Horror

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Pordioseros

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STEVE RASNIC TEM

Cualquier hombre, cualquier mujer posee una ambición, por más modesta, por más enterrada que esté. Todos experimentamos una reacción instintiva al ver un mendigo en la calle, un borrachín que duerme en un portal, un menesteroso que cojea bajo la lluvia: o nos repugna tal despojo de humanidad, damos la vuelta avergonzados, nos sangra un poco el corazón, o bien no nos importa un pito. Pero lo que todos parecemos olvidar es que esos hombres y mujeres tuvieron ambiciones igual que nosotros, y ocurrió algo que las mató.

Simplemente decir «Esto no puede sucederme a mí» no altera el hecho de que sí puede sucedernos.

Steve Rasnic Tem es un poeta, escritor de cuentos y editor de Colorado. Infinidad de sus relatos han sido publicados en los Estados Unidos y otros países; su distintivo es la iluminación de temores que no admitimos siquiera reconocer.

Siempre parecían saber dónde estaba, los pordioseros. Siempre parecían saber dónde debían buscar. Entraba en una tienda para comprar cigarrillos o cerveza, y al salir había varios reunidos, aguardándole. Ojos descoloridos y oscura barba cerdosa, cuellos y puños raídos. Manos siempre extendidas, ese aspecto de hambre en el semblante. Al parecer estaban convencidos de que él iba a darles algo; confiaban en él. Desechaban posibilidades mucho más seguras para caer sobre él. Era como si tuvieran una red, como si difundieran la noticia de que él, el pelirrojo, era el hombre al que pedir.

Y sin embargo, él jamás les daba nada. Se mostraba muy educado, nunca rudo, pero a pesar de ello nunca metía la mano en el bolsillo para satisfacerlos, jamás les daba dinero ni se ofrecía a comprarles comida. Pasaba junto a ellos, manteniendo la cabeza tímidamente erecta. No iban a intimidarle, no tenían ningún derecho a intimidarle. Y de todos modos ellos continuaban abordándole: individualmente, de dos en dos, incluso en grupitos.

Vivía en una vieja zona de Denver, una extraña mezcla de urbanizaciones, casas antiguas, edificios abandonados y solares vacíos. Las galerías comerciales del vecindario se hallaban entre las más antiguas de la ciudad, con uno de cada dos comercios cerrados o alquilados como almacenes. Las tiendas parecían nacer y morir, pocas duraban más de un par de meses. Los letreros que anunciaban «Próxima apertura de este local» estaban en evidencia notable, y muchas veces los quitaban, a menudo antes de que el vecindario estuviera informado de la naturaleza del nuevo negocio.

Jirones de carteles colocados encima de otros carteles constituían irregulares murales en casi la mitad de los edificios. Arrancados con sólo un éxito parcial, las sucesivas capas se mezclaban y curtían a la intemperie hasta formar disposiciones de color similares a las láminas de test de Rorschach. Él jamás había visto tantos carteles y anuncios. ¿De dónde habían salido? Nunca había visto personas pegándolos. Propaganda de circo y de campañas, carteles de apoyo al Partido Obrero Socialista, anuncios de reuniones comunitarias, fiestas, ventas de coches con un año de rodaje. Siempre pidiéndote que participaras, que te comprometieras en algo. Sugerían excesiva actividad, pero él sabía que había escaso movimiento desde hacía tiempo.

Tiendas abandonadas, casas con puertas entabladas, solares llenos de maleza (¿no existía alguna ordenanza que regulara esa clase de cosas?), estructuras que se derrumbaban peligrosamente sobre las calles, callejones repletos de basura… Cuando se pensaba en ello la sensación de abandono era casi abrumadora. Igual que una ciudad en tiempo de guerra, o una pesadilla del mundo tras un ataque nuclear. Poquísimas personas en las calles, en especial en esa época del año. Demasiado desagradable.

¿Y de dónde salía tanta basura, y los granos de arena impulsados por el viento que herían los ojos? A veces él tenía la fantasía de que todo se fabricaba fuera de la ciudad y lo traían en camiones o lo soltaban desde aviones.

El número de pordioseros en la zona aumentaba, conforme descendía el nivel aparente de riqueza. Él no lo entendía. Tenía muchas teorías. Quizá la policía los había sacado de otros barrios, quizá fueran residentes de hoteles de la localidad con los gastos pagados por la Seguridad Social…, no deseosos de limosnas en forma de ropa o comida ni siquiera para establecer relaciones. Tal vez formaban un club. Él los observaba atento a ocultos estrechamientos de manos y miradas significativas. Al parecer estaban muy bien organizados. Era imposible que se tratara de una casualidad.

Había cambiado de empleo dos veces en el último año. Permanecer demasiado tiempo en una misma oficina le había incomodado siempre. Ambos empresarios reaccionaron con sorpresa; insistieron en discutir personalmente cualquier problema que pudiera tener él, dijeron que era un hombre valioso, que no podían prescindir de él. Su insistencia le puso nervioso, y en ambos casos dejó vacío su escritorio al momento, prescindiendo del aviso con dos semanas de antelación.

No veía a su esposa y a sus dos hijos desde hacía más de tres años. Lo último que sabía de ellos era que se habían trasladado a Chicago. Eso le hacía sentirse triste, pero no lo bastante para escribir, no lo bastante para ponerse en contacto. Sabía que era su obligación, pero no hacía el esfuerzo. Su actitud le irritaba. Sabía cuán frío, cuán inhumano debía de parecer a otras personas. Pero su carácter le impedía estar atado a una esposa y a unos hijos. Era algo… erróneo, para él. Como si incurriera en un atentado a la moral. Ésa era su acentuada impresión.

Salió de la tienda de comestibles con bolsas bajo ambas axilas. No necesitaba tanta comida, en realidad, y no sabía con exactitud por qué había sido tan extravagante, aunque a veces, desde que abandonó a su familia, experimentaba la alocada urgencia de comprar, de consumir, de ver pudrirse los comestibles hasta que tenía que tirarlos a la basura porque el mal olor era intolerable. Hacer eso liberaba algo en su interior, era un acto relajante.

Estaban aguardándole, un grupo de cinco o seis pordioseros. No podía llegar al coche sin pasar entre ellos. No tenían derecho. No tenían…

No se movieron. Él fue acercándose y acercándose al grupito, y sin embargo no se apartaron. El más alto volvió ligeramente la cabeza, abrió la boca y exhaló en plena cara del transeúnte su respiración prolongada, lenta y rancia. Un olor a caducos apetitos, cosas que agonizaban en la caverna de la boca. Él se desvió, y dos viejas alzaron inmundas manos, con sucias rayas de grasa… ¿O quizás era sangre, con una costra de suciedad encima para curar las heridas? Tuvo lugar una danza lenta y sórdida mientras los pordioseros se movían suavemente al compás de los movimientos de su objetivo, siguiéndolo al parecer con sus pensamientos, sus olores, su inmundicia…, hasta con las perezosas células de sus cuerpos.

Él no pudo soportar la simple idea de que aquellas prendas mugrientas y andrajosas le rozaran…, aquellos dedos torturados y tiznados… Y los ojos… Era insufrible verlos. Los párpados tan oscuros y grasientos… Los ojos parecían haberse perdido.

Pasó entre ellos y, de modo increíble, los pordioseros no le tocaron. Se escabulleron igual que aceite. Oscuros y silenciosos. Jamás habría podido quitar esa mancha si le hubieran tocado.

Le siguieron hasta el coche, siempre a dos pasos de distancia. Él entró, arrancó, y los habría atropellado si no se hubieran apartado repentinamente como una negra y manchada cortina.

Mientras se dirigía a casa pensó de pronto que había recordado a sus padres. Las caras se habían deslizado en su ensueño, simplemente como otras caras de la muchedumbre, y luego se habían adelantado. ¿Desde cuándo no pensaba en sus padres? No logró recordarlo.

Por un momento no consiguió recordar qué había pensado de sus padres, y aunque ese lapsus le ocurría siempre, le resultaba desconcertante. Sabía que era algo importante. Luego, sobresaltado, comprendió que se había esforzado en recordar el día que murieron sus padres, y el funeral subsiguiente. ¿Qué había hecho él? No lo recordaba. Ni siquiera se acordaba de los fallecimientos… Se habían producido, estaba seguro de ello… Pero de pronto era incapaz de recordar un solo detalle. ¿Dónde, cuándo?… Todo era confuso.

Era francamente notable la forma de actuar de los pordioseros. Todos parecían tener asignada una esquina concreta, pero todos estaban preparados para moverse, para reagruparse cuando era preciso. Siempre había varios en cualquier rincón del barrio: delante de un cine, en la escalera de la biblioteca, sentados junto a los árboles delante de la sucursal bancaria, reunidos en el aparcamiento de la compañía de seguros donde él trabajaba. Y siempre había una mezcla de rostros conocidos y nuevos. Debían de tener jefes de cuadrilla, pensaba él. Había reparado en detalles concretos. Muchas caras que aparecían en la sucursal de su banco estaban también en la tienda de comestibles, pero ninguno de esos pordioseros acudía ante la biblioteca.

En la biblioteca le vieron cuando fue a devolver libros que tenía desde hacía muchísimo tiempo. En la tienda de comestibles le sorprendieron de nuevo gastando en exceso, comprando más comida de la que necesitaba. En el cine adquirió una entrada para ver una película pornográfica bajo la atenta mirada de los pordioseros. En la lavandería automática lavó camisas que precisaban un lavado desde hacía tiempo, y ellos estaban más allá de su hombro izquierdo, al otro lado del ventanal, haraganeando en la acera.

Podía haber hecho las compras fuera del barrio, pero no quería hacer eso. No por lealtad al comercio local, sino por interés en observar cómo iban las cosas en el barrio, cómo ocurrían las cosas. Observar la vida del vecindario había llegado a ser una especie de afición para él. Contemplaba el curso cuesta abajo, estudiaba la decadencia. Podía afirmarse que llevaba la contabilidad de todos los edificios que veía, día a día. Veía si faltaban más baldosas, si había más desconchaduras en la pintura, más grietas en la madera. Sabía dónde estaban todas las ventanas rotas, y cuándo aparecía una nueva. Reparaba en la mercancía que salía de los estantes y observaba que no se reponía. Contemplaba el crecimiento de la hierba alrededor de los edificios y en los solares.

Un sábado dio un paseo en coche alrededor del lago. Había más pordioseros que nunca, cientos de pordioseros, mezclados con el acostumbrado gentío que visitaba el lago los sábados. Holgazaneaban, merendaban, incluso jugaban a baloncesto. Casi una convención de pordioseros. Había más que los que él imaginaba, y se preguntó si quizá habría otros que estaban emigrando hacia allí, hacia su barrio, desde otras zonas de la ciudad. ¿O todo se debía simplemente a que estaba muriendo gran cantidad de vecinos, porque sus vidas decaían del mismo modo que el barrio?

Creyó ver a sus padres entre la muchedumbre, tomando el sol con harapientos y sucios atuendos junto a los demás pordioseros, y pasó un rato dando vueltas por aquella zona, pero no estaba seguro, y no volvió a verlos.

De vuelta a casa ese día pensó que en realidad no sabía si sus padres estaban vivos o muertos. No lo recordaba.

Ya en su vivienda se sentó un rato en el porche delantero. Se dio cuenta de que últimamente había prestado poca atención a las casas cercanas. La casa situada al otro lado de la calle tenía entabladas puertas y ventanas, y la cizaña cubría la acera, los cuadros de flores, un triciclo casi enteramente. La casa ubicada al norte de la suya tenía las persianas bajadas, varias ventanas rotas y el correo de algunas semanas se desparramaba junto al buzón. A ambos lados de la calle había viviendas descoloridas, caminos de acceso vacíos, algunos coches abandonados, con el metal oxidado, los faros destrozados, los parabrisas con grietas repletas de telarañas. Desechos y hojas cubrían las bajas aceras.

Se preguntó si era posible. Si él era la última persona que residía en aquella manzana.

No logró dormir esa noche. En cuanto oscureció entró en la casa y se sentó en el sofá, y puso muy fuerte la radio para llenar el vacío. Tenía cosas que hacer, lo sabía, pero no conseguía recordarlas. No recordaba los nombres de sus desaparecidos vecinos. No recordaba qué programa había en la televisión esa noche. No recordaba si había llegado correo. No recordaba si había comido. Repitió su nombre una y otra vez, en silencio, moviendo ligeramente los labios. Eso le hizo sentirse mejor.

Al mirar por la ventana creyó ver las andrajosas sombras en el porche, visitándole de paso, con el color de los ojos sólo un poco más claro que la manchada ropa. Variados tonos de gris. Pero quizás fuera por efecto de la iluminación. Él no podía estar seguro, y no pensaba comprobarlo.

El brillante sol que entraba por la ventana le despertó temprano a la mañana siguiente. Se sentó en el borde de la cama, sintiéndose ligeramente sobresaltado por la mañana. Todo parecía tener un brillo excesivo…, abundaban los resplandores. Pero ese detalle le hizo sentirse mejor esa mañana que en mucho tiempo. Como si la brillantez le ofreciera energía.

Fue a trabajar y reparó en que el barrio parecía más brillante, estaba lleno de sol y promesas pese al estado de calles y edificios. No había pordioseros visibles. No le miraron desde las esquinas como solían hacer.

La ausencia de pordioseros le produjo una extraña inquietud, pero se esforzó en sonreír. No iba a permitir que aquellos menesterosos estropearan la brillante mañana.

En el aparcamiento, junto al edificio de la compañía de seguros, había un comité de recepción. Rostros iluminados y radiantes, brazos extendidos para estrecharle la mano, para empujarle hacia el gentío. Cientos de brazos. Escrutó sus semblantes en busca de falsedad, pero no halló ninguna.

Le saludaron con sus retorcidos dedos y andrajosas ropas, le sonrieron con sus grasientos carrillos sin afeitar. Las mujeres de oscuros ojos le hicieron señas, los estoicos hombres de grasoso cabello y hediondo olor le dirigieron invitadores gestos. Reconoció a la mujer que vivía enfrente de su casa, al hombre que vivía dos casas más abajo.

Creyó ver a sus padres cerca del centro de la muchedumbre y poco a poco se abrió paso entre la masa de cuerpos para buscar a sus progenitores, para hablar con ellos. Había pasado mucho tiempo. Quería explicarles qué hacía, compartir sus pensamientos, pedir consejo. Los necesitaba.

La masa de cuerpos se movió rítmicamente mientras él avanzaba hacia el centro. Vio la cara de su padre allí, la nuca de su madre allá, fuera de su alcance. Se sentía mejor, más satisfecho. Estaba seguro de que conseguiría una esquina para él solo. Le debían eso como mínimo, ¿no?

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