Horror

Horror


En las tinieblas, ángeles

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Sacudí la cabeza.

—No le comprendo.

—Por supuesto que no. —Su voz se había suavizado—. Tenga paciencia, amigo mío. Es muy joven para tirarse de cabeza por el precipicio…, con el simple motivo de averiguar qué hay más allá.

—Por eso vine aquí.

—Lo sé. Pero ese tiempo ha pasado. Ahora la vida le tiene agarrado por el cuello y la lucha proseguirá hasta el final. —Sus ojos se abrieron bruscamente, tan ardientes como brasas—. ¿Y quién será el vencedor, amigo mío? Cuando sepa la respuesta, lo comprenderá todo.

Cené a solas esa noche. Había pasado varias horas buscando a Marissa, pero parecía haberse esfumado. Aburrido, por fin volví al comedor y me serví grandes cantidades de comida caliente.

Me sentía aterrorizado y había pensado que ello actuaría como inhibidor de mi apetito. Pero, curiosamente, el efecto fue el contrario. Comí y comí como si tan sólo por ese medio pudiera mitigar mis temores.

Me aterrorizaba Morodor, lo sabía. Pero ¿porque le temía o porque me gustaba?

Después de la cena lo único que pude hacer fue arrastrarme escalera arriba, recorrí tambaleante el pasillo y me acosté sin desnudarme.

Mi reposo fue profundo y sin sueños, pero al abrir los ojos era de noche todavía. Me volví en la cama, dispuesto a seguir durmiendo, y oí un ruido. Me incorporé bruscamente, con el vello de mi nuca erizado y tembloroso.

Silencio.

Y en pleno silencio, un extraño, débil grito. Salí de la cama con la intención de abrir la puerta que daba al pasillo, pero el grito sonó otra vez y volví la cabeza. El sonido procedía del exterior, de la negrura de la noche.

Abrí de par en par los postigos y asomé la cabeza tal como había hecho mi primera noche en el castillo. En esta ocasión no había niebla. Las estrellas brillaban de forma intermitente al otro lado de la brumosa capa de nubes, con una luz fría y rabiosa; se encendían y apagaban como si pidieran ayuda en silencio.

Al principio no vi nada, y sólo escuché el agudo suspiro del viento entre los pinos. Luego, hacia mi izquierda, a tanta altura que lo confundí con una nube, algo se movió.

Volví la cabeza hacia allí y vi una sombra mucho más oscura que una nube. Brotó con desquiciante rapidez, más negra incluso que la noche. ¿Un espectro, una ilusión, qué? El ruido de las batientes alas, correosas, córneas y, ¿qué?, costrosas, evocó en mi mente la imagen de un murciélago gigante.

Asomé la cabeza todo lo que pude y vi que el monstruo se dirigía hacia las abiertas aberturas de la sala de las nubes. Crucé velozmente la habitación, salí y subí la escalera dando saltos gigantescos.

En consecuencia, me hallaba falto de aliento cuando me lancé hacia el abierto umbral del nido de águilas, y sólo encontré allí a Morodor.

Mi anfitrión olvidó rápidamente su fingida contemplación del cielo.

—Debería estar durmiendo —dijo.

Pero algo en su tono me indicó que mi presencia era esperada.

—Algo me despertó.

—No sería una pesadilla, espero.

—Un ruido en la noche. Nada relacionado conmigo.

—Normalmente hay mucho silencio. ¿Qué clase de ruido?

—Parecía un chillido…, un grito terrible.

Morodor se limitó a contemplarme, sin parpadear, hasta que me vi forzado a seguir hablando.

—Me acerqué a la ventana y asomé la cabeza. Vi…, vi una sombra que no identifiqué con claridad. Oí el terrible ruido de unas alas.

—Oh —dijo Morodor—, eso es completamente imposible. No hay ninguno aquí, me preocupé de que así fuera. Los murciélagos son fastidiosos, francamente. Como en el caso de los pulpos, me temo que es injusta la reputación que se les achaca.

—¿Qué demonios he visto entonces?

La mano de Morodor se alzó, cayó, describió el arco de un ala de ave.

—Fuera lo que fuese, le ha forzado a subir hasta aquí.

—¡De modo que había algo ahí fuera! —dije con aire de triunfo—. Lo admite.

—Admito que yo deseaba verle —repuso meticulosamente Morodor—. El hecho es que usted está aquí.

—Usted y yo —dije—. Pero ¿y Marissa? He estado buscándola toda la tarde. Debo verla.

—¿Considera sensato verla ahora, proseguir… lo iniciado sabiendo lo que usted sabe de mí?

—Pero ella no es como usted. Son la sombra y la luz.

La mirada de Morodor era fija.

—Las dos caras de la moneda, amigo mío. La misma moneda.

Estaba harto de sus respuestas ambiguas.

—Es posible que usted no desee que yo la vea —dije bruscamente—. Al fin y al cabo, soy un forastero. No soy de Fuego del Aire. Pero si ello es así, permítame advertirle: ¡no pienso ceder!

—¡Bien dicho! —Su mano se cerró—. Olvide lo que ha visto por la ventana de su cuarto. No tiene nada que ver con usted.

Su tono era burlón.

—Un pájaro —dije inciertamente—. Un simple pájaro.

—Amigo mío —repuso él tranquilamente—, no existe ningún pájaro tan grande como el que ha visto esta noche.

Y extendió la mano por primera vez. Noté su tacto frígido, sus largos dedos aferrando mi hombro con una fuerza que me dejó internamente marchito.

—Venga —ordenó—. Ahí, al borde de la ventana.

Me quedé inmóvil, paralizado de asombro cuando Morodor me soltó y se lanzó a la noche.

Chillé, extendí los brazos para salvarlo, pensando que, a pesar de todo, su obvia melancolía indicaba un deseo de morir. Luego vi que su gran capa negra como el ébano se abría igual que una vela, impulsada hacia arriba por las contracorrientes y, por primera vez, contemplé el cuerpo que se ocultaba bajo los voluminosos pliegues.

Yo pensaba que Morodor vestía esa prenda para impresionar, porque era parte de la leyenda. Pero en ese momento supe la verdad. ¿Qué importancia tenían para él las leyendas? Vestía la capa por razones prácticas.

Bajo ella se extendieron las dos alas más extraordinarias que he visto nunca. Eran lustrosas y negras como la noche, tan distintas a unas alas de murciélago como pueda imaginarse. En primer lugar, tenían plumas, o por lo menos estaban recubiertas de largas y sedosas tiras con aspecto de plumas. En segundo lugar, eran tan flexibles como un colibrí e igualmente tan hermosas. Y esa apariencia quedaba realzada por los gruesos tendones musculares que las unían a la espalda. Fue igual que contemplar el torso más bellamente desarrollado: marcado tono muscular combinado con tersas líneas. Y sin embargo… Y sin embargo había algo más, en sentido totalmente literal, porque se precisaba más musculatura a fin de que aquellas enormes alas soportaran el peso del resto del cuerpo.

¡Qué alas! De bruscos ángulos y con la fuerza y la delicadeza de una pincelada, batían el aire cual heroicos motores. Eran una creación espléndida, nada menos que un logro relevante, un pináculo evolutivo del Creador.

Pero del asombro brotó el terror, y pensé: «¡Marissa! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Morodor pretende convertirla en esto. El brujo del amor».

Sin decir palabra, di media vuelta y salí corriendo de la habitación. Tras bajar la escalera de tres en tres, regresé al segundo piso y encontré a Marissa dormida en mi cama.

Con el corazón latiéndome como un martillo de fragua, acerqué una luz a la cara de la mujer. Pero no. La respiración salía sibilante de su boca. No había cambios. A pesar de todo mi miedo a Morodor y a lo que pudiera hacer con su hermana no aminoró.

—¡Marissa! —musité apremiantemente—. ¡Marissa! ¡Despierta!

Le di una sacudida pero ella no despertó. Tras desembarazarme de la vela, me agaché y cogí en brazos a Marissa. Di media vuelta, abrí la puerta de una patada y bajé apresuradamente la escalera. ¿Adónde pensaba ir en ese momento? La respuesta continúa siendo un misterio para mí. Lo único que recuerdo es que yo quería sacar a Marissa de aquel lugar.

Sabía dónde estaba la abandonada trascocina, y ésa fue la ruta que seguí. En el exterior, el viento me alborotó el cabello, pero Marissa continuó dormida.

Pasamos por el cuadro de azucenas atigradas y madreselvas, por el pasillo central del enorme jardín de rosas y llegamos al borde del laberinto. Sin pensarlo, me introduje allí.

El lugar estaba a oscuras. Más oscuro que la noche con sus altos muros de ébano, con la textura del estudio, amenazadores, al acecho por todas partes. Recorrí dando tumbos las estrechas sendas, giré al azar a izquierda y derecha hasta convencerme de que estaba totalmente perdido. Pero al menos Morodor no nos encontraría, y yo llevaba conmigo la única llave que permitía salir de allí.

Jadeante, con los músculos doloridos, me arrodillé en la hierba y dejé a Marissa junto a mí. Miré alrededor. Lo único que oí fue el lejano silbido del viento, como si el tiempo lo apagara. Incluso el retumbo de la marea quedaba fuera del alcance del oído.

Me senté y enjugué el sudor de mi frente sin dejar de mirar el dorado rostro, tan inocente en reposo, tan turbadoramente bello. No podía consentir que…

Los ojos de la mujer se abrieron y la ayudé a incorporarse.

—¿Qué ha pasado?

—Me despertó un ruido extraño —le expliqué—. Vi a tu hermano fuera del castillo. Al principio pensé que era un pájaro, pero cuando salí para averiguarlo, le vi.

Ella me miró sin decir nada. La cogí por los hombros. Yo estaba sudando otra vez.

—Marissa —dije dulcemente—. Tu hermano volaba.

Sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.

—¡Eso ha pasado! Ha llegado el momento.

—El momento —repetí como un estúpido—. El momento ¿de qué?

—Del cambio —dijo ella como si hablara con un niño tonto.

—Sí —contesté—. Lo sospechaba. Por eso te he traído al laberinto. Aquí estamos a salvo.

Las cejas de Marissa se arquearon.

—¿A salvo? ¿A salvo de qué?

—De Morodor —dije, desesperado—. Aquí no podrá tocarte. Ahora no puede cambiarte. Seguirás siendo tal como eres. Nunca deberás tener el aspecto de tu hermano.

Por primera vez vi espanto en sus ojos.

—No lo entiendo. —Marissa se estremeció—. ¿No te lo ha explicado?

—¿El qué? —La abracé—. Salí corriendo en cuanto le vi…

—¡Oh, no! —exclamó—. Todo echado a perder. ¡Todo!

Escondió la cara en sus manos mientras lloraba amargamente.

—Marissa —dije en voz baja, abrazándola con más fuerza—. Por favor, no llores. No puedo soportarlo. Te he salvado. ¿Por qué lloras?

Me apartó de un empujón y me miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Incluso bañada en llanto, Marissa tenía una exquisita belleza. Poco importaba que estuviera abrumada por la pena. Ninguna emoción parecía alterar sus facciones. Ni siquiera, así lo parecía, el mismo tiempo. Sólo Morodor, su perturbado hermano.

—Él debería habértelo explicado. Debía haberte preparado —dijo entre sollozos—. Ahora todo se ha complicado.

—Marissa —repuse mientras la acariciaba—, ¿no sabes que te amo? Lo he dicho y hablo en serio. Nada puede cambiar eso. En cuanto estemos lejos de aquí…

—Dime, ¿cuán profundamente me amas?

De pronto estaba heladamente tranquila.

—¿Cuál es la profundidad de una emoción? Creo que el amor no es mensurable.

—No estés tan seguro —musitó ella—, no hasta que haya terminado de hablar. —Colocó las manos ante su cuerpo, de tal forma que parecían la torre de una iglesia—. No es Morodor la persona que obrará el cambio. Eres tú.

—¿Yo?

—Y el cambio ya ha empezado.

Mi cabeza daba vueltas y apoyé la palma de mi mano en el suelo para no perder el equilibrio.

—¿Qué estás diciendo?

—El cambio se produce únicamente cuando estamos enamorados y el otro nos corresponde. Cuando encontramos pareja. La emoción y su reflejo liberan cierto catalizador químico oculto en las hélices de nuestro ADN, un catalizador latente hasta que es activado. —Sus dedos se entrelazaban y desunían ansiosamente—. No se trata de… una condición que puede crearse por sí sola. Es precisa la pareja. Así se produce. Un imperativo de la naturaleza.

—¡No! —exclamé—. ¡No, no, no! Lo que estás diciéndome es imposible. ¡Es una locura!

—Es vida, y simplemente vida.

—¡Tu vida, no la mía!

Me levanté, me tambaleé, pero no pude escapar de la mirada de sus ojos chispeantes. La contemplé con creciente horror.

—¡Mentirosa! —grité—. ¿Dónde está la pareja de Morodor, si estás diciendo la verdad?

—Lejos —dijo ella tranquilamente—. Alimentándose.

—¡Dios mío! —Di media vuelta—. ¡Dios mío!

Y golpeé la espinosa pared de un seto.

—¿Es posible que el amor contenga tanto terror para ti? —preguntó Marissa—. Tienes una responsabilidad. Contigo mismo tanto como conmigo. ¿No es eso el amor?

Pero yo no podía pensar con claridad. Sólo sabía que debía alejarme de los hermanos. «El cambio ya se ha iniciado», había dicho Marissa. Yo no quería ver los frutos de tan terrible metamorfosis. No después de haber conocido y amado tanto a Marissa, toda ella aire y sol.

Las dos caras de la moneda. ¿No había comentado eso con Morodor? Cuánto debía de haberse reído él. Sí. Dos caras. Pero de la misma moneda.

—¿No lo entiendes? —Escuché la voz, pero no miré a Marissa; me era imposible seguir mirándola—. No tienes nada que temer. Es tu destino…, nuestro destino, juntos.

Sin dejar de aullar, me alejé de ella, me abrí paso dando manotazos, tambaleándome y tropezando en el interior del laberinto. Mi único pensamiento coherente era llegar al mar como fuera y lanzarme hacia su mecedor abrazo.

Nadar. Nadar. Y si tenía suerte, las olas me arrojarían a la blanda arena de alguna playa lejana, muy lejana.

Pero la noche había cobrado vida, estaba llena de sombras que se alimentaban de mi terror. Y como un espejo, las sombras reflejaban las deformes y serpenteantes apariciones del fondo de mi alma, las lanzaban con rudeza hacia la luz para que yo las viera.

Y alrededor el sonido de…

Alas.

A pesar del horrendo tamboreo de la tormenta percibo ese sonido. El mismo sonido que se introdujo en mi profundo sueño aquella noche en Fuego del Aire y me despierto bruscamente. Entonces no lo sabía, pero ahora sí.

Pero ahora sé muchas cosas que desconocía entonces. He tenido tiempo para pensar. Para pensar y para escribir. A veces ambas cosas son la misma. Como esta noche.

Conciliación. Jamás he sido capaz de hacer eso. Jamás he querido hacerlo. Mi trabajo como escritor me mantenía fluido, iba de un sitio a otro a capricho de mi humor. Nueva York hoy, Capri mañana. El mundo era mi ostra.

Pero ¿y yo?

El ruido es más fuerte ahora: un agudo y plañidero silbido como viento entre pinos. Zumba en mi cerebro igual que si me hubiera tomado una botella de excelente champaña. Me siento mareado y algo más que eso. Mi cuerpo es ligero como una pluma. Porque yo lo sé. Lo sé.

No hay nada más que excitación en mi interior en este momento. El miedo y el horror que experimenté en el laberinto se diluyeron. He dispuesto de seis meses para considerar mi destino. Morodor estaba en lo cierto: todos los casos son distintos. La entrada se transforma de acuerdo con la naturaleza de los individuos.

Para mí ese umbral es el amor. Lo negué cuando Marissa me enfrentó al proceso de su mágica transformación. ¡Tanta belleza! ¿Cómo iba a renunciar a ella? Pensé. He tardado todos estos meses en comprender que no temía perder a Marissa, sino a mí mismo. Marissa siempre será Marissa.

Pero ¿y yo? Tememos los cambios más que cualquier otra cosa, y yo no soy distinto.

No era distinto. He olvidado ya a la dorada criatura de Fuego del Aire: ella ronda en mis sueños aún pero yo recuerdo únicamente su temperamento. Es similar a la muerte, esta aceptación de la vida. Quizá sea aquí donde nacen las leyendas.

Alrededor de mí la ciudad sigue durmiendo, a salvo y segura, arropada por los brazos de los mitos que ella misma ha creado. ¡Chitón! No te molestes en turbar su sueño. De todos modos nadie te escuchará.

El batido de las alas es muy fuerte ahora, apaga incluso la intensa pulsación de la lluvia. Resuena en mi mente como latidos cardiacos, mengua mi vista, mi gusto, mi tacto, mi olfato. Pensaba que sólo mi afición a escribir podía dominarme de esa forma: estaba equivocado.

Los postigos de mis ventanas están abiertos de par en par. Estoy empapado por la lluvia, el frígido viento me abofetea. Ambas cosas me mantienen a flote. Tiemblo al pensarlo. Amo. Amo. Esas palabras son un río de plata que ahueca mis huesos.

Y ahora levanto la cabeza hacia el lugar donde la luna llena, la noche pasada, cabalgaba sosegada y clara, espectral ideograma escrito en el aire que me indica que es hora de renunciar a todo cuanto sé, de zambullirme hacia el centro de mi corazón. Seis meses han transcurrido y ha llegado el momento. Lo sé. Porque ahora el intenso rasgueo emana de ese punto. Pom-pom. Pom-pom. Pom-pom.

El sonido del corazón.

Por fin. Allí, en la noche, veo su cara. Ella viene a por mí.

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