Hood

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CAPÍTULO 41

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CAPÍTULO 41

El alguacil Guy oyó que los soldados, a su espalda, murmuraban entre dientes una maldición, y supo que algo iba mal. Sin detenerse, se dio la vuelta y echó una ojeada a las filas de soldados que lo seguían. Miró a su sargento y le hizo una señal para que se adelantara.

— Jeremías -dijo, cuando el sargento llegó a su altura-, los hombres están murmurando.

— Sí, señor -le confirmó el sargento.

— ¿Por qué?

— Me parece que por los ratones, señor.

— ¿Los ratones, sargento? -repitió Guy, mirándolo de reojo. El oficial parecía estar hablando seriamente-. Te ruego que te expliques.

Con un ligero movimiento de la cabeza, el sargento le indicó una rama al lado del camino, unos pasos más allá. Guy echó un vistazo a la rama, que no parecía distinta al millar de ramas que había visto a lo largo del día; totalmente ordinaria excepto… Colgando de la rama había un ratón muerto.

El cuerpecillo pendía de un pelo que probablemente provenía de una cola de caballo. El marchito cadáver se movía lentamente, mecido por la brisa. El alguacil se acercó para verlo detenidamente y lo tocó con el dedo al pasar. El pequeño cadáver se balanceó, pendiendo del hilo, Guy volvió la cara e ignoró lo que tomó como algo inofensivo, una simple travesura.

La actitud que mostraba era admirable, pero poco a poco se hizo más difícil de mantener. Dondequiera que pusiera los ojos, no veía más que cuerpecillos, y una vez reparó en ellos, los empezó a ver en todas partes. Siempre suspendidos de un pelo de caballo, colgaban de arbustos y ramas, pendían de troncos, arriba y abajo, a ambos lados del camino. Los ratones muertos colgaban como frutos grotescos en el huerto de la muerte.

El convoy siguió avanzando bajo la luz del ocaso, y cuanto más avanzaban, más cuerpos extraños veían, y no sólo de ratones. Ahora, aquí y allí, entre los cadáveres colgantes, había criaturas más grandes. Primero vio un topillo; luego ratas y topos. Como los ratones, éstos pendían de pelos de caballo y eran mecidos suavemente por la brisa.

Pronto los soldados vieron ratas muertas por todas partes; algunas, secas y marchitas, casi momificadas; otras parecían recién muertas. Pero todas, unas y otras, colgaban del cuello en la misma posición: las patas nacidas y las colas tiesas.

Guy, mirando a izquierda y derecha, no pudo evitar un estremecimiento de disgusto al verlas, pero se negó a sentirse acobardado por el antinatural espectáculo y siguió adelante.

Entonces llegaron los pájaros. Primero los pequeños -gorriones, en su mayoría, pero también tordos y pinzones-, dispersos entre los roedores. Los pájaros parecían simples carcasas desecadas, como si su esencia les hubiera sido arrebatada junto con sus jugos vitales; todos ellos, suspendidos del cuello, colgaban en la misma posición: las alas plegadas a los lados y pegadas a sus cuerpos, y los picos apuntando al cielo.

Poco después de haber superado esta extraña galería de muerte, los soldados empezaron a ver rostros asomando entre las sombras del bosque. No eran rostros humanos, sino efigies hechas de ramas y cortezas atadas con tiras de cuero y hueso. Cabezas grandes y pequeñas, cuyos ojos de piedra y concha contemplaban, inertes, con la mirada perdida, desde el bosque, a los jinetes.

El susurro de los hombres se convirtió en un débil murmullo. Allá donde un caballero o un soldado mirara, encontraba una faz sin cuerpo y su cada vez más perturbadora mirada, como si el bosque estuviera poblado por hombres verdes que hubieran llegado para amenazar a los intrusos. Algunas de las más grandes tenían bocas de paja grotescamente abiertas y dientes de animales, como congeladas en el gélido rictus de la muerte. Las efigies se burlaban de los jinetes. Parecían reírse de los vivos, sus voces mudas desgarrando el aire con palabras no pronunciadas: "Como somos, pronto seréis".

Los soldados siguieron avanzando en silencio por este siniestro corredor, con los ojos bien abiertos y los hombros encogidos de aprensión. Cuanto más avanzaban, más siniestro era todo. El sentimiento de terror se intensificaba por momentos, como si cada paso los fuera acercando a algo maldito y temible.

Guy, resuelto pero ansioso, no estaba menos afectado que sus hombres. Las extrañas visiones a su alrededor no le parecían fruto del azar y, desde luego, eran malevolentes; pero el sentido de la macabra exhibición, si es que lo tenía, se le escapaba.

Entonces, de repente…

— Yeux de Dieu! -juró Guy, tirando de las riendas involuntariamente. El gran caballo gris se detuvo en medio del camino.

Pegado a un árbol, junto al camino, había lo que parecía ser la figura de un hombre, con enormes manos y una descomunal cabeza, empapado en sangre. Tenía los brazos extendidos, como si diera la bienvenida a los viajeros con un lúgubre abrazo.

Una segunda mirada reveló que no era un hombre, sino una figura hecha de ropa y paja sostenida por algunos leños y coronada por la cabeza de un jabalí. La cosa había sido empapada de sangre y estaba cubierta de moscas.

— Merde -espetó Guy, espoleando a su montura-. Paganos.

Los vehículos rodaron pesadamente y rebasaron este tétrico heraldo. Los caballeros y los hombres dejaron escapar algunas maldiciones e incluso se persignaron.

El camino descendía suavemente hacia una hondonada que pasaba entre las crestas de dos colinas bajas. El bosque los cercaba, ominosamente silencioso. Guy, que marchaba delante, llegó al fondo de la hondonada cuando la última luz del día se marchitaba entre las tinieblas crepusculares y vio algo que estaba tendido en medio del camino. Una inspección más cercana reveló que se trataba de un árbol caído cuyo tronco atravesaba el camino de lado a lado. No se podía pasar.

Guy, plenamente consciente del peligro, dio la vuelta.

— ¡Alto! -gritó. Su voz sonó como un latigazo sobre el silencioso murmullo del bosque-. ¡Jeremías! -dijo, señalando el árbol-. Retiradlo. Formad una tropa. Despejad el camino.

— Ahora mismo, sire -respondió el sargento. Se dio la vuelta y llamó a los caballeros y a los hombres que estaban tras él-. Las cuatro primeras filas, ¡desmontad! -ordenó-. El resto, en guardia.

Antes de que los caballeros y los guardias pudieran bajar de sus sillas, llegó un crujido desde el bosque circundante: algo enorme y torpe que avanzaba hacia el camino a través de la intrincada maleza. Los soldados empuñaron sus armas mientras ese desconocido ser se acercaba.

Los arbustos de ambos lados del camino empezaron a quebrarse y moverse de lado a lado. Guy llevó la mano a la empuñadura de su espada y la desenvainó. Aún no había acabado de sacarla cuando se oyó el alarido, el inarticulado gemido de una horda de almas torturadas. Finalmente, las ramas se partieron y de entre la espesura y la hiedra de la derecha del camino irrumpió una manada de jabalíes.

Enloquecidos por el miedo, los animales entraron en estampida en la hondonada. Lo que hacía que los jabalíes huyeran los asustaba más que los hombres a caballo. Los animales, chillando y berreando, vieron que su única vía de escape estaba bloqueada por el árbol caído. Corrieron en desbandada y, finalmente, embistieron contra las filas de soldados.

Las desventuradas criaturas -veinte jabalíes y una veintena o más de jabatos- se escabulleron entre las patas de los caballos, convirtiendo inmediatamente las ordenadas filas en un caos, pues las bestias se encabritaron y empezaron a cocear. Algunos de los soldados intentaron espantar a los jabalíes y atacarlos con sus espadas, lo que sólo incrementó la confusión.

— ¡Quietos! -ordenó Guy, intentando hacerse oír por encima de los frenéticos relinchos de los caballos-. ¡Mantened la formación! ¡Dejadlos pasar!

Guy vislumbró con el rabillo del ojo que algo se movía; se dio la vuelta y vio una forma plantada encima del tronco del árbol caído. Parecía, simplemente, haber surgido de la oscuridad; una sombra que se hubiera materializado, pura tiniebla replegada sobre sí misma y encarnada en una figura gigantesca, como un pájaro, con las alas y la cabeza de un cuervo y el torso y las piernas de un hombre. La cara del fantasma era una calavera negra pulida, rematada por un pico absurdamente largo.

Guy miró estupefacto a la infernal criatura. Las órdenes que iba a gritar murieron en sus labios. Tenía la boca seca.

El fantasma estaba posado sobre el enorme tronco del árbol caído con las alas desplegadas, y con una voz que pareció surgir del mismísimo bosque, profirió un grito de cruda ira que resonó a través de la espesura y reverberó entre las copas de los árboles. Los soldados se taparon los oídos para no oírlo.

Al instante, el aroma del humo llenó el aire, y antes de que Guy pudiera recuperar el aliento y avisar a sus hombres, dos cortinas de fuego surgieron a ambos lados del camino, a lo largo de todo el convoy, que ahora era un confuso revoltijo de jabalíes, hombres y caballos.

El fantasma aulló de nuevo. El corcel gris de lord Guy se encabritó y puso los ojos en blanco a causa del terror. Cuando Guy volvió a mirar, el enorme cuervo había desaparecido.

— ¡Atrás! -gritó el caballero-. ¡Retirada! -Su orden se perdió entre el alboroto de jabalíes berreando, hombres gritando y bueyes mugiendo-. ¡Hay que dar la vuelta! ¡Retirada!

Como si le respondiera, el bosque contestó con un sordo gruñido y el crujido estremecedor de los árboles partiéndose. Los soldados gritaron -algunos señalando a la izquierda, otros a la derecha- mientras dos grandes robles se desplomaban desde los lados del camino y caían al suelo en un agitado revuelo de troncos y hojas. Los caballeros se dispersaron mientras los pesados pilares caían uno encima de otro, justo tras el último vehículo del convoy. Los asustados bueyes echaron a correr, embistiendo a las tropas y los vehículos que tenían delante y encabritando a los caballos, que acabaron cayendo.

Atrapados ahora en un corredor de fuego y humo, graso, asfixiante, los carros no podían avanzar ni retroceder. Los soldados, aún peleándose con los jabalíes, se esforzaban en recuperar el control de sus monturas.

En el tumulto y la confusión, nadie vio a dos furtivas figuras vestidas con capas de piel de ciervo moviéndose entre los helechos y cargando botes incendiarios que pendían de cuerdas de cuero. De pie, justo por detrás del trémulo resplandor de la cortina de fuego, las figuras enmascaradas volteaban los recipientes en el aire, haciéndolos girar sobre sus cabezas y los dejaban volar. Los proyectiles, al impactar, se deshacían en pequeños fragmentos ardientes, impregnando los lados del carro más próximo con una sustancia inflamada.

Los aterrorizados bueyes se desbocaron, llevándose por delante a los hombres y caballos que no habían podido apartarse de su trayectoria con suficiente rapidez.

— ¡Cogedlos! -gritó Guy-. ¡Arrieros, controlad a vuestros bueyes!

Pero nadie podía controlar a las aterrorizadas bestias. Siguieron avanzando, con la cabeza gacha, llevándose por delante todo lo que encontraban a su paso. Los caballeros y los hombres de armas corrieron de un lado para otro, desesperados por apartarse de la trayectoria de las afiladas astas de las bestias.

Algunos de los soldados desafiaron el muro de llamas. Dando media vuelta, saltaron por encima de los troncos que ardían y se internaron en el sotobosque cuajado de zarzas. Aquellos que estaban en la retaguardia, viendo las llamas y el caos que había delante, abandonaron sus incontrolables monturas y se escabulleron entre las ramas y los troncos de los árboles caídos que bloqueaban el camino.

En el caos del momento nadie pensó en los compañeros que estaban atrapados; sólo corrieron para sobrevivir, únicamente preocupados por sí mismos. Una vez libres, los hombres de armas echaron a correr, a toda velocidad, por el camino por donde habían venido.

Ahora las carretas ardían vivamente, encabritando a los caballos y a los bueyes, que ya estaban aterrorizados. No había nadie para apaciguarlos. Los hombres abandonaban sus monturas, consumidas por el pánico, y las carretas ardientes.

El alguacil Guy, con la voz ronca por los gritos que había proferido, intentó ordenar a su dispersa tropa. Con la espada en alto llamaba una y otra vez a sus hombres para que se reunieran con él. Pero el sobrenatural ataque los había sobrepasado, y Guy no podía hacerse oír en medio del clamor de hombres y bestias en su frenesí por escapar.

Finalmente, no le quedó otra opción que abandonar su propia montura y seguir a los hombres que huían y se perdían en la noche. Abriéndose camino entre el alboroto y la conmoción general de sus horrorizados y abatidos soldados, Guy alcanzó la retaguardia del convoy del tesoro y trepó por el tronco de uno de los árboles caídos. Desde allí lanzó la orden de retirada.

— ¡Atrás! ¡A mí! ¡Atrás!

Los más cercanos se arremolinaron en torno a los árboles caídos, avanzando hacia el camino, tirando de los más rezagados. Cuando finalmente el último hombre hubo abandonado el terrible corredor, Guy dejó que el sargento lo apartara de todo aquel caos.

— Venid, señor -dijo Jeremías, cogiéndolo del brazo-. Vámonos.

Aun así, Guy titubeó. Lanzó una ojeada al infierno en que se había convertido el camino. Los aterrorizados caballos brincaban y se desplomaban, arrojándose directamente a las llamas; los bueyes yacían muertos -la mayoría habían sido sacrificados por los caballeros para evitar ser masacrados o atropellados por las bestias-, y todo el camino estaba cubierto por las armas y los escudos que habían abandonado. El desastre era completo.

— Se ha acabado -dijo Jeremías-. Debéis reuniros con vuestros hombres y volver a poner orden. Vámonos.

El alguacil Guy de Gysburne asintió y se dio la vuelta. Poco después, estaba corriendo hacia la oscuridad de una noche extraña y hostil.

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