Hood

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CAPÍTULO 36

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CAPÍTULO 36

El jinete apareció inesperadamente en el patio de Caer Rhodl. El caballo estaba exhausto: tenía el pelaje húmedo de sudor y la espuma sonrosada por la sangre; las pezuñas se le habían partido. Lord Cadwgan echó un vistazo a la pobre bestia y a su asustado jinete y ordenó a sus caballerizos que se llevaran al animal a los establos y lo atendieran.

— Amigo -le dijo al jinete-, tus noticias deben de ser terribles para hacer que un buen caballo acabe de esta manera. Dime qué ocurre, y rápido. Hay cerveza y comida caliente esperándote.

— Lord Cadwgan -informó el jinete, que apenas se sostenía en pie-. Las palabras que tengo que deciros son más amargas que la ceniza,

— Entonces, ¡escúpelas ya! No serán más dulces por no pronunciarlas.

Enderezándose, el mensajero asintió.

— El rey Rhys ap Tewdwr está muerto, cayó en la batalla ayer mismo -anunció.

Lord Cadwgan sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Hacía sólo unos pocos meses atrás, Rhys, rey de Deheubarth -y el hombre al que la mayoría de los britanos consideraban la última esperanza de los cymry para parar la marea de invasores francos-, había vuelto del exilio en Irlanda, donde había pasado los últimos años congraciándose con los reyes irlandeses, ganándose lentamente su apoyo para la causa británica contra los francos. Se decía que Rhys había vuelto con una enorme hueste y que se estaba preparando para tratar de hacerse con el trono inglés mientras William el Rojo estaba ocupado en Normandía. Tal era la fuerza del nombre del rey Rhys ap Tewdwr, que incluso hombres como Cadwgan, que desde hacía tiempo se había inclinado ante los francos, se permitían esperar que el yugo de los odiados señores feudales pronto pudiera ser levantado.

— ¿Cómo es posible? -preguntó Cadwgan en voz alta-. ¿Quién lo mató? ¿Fue un accidente? -Antes de que el mensajero pudiera responder, el rey intentó serenarse y continuó-: Espera. No digas nada. -Levantó la mano para evitar que con- testara-. No nos quedaremos en el patio como si intercambiáramos rumores en el mercado. Ven a mis aposentos y cuéntame cómo ha ocurrido esta tragedia.

De camino hacia el salón, el rey Cadwgan ordenó que llevaran inmediatamente bebida a sus aposentos; entonces hizo llamar a su mayordomo. Ante la presencia de la reina Añora y del príncipe Garran, hizo que el mensajero se sentara en una silla y le contara todo lo que sabía.

— Nuestro rey recibió la noticia de que algunos marchogi francos habían cruzado nuestras fronteras y habían incendiado algunos de nuestros poblados -empezó a relatar el mensajero tras beber un buen trago de la copa de cerveza-. Pensando que eran sólo unos pocos jinetes, lord Rhys envió una partida de guerreros a detenerlos. Al ver que ninguno de ellos regresaba, dio la alarma y reunió a la hueste. Encontramos a los francos acampados en un valle, en nuestras tierras, donde estaban construyendo uno de esos caers de piedra de los que tanto se envanecen.

— ¿Y dentro de la Marca, dices? -preguntó Garran.

El mensajero asintió.

— En la misma frontera de Deheubarth.

— ¿Y qué dijo lord Rhys al ver esto?

— Nuestro rey envió un mensaje al comandante de los extranjeros exigiendo su retirada y el pago por los asentamientos incendiados, bajo pena de muerte si se negaban a cumplir.

— Bien -dijo Cadwgan, aprobando la medida.

— Los francos se negaron -continuó el mensajero-. Les cortaron la nariz a los mensajeros y enviaron a los desdichados, aún cubiertos de sangre, de vuelta para decirle al rey que los francos sólo partirían con la cabeza del rey Rhys ap Tewdwr como trofeo. -El mensajero alzó la copa y volvió a beber-. Por eso supimos que habían venido a librar batalla contra nuestro señor y matarlo si podían.

— No le dejaron otra elección -observó Garran, quien rápidamente rellenó la copa-. Querían una batalla.

— La tuvieron -afirmó el jinete con tristeza, volviendo a llevarse la copa a los labios-. Aunque los francos tenían una fuerza más pequeña que la nuestra, algo más de cincuenta caballeros y unos doscientos hombres a pie, fuimos víctimas de una traición. Dios lo sabe, y nosotros también. En el momento en que llegamos al frente de batalla, más tropas de marchogi aparecieron desde el sur y desde el este: seiscientos por lo menos, doscientos a caballo y el doble a pie. Se habían escondido y nos estaban esperando. -El mensajero calló un momento-. Habían atravesado Morgannwg y Credigion, y nadie movió un dedo para detenerlos o para avisarnos.

— ¿Qué hay de Brycheiniog? -preguntó Cadwgan-. ¿No enviaron a su hueste?

— No lo hicieron, milord -respondió el hombre secamente-. Ni una espada ni un escudo de Brycheiniog se vio en el campo.

Sin poder articular palabra a causa de la conmoción, el rey Cadwgan contempló al hombre que estaba ante él. El príncipe Garran murmuró un juramento entre dientes y fue acallado por su madre.

— Te ruego que continúes -dijo la reina-. ¿Qué pasó en la batalla?

— Luchamos por nuestras vidas -respondió el mensajero-. Y las vendimos bien caras. Al final del primer día, Rhys dio la orden de batalla y envió mensajes a los cantrefs vecinos, pero nadie respondió. Estábamos solos. -Se pasó una mano por los ojos, como si quisiera borrar el triste recuerdo de esa imagen-. Aún así -continuó-, la batalla duró hasta el anochecer del segundo día. Cuando lord Rhys vio que no podía vencer, reunió al resto de la hueste y nos dividió: envió a seis hombres para que avisaran a nuestros compatriotas y el resto se quedó para buscar la gloria junto a sus camaradas. -El mensajero se calló, mirando al vacío-. Yo era uno de esos seis -dijo en voz baja-. Y aquí estoy para deciros que Deheubarth ya no existe.

El rey Cadwgan dejó escapar un largo suspiro.

— Son malas noticias -afirmó solemnemente-. No hay ninguna duda. -Primero Brychan de Elfael, pensó, y ahora Rhys de Deheubarth. Parecía que los francos no iban a contentarse con Inglaterra. Pretendían quedarse también con Gales.

— Si Deheubarth ha caído -aventuró el príncipe Garran mirando a su padre-, Brycheiniog no tardará mucho en hacerlo.

— ¿Quién ha sido el responsable de esto? -intervino la reina Añora-. Los francos… ¿de quién eran esos guerreros?

— Del barón De Neufmarché -contestó el mensajero.

— ¿Estás seguro? -preguntó Cadwgan al instante-. ¿Lo sabes con certeza?

El mensajero negó con la cabeza.

— No, con toda seguridad, no. Sus líderes llevaban una extraña librea, una que no habíamos visto antes. Pero algunos de los heridos que capturamos pronunciaron ese nombre antes de morir.

— ¿Viste el final? -se interesó Añora, y cruzó las manos bajo el mentón, esperando la respuesta.

— Sí, milady. Yo mismo y otros jinetes vigilábamos desde la cima de una colina. Cuando el estandarte cayó, partimos con las tristes nuevas.

— ¿Adónde vas a ir ahora? -preguntó ella.

— Cabalgaré hasta Gwynedd para informar a los reinos del norte -respondió el mensajero-. Si Dios quiere y mi caballo sobrevive.

— Ese caballo ha corrido tanto como podía, por hoy y por muchos días, me temo -declaró el rey-. Te daré otro, y descansarás y te refrescarás mientras lo preparamos.

— Deberías quedarte aquí esta noche -le dijo Añora al mensajero-. Continuarás mañana.

— Os lo agradezco, milady, pero no puedo. Los reyes del norte están reuniendo tropas para unirse a nosotros. Han de saber que ya no es necesario que ayuden al sur.

El rey ordenó a su mayordomo que trajera comida y preparara provisiones que el mensajero pudiera llevarse.

— Iré a por el caballo -dijo Garran.

— Mi señor, os estoy muy agradecido. -Habiendo cumplido con su tarea, el mensajero, con el rostro lívido, se dirigió tambaleándose a la silla.

— Te dejaremos descansar -dijo la reina, llevándose a su marido.

Una vez fuera de la cámara, el rey se volvió a su mujer.

— Aquí está -concluyó brevemente-. El fin ya ha empezado. Mientras el sur estaba libre, había una posibilidad de pensar en que un día Cymru conseguiría librarse de los francos. Ahora nada detendrá a esos perros avariciosos.

— Tú eres vasallo de De Neufmarché. No hará nada contra nosotros -dijo la reina Añora.

— Vasallo, puede ser -estalló el rey amargamente-, pero primero soy cymry, ante todo. Siempre. Si pago tributos y rentas al barón es sólo para mantenerlo lejos de aquí. Pero ahora parece que no se contentará con nada que no sea menos que apoderarse de todo Cymru y echarnos a patadas hasta el mar.

Sacudió la cabeza ante las implicaciones de la catástrofe que se desplegaban ante él.

— De Neufmarché sólo nos mantendrá hasta que le plazca. Ahora mismo necesita a alguien que se encargue de la tierra y la trabaje, pero cuando llegue el tiempo de devolver algún favor, o dotar a algún pariente con un nuevo territorio o recompensar algún servicio que le hayan rendido, entonces -entonó Cadwgan lúgubremente-, entonces nos lo arrebatará todo y nos echará de estas tierras.

— ¿Qué podemos hacer? -preguntó Añora, estrechando su mentón entre las manos-. ¿Quién va a quedar para plantarles cara?

— Dios lo sabe -respondió Cadwgan-. Sólo Dios lo sabe.

El barón De Neufmarché recibió las noticias de su rotunda victoria con solemnidad y sobriedad. Tras aceptar un informe de las bajas sufridas por sus fuerzas, agradeció a sus comandantes que hubieran llevado a cabo sus órdenes con tanto celo y tanta eficiencia, recompensando a dos de ellos con tierras en los territorios recién conquistados y a otro con un ascenso y el dominio del inacabado castillo que tan rápidamente había arrastrado al rey Rhys hacia su perdición.

— Hablaremos más tarde de esto, en la mesa. Ahora, podéis iros y descansar. Me habéis prestado un buen servicio y estoy complacido.

Una vez que los caballeros se hubieron retirado, se dirigió a la capilla para rezar.

La sencilla habitación, construida dentro de los muros del castillo, permanecía fresca a pesar del calor del día. Al barón le gustaba el aire de silenciosa calma del lugar. Acercándose al sencillo altar de madera, con su cruz dorada y su vela, se hincó de rodillas e inclinó la cabeza.

— Buen Dios -empezó tras unos momentos-, os agradezco que me hayáis concedido la victoria. Que vuestra gloria aumente. Os ruego, Dios Todopoderoso, que también os apiadéis de aquellos que entregaron sus vidas en esta campaña. Perdonadles sus pecados, considerad su valor y tenedlo en cuenta a la hora de acogerlos en vuestro seno celestial. Curad a los heridos, Señor Jesucristo, y otorgadles una rápida recuperación. Confortad en todo a aquellos que han sufrido los dolores de la batalla.

Se quedó allí; y todavía estaba disfrutando de la serenidad de la capilla cuando el hermano Gervais apareció. Ya anciano, pero todavía vigoroso, el clérigo había sido miembro de la corte del barón desde que había llegado a Beauvais como clérigo recién ordenado para servir al padre de Bernard.

— Ah, sois vos, milord -dijo el clérigo cuando el barón se dio la vuelta-. Pensé que os encontraría aquí. -El sacerdote, vestido con un hábito gris, se acercó a su señor-. ¿No estáis celebrando la victoria con vuestros hombres?

— Que Dios os conceda paz, padre -lo saludó Bernard-. ¿Celebrar? No, aún no. Más tarde. Esta noche, quizá.

El sacerdote lo observó durante un momento.

— ¿Hay algún problema, hijo mío?

Persignándose, De Neufmarché se levantó y, cogiendo al sacerdote del brazo, lo condujo fuera de la capilla.

— Paseemos juntos, padre. Hay algo que quiero preguntaros.

Ascendieron a las almenas y empezaron a pasear por la muralla del castillo.

— El duque Harold obligó al duque Guillermo a hacer un juramento sagrado, ¿verdad? -preguntó el barón tras caminar un rato.

El sol ya estaba poniéndose y lo teñía todo de oro. El aire de verano era cálido y pesado, animado por el zumbido de los insectos, que se afanaban entre los juncos y las espadañas de la marisma cercana, debajo de la muralla este.

— Un solemne juramento sobre las sagradas reliquias en presencia del obispo de Cen -respondió el padre Gervais-. Quedó escrito y firmado. No hay ninguna duda sobre ello, ninguna duda. -Mirando al barón, le dijo-: Pero vos ya lo sabéis. ¿Por qué lo preguntáis?

— El juramento -afirmó Bernard- confirmaba la promesa hecha a Guillermo de que iba a aceptar a Edward como legítimo rey de Inglaterra.

— D'une certitude.

— Y todo ello recibió la bendición del Papa -continuó Bernard-, que es el vicario de Dios en la tierra.

— De nuevo, así es -le confirmó el sacerdote. Observó al barón, quien continuó andando, con los ojos fijos en el pavimento de piedra sobre el que marchaban-. Mi señor ¿estáis dudando sobre el derecho divino otra vez?

El barón giró la cabeza rápidamente.

— Dudando no, padre. -Y volvió a desviar la mirada-. Quizá. Un poco. -Suspiró-. Es sólo que me parece tan fácil… -Incapaz de encontrar las palabras suspiró otra vez-. Sólo eso.

— ¿Y qué esperáis? Dios está de nuestra parte. Así ha sido ordenado. William ha sido elegido por Dios para ser rey, y por ello cada empresa que apoya y engrandece su reinado es bendecida por Dios.

Bernard asintió, aún con los ojos bajos.

El sacerdote guardó silencio por un momento.

— Ah, ya sé. Os preocupa que vuestro apoyo al duque Robert pueda girarse en vuestra contra. Que cuando seáis llamado al Juicio Supremo, el precio sea demasiado alto. Es esto lo que os preocupa, n'est cepas?

— Se me ha pasado por la cabeza -confesó el barón-. Apoyé a Robert en su lucha contra el Rojo. El rey no lo ha olvidado y Dios tampoco, creo. Habrá que rendir cuentas y pagar su precio; puedo sentirlo.

— Pero estabais cumpliendo la ley -protestó el sacerdote-. Recordaréis que, en aquel tiempo, Robert era el legítimo heredero. Había que apoyarlo, incluso frente a las reclamaciones de su propio hermano. Hicisteis lo que era correcto.

— Sí, pero Robert no se convirtió en rey -respondió el barón.

— En su reino celestial, Dios consideró apropiado otorgar el trono a su hermano William -dijo el padre Gervais-. ¿Cómo ibais a saberlo?

— ¿Cómo iba yo a saberlo? -repitió Bernard, preguntándoselo en voz alta.

— Précisement! -declaró el sacerdote-. Vos no lo podíais saber, porque Dios no había revelado su elección. Y creo que es eso por lo que el Rojo no castigó a quienes estuvieron en su contra. Entendió que sólo estabais actuando de buena fe, de acuerdo con la ley sagrada, así que os perdonó. Os devolvió su gracia y su favor, mostrándose justo y magnánimo.

El sacerdote abrió las manos como si estuviera presentando algo tan obvio que no necesitaba más descripción.

— Nuestro rey os perdonó. Voila! Dios os ha perdonado.

A la luz de la inquebrantable certeza del anciano sacerdote, Bernard sintió que su melancolía se disipaba.

— Aún hay otro asunto -dijo.

— Dejadme oírlo -se ofreció el sacerdote-. Abrid vuestra alma y obtendréis la absolución.

— Prometí enviar comida a Elfael -confesó el barón-, pero no lo hice.

— Sí que lo hicisteis -replicó el sacerdote-. Vi a los hombres preparando los suministros. Vi partir las carretas. ¿Adónde iban si no a aliviar a los galeses?

— Antes, quiero decir. Dejé que el sacerdote galés pensara que el conde De Braose había robado la primera entrega, porque así convenía a mis propósitos.

— Ya veo. -El padre Gervais se llevó un dedo manchado de tinta al mentón-. Pero cumplisteis vuestra promesa original.

— Oh, sí, la doblé, de hecho.

— Bien -respondió el sacerdote-, entonces habéis convertido lo malo en bueno y os habéis administrado vuestra propia penitencia. Estáis absuelto.

— ¿Y estáis seguro de que mi obtención de tierras en Gales está ordenada por el cielo?

— Deus vultl -confirmó el sacerdote-. Así lo quiere Dios. -Puso la mano en el hombro del barón y le dio un abrazo paternal-. Podéis creerlo. Vuestras empresas prosperan porque Dios así lo ha decidido. Vos sois su instrumento. Alegraos y dad las gracias.

El barón De Neufmarché sonrió, con las dudas despejadas y la fe restaurada.

— Gracias, padre -dijo, radiante de satisfacción-. Como siempre, vuestro consejo me ha hecho buen servicio.

El sacerdote le devolvió la sonrisa.

— Me alegro. Pero si deseáis que el Todopoderoso os siga favoreciendo, construidle una iglesia en vuestros nuevos territorios.

— ¿Sólo una iglesia? -respondió el barón, con el ánimo por las nubes-. ¡Construiré diez!

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