Serpiente dormía bajo su chaqueta en el alargado sofá blanco, con los cojines bordados bajo su mejilla. ¿Examinaría atentamente su cuello, al despertar, en un espejo?

El anciano observó el sueño del joven. La princesa le había enseñado a hablar cinco idiomas y a leer otros tres. Le había permitido descubrir la música, el arte, la historia y las estrellas. La profundidad, la compasión. Vasyelu Gorin había encontrado el cerrado sepulcro de la vida abierto en todas direcciones a increíbles, inexpresables panoramas. Y sin embargo… Y sin embargo… El trayecto debía tener un final. Consumido por el éxtasis y la experiencia, demasiado cansado ya para reír con alegría. Reposar era todo. Estar inmóvil. Sólo ella podía continuar, porque sólo ella era capaz de renacer eternamente. Para Vasyelu, una vez era suficiente.

Dejó durmiendo al joven. Cinco horas más tarde, Serpiente se marchó silenciosamente. Cogió todos los cigarrillos, pero nada más.

Serpiente vendió los cigarrillos con rapidez. En una de las cafeterías que frecuentaba, se reunió con ciertas personas que, percibiendo algún cambio en la fortuna del joven, lo incitaron a vanagloriarse. Serpiente no accedió, permaneció irritablemente reservado, vago. Era otro patrón. Un viejo encantado de hacerle regalos. ¿Dónde vivía el viejo? Oh, en un piso elegante, en la parte norte de la ciudad.

Parte del día, Serpiente paseó.

Cazador como era, desconfiaba de la despejada estepa que era la luz diurna. Había escasos refugios, y por lo mismo abundantes refugios para los seres que él acechaba. Por la tarde, se sentó en los jardines de un museo. Los estudiantes iban y venían, seriamente solos o en alborotadores grupos. Serpiente los observó. Apenas eran más jóvenes que él, y sin embargo formaban otra especie. De vez en cuando, una chica, tras sorprender su mirada, le sonreía o trataba de demorarse, para interesarle. Serpiente no respondió. Con el económico desprecio de lo que había llegado a ser, desechaba esa clase de encuentros sexuales. La seducción, la juventud de aquellas chicas era un bien sin valor en otros aspectos. Ellas no iban a pagarle.

Pero Serpiente no despreciaba a la vieja. ¿Cuántos años debía de tener? Sesenta, quizá… No, muchos más. Noventa era más probable. Y sin embargo, su cara, su cuello y sus manos eran curiosamente tersas, sin arrugas. En ocasiones, ella aparentaba solamente cincuenta años. Y el cabello teñido, que debería darle un aspecto de mujer pintarrajeada, realzaba la ilusión de una mujer joven.

Sí, ella le fascinaba. Seguramente debía de haber sido actriz. Extranjera, teatral…, rica. Si estaba dispuesta a mantenerle, juzgándole erróneamente su gatito, él se prestaría gustoso al juego, algún tiempo. Le robaría en cuanto ella empezara a hartarse y él decidiera desaparecer.

No obstante, cierto rasgo en la sencillez de estos pensamientos inquietaba a Serpiente. La primera vez huyó, y ahora estaba inseguro del motivo. No por el nombre vampiresco, ciertamente, un nombre de teatro, Draculas, ¿qué otra cosa podía ser? Por otra cosa…, cierta conciencia de destino, para cuya idea su vocabulario carecía de término, y de explicación. Impulsado a huir, impulsado a regresar después, puesto que era una tontería no hacerlo. Y ella sabía tratarle bien. Con gracia, con elegancia. Ella se mostraría honorable, porque los de su clase siempre eran así. Acostumbrados a gastar dinero por capricho, tampoco se resistían a comprar personas. Jamás habían olvidado la carne, además, tenían un precio, puesto que sus raíces se hallaban firmemente trabadas en una época en la que habían existido esclavos.

Pero… Pero él no iría allí esa noche, pensó. No. Era aconsejable que ella no pudiera confiar en él. Iría mañana, o pasado mañana, pero no esa noche.

El rotante mundo se alejó del sol, pasó por un crepúsculo invernal, se sumió en la oscuridad. Serpiente se alegró de ver el fin de la luz, y de ver brotar falsa luz en los bloques de edificios, en las cafeterías.

Salió al amplio pavimento de una calle, y se acercó un hombre y le cogió del brazo por la derecha mientras otro individuo empezaba a caminar junto a Serpiente por la izquierda.

—Sí, es éste, el que se llama Serpiente.

—¿Eres tú? —preguntó el hombre que caminaba junto a él.

—Claro que sí —dijo el otro, apretando con más fuerza el brazo del ladrón—. ¿No nos dieron una descripción exacta? ¿No tiene el aspecto de la descripción?

—Y está en el lugar preciso, además —convino el otro tipo, el que no agarraba a Serpiente—. En la zona precisa.

Los hombres vestían prendas pulcras e inclasificables. Sus rostros eran cetrinos y risueños, y miraban con fijeza. Se trataba de un acto rutinario al que ambos estaban acostumbrados. Serpiente no los conocía, pero sí conocía el tacto, el acento, la risueña fijeza de sus máscaras. Estaba tenso. Pero dejó que la tensión se fundiera, para que los desconocidos vieran y notaran que había desaparecido.

—¿Qué quieren?

El hombre que le agarraba por el brazo se limitó a sonreír.

—Simplemente ganarnos la vida —dijo el otro.

—Haciendo ¿qué?

La iluminada calle desapareció a ambos lados. Por delante, en la esquina, un solar donde una destrozada pared arremetía contra las sombras.

—Al parecer has molestado a alguien —dijo el hombre que solamente caminaba—. Los has molestado mucho.

—He molestado a mucha gente —dijo Serpiente.

—Estoy seguro de ello. Pero hay gente que no lo tolera.

—¿Quiénes? Podría ir a verlos.

—No. Ellos no quieren eso. No quieren que veas a nadie.

La negra esquina se hallaba a pocos metros.

—Podría arreglar las cosas.

—No. Para eso precisamente nos han pagado a nosotros.

—Pero si no sé…

Y Serpiente se volvió hacia el hombre que le sujetaba el brazo y le hundió el puño en su blanda panza. El desconocido le soltó y cayó. Serpiente echó a correr. Cruzó el solar, entró en el brillante resplandor de la siguiente calle y casi estaba riendo cuando el cuchillo arrojado le alcanzó en la espalda.

Las luces dieron vueltas. Algo duro y frío le golpeó el pecho, la cara. Serpiente se dio cuenta de que era el pavimento. Había un ruido apagado y confuso, un sonido que se acercaba y se alejaba, quizás un gentío congregándose. Alguien se puso encima de sus costillas, le extrajo el cuchillo y el dolor empezó.

—¿Listo? —inquirió una voz sofocada por encima de su cuerpo: el hombre al que había golpeado en el estómago.

—Misión cumplida.

Sonó otra voz. Un coche se desvió hacia la acera y frenó roncamente. La puerta del vehículo se abrió y unas pisadas recorrieron el cemento. Detrás de él, Serpiente oyó que los dos hombres se alejaban rápidamente.

Serpiente se dispuso a levantarse, y averiguó sorprendido que era incapaz de hacer tal cosa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó alguien, arriba, muy arriba.

—No lo sé.

—Mira, hay sangre —dijo una mujer en voz baja.

Serpiente hizo caso omiso de la observación. Al cabo de unos segundos intentó levantarse de nuevo, y logró ponerse de rodillas. Le habían herido, eso era todo. Notaba el dolor, pero ya no agudamente, confuso, como el ruido que escuchaba, acercándose y alejándose. Abrió los ojos. La luz había menguado, volvió en una gran oleada, se apagó de nuevo. Al parecer sólo había cinco o seis personas de pie alrededor de él. Cuando se levantó, las sombras más próximas retrocedieron.

—No debería moverse —dijo alguien en tono apremiante.

Una mano tocó el hombro de Serpiente, y se apartó al instante, igual que un insecto.

La luz se hizo negra, y el ruido arremetió contra él como la marea, inundó sus oídos, lo dejó aturdido. Algo le sostenía, y Serpiente lo apartó de él… una pared…

—Vamos, hijo —dijo un hombre.

Las luces se encendieron otra vez, de tal forma que evocaban un cine. No tardaría en encontrarse bien. Se alejó de la pequeña muchedumbre, sin mirar las caras. Con respeto, con reverente temor, la gente dejó marchar al herido, y todos contemplaron el reguero de sangre que iba dejando en el pavimento.

El reloj francés sonó dulcemente en el salón. Eran las siete. Al otro lado de la ventana, el parque estaba negro. Había empezado a llover otra vez.

El anciano había estado observando desde la ventana de la planta baja durante más de una hora. De vez en cuando se alejó inquietamente del vidrio, dio vueltas por la habitación, enderezó un cuadro, cogió un pétalo desechado por las flores moribundas. Luego volvió a la ventana, observó los árboles, la lluvia y la noche.

Menos de un minuto después de las campanadas del reloj, un fragmento de la estática oscuridad se desprendió y comenzó a moverse, muy despacio, hacia la casa.

Vasyelu Gorin se dirigió hacia el recibidor. Mientras andaba, miró la escalera. La lámpara del rellano estaba encendida, y la princesa se hallaba allí iluminada por los rayos de luz, con las manos colgando, elegantes, como si no pesaran, y la cabeza erguida.

—¿Princesa?

—Sí, lo sé. Por favor, apresúrate, Vassu. Creo que apenas nos queda margen.

El anciano abrió la puerta rápidamente. Bajó saltando los escalones con la misma ligereza que un muchacho de dieciocho años. La negra lluvia azotó su rostro, sugestiva de mil recuerdos, y Vasyelu se encontró corriendo por un huerto de Borgoña, por la ladera de una montaña en la Toscana, por la senda de un jardín silvestre cerca de la San Petersburgo que ya no era San Petersburgo, hasta que llegó hasta el cuerpo de un joven que yacía sobre las raíces de un árbol.

El anciano se agachó, y un ojo se abrió pálidamente en la oscuridad y le miró.

—Me dieron una cuchillada —dijo Serpiente—. Me he arrastrado hasta aquí.

Vasyelu Gorin se agachó bajo la lluvia hacia la hierba de Francia, Italia y Rusia y alzó en brazos a Serpiente. El cuerpo se bamboleó, era muy pesado, no ayudó a Vasyelu. Pero no importaba. Qué fuerte era él, podía maravillarse de eso, estaba en pie, soportando en su pecho el peso del joven, y tras dar media vuelta echó a correr hacia la casa.

—No sé —murmuró Serpiente—, no sé quién los envió. Cuánto me gustaría… ¿Es grave? No pensaba que fuera tan grave.

El marfil flotó sobre el rostro de Serpiente y éste cerró los ojos.

Cuando Vasyelu entró en el recibidor, la Vampira se hallaba ya en el escalón más bajo. Vasyelu se acercó con el moribundo, y lo dejó a los pies de la princesa. Luego se dispuso a marcharse.

—Aguarda —dijo ella.

—No, princesa. Se trata de un asunto íntimo. Entre vosotros dos, como en otro tiempo lo fue entre nosotros dos. No quiero verlo, princesa. No quiero ver lo mismo con otro.

Ella le miró un momento, igual que una niña, lamentando haberle molestado, reacia a ceder. Después asintió.

—Vete pues, querido mío.

Vasyelu se alejó al instante. Y no vio a la princesa cuando ésta acabó de bajar el escalón y se arrodilló junto a Serpiente en la alfombra turca cubierta de sangre desde hacía poco. Sí, Vasyelu creyó oír el susurro del vestido, cual fino papel de seda, el murmullo de la minúscula daga al abrirle la carne y finalmente el prolongado y mudo suspiro.

Vasyelu fue a la parte baja de la casa, llegó a la limpia y frígida cocina moderna llena de electricidad. Se sentó allí, y recordó el bosque próximo a la ciudad, las antorchas de los vociferantes aristócratas que iban en su busca por el robo de la caja de dulces, los golpes cuando lo cogieron. Recordó, como algo que vuelve a la memoria, sin dolor y sin opresión, qué se sentía al empezar a morir de esa forma, la confusa cólera, el ir y venir de objetos tangibles, largas pulsaciones de existencia que alternaban con profundos valles de inexistencia. Y luego aquel agónico e increíble arrastrarse, con los dedos en la misma tierra, impulsándose, las piernas capaces a veces de ayudarle, otras veces fallándole, cual pasajeros que hay que arrastrar con el resto. En el cementerio, al borde de la finca, Vasyelu dejó de moverse. No podía continuar. El suelo era frío, y las blancas tumbas, curiosa vegetación petrificada sobre su cabeza, parecían succionar el negro cielo, de tal modo que ellas se oscurecían y el cielo palidecía.

Pero conforme el cielo iba quedándose sin sangre, el sabor anticipado del día iba poseyéndolo. En menos de una hora saldría el sol.

Vasyelu había oído hablar de ella, y sabía que acabaría siendo su siervo. Lo había sabido, tanto en su caso como en el del joven llamado Serpiente, gracias a un presagio de muerte violenta.

Durante todo aquel día, mientras buscaba en la ciudad, nadie había tenido ese estigma, esa marca. Hasta que, en el callejón, la cálida mano le agarró por el cuello, hasta que escrutó aquellos ojos leopardinos. En aquel momento Vasyelu vio la marca, olió su aroma como si fuera hueso socarrado.

El anciano no tenía que preguntar (ni asombrarse de ello) cómo Serpiente, disminuido por una herida mortal, desangrándose y apenas consciente, había podido recorrer tanta distancia, arrastrándose por largas calles duras como uñas, por los jardines musgosos de los ricos, a través de los colosales portalones, por la empapada pradera teñida de noche, tanta distancia y agonizante. También él había hecho lo mismo, hacía más de dos siglos. Y allí le había encontrado ella, entre las altas y blancas tumbas. En cuanto los focos de sus ojos se ajustaron de nuevo, alzó la cabeza y la vio, la criatura más hermosa sobre la que se había posado su mirada. Ella le había dado su sangre. Vasyelu había bebido la sangre de Darejan Draculas, una princesa, una vampira. Un elixir extraordinario que le había salvado. Todas las heridas sanaron. La muerte se desprendió de él cual piel desgarrada y todo lo que él había sido (carroñero, ladrón, camorrista, borracho y, por determinado número de monedas, ramera), todo ello se desmoronó. Tras levantarse, Vasyelu había pisado todo ello, lo había dejado atrás. Se había acercado y arrodillado ante ella, del mismo modo que ella, pocos minutos antes, se había arrodillado ante él para abrigarle, para darle la vida de sus plateadas venas.

Y esto, todo esto, iba a ser para el otro. Ni siquiera la sangre de la princesa, al parecer, confería inmortalidad, sólo longevidad, próxima a su fin para Vasyelu Gorin. Y de este modo, muchas, muchísimas noches a partir de entonces, también el otro acabaría llegando al mismo vacío. También Serpiente recordaría el momento de su despertar, sabría que otro iba a soportar la pasmosa emoción, y todo ello se repetiría después.

Por fin, con cierta sensación de culpa, el anciano salió de la higiénica cocina y volvió al resplandor del piso superior para situarse furtivamente en las sombras del borde de la luz.

Sabía que ella percibiría su presencia, que no iba a molestarse por ello… ¿Acaso no había estado dispuesta a que él se quedara?

Todo estaba hecho.

El vestido de la Vampira yacía cual rosa abierta, el joven apoyado en ella, con los ojos muy abiertos, contemplando a la mujer. Y ella sería la criatura más hermosa que jamás había visto. Alrededor de él, invisibles, las desprendidas pieles de su vida, pellejos que él pisaría despreocupadamente. ¿Y ella?

La cabeza de la Vampira se inclinó hacia Serpiente. El oscuro cabello cayó blandamente. Su cara, empolvada por el brillo de la lámpara, era joven, rebosaba de vitalidad, serena vivacidad, encanto. Todo había vuelto a ella. Había renacido.

Quizá fuera sólo una ilusión.

El anciano agachó la cabeza, en las sombras. La envidia, la pesadumbre habían desaparecido. Finalmente, su vida con la princesa se había convertido en otra piel que debía desprenderse. Iba a disfrutar la paz que ella quizá no tendría nunca, y se alegraba de ello. El joven serviría a la Vampira, y ella sería cazadora una vez más, y bailarina, un brillante fantasma que se deslizaría por el salón de baile de la ciudad, de esa ciudad y de otras, y de todos los mundos intermedios de tierra y espíritu.

Vasyelu Gorin se agitó en la plataforma de su existencia. Iba a marcharse ahora, o muy pronto. Ya escuchaba el murmullo del tren que se aproximaba. Sería muy sencillo, esta vez, totalmente al contrario que la otra. Partiría deseosamente, con todo hecho, en orden. Sabiendo que ella estaba segura.

Incluso había tenue color en las mejillas de la princesa, lozanía. O quizá fuera tan sólo una travesura de la lámpara.

El anciano aguardó a que ambos estuvieran de pie y se alejaran tranquilamente hacia el salón antes de salir de las sombras para subir la escalera. Y escuchó el silencio, el silencio de la pareja, el silencio de los nuevos amantes.

Al pie de la escalera, más allá de la lámpara, la oscuridad era apacible, suave como el cabello de la Vampira. Vasyelu se adentró en la negrura sin temor, tiernamente.

Cuánto la había amado.

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