Hood

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CAPÍTULO 40

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CAPÍTULO 40

Mientras el barón De Neufmarché contemplaba los rostros de sus vasallos reunidos en Targarth, en el sur de Gales, el tesoro de su rival, el barón De Braose, se aproximaba al puente que pasaba bajo su castillo, allá en Hereford: tres carretas con una escolta de siete caballeros y quince hombres de armas a las órdenes de un alguacil y un sargento. Todos los soldados iban a caballo y sus armas refulgían bajo el brillante sol de verano.

Escondidos entre los alimentos y los muebles para la iglesia del abad Hugo había tres cofres sellados, cerrados con candados y fijados al suelo de las carretas. Con las filas de soldados abriendo paso y otros jinetes vigilando el convoy, éste pasó sin dificultades a través de Hereford. Si alguno de los soldados de De Neufmarché vio pasar la caravana bajo el castillo, nadie hizo ningún movimiento para evitarlo.

Así, de acuerdo con el plan del barón De Braose, el convoy cruzó el puente, atravesando la ciudad, y salió hacia los prados refulgentes, bañados de sol, del amplio Wye Vale. Llevaría cuatro días, debido al lento paso de los bueyes, atravesar las tierras de Neufmarché y el gran bosque de la Marca, pero una vez pasado Hereford, no habría que parar, y los caballeros suspiraron con cierto alivio al saber que nada se interponía entre ellos y el cumplimiento de su deber.

El líder de este grupo era un alguacil llamado Guy, uno de los comandantes más jóvenes del barón De Braose, un hombre cuyo padre había luchado junto al Conquistador y había sido recompensado con las tierras de un conde depuesto en North Riding: un considerable territorio que incluía la antigua ciudad sajona de Ghigesburh, o Gysburne, como preferían llamarla los normandos.

El joven Guy había crecido en los lóbregos páramos del norte, y allí hubiera permanecido, pero como pensaba que la vida le deparaba algo mejor que supervisar el cobro de las rentas de las posesiones de su padre, había ido hacia el sur para unirse a la corte de un ambicioso barón que podría proporcionarle las oportunidades que un joven caballero necesitaba para asegurarse fama y riquezas. Enardecido con sus sueños de grandeza, anhelaba una gloria mayor de la que podría haber adquirido discutiendo con los brutos campesinos ingleses acerca de efectuar los pagos con gansos o con ovejas.

La energía de Guy y su habilidad con las armas le había granjeado un lugar entre el abundante tropel de caballeros empleados por el barón De Braose; su sólido, fiable y sensato pragmatismo, propio de las gentes del norte, se destacaba por encima de todos los descarados e impulsivos cazafortunas que se habían agolpado en las cortes del sur. Había pasado dos años al servicio del barón, y Guy había esperado una oportunidad para probar su valía. Finalmente, ésta había llegado. Ciertamente, comandar la escolta de unos cofres de monedas no era lo mismo que conducir el ala de la caballería en el frente de batalla, pero era un comienzo. Era la primera tarea significativa que el barón le había confiado, y aunque sentía que estaba muy lejos de sacar partido de sus habilidades como guerrero, había decidido cumplirla a la perfección. Montado en un hermoso corcel gris, permaneció alerta y avanzó con paso sereno y firme. Para proteger la plata, no se había avisado de su llegada; ni siquiera el conde De Braose sabía cuándo llegaría el dinero.

Cuando el día llegaba a su fin, acamparon junto al camino en una pequeña península formada por el río. Los altos árboles del bosque los resguardaban por el este, y la curva del río formaba una efectiva barrera en los otros tres lados. Todos los posibles ladrones que pensaran en acercarse al tesoro tendrían que venir del camino, y Guy situó centinelas en cada dirección, quienes se turnaron durante la noche para evitar que los intrusos perturbaran su paz.

Pasaron una noche sin incidentes y a la mañana siguiente reemprendieron la marcha. Al mediodía, se detuvieron para comer y beber y dar descanso a los anímales antes de iniciar el largo y escarpado ascenso hacia el Wye Vale. La primera carreta llegó a la cima un poco antes del ocaso, y Guy ordenó que montaran el campamento en una pequeña arboleda, cerca de un asentamiento de campesinos ingleses. Salvo por un pastor que conducía a unas pocas vacas para ordeñarlas, no se veía a nadie más en el camino, y la segunda noche transcurrió bajo un cielo sereno, sembrado de estrellas, sin ningún incidente.

El tercer día transcurrió como el anterior. El cuarto día, antes de montar en sus caballos, Guy reunió a sus hombres y se dirigió a ellos.

— Hoy entramos en el bosque de la Marca. Seremos cautelosos. Si los ladrones intentan atacarnos, será ahí, compris? Todos debéis permanecer alerta ante el menor signo de emboscada. -Contempló el círculo de rostros que se apiñaban a su alrededor, tan solemnes, serios y decididos como él mismo-. Si no hay preguntas, entonces…

— ¿Y qué hay del fantasma?

— Ah -respondió Guy. Había esperado esa pregunta y tenía preparada una respuesta-. Muchos de vosotros habéis oído rumores acerca de un fantasma, non? -Se calló, intentando parecer severo y valiente ante sus hombres-. Sólo es un cuento para asustar a los niños, nada más. Somos hombres, no niños, así que daremos a ese rumor el trato que se merece. -Hizo una ridícula mueca para mostrar su desdén, y añadió-: Haría falta un bosque lleno de fantasmas para asustar a los soldados del barón De Braose, ríest cepas?

Ordenó que el convoy se pusiera en marcha. Los soldados montaron y se colocaron en formación: una columna de tres caballeros delante de la caravana, seguida por hombres de armas situados a cada uno de los lados y cuatro caballeros como batidores, patrullando el camino por delante y por detrás. A la cabeza de esa impresionante procesión cabalgaba el propio Guy en su corcel gris; justo tras él, iba su sargento, preparado para comunicar las órdenes a los que iban detrás.

Al final de la mañana, el convoy del tesoro había alcanzado el límite del bosque. El camino era ancho aunque bacheado, y los carreteros se vieron forzados a aminorar el paso para evitar que las ruedas se partieran. Los soldados avanzaron al trote junto a los vehículos, deslizándose entre sombras y claros, atentos al menor movimiento que se produjera en los alrededores. A la sombra de los árboles hacía fresco, y el aire estaba lleno de los trinos de los pájaros y del zumbido de los insectos. Todo estaba sereno y en paz, y no encontraron a nadie en el camino.

Poco después del mediodía, no obstante, llegaron a un punto en que el camino descendía hacia una pequeña hondonada, en la que había un manantial de agua cenagosa. A pesar del agradable clima seco, el paso era una masa de barro y cieno pisoteado. Aparentemente, los pastores que usaban el camino habían permitido a sus animales usarlo como abrevadero y las bestias habían transformado el camino en una ciénaga.

Varada en medio del paso había una carreta llena de estiércol, hundida hasta los ejes. Un andrajoso campesino azuzaba a los bueyes, y las criaturas mugían al ser forzadas bajo el yugo, pero no se movían. La mujer del campesino estaba a un lado, con los brazos en jarras, dándole gritos al hombre, que parecía no hacerle caso. Ambos estaban enfangados hasta las rodillas.

El camino se estrechaba en el vado, y el terreno circundante estaba tan blando y pisoteado que Guy se dio cuenta de que no había modo de rodearlo. Cautelosamente, con los sentidos aguzados por el peligro, Guy hizo que el convoy se detuviese y se adelantó para ver qué sucedía.

— Pax vobiscum -dijo, al llegar detrás de la carreta-. ¿Qué ocurre aquí?

El campesino dejó de fustigar a los bueyes y se dio la vuelta para hablar con el caballero.

— Buenos días, sire -dijo el hombre en un rudimentario latín y quitándose su zarrapastroso sombrero de paja-. Ya veis. -Hizo un vago gesto, señalando la carreta-. He encallado.

— Le dije que pusiera unos tablones -afirmó la mujer en tono de reproche-. Pero no me escuchó.

— ¡Cállate, mujer! -le gritó el campesino a su esposa. Volviéndose al caballero, añadió-: Pronto lo sacaremos, no temáis. -Echando un vistazo al convoy que estaba tras ellos, aventuró-: Quizá sí algunos de vuestros compañeros nos ayudaran…

— No -le respondió Guy-. Apáñatelas tú solo.

— Como digáis, milord. -Le dio la espalda y se puso a empujar y a amenazar a los bueyes, que pugnaban por avanzar.

Guy retrocedió hasta la caravana.

— Descansaremos aquí y continuaremos cuando hayan despejado el camino. Abrevad a los caballos.

Así lo hicieron, y no sólo bebieron, sino que descansaron también. El sol ya estaba empezando su largo y lento descenso cuando el campesino, finalmente, dejó de gritar y azotar a sus bueyes. Guy, pensando que la carreta por fin estaba libre, corrió hacía la hondonada, sólo para encontrar al campesino tendido en la vereda alfombrada de hierba, junto al vado, y a su carreta más encallada que antes.

— ¡Tú! ¡En el nombre de Dios! ¿Qué estás haciendo? -le gritó Guy.

— ¿Señor? -contestó el campesino, incorporándose rápidamente.

— El carro sigue encallado.

— Sí, señor, así es -admitió el campesino con pesar-. Lo he intentado todo, pero no hay forma de que se mueva.

Guy miró furtivamente a su alrededor.

— ¿Dónde está la mujer? -le preguntó.

— La he enviado a ver si encontraba a alguien en el camino, en la dirección opuesta, para que nos eche una mano, sire -contestó el campesino-. Viendo que vos y vuestros hombres estáis tan ocupados…

— ¡Arriba! -gritó Guy-. Vuelve a tus bueyes. Ya nos hemos retrasado bastante.

— Como digáis, sire -replicó el campesino. Se levantó y volvió con desgana a la carreta.

Guy retrocedió hasta el convoy y ordenó a cinco hombres de armas que desmontaran y ayudaran a desencallar la carreta. Estos cinco, pronto estuvieron tan embarrados como el propio campesino y con poca ayuda que ofrecerle. Así pues, haciendo acopio de paciencia, Guy ordenó a cinco hombres más y tres caballeros que también ayudaran. Pronto la ciénaga se convirtió en un hervidero de hombres y bestias. Los caballeros ataron cuerdas a la carreta, y con tres o cuatro hombres empujando en cada rueda y los caballos tirando, consiguieron arrastrar al sobrecargado vehículo y sacarlo del atolladero en el que estaba hundido.

Crujiendo y chirriando, la carreta empezó a moverse por la cenagosa hondonada. Los soldados lo celebraron. Y justo cuando las ruedas parecían estar totalmente liberadas, se oyó un gran crujido: el eje trasero se había partido. Las ruedas traseras se combaron y el carro volvió a hundirse. Hombres y caballos, todavía atados con las cuerdas, se hundieron con él. Los bueyes no pudieron mantenerse en píe y cayeron tendidos uno encima del otro. Atrapados por el yugo, se revolcaron por el cieno, pateando y mugiendo.

Guy vio cómo todas sus esperanzas de una resolución rápida del problema se hundían en el lodo y dejó escapar un torrente de insultos en francés dirigidos al desventurado campesino.

— ¡Sacad de ahí a los animales! -ordenó a sus hombres-. Y luego sacad el carro del camino.

Siete hombres de armas corrieron a obedecer. Rápidamente, desuncieron los bueyes y los sacaron de la hondonada. Una vez liberados, el campesino los apartó y permaneció junto a ellos mientras los soldados vaciaban la carreta, tirando el estiércol a ambos lados; entonces, lentamente y con gran esfuerzo, empujaron el vehículo estropeado, sacándolo del resbaladizo camino.

— ¡Gracias, sire! -gritó el campesino, contemplando lo que quedaba de su carro con el aire dubitativo del hombre que sabe que hay que mostrarse agradecido pero se da cuenta de que le han hecho más mal que bien.

— ¡Idiota! -murmuró Guy. Satisfecho porque finalmente el convoy podía pasar, Guy descendió a la hondonada e hizo una señal a los carreteros para que avanzaran.

Cuando el primero de los tres carros hubo descendido al vado -que ahora parecía una verdadera ciénaga-, Guy no perdió un minuto y ordenó que se cortaran ramas y que se ataran cuerdas a las carretas para que los jinetes pudieran ayudar a tirar del pesado vehículo a través del lodazal. Como un barco que es remolcado en una bahía sin marea, el primer carro cruzó a duras penas. El laborioso proceso se repitió con cada uno de los carros que aún esperaban.

Guy esperó con impaciencia mientras los soldados pararon a limpiarse el barro y componerse lo mejor que pudieron. Su sargento, un veterano llamado Jeremías, se acercó a él.

— Pronto se pondrá el sol, sire ¿Os parece bien que acampemos ahora y retomemos la marcha mañana con la primera luz del alba?

— No -gruñó Guy, contemplando la miserable ciénaga, ahora cubierta de estiércol-. Ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Quiero dejar atrás este lugar. Vamos a seguir. -Levantándose sobre los estribos, gritó-: ¡Montad!

Poco después, estaban en sus sillas. Guy esperó hasta que todos cerraron filas y recompusieron la formación.

— Marcher sur! -gritó, y el convoy del tesoro continuó su viaje.

Una vez superado el borde de la hondonada, el bosque se cerró de nuevo sobre ellos. El sol poniente hacía que las sombras se espesaran bajo los enormes árboles, lo que provocó a los jinetes la sensación de estar entrando en un sombrío túnel verde.

La oscuridad se fue extendiendo y los cercó silenciosamente. Guy pronto deseó no haber descartado tan precipitadamente la sugerencia del sargento y decidió que acamparían en el siguiente claro o pradera; pero la maleza que se alzaba a ambos lados del camino era cada vez más densa. Los troncos de los árboles estaban tan cerca que las ruedas de las carretas crujían al pasar por encima de las raíces expuestas, forzando a los carreteros a aminorar aún más el paso. Mientras, las últimas luces del día se apagaron y dieron paso a un tenebroso crepúsculo, y el silencio del atardecer cayó sobre el bosque.

Fue sólo entonces, en la quietud del bosque, cuando el alguacil Guy de Gysburne empezó a preguntarse por qué dos andrajosos campesinos ingleses podían hablar latín tan correctamente. Apenas había tenido tiempo de ponderar ese pensamiento cuando los soldados vieron el primer cadáver colgando.

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