Hood

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CAPÍTULO 37

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CAPÍTULO 37

No podéis salvar a Elfael con una manada de cerdos -estaba diciendo el hermano Aethelfrith.

— ¿Has visto nuestros cerdos? -bromeó Bran-. Son cerdos poderosos.

Iwan siguió la burla y Siarles sonrió con satisfacción.

— Reíd si queréis -dijo el fraile, cada vez más malhumorado-. Pero pronto desearéis haberme escuchado antes.

— La gente está hambrienta -observó Siarles-. Reciben de buen grado cualquier cosa que les podamos dar.

— ¡Entonces, devolvedles la tierra! -gritó Aethelfrith-. Por el amor de Dios, hombre, aún no te has dado cuenta?

— ¿Y no es exactamente eso mismo lo que estamos haciendo? -replicó Bran-. Cálmate, Tuck. Ya estamos trazando planes para hacer exactamente lo que estás sugiriendo.

El fraile negó con su cabeza tonsurada.

— ¿Crees que soy sordo, y también ciego?

— ¿Por qué crees que vigilamos el camino? -le preguntó Iwan.

— Vigilad todo lo que os plazca -respondió, cortante, el clérigo-. No os servirá de nada si no estáis preparados para el flujo del que os estoy hablando.

Todos fruncieron el ceño a la vez.

— Cuéntanos entonces -lo animó Bran-. ¿Qué es lo que nos falta?

— La ambición suficiente -respondió el fraile-. Por la Santísima Cruz y la nariz de Josafat. ¡No pensáis a lo grande!

— Ilumínanos, oh jefe de toda sabiduría -señaló Iwan secamente.

— Veréis. -Tuck se lamió los labios y empezca-: El barón De Braose está construyendo tres castillos en las fronteras norte y oeste de Elfael, ¿verdad? Tiene un centenar o dos centenares de albañiles, por no mencionar a todos los peones que también están trabajando. Hay que pagar a los trabajadores. Tarde o temprano tendrá que pagar hasta al último hombre, centenares de ellos. -Aethelfrith sonrió al ver la luz que empezaba a asomar a los ojos de sus oyentes-. Ah, ahora lo veis, ¿verdad?

— Pagar a centenares de trabajadores… con plata -reflexionó Bran, sin apenas atreverse a dar voz a sus pensamientos-. Un río de plata.

— Un enorme río de plata -lo corrigió Aethelfrith-. ¿No es eso lo que estoy diciendo? Quizá ahora mismo el barón se esté preparando para enviar sus carretas, sus cofres llenos de buenos peniques ingleses para pagar a todos esos trabajadores. Todo el dinero que necesitáis está fluyendo hacia el valle, justo para que nosotros lo cojamos.

— ¡Bien hecho, Tuck! -exclamó Bran, y se incorporó de un salto y empezó a dar vueltas alrededor del fuego-. ¿Has oído, banfaith?-dijo, dándose la vuelta repentinamente hacia Angharad, que estaba sentada, encorvada en su taburete junto a la puerta-. Es exactamente la oportunidad que necesitamos para expulsar a los extranjeros de nuestra tierra.

— Sí, puede ser -asintió ella cautelosamente-. Pero pensad, los francos no enviarán su plata sin protección. Habrá marchogi, y muchos.

Bran le agradeció la advertencia, y entonces se volvió hacia su campeón.

— ¿Iwan?

Frunció el ceño y chasqueó los labios pensativamente antes de contestar.

— ¿Cuántos tenemos? Quizá seis hombres entre nosotros que han empuñado algo más que una espada. No podemos pensar en una lucha cuerpo a cuerpo con hombres a caballos bien entrenados.

— Sí, la plata no caerá en nuestras manos por su propio peso -añadió Siarles.

— Si queréis obtener justicia, también vosotros deberíais ser justos -dijo Angharad, pensativa.

Los otros dirigieron a Bran una mirada inquisitiva y éste les explicó.

— Creo que quiere decir que no podemos atacarlos sin provocación.

El grupo quedó en silencio al pensar en cómo afrontar semejante reto.

— Cierto -dijo Bran, finalmente. Alzando la cabeza, miró al fuego. Sus ojos negros centelleaban con picardía-. No podemos enfrentarnos a caballeros armados, pero el Rey Cuervo sí.

El hermano Tuck permaneció inmóvil.

— Se necesitará más que un gran pájaro negro para asustar a caballeros experimentados, ¿verdad?

— Bien -concluyó Bran. Su sonrisa era oscura y malévola-. Les daremos algo más de miedo.

El abad Hugo de Rainault estaba acostumbrado a lo mejor. Había servido en las cortes de los reyes angevinos; los príncipes habían sido marionetas entre sus manos; los duques y los barones habían corrido a postrarse a sus pies. Hugo había estado en Roma ¡dos veces! y había sido recibido por el Papa en ambas ocasiones: tanto Gregorio como Urbano lo habían recibido en audiencia y ambos lo habían colmado de preciosos regalos, reliquias cuajadas de gemas y valiosos manuscritos. Había sido propuesto para ocupar un arzobispado, y quizá, a su debido tiempo, incluso el papado. Había gobernado su propia abadía, controlado inmensos territorios, influido sobre la vida de incontables hombres y mujeres, y había disfrutado de un esplendor que incluso los reyes de Inglaterra y Francia podrían haberle envidiado sinceramente.

¡Ay, todo eso antes de que la desgracia cayera sobre él!

Había hecho todo lo posible para evitar la debacle una vez que la rueda de la fortuna empezó a girar en su contra. Regalos e indulgencias; costosos obsequios -caballos, halcones y perros de caza- a los cortesanos que estaban en posiciones más altas; avales favorables para todos los que estaban en situación de hablar a su favor. Pero el poder de los reyes es grande, y el recuerdo de los insultos que han recibido es aún más grande. Cuando William el Rojo reclamó el trono de Inglaterra, Hugo hizo lo que cualquier hombre con dos dedos de frente hubiera hecho, lo único que podía haber hecho. ¿Qué otra elección tenía? Robert Curthose, el hijo mayor del Conquistador, era el legítimo heredero al trono de su padre, y todo el mundo lo sabía; la mayoría de los barones estaban de acuerdo y apoyaban la elección de Robert. ¿Quién podría haber sabido que el traidor William se movería tan rápidamente y con una astucia tan devastadora? Cortó la hierba bajo los pies de su engañado hermano con una facilidad tan siniestra que uno no podía evitar plantearse si en ello no había, efectivamente, la mano de Dios.

Fuera como fuera, todo aquel triste asunto fue el principio de un largo declive para Hugo, quien tuvo que ver cómo la fortuna que había ido acumulando menguaba sin descanso desde el momento en que el rey William se hizo con la corona. Ahora, al fin, el abad se había visto reducido a esto: exiliado en una tosca provincia pantanosa, llena de nativos hostiles y condenado a lamerle las botas a un don nadie, a un miserable conde.

Hugo suponía que debía estar agradecido por esas migajas, pero la gratitud no era una virtud que cultivara. En su lugar, maldijo al ambicioso Rojo; maldijo la condenada barbarie del país al que había ido a parar; y maldijo el monstruoso destino que le había hecho caer tan bajo.

Bajo, quizá. Humillado, quizá. Incluso devastado. Pero no destruido. Y nunca, nunca, acabado.

Podría, como Lázaro, alzarse de nuevo desde el lúgubre interior de la tumba. Usaría su oportunidad, por débil y mínima que fuera, para sobreponerse a su desgracia y reclamar su antiguo estatus. La nueva iglesia de los De Braose sería un lugar poco afortunado para empezar, pero cosas más raras se habían visto. Que el barón De Braose fuera el favorito del rey William era la única luz que brillaba en la inacabable sarta de penurias que ahora soportaba. El camino a la exitosa restauración de la riqueza y el poder del abad pasaba por el barón, y si Hugo tenía que halagar al relamido sobrino del barón para congraciarse con él, que así fuera.

El tiempo estaba en su contra, lo sabía. Ya no era un muchacho. Los años no lo habían desgastado, no obstante; en todo caso, lo habían hecho más fuerte, más duro, más sutil. Aparentemente sereno y benevolente, con su sonrisa caritativa -cuando convenía a sus intereses-, su alma, siempre maquinando, intrigante, nunca descansaba. Aunque su pelo ya era blanco, no le faltaba ni uno, como tampoco le faltaba un solo diente. Su cuerpo era todavía fuerte y resistente, dotado de la poderosa fuerza de los campesinos. Más aún, conservaba la despiadada astucia y la insaciable ambición de sus años mozos, junto con la sagacidad de la edad y la taimada sabiduría que lo habían mantenido vivo a través de penurias que habrían consumido a hombres más débiles.

Detuvo su montura y contempló el valle de Elfael: su nuevo y provisional hogar, o eso esperaba fervientemente. No había mucho que mirar, aunque no carecía de un cierto encanto bucólico, admitió a regañadientes. El aire era limpio y el suelo fértil. Obviamente, había bastante agua para satisfacer cualquier cometido. Había peores lugares, consideró, para empezar la reconquista.

Asistiendo al abad, había dos caballeros del barón De Braose. Cabalgaban con él para protegerlo. El resto de su séquito y sus pertenencias llegarían en poco más de una semana: tres carretas llenas de libros y los tesoros que le quedaban, así como un conjunto de pertrechos eclesiásticos más prácticos, como hábitos, estolas, su mitra, su báculo y otros objetos. Tendría cinco asistentes: dos sacerdotes, uno para decir misa y otro para encargarse de los detalles de la administración, y tres hermanos legos -cocinero, camarero y portero-; todos ellos escogidos por su lealtad e incuestionable obediencia. El abad Rainault podría empezar de nuevo.

Una vez instalado en su nueva iglesia, Hugo podría empezar a reconstruir su imperio. De Braose quería una iglesia; Hugo le daría una abadía entera. Primero sería un monasterio de piedra, y con él, un hospicio, que sería una posada para los dignatarios que pasaran y un centro de curaciones para aquellos que fueran lo bastante ricos para pagarlo. Habría un enorme granero, lleno gracias a los diezmos, y un establo y una perrera para criar perros de caza que vendería a la nobleza. Entonces, cuando todo ello estuviera firmemente establecido, vendría una escuela monástica: lo mejor para atraer a los hijos de los nobles de la región, y con ellos, obsequios y donaciones de tierras de sus generosos parientes.

Con estos pensamientos, tomó las riendas, espoleó a su palafrén y siguió a su escolta hasta la fortaleza del conde, donde pasaría la noche, continuando hacia la iglesia al día siguiente.

Cuando su destino ya estaba a la vista, los jinetes avivaron el paso. Al pie de la colina, dejaron el camino y cabalgaron hacia la fortaleza, atravesando el estrecho puente y la recién construida torre de guardia, donde fueron recibidos por el apocado sobrino del barón.

— Saludos, abad Hugo -le recibió el conde Falkes, corriendo a su encuentro-. Espero que hayáis tenido un viaje agradable.

— Pax vobiscum -respondió el clérigo-. Gracias a Dios, sí. El viaje ha sido de lo más tranquilo. -Tendió la mano para que el joven besara su anillo.

El conde Falkes, poco habituado a estas cortesías, quedó sorprendido. Tras un breve y torpe titubeo, recordó sus modales y puso los labios sobre el anillo de rubíes del abad. Hugo, tras recibir su pleitesía, alzó la mano sobre el joven conde, bendiciéndolo.

— Benedictus, omni parti -entonó, y sonrió-. Imagino que debe ser fácil de olvidar cuando uno está poco acostumbrado a tales cortesías.

— Eminencia -respondió el conde dócilmente-, os aseguro que no quería faltaros al respeto.

— Ya está olvidado -lo tranquilizó el abad-. Supongo que tales ceremonias no son habituales más allá de las Marcas. -Se dio la vuelta para examinar el patio, los establos y el salón, con una rápida ojeada de sus afiladas pupilas-. Lo habéis hecho muy bien, para llevar aquí tan poco tiempo.

— La mayor parte de lo que veis ya estaba aquí -admitió el conde-. Al margen de unas cuantas mejoras ineludibles, no he tenido tiempo de construir nada mejor.

— Ahora que lo decís -empezó a decir el abad-, pensé que poseía un cierto encanto… arcaico que no acaba de ajustarse a los gustos de vuestro tío, el barón.

— Tenemos planes para ampliar la fortaleza, a su debido tiempo -le aseguró el conde-. Sin embargo, la ciudad y la iglesia son ahora nuestro objetivo más inmediato. He ordenado que sea lo primero que se acabe.

— Una sabía decisión, seguro. No os equivoquéis, estoy ansioso por verlo todo, especialmente la iglesia. Esa es la piedra de toque de cualquier dominio terrenal. No puede haber verdadera prosperidad ni orden sin ella. -El abad Hugo alzó las manos y cortó cualquier posible réplica del conde-. Pero no, aquí estoy yo, entreteniendo a mi anfitrión cuando la copa de bienvenida aguarda. Perdonadme.

— Por favor, eminencia, seguidme -dijo Falkes, guiándolo hacia el salón-. He preparado un banquete en vuestro honor, y esta noche beberemos vino de Anjou, especialmente seleccionado para esta ocasión por el barón.

— ¿Es así? ¡Bien! -respondió Hugo con auténtico aprecio-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve entre mis manos un vino de esa calidad. Es una exquisitez de la que disfrutaré plenamente.

El conde Falkes, aliviado al ver que había complacido a su exigente invitado, se dio la vuelta para dar la bienvenida a la escolta del clérigo; encargó a Orval, el senescal, que atendiera a los caballeros y, entonces, condujo al abad al salón, donde podrían hablar en privado antes de la cena.

El salón había sido renovado. Se había aplicado una capa de arcilla y yeso a las paredes de madera, y tras ser meticulosamente pulidas y secadas, todo se encaló. La pequeña ventana de la pared este ahora estaba tapada con un pedazo de vítela encerada. Una mesa nueva descansaba a poca distancia del fuego, y un alto candelabro de hierro adornaba cada uno de sus extremos. Un fuego, cuya función era más bien iluminar que calentar, crepitaba alegremente en la gran chimenea, y había dos sillas dispuestas a cada lado. Una jarra y dos copas de plata los esperaban sobre la mesa que había ante ellos.

El conde llenó las copas y entregó una a su huésped. Ambos se sentaron en las sillas para disfrutar del vino y tantearse mutuamente.

— Que el señor os dé salud, mi señor abad -brindó Falkes-. Y que seáis feliz en vuestro nuevo hogar.

Hugo le dio las gracias cortésmente.

— A decir verdad -respondió-, un clérigo sólo tiene un hogar, y no es de este mundo. Vagamos por aquí o por allá hasta que a Dios le place trasladarnos a nuestro verdadero hogar.

— En cualquier caso -respondió el conde-, ruego para que vuestra estancia entre nosotros sea larga y próspera. Hay una gran necesidad en estos pagos de una mano fuerte que guíe a la Iglesia, si me queréis entender.

— El anterior abad era incompetente, ¿en? -Se acercó la copa a la nariz, aspiró el aroma del vino y tomó un sorbo.

— No exactamente, no -replicó Falkes-. El prior Aspa es bastante capaz, a su modo, pero Gales. Y vos sabéis cuan testarudos pueden ser.

— Poco mejores que paganos -siseó Hugo-. En todos los sentidos.

— Es cierto -confirmó el conde-. Son una raza de maleducados: brutos y analfabetos, se violentan con facilidad y son tan belicosos como negra es la noche.

— ¿Y son realmente tan desmañados como parecen?

— Es difícil decirlo -respondió Falkes-. Tercos y obstinados, sí. Se resisten a todo refinamiento o mejora, sea del tipo que sea.

— Como los niños, entonces -señaló el abad-. También he oído eso.

— No os podéis ni imaginar el embrollo que son capaces de organizar con un buen cuento; lo estiran y lo enredan hasta que ya no queda en él ni un ápice de verdad. Por ejemplo -dijo el conde, vertiendo más vino en las copas-, los lugareños sostienen que un fantasma ha salido del bosque y merodea por los alrededores.

— ¿Un fantasma?

— Así es -insistió el conde, inclinándose hacia el abad en su deseo de contarle a su eminente huésped algo que fuera de interés-. Aparentemente, esa cosa sobrenatural tiene la forma de un gran pájaro: un enorme cuervo gigante, o una águila, o algo así, y dicen que esa extraña criatura se alimenta de reses, de ganado, e incluso de carne humana, y esa historia está asustando a los más apocados.

— ¿Y vos creéis esa historia?

— Claro que no -respondió con firmeza el conde-. Pero tal es su insistencia, que ha empezado a perturbar a mis trabajadores. Los arrieros juran que perdieron sus bueyes por su culpa, y también han desaparecido algunos cerdos.

— Es un simple robo. Eso lo explicaría, seguro -observó el abad-. O falta de cuidado.

— Estoy de acuerdo -insistió el conde-. Y aún estaría mucho más de acuerdo si no fuera por el hecho de que los porquerizos sostienen que realmente vieron a la criatura descender y llevarse a los cerdos antes sus narices.

— ¿La vieron? -dijo el abad, maravillado.

— A plena luz del día -confirmó el conde-. Aun así, no confiaría en esa historia si no fuera porque no son los únicos que dicen haber visto a la criatura. Algunos de mis propios caballeros la han visto, o al menos han visto algo, y son hombres de confianza. De hecho, uno de mis hombres de armas fue capturado por la criatura y escapó a duras penas con vida.

— Mon Dieu, non!

— Oh, sí, es cierto -afirmó el conde, bebiendo de nuevo de su copa-. Los hombres a los que envié a seguir el rastro de los bueyes desaparecidos los encontraron, o al menos lo que quedaba de ellos. La cosa se había comido a las desdichadas bestias, dejando sólo un montón de entrañas, algunas pezuñas y una calavera.

— ¿Qué creéis que pudo haber sido? -preguntó el abad, saboreando el peculiar encanto del cuento.

— Estas colinas son conocidas por ser morada de extraños acontecimientos -sugirió Falkes-. ¿Quién podría decirlo?

— ¿Quién? Sí, ¿quién? -insistió el abad Hugo haciéndose eco de sus palabras. Bebió de su copa y murmuró-: Cerdos que se desvanecen en el aire, bueyes enteros engullidos, hombres capturados… Cuesta creerlo.

— Sin duda -admitió el conde. Apuró la copa de un largo trago y apostilló-: Pero, y digo esto a la ligera, el asunto ha alcanzado tal estado que casi me inclino a pensar que algo sobrenatural está, en verdad, embrujando el bosque.

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