Horror

Horror


En las tinieblas, ángeles

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Y con el relámpago llega la lluvia. Esa frase procede de un viejo poema que mi madre solía cantarme en plena noche, cuando las tormentas me despertaban. No recuerdo más versos. En este momento es tan sólo un fragmento de verdad, un artefacto no desenterrado en el cenagoso lecho fluvial de mi mente. Y yo, el arqueólogo de esta región, me asombro como el que más de lo que a veces descubro. Pero eso, al fin y al cabo, es lo que me mantuvo escribiendo, año tras año. Un motor de creación.

La noche es invisible a causa de las nubes y el sibilante aguacero. Pero a pesar de ello permanezco ante la ventana abierta, a gran altura sobre la ciudad, al mismo borde del cielo.

No veo las calles, ni las escasas personas que se apresuran bajo sus paraguas temblorosos, ni los faros de los coches, si en realidad hay alguno circulando en hora tan nefanda. Sólo veo los espectrales dibujos geométricos, gris carbón sobre negro, de las partes superiores de los edificios más próximos al mío. Pero no son tan altos. Ninguno de ellos es tan alto como el mío.

Nada existe ahora aparte de la tempestad y su furia. La noche ha cobrado vida con la tormenta, tiembla y crepita. ¿O me equivoco? ¿Está animada la noche por algo distinto? Lo sé. Lo sé.

Ahora escucho el sonido…

Los días transcurrieron como el más intenso de los sueños. Esa clase de sueños de los que puedes recordar cualquier detalle cuando lo deseas, reproduciendo sus emociones una y otra vez con la facilidad de un prestidigitador.

Estando con Marissa, olvidé mi obsesivo deseo de localizar a Morodor. Dejé de preguntar dónde estaba o cuándo podría hablar con él. De hecho, confiaba en no verle nunca, porque si había algo de verdad en las leyendas de Fuego del Aire, seguramente tales leyendas debían de brotar de su alma oscura, no de una criatura de aire y de luz que jamás se apartaba de mí.

Por las tardes paseábamos por los interminables jardines (ella se sentía incómoda entre cuatro paredes) y cogerla de la mano parecía infinitamente más gozoso que contemplar las ilimitadas maravillas del castillo. Estoy plenamente convencido de que si por casualidad hubiéramos topado con un grifo mitológico durante uno de tales paseos yo no le habría dedicado más atención que a un gato callejero.

Sin embargo, ninguna criatura de fábula como ésa hizo su aparición, y con el paso del tiempo fui convenciéndome cada vez más de que carecían de fundamento las historias narradas y vueltas a narrar a lo largo de los años. El único poder mágico que Marissa poseía era el que le permitía emocionarme profundamente con una simple palabra, con el mero roce de su carne contra la mía.

—Te mentí —le dije un día.

Era el atardecer. Densos y oscuros rayos de sol resbalaban en nuestros hombros, en nuestra espalda, con la misma lentitud que la miel. Las cigarras gemían cual bronce golpeado y las mariposas danzaban como joyas vivientes mientras recorrían arbustos bajos y flores, igual que un grupo de niños jugando al escondite.

—¿Cuándo?

—Cuando dije que nunca había estado enamorado. —Me volví de espaldas y alcé la vista hacia una nube lanuda de gran altura, un castillo en el cielo—. Lo estuve. Una vez.

La cogí de la mano, pasé mi pulgar por los delicados huesos que acanalaban el dorso.

—Fue cuando estaba en la universidad. Nos conocimos en una clase de psicología y nos enamoramos sin darnos cuenta.

Hubo un silencio momentáneo entre los dos y pensé que tal vez había cometido un error al sacar a colación ese tema.

—Pero no te casaste con ella.

—No.

—¿Por qué no?

—Procedíamos de distintos… ambientes sociales. —Me volví y vi la cara de Marissa ante mí, tan enorme como el sol en el cielo—. Creo que sería difícil explicártelo, Marissa. Era un problema relacionado con la religión.

—Religión. —De nuevo dio vueltas a una palabra en su paladar, como si tratara de averiguar el sabor de un alimento nuevo y exótico—. No estoy segura de entenderte.

—Creíamos en cosas diferentes… o para ser más exactos, ella creía y yo no.

—¿Y no había posibilidad de… compromiso?

—En esto, no. Pero el detalle más irónico de este asunto es que ahora he comenzado a creer, aunque sólo sea un poco. Y ella, creo, ha empezado a dudar de lo que siempre había considerado sagrado.

—Qué triste —dijo Marissa—. ¿Piensas volver con ella?

—Nuestra oportunidad pasó hace mucho tiempo.

Un curioso rasgo había aparecido en los ojos de Marissa.

—De modo que opinas que el amor tiene principio y fin, siempre.

No pude soportar por más tiempo que aquellos fantásticos ojos estuvieran clavados en mí.

—Eso pensaba hace tiempo.

—¿Por qué desvías la mirada?

—Yo… —Contemplé el cielo. La nube-castillo había sufrido una metamorfosis, era un gran pájaro encorvado—. No lo sé.

Sus ojos eran muy claros, penetrantes pese a que la luz natural era oscura.

—Somos exploradores —dijo ella— en el mismo precipicio del tiempo. —Cierto rasgo de su voz me atrajo—. ¿Puede existir realmente un amor sin fin?

En ese momento Marissa estaba escrutando mi rostro detalladamente, como si estuviera confiándolo a su memoria, como si no fuera a verme más. Y ese pensamiento me arrancó de mi pacífico adormecimiento.

—¿Me amas?

—Sí —musité con la voz de otra persona.

Igual que un seco viento entre cañas marchitas. Y atraje su cuerpo hacia mí.

Por la noche parecíamos estar más unidos todavía. Era igual que si yo hubiera robado un fragmento de sol para acostarlo junto a mí: Marissa era tan radiante por la noche como durante el día, ligera y flexible y ansiosa de que la abrazaran, de que la acariciaran. De que la amaran.

—Siente lo que yo siento —musitó, temblorosa— cuando estoy cerca de ti. —Se tendió encima de mi cuerpo—. La boca puede mentir con palabras, pero el cuerpo no. Este calor es real. Todo el amor fluye a través del cuerpo, ¿lo sabías?

Yo distaba mucho de poder responder verbalmente.

Marissa deslizó sus uñas por mi piel, luego la suavidad de pétalos de sus palmas.

—Noto tu cuerpo. Noto cómo respondes al mío. Noto su profundidad. Como si yo fuera la luna y tú el mar. —Sus labios estaban en mi oreja, sus eses sonaban sibilantes—. Es importante. Más importante que lo que tú piensas.

—¿Por qué? —dije en un suspiro.

—Porque sólo el amor puede curar mi corazón.

Me extrañó la cicatriz que vi allí. Me apreté contra ella, le separé las piernas.

—¡Amada mía!

Conocí a Morodor el primer día de mi segunda semana en Fuego del Aire. Y además pareció ser una casualidad.

Fue poco después del desayuno, y Marissa había vuelto a su habitación para cambiarse. Yo estaba paseando por la balaustrada del segundo piso cuando descubrí un nicho en la pared que no había visto hasta entonces.

Me introduje en él y me encontré en un parapeto que recorría la sobresaliente ala norte del castillo. Era como estar suspendido en el aire, y me habría aturdido en extremo la visión de no haber topado al instante con una forma oscura e imponente.

Me apresuré a apoyarme en el pétreo muro del castillo, creyendo haber tropezado por casualidad con otro saliente de su extraña estructura.

Luego, literalmente, fue como si una sombra cobrara vida. La sombra se desprendió del borde del parapeto y en ese momento vi que se trataba de la silueta de un hombre.

Su estatura debía de superar los dos metros, y se cubría con una gran capa negra como el ébano, gruesa y remolineante, que caía sobre su esbelta figura y arrancó un susurró de la piedra del suelo cuando el desconocido se movió.

Se volvió para verme y me quedé boquiabierto. Su cara era alargada y estrecha, tan huesuda como la de un cadáver, y su piel igualmente tan pálida. Sus ojos, bajo cejas oscuramente pobladas, eran fragmentos de materia bituminosa, como puestos allí para taponar un par de agujeros que conducían al interior de su cuerpo. Su nariz era larga y severamente delgada, pero sus labios eran carnosos y rubicundos, proporcionaban el único retazo de color a una cara por lo demás mortalmente pálida.

Sus labios se abrieron infinitesimalmente y pronunciaron mi nombre. De forma involuntaria, me estremecí y de inmediato vi algo que cruzaba los ojos del otro hombre: ni enojo ni pena, más bien fatigada resignación.

—Cómo está usted.

El saludo fue tan formal que me sobresaltó y me dejó la lengua paralizada. Después de tanto tiempo, Morodor se había esfumado de mi mente y yo sólo ansiaba estar con Marissa. De pronto me sentí irritado con él por haberse interpuesto entre mi amada y yo.

—Morodor —dije. Me sentí impulsado a comentarle que él necesitaba sobre todo una buena dosis de sol. La idea casi me hizo reír. Casi—. Perdóneme por esta observación pero yo creía que…, me refiero a que verle por aquí tan tranquilo a plena luz del día…

Me interrumpí, con las mejillas ardiendo, incapaz de proseguir. De todos modos lo había dicho. Me maldije por mi estupidez.

Pero Morodor no se ofendió. Se limitó a sonreír (la visión fue sumamente desagradable) e inclinar levemente la cabeza.

—Un concepto erróneo bastante extendido —dijo con su inquietante voz grave—. De hecho es la luz solar directa la que perjudica mi salud. Soy como un magnífico grabado antiguo. —Su oscuro cabello rozó su alta frente—. Por lo demás me encanta mucho el día.

—Pero tendrá que dormir a alguna hora…

Morodor sacudió su enorme cabeza.

—Dormir es algo desconocido para mí. Si durmiera, soñaría, y eso no me está permitido. —Dio una larga y sibilante zancada junto al parapeto—. Vamos, demos un paseo.

Volví la cabeza hacia la ruta que había seguido yo para llegar allí.

—Marissa sabe que estamos juntos —dijo él—. No tema. Estará aguardándole cuando terminemos.

Caminamos juntos a lo largo del angosto parapeto. Al parecer circundaba el castillo entero, porque no vi ni su principio ni su final.

—Tal vez se pregunte —dijo Morodor con su retumbante y vibratoria voz— por qué le concedí esta entrevista.

Su enorme capa le envolvía con la turbulencia de un mar nocturno, de tal modo que conservaba la noche alrededor de él estuviera donde estuviese.

—Capté en su carta cierta desesperación —prosiguió. Me miró—. Y la desesperación es una emoción con la que puedo identificarme.

—Fue muy amable al acceder a recibirme.

—Amable, sí.

—Pero debo confesar que las cosas… han cambiado desde que le escribí aquella carta.

—Ciertamente.

¿Se trataba de una advertencia vibratoria?

—Sí —repuse precipitadamente—. De hecho, desde mi llegada aquí… —Hice una pausa, sin saber cómo continuar—. El cambio se produjo en cuanto llegué a Fuego del Aire.

Morodor no respondió, y ambos proseguimos el paseo alrededor del castillo. Pude juzgar con precisión la altura a que nos encontrábamos. La niebla que vi la primera noche pudo ser tan sólo una nube que pasaba ante el castillo, como una de esas nubes que tapan la luna. ¿Y por qué no? Allí todo era posible. Consideré ridículo que a sólo ochenta kilómetros de la isla hubiera barcos cisternas y trenes expresos, aviones particulares y pavimentadas calles flanqueadas por tiendas que ofrecían productos envasados pulcramente de empresas internacionales. Con toda seguridad esos modernos artefactos formaban parte del sueño casi desvanecido que yo había tenido anteriormente.

El mar no albergaba embarcación alguna hasta el horizonte. Era un liso y brillante estanque para el deleite de un solo hombre, Morodor.

—Estoy enamorado de su hermana —acababa de balbucear yo, y me hallaba perplejo, esperando, supongo, el impacto de la cólera de mi anfitrión.

Pero en lugar de eso, Morodor se detuvo y me miró fijamente. Después echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas, con el grave y resonante sonido del trueno. Muy lejos, una gaviota chilló, quizás alarmada.

—Mi querido señor —dijo—. ¡Sois el colmo, realmente!

—Y ella está enamorada de mí.

—Oh, oh, oh. De eso no me cabe duda.

—Yo no…

Sus cejas se juntaron oscuramente cual nubes de tormenta.

—Piensa que vale la pena seguir ese curso. —Se alejó—. Pero el miedo, no el amor, señala el fin.

Se introdujo en el castillo por otro nicho. Fue igual que si hubiera atravesado el muro.

—De haber sabido que hoy era el día —dijo Marissa—, te habría preparado.

—¿Para qué?

Nos hallábamos en un cenador, sentados en una mecedora. Sobre nuestras cabezas había arcos de brillantes jacintos y buganvillas, enrollados interminablemente en torno a un enrejado de madera blanca. Faltaba poco para la puesta de sol y el jardín estaba inundado por una intensa luz zafirina casi luminiscente. El viento del oeste nos traía el rico aroma del mar.

—Para conocerle. Él y yo no somos… muy parecidos. Superficialmente, por lo menos.

—Marissa —dije mientras le cogía la mano—, ¿estás segura de ser hermana de Morodor?

—Naturalmente. ¿Qué quieres decir?

—Bien, es obvio, ¿no? —Pero su inexpresiva mirada me obligó a proseguir—. Me refiero a que él es precisamente… lo que se supone que es. Al menos así describen las leyendas a… lo que es él.

Sus ojos se oscurecieron y su mano se separó bruscamente. Me lanzó una mirada de basilisco.

—Debí imaginármelo. —Su voz reflejaba amargo desprecio—. Eres igual que los demás. ¿Y por qué tenías que ser distinto? —Se levantó—. Piensas que él es un monstruo. Sí, admítelo. ¡Un monstruo!

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Y eso me convierte en otro monstruo, ¿no es cierto? Pues bien, ¡vete al infierno!

Y se fue airadamente.

—¡Marissa! —exclamé, angustiado—. ¡No pretendía decir eso!

Y eché a correr tras ella sabiendo que había mentido, que mi intención había sido precisamente ésa. Morodor era tal como las leyendas lo describían. Y peor. Dios mío, era espantoso. Pálido y frío como la muerte. Un motor de energía negativa, incapaz de experimentar emociones reales, incapaz de llorar, incapaz de alegrarse sinceramente. Incapaz de amar.

Sólo el amor puede curar mi corazón.

Yo había dicho lo que pretendía decir. ¿Cómo era posible que una dorada mujer de aire y sol tuviera vínculos de sangre con aquel impresionante y amenazador símbolo de las tinieblas? ¿Qué lógica había en ello? ¿Qué racionalidad? Marissa tenía sentimientos. Reía y lloraba, experimentaba placer y dolor. Y amaba. Amaba.

—¡Marissa! —repetí mientras corría—. ¡Marissa, vuelve!

Pero ella se había esfumado en el laberinto y yo me detuve ante la entrada, percibiendo el intenso aroma de las rosas, y asomé la cabeza. La llamé a gritos una y otra vez, pero Marissa no salió y yo, sin nadie que me guiara, no podía aventurarme a entrar.

Irrumpí colérico en el castillo, decidido a encontrar a Morodor. Y era de noche y las luces estaban encendidas. Como por arte de magia. Del mismo modo que la comida estaba siempre dispuesta y las botellas de vino descorchadas, del mismo modo que mi cama aparecía deshecha por la mañana y hecha por la noche y mi ropa sucia lavada, planchada y recogida con precisión profesional. Y todo ello ocurría sin que yo viera un alma.

Encontré a Morodor en la biblioteca. Era una sala tan espaciosa como una galería artística: tres pisos de libros como mínimo, ascendieron hasta que las ordenadas hileras se perdían en la neblina de la distancia. Estrechas pasarelas de madera circundaban la biblioteca a diversas alturas, unidas por una compleja cadena de escalerillas igualmente de madera.

Morodor se hallaba acuclillado en una de las escalerillas, a tres o cuatro peldaños del suelo. Era una extraña posición para un hombre de su tamaño.

Estaba examinando un libro cuando yo entré, pero lo cerró tranquilamente al escuchar mis pasos.

—Vaya —dije, en tono bastante desagradable—, ¿ninguna encuadernación de cuero?

—El cuero —repuso él en voz baja— requeriría matar animales innecesariamente.

—Ah, entiendo. —Mi tono había cobrado acidez—. Sólo los seres humanos deben tener miedo de usted.

Se irguió y yo retrocedí, de pronto temeroso al ver cómo su cuerpo se estiraba y estiraba hasta empequeñecerme con su monstruosa estatura.

—Los seres humanos —dijo— tienen miedo de mí únicamente porque deciden temerme.

—¿Pretende decir que no les ha dado motivo para que le teman?

—No sea absurdo. —No le había visto tan al borde de la irritación como en ese momento—. No puedo evitar ser lo que soy. Igual que usted. Ambos somos carnívoros.

Cerré los ojos y me estremecí.

—¡Pero hay una diferencia!

—Para ciertas personas he sido un dios.

—Un dios muy siniestro.

Mis ojos se abrieron bruscamente.

—También es preciso que haya dioses siniestros. —Dejó el libro—. Pero a pesar de todo soy un hombre.

—Un hombre que no duerme, que no sueña.

—Que no puede morir.

—¿Aunque le clavara una estaca en el corazón?

Ni yo mismo sabía si mis palabras eran o no serias.

Cruzó la sala hacia una franja de paneles de madera que separaba dos estanterías. Su mano brotó de entre los pliegues de la voluminosa capa y vi al descubierto por primera vez las largas uñas que parecían garras. Temblé al verlas hundirse en la madera con feroz fuerza. Pero no a la manera de un animal enfurecido. El movimiento fue tan preciso como el de un cirujano al seccionar un peritoneo.

Morodor regresó con una astilla de madera de casi medio metro de longitud. Estaba ligeramente ahusada en un extremo, no tan afilada como una aguja pero sí lo bastante puntiaguda para cumplir su cometido. Me la echó a las manos.

—Tenga —dijo roncamente—. Hágalo ahora.

Durante un instante estuve decidido a obedecer. Pero algo se enfrió en mi interior. Me desembaracé de la estaca.

—No pienso hacer tal cosa.

Morodor reflejaba franca desilusión.

—No importa. Esa parte de la leyenda, igual que otras, es incorrecta.

Ocupó de nuevo su elevada posición en la escalerilla, con sus largas piernas muy tensas bajo la capa. El perfil de sus huesudas rodillas era una violenta serie de puntos suspensivos en una página en blanco.

—Las leyendas —dijo— son como los funerales. Cumplen el mismo objetivo. Ofrecen un alivio sin el cual la intrusión de la terrorífica entropía extinguiría el ansia de vida del hombre.

Alzó la vista de sus largas uñas para mirarme.

—Las leyendas se crean para desarrollar su variedad particular de terror. Pero se trata de un terror cuidadosamente constreñido a determinadas limitaciones: es posible matar al hombre lobo con una bala de plata, y la medusa muere al ver su reflejo en un espejo.

»¿Lo entiende? Siempre hay una salida para el intrépido. Es una válvula de escape necesaria para dar salida al terror que acecha a los seres humanos… Ignorancia atávica, el inconsciente. Y la muerte.

Los largos brazos de Morodor cayeron sobre su regazo.

—¿Cuán segura cree que se sentiría la raza humana si todos los hombres supieran la verdad, es decir, que no hay salvación para mí, por más estacas que me claven en el corazón?

—Pero me dijo que la luz solar directa…

—Me perjudicaba. Igual que la gripe, simplemente eso. —Sonrió lánguidamente—. Una, dos semanas de reposo y me recobro.

Su risa era irónica.

—Suponiendo que yo le creyera, ¿por qué me explica todo esto? Usted mismo reconoce que la humanidad no podría aceptar la verdad.

—En consecuencia, usted no dirá nada, ¿no?

—Pero yo lo sé.

Respiró profundamente y por primera vez sus ojos parecieron cobrar vida, chispearon y se agitaron en las profundas y descarnadas cuencas.

—¿Por qué sintió deseos de venir aquí, amigo mío?

—Bien, se lo expliqué en la carta. Me encontraba bloqueado, sin ideas.

—¿Y ahora?

Miré extrañado a Morodor, y poco a poco comprendí su pregunta.

—No puedo decir la verdad, ¿no es eso?

Morodor sonrió como una esfinge.

—Usted es escritor. Puede decir todo lo que desee.

—Antes, cuando le decía que yo era un hombre, hablaba en serio.

Me encontraba con Morodor en uno de los puntos más elevados del castillo, en lo que él denominaba la sala de las nubes. Al igual que el resto de salas que yo había visto allí, ésta tenía empanelado de madera.

—Anhelo vivir exactamente igual que las masas. —Se recostó en su sillón, se removió como si no estuviera cómodo. A derecha e izquierda, grandes ventanales se abrían al estrellado campo de la noche. No había postigos, no había cortinas, era imposible cerrar las ventanas. Entró una brusca ráfaga de frígido viento que agitó el oscuro cabello de Morodor, aunque éste no prestó atención a la caricia—. Pero no interprete mal mis palabras. No hablo como un plutócrata hinchado de riqueza. Soy simplemente… especial.

—¿Qué ocurrió?

Sus ojos chispearon y su cuerpo se removió de nuevo.

—No hay dos casos iguales. En el mío… bien, digamos que mis ansias de vida pesaron más que mi precaución. —Sonrió tristemente—. Pero jamás he pensado que la precaución fuera una virtud deseable.

—No quiere darme más detalles.

Me miró del modo más avuncular imaginable.

—Hice una apuesta con… cierta persona.

—Y ganó.

—No. Perdí. Pero era inevitable perder. De lo contrario no estaría aquí ahora. —Sus ojos reflejaban introversión, casi nostalgia—. Eché los dados una sola vez, contra una pared en vez de un tapete verde.

—Se pasó.

—No. Entré en la vida.

—Y se convirtió en el brujo del amor. Así le llaman a veces: el brujo del amor.

—Es debido a mi… efecto hipnótico en las mujeres. —Se movió ligerísimamente y su capa susurró igual que una arboleda agitada por el viento de medianoche—. Una peculiaridad dictada por la supervivencia. Como ver en la oscuridad o tener radar en el cerebro.

—De modo que no hay nada mágico…

—La magia interviene —admitió—. Se aprenden… muchas artes a lo largo de los años. He tenido tiempo para todo.

Me estremecí, me apreté la chaqueta. Tal vez él no se preocupara por el frío, pero yo sí. Señalé las paredes.

—Dígame una cosa. La parte externa de Fuego del Aire es piedra pura. Pero aquí, en el interior, sólo hay madera. ¿Por qué?

—Prefiero la madera, amigo mío. No soy una criatura de la tierra, y la piedra me ofende, su densidad me inhibe. Me siento más seguro con la madera. —Su mano se alzó, aleteó, volvió a caer en su regazo—. Árboles.

Lo dijo como si fuera una palabra sagrada.

En el silencio que siguió, empecé a sudar pese al frío. Yo por lo menos sabía adónde quería llegar. Me froté las palmas en el tejido de mis pantalones. Carraspeé.

—Morodor…

—Sí.

Sus ojos estaban entrecerrados como si mi anfitrión se dispusiera a dormir.

—Amo sinceramente a Marissa.

—Lo sé.

Pero no me pareció que hubiera amabilidad en su voz.

Respiré profundamente.

—Nos hemos peleado. Según ella, yo veo un monstruo en usted.

Morodor no se movió, sus ojos no se abrieron un milímetro, detalle que yo agradecí muchísimo.

—En un mundo donde existen tantas posibilidades, lo que dice es cierto. Pero de todas formas también soy un hombre. Y el hermano de Marissa. Soy amigo… enemigo. Amo… criado. Todo reside en la percepción. —Continuaba sin moverse—. ¿Qué percibe usted, amigo mío?

Me fastidiaba que él insistiera en llamarme su amigo. No contesté.

—Si no es sincero conmigo, lo sabré. —Sus labios color de rubí parecieron curvarse por las comisuras—. Puede añadir algo a la nueva leyenda… si decide escribir sobre ella.

—No tengo deseos de engañarle, Morodor. Estoy simplemente tratando de aclarar mis sentimientos.

Creí que él hacía un ligero gesto de asentimiento.

—Confieso que… su aspecto me resulta… inquietante.

—Aprecio su candor.

—Oh, demonios, pensaba que usted era espeluznante.

—Comprendo.

—Usted me odia ahora.

—¿Por qué debo odiarle? ¿Porque adopta el punto de vista del mundo?

—Pero eso fue al principio. Usted ha cambiado ya ante mis ojos. Dios sabe que lo he intentado, pero ahora su aspecto ni siquiera me parece raro.

—Y eso le turba —dijo él, como si adivinara mis pensamientos.

—Sí.

Hizo otro gesto de asentimiento con la cabeza.

—Muy comprensible. La turbación pasará. —Me miró—. Pero eso también le causa temor.

—Sí —dije en voz baja.

—Pronto tendrá que ver de nuevo a mi hermana.

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