Honor

Honor


VIII

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VIII

 

La invasión de Polonia

 

No pilló de sorpresa a los polacos la invasión alemana de septiembre de 1939. En el fondo estaban mentalizados, desde hacía cerca de un año, de que ese hecho iba a pasar tarde o temprano.

La vida de Robert había cambiado desde que se fue a la Universidad de Lwow a trabajar en la construcción de un velero competitivo con los diseños alemanes. No obstante, cuando llevaba casi un año allí y el proyecto estaba terminado, no era bien visto por todo el mundo. Él en el fondo era alemán… y Alemania era el gran peligro de Polonia.

El ambiente se fue haciendo más y más opresivo, y Robert tomó dos decisiones.

Por un lado iba a renunciar a su nacionalidad de origen. Intentó, con la ayuda de varias personas de la Universidad y en vista a su fidelidad, abrazar la ciudadanía polaca. No fue un proceso fácil, pues tardó cerca de dos años hasta que le dieron su nueva nacionalidad. A partir de entonces ya nadie podría ponerle ninguna pega: él era un polaco más.

Por otra parte, cuando hubo acabado el proyecto de la universidad de Lwow y después de organizar algunos clubs de vuelo a vela en la región, se encontró prácticamente sin trabajo. Quería seguir en el mundo de la aviación y volver a trabajar con el padre de Klara era reconocer un fracaso estrepitoso.

Tuvo algunos empleos esporádicos como instructor de vuelo a vela (para eso sí le servía decir que era alemán, pues Alemania era la gran potencia mundial del vuelo sin motor) debido a que el gobierno polaco daba ayudas a los jóvenes para aprender a volar. Se benefició de ello y acabó de instructor de los jóvenes que se apuntaban a esas facilidades para la aviación que daba el Estado.

De todas formas eso apenas era un empleo sino más bien una manera de pasar el rato, pues casi no conseguía dinero.

Cuando tenía tiempo libre se escapaba a Varsovia para mantener el contacto con su madre y su hermana y, sobre todo, para estar junto a Klara.

Fue ésta la que, un día después de un concierto, le presentó a un oficial de las Fuerzas Aéreas Polacas. Inmediatamente hicieron buena relación hablando de aviones, cosa que a Klara no le gustó demasiado, pues parecía que prestaba mucha más atención al aviador polaco que a ella.

Esta persona le dio algunas directrices.

—Ya no tiene edad para poder entrar como cadete y aspirar a ser un oficial de la fuerza aérea polaca, pero se baraja la posibilidad de que, debido a la amenaza que pesa sobre Polonia —Tuvo la delicadeza de no mencionar que la amenaza era su antigua patria, Alemania—, se necesita gran cantidad de pilotos dispuestos a volar. Es más fácil obtener aviones, eso es cosa de comprarlos y pagarlos, que de formar un aviador; se tarda mucho más tiempo. Por ello se van a convocar unas plazas para aceptar pilotos que, sin ser oficiales, serán suboficiales, pero al final volarán en los escuadrones polacos.

—Pero, ¿cuáles son las pruebas de ingreso? Supongo que habrá mucha gente presentándose a ellas —respondió Robert.

—Es cierto, pero hay unos criterios de selección. Yo voy a estar en el tribunal examinador. Siendo usted ya piloto, y con bastante experiencia además, se pondrá de los primeros para ser admitido.

 

***

 

Esa tarde, cuando acabó la reunión con el amigo de Klara, Robert estaba como en una nube. Perdería en parte su gran pasión, el vuelo a vela, pero lo importante era poder seguir volando y ganarse la vida de esa manera.

Unas semanas más tarde recibió los papeles para rellenar y presentarse a la academia de Deblin para pasar los exámenes.

Deblin estaba unos ciento treinta kilómetros al sur de Varsovia. Era un antiguo palacio que perteneció al zar de Rusia y que, convenientemente remodelado, era ahora la Academia de Formación de la Fuerza Aérea Polaca. Robert quedó casi desilusionado al ver la cantidad tan enorme de gente que se presentaba para tan sólo noventa plazas.

Muy difícilmente le podrían admitir. Aunque con la nacionalidad polaca en su bolsillo, su manera de hablar le delataba como una persona extranjera.

Las pruebas fueron de tipo médico, físicas, que pasó sin problemas; y luego algunos exámenes escritos sobre aerodinámica, meteorología y conocimientos aeronáuticos. Al final había una entrevista personal delante de un pequeño jurado que valoraba sus respuestas. Procuró sacar su mejor acento polaco en esa entrevista, en la que estaba el oficial que le había presentado Klara, pero que no le hizo ninguna pregunta; como si no le conociera de nada.

—¿Por qué fue usted expulsado de Alemania? —preguntó una persona ya con canas y un uniforme tachado de medallas y emblemas.

Robert había preparado un discurso para esta pregunta. Contó cómo se inició en el vuelo a vela, cómo fue constructor y piloto de competición en el vuelo sin motor, la expulsión debido a que su padre era judío, todos los trabajos y empleos que había tenido en Polonia, destacando el diseño y prueba del velero de la Universidad de Lwow, y también cómo había formado pilotos de vuelo a vela en diferentes aeroclubs.

—¿Se considera usted judío?

La pregunta despertó la atención de todo el tribunal, que se quedó expectante mirando a Robert.

Él explicó que su padre era polaco, que su madre era de Escocia y que el había nacido en Alemania como podría haber nacido en cualquier otro sitio. Ser judío era una opción religiosa y de filosofía de vida, pero no un estigma racial. Si hablaban de raza el era mitad polaco y mitad escocés, pues esas eran las nacionalidades de sus progenitores. Mintió para congratularse con el tribunal y dijo que se encontraba mucho más cerca de la religión católica que de la judía.

Pasado ese mal trago, una de las personas del tribunal se interesó por el vuelo a vela. Ahí Robert se empleó a fondo con todas sus artes de seducción explicando lo formativo para la vida y la aeronáutica que era el vuelo sin motor. Empezó a esbozar lo que representaban los campeonatos, pero fue cortado por el presidente del tribunal, que le dijo, mirando al oficial que le había hecho la pregunta sobre el vuelo a vela, que no podía seguir tanto tiempo con él, que había mucha más gente para entrevistar.

Robert se cuadró casi militarmente para despedirse y, al darse media vuelta, quiso interpretar que el amigo de Klara le esbozaba una sonrisa y un ligero guiño.

 

***

 

Un par de meses más tarde, concretamente a principios de 1939, recibió una citación para presentarse en Deblin de nuevo: había sido admitido para ser un piloto de la fuerza aérea polaca.

La vida en los comienzos de su instrucción militar fue mucho más dura de lo que él podía esperar. En el viejo caserón hacia un frío endiablado. También lo que él esperaba, como volar a todas horas, era algo totalmente distinto: los primeros meses fueron casi por completo dedicados a la instrucción militar pura aprendiendo a desfilar, a manejar un fusil, a conocer la disciplina de la milicia, las ordenanzas y las leyes que regían el ejército…

Los días libres miraba con nostalgia los aviones que a veces despegaban de un campo de vuelo cubierto en su superficie de hierba verde y fresca, y en el cual esperaban los aparatos de escuela para enseñar a los aprendices de piloto militar.

Pero por fin llegó el tiempo de empezar a volar. Después de un par de vuelos de evaluación los dividieron en dos grupos; en uno estaban los que tenían mayor experiencia aeronáutica, en ese grupo estaba Robert, y en el otro los que casi tenían que empezar desde el principio a aprender a manejar un avión.

A Robert le tocó un instructor de su misma edad, vitalista y con una pasión aeronáutica enorme. Desde el primer vuelo conectaron muy bien. Este instructor polaco, que se llamaba Stanislaw Karuwinsky, le enseñó a hacer acrobacias, a volar en formación y a practicar combates aéreos simulados.

Cuando ya llevaban más de dos meses volando un día, con semblante triste, le anunció a Robert que, debido a su edad, ya era considerado viejo para ser un piloto de caza. Tendría que ir a volar los aviones de transporte o los de enlace que se usaban para mantener la cohesión entre las unidades aéreas.

—¡Pero si seguramente soy capaz de volar mejor y tengo más experiencia que los pilotos más jóvenes que van a ir a los aviones de caza! —dijo Robert con rabia.

Stanislaw, con la cabeza baja y voz grave, le contestó:

—Sé que, si hiciesen una evaluación de la habilidad como piloto, tú serías seguramente el mejor valorado. Tienes más experiencia de vuelo que todos tus compañeros; nadie empezó como tú a volar con tan solo catorce años, pero —Movió la cabeza de lado a lado con pesadumbre—, las reglas no las pongo yo. Están dictadas por el Estado Mayor Polaco. —Se aproximó a él como manteniendo una confidencia—. Si la guerra estalla, y creo que estallará, pues tus amigos alemanes no se van a conformar con haber invadido Austria, Checoslovaquia y otros territorios más, la necesidad de defenderse de los polacos hará que tengan que recurrir a todos los pilotos con experiencia que tengan. Y ahí entrarás tú.

 

***

 

A principios del verano fue destinado a una escuadrilla de enlace. Él habría querido algo diferente como un gran avión de transporte, y no pequeños aviones cuya misión era llevar personal o piezas de recambio de unos escuadrones a otros.

El contacto con militares de alto rango o jefes de escuadrón que él trasportaba habitualmente, le llevó a un reconocimiento por parte de éstos de sus cualidades como piloto. Se dieron cuenta de que Robert no era un aviador normal recién salido de una escuela, sino que portaba unos valores que eran innegables debido a su experiencia y a su habilidad.

En aquellos días del principio del verano de 1939 una fábrica radicada cerca de Varsovia, “PZL” (“Państwowe Zakłady Lotnicze”) intentaba construir aviones de caza y de bombardeo al ritmo más rápido posible con vistas a la inminente guerra que todos veían en puertas. Robert fue encargado de llevar a las unidades aéreas los aviones que salían terminados de la fábrica y que, después de algún vuelo de prueba, debían de ser entregados a las diferentes bases aéreas desperdigadas por la geografía polaca. Ello le dio la oportunidad de poder volar aviones de varios tipos aunque sólo fuera para llevarlos de un sitio a otro.

Un día tuvo que transportar a un general para asistir a una reunión del Alto Estado Mayor a un aeródromo situado al sur de Polonia. Estaba en la cuidad de Bielsko-Biała, y, por estar muy próxima a la frontera de Checoslovaquia, que ya había sido invadida y anexionada por Alemania, el Ejército del Aire Polaco había destacado allí un escuadrón de cazas para proteger la ciudad.

Robert aterrizó bastante pronto en este cuidado aeródromo de hierba con su importante pasajero a bordo y, nada más aparcar el avión, vio que en la puerta del hangar había un velero de líneas innovadoras: era el último diseño que habían hecho los ingenieros polacos para lograr un planeador que tuviese un rendimiento incluso superior a los diseños alemanes.

Un pequeño grupo de personas estaban rodeando el velero construido en tela y madera y acabado con un brillante barniz que le daba una apariencia espectacular.

El general al que había llevado Robert se acercó al grupo que, como movidos por un resorte, se pusieron firmes en actitud militar. Inmediatamente y de una manera informal saludó a los presentes y se interesó por el velero. Al ver a Robert, uno de los que estaban junto al general se acercó a saludarle.

—Buenos días, Robert. Me alegra verle por aquí y vistiendo el uniforme de nuestras gloriosas fuerzas aéreas.

Era un ingeniero llamado Waclaw Czerwinsky al que había conocido en Lwow. Era el responsable del proyecto.

—¿Conoce usted a este hombre? —preguntó con curiosidad el general.

—Sí —respondió el ingeniero—. Aquí donde le ve, es uno de los mejores pilotos de vuelo a vela del mundo.

El general se llevó una sorpresa, pues no conocía estas habilidades de Robert, que mostraba un cierto rubor en su cara mientras bajaba la vista con timidez.

—¿Permitiría vuestra excelencia que pudiera volar el velero? Nos interesaría mucho su opinión —dijo Waclaw Czerwinsky dirigiéndose al general.

—Por mí no hay problema, pues la reunión se prolongará hasta bien entrada la tarde. —Entonces el general se dirigió a Robert—: No se me pierda por ahí con este avión sin motor —dijo en tono humorístico.

Se despidió mientras todos los presentes se cuadraban militarmente y Robert se quedó con el grupo de gente rodeando el velero.

Lo empezó a analizar con detenimiento. Era un diseño espectacular: las alas tenían la forma de una gaviota, estilizadas y con una envergadura grande; y la cabina era muy amplia y aparentemente cómoda.

—Lo hemos llamado “PWS 102 Rekin” (Tiburón), porque pensamos que será como un escualo en el aire devorando distancias a golpe de térmicas —dijo Czerwinsky con orgullo.

 

***

 

En pocos minutos el velero estaba listo para despegar remolcado por un pequeño avión biplano. Robert atendía a las indicaciones del ingeniero sobre la manera de manejar este nuevo prototipo de avión. Se ajustó al paracaídas, se sentó en la cabina y se ciñó los cinturones de seguridad.

—Esperamos su evaluación. Deseo que le guste volar esta joya —dijo Waclaw Czerwinsky antes de ayudarle a cerrar la cubierta de la cabina.

La avioneta de remolque se posicionó delante del velero; estaba unida a éste por una cuerda de unos sesenta metros de largo. A una señal de la persona que mantenía la punta del ala del velero, el pequeño avión de remolque empezó a aumentar la potencia del motor para tensar la cuerda. Cuando ésta estuvo ya tensa, el ayudante bajó la mano y la avioneta metió motor a fondo. Ambos, avioneta y velero, empezaron a deslizarse por la hierba y, en unas decenas de metros, Robert estaba ya flotando mientras esperaba que el avión de remolque despegara. Lo hizo un poco más adelante y empezaron la subida, avioneta y planeador unidos por el cordón umbilical de la cuerda de remolque.

Nada más sentirse en el aire Robert se encontró en su verdadero elemento. Hacia más de dos años que no pilotaba un velero y rememoró esas sensaciones de libertad y paz al sentir como se deslizaba por la atmósfera en silencio escuchando tan sólo el suave lamento del aire al resbalar sobre la cabina de su avión.

Cuando llegaron a unos seiscientos metros sobre el suelo, Robert notó un pequeño empujón: estaban pasando una ascendencia. Tiró de una anilla que soltaba el cable de remolque y vio como éste se desenganchaba del morro de su planeador y que la avioneta que le había remolcado iniciaba una espiral descendente hacia el aeródromo llevando colgada de su cola la cuerda que culebreaba libre en el aire.

Se metió en ceñidos virajes y, poco a poco, comenzó a ganar altura manteniéndose en la corriente ascendente. En pocos minutos estaba ya llegando a la base de la nube que se formaba sobre él. Sacó el velero del viraje y empezó la evaluación. Planeando por derecho, mientras perdía lentamente la altura ganada en la térmica, probó la velocidad mínima de vuelo, la capacidad de cambiar de viraje de un lado al otro, la maniobrabilidad y la estabilidad en toda la envolvente de vuelo. Se había llevado unas cuartillas y un lápiz e iba anotando todas estas características del avión.

Se notaba que este velero tenía un potencial enorme. La senda de planeo era tendida y la más rápida que él nunca había experimentado. Había tan sólo algunas cosas que corregir: el trimado de los mandos, la estabilidad en el plano horizontal era algo deficiente y el tablero de instrumentos estaba demasiado alto e impedía una buena visión hacia delante. Todo eso eran pequeños detalles fácilmente subsanables, pero el velero era magnífico; el mejor que nunca había pilotado.

Cuando ya había probado todas las cosas que él quería evaluar llevaba únicamente unos tres cuartos de hora en el aire. Era casi mediodía y se dispuso a disfrutar un poco del vuelo. Algo más relajado y en un par de térmicas, se alejó del campo de vuelo para experimentar los largos planeos. Sobrevoló la ciudad. El día era magnífico, plagado de pequeñas nubes que flotaban en el aire claro y una visibilidad ilimitada. Se dio cuenta de que esto era volar de verdad. Se acordó de Klara. Tenía que pasearla algún día en silencio por las alturas. Ella, que era una mujer de gran sensibilidad, sabría apreciar la poesía del vuelo a vela.

Antes de las dos horas estaba haciendo ya la aproximación a Bielsko-Biała. Una última mirada a la manga de viento para ver la intensidad y la dirección de este y, en unos pocos instantes, el patín de roble se deslizaba suavemente sobre la hierba del campo. Calculó el aterrizaje para detener el velero casi a la puerta del hangar. Cuando se detuvo, la punta del ala se apoyó blandamente sobre el suelo y, mientras él abría la cabina, varias personas con Czerwinsky a la cabeza se aproximaron al velero.

Robert todavía no se había desatado en el puesto de pilotaje cuando le preguntaron:

—¿Qué tal el vuelo? ¿Qué opinión tiene del velero?

Lentamente, y con la ayuda de las notas que había tomado durante el vuelo, fue relatando los pormenores de éste y dando a conocer los pequeños defectos que había encontrado. Cada vez que hacía un comentario sobre alguna característica del avión el grupo escuchaba con total atención y Czerwinsky, dirigiéndose a un ayudante suyo, movía la cabeza de manera afirmativa mientras decía:

—¿Ves? Justo lo que yo te dije.

Al final fueron todos al fondo del hangar y allí la conversación se sumergió en los tópicos de siempre: las últimas tendencias del vuelo sin motor, los más recientes diseños alemanes… Todos preguntaban cómo se desarrollaban los concursos en Wasserkuppe. Czerwinsky había estado una vez allí pero las demás personas no, y estaban ávidas de que un auténtico piloto de competición, testigo de los primeros balbuceos de vuelo a vela en la historia de la aeronáutica, les contara sus experiencias.

 

***

 

A última hora de la tarde, apareció el general y, tras una rápida pregunta sobre el vuelo del velero (más debida a la cortesía que a la curiosidad), se embarcaron ambos en el avión de enlace y volvieron hacia Varsovia.

Durante el vuelo el general iba en silencio revisando papeles y documentos, cosa que agradeció en su intimidad Robert. Así, casi pilotando de una manera automática fruto del hábito y la experiencia, rememoraba las sensaciones del vuelo en el velero. Su sueño sería poderse dedicar por completo al vuelo a vela, montar en Polonia un sistema de enseñanza de este deporte creando algo parecido a lo que se hacía en Alemania, poder dedicarse a la competición volovelística. ¿Hasta dónde se llegaría en las metas que se podrían alcanzar en este deporte? ¿Cómo sería el vuelo a vela del futuro?

—¿A qué hora calcula usted que llegaremos a Varsovia? La pregunta de su pasajero le devolvió al mundo real.

—Creo que en media hora estaremos aterrizando —fue su respuesta.

El general dobló el portafolios que tenía sobre sus rodillas y en pocos minutos estaba con los ojos cerrados en su asiento, aparentemente durmiendo y acunado por el monótono sonido del motor. El sol, cercano al horizonte, bañaba con un resplandor anaranjado los campos y las luces de las pequeñas aldeas empezaban a salpicar el paisaje de pequeños puntos amarillentos que relucían en la incipiente noche.

Cuando el astro rey se acabó de ocultar, Robert regaló al general un aterrizaje suave y habilidoso en un aeródromo envuelto en las últimas luces del día.

—Muy bien. Es usted un buen piloto —le comentó su pasajero.

Le dieron ganas a Robert de decirle “Si tan bueno soy, déjeme que pueda ser un piloto de caza”. Supuso que su vida era algo totalmente indiferente al general, que se despidió con cortesía de su subordinado mientras Robert se cuadraba con estricta disciplina militar.

El verano fue una sucesión de días durante los cuales Robert no paraba de volar y volar llevando piezas, personal y también trasladando a las unidades aéreas los aviones nuevos o revisados que salían de las fábricas polacas. Había una total excitación entre todos los componentes del Ejército del Aire Polaco. En el poco tiempo que tenía entre vuelo y vuelo, cuando llegaba a una base aérea, siempre escuchaba las quejas de los pilotos de combate sobre el material que se les estaba entregando. Ellos argumentaban que su preparación era excelente, seguramente mejor que la de sus futuros rivales alemanes, pero sabían perfectamente que sus aparatos de caza tenían poco que hacer en comparación con los Messerschmitt 109, seguramente los mejores aviones del mundo en ese momento.

Cuando sus ocupaciones se lo permitían se acercaba a ver su familia en Varsovia. Su padre se deterioraba día a día; era una triste sombra del hombre que llegó a Polonia huyendo de la persecución alemana: no se movía apenas y ya no podía articular ni una palabra. Con dedicación y cariño, tanto su hermana como su madre, lo mantenían con dignidad. Los días que él podía estar en Varsovia recuperaba los cuidados que requería relevando a las dos y permitiendo así que ellas tuvieran un poco de tiempo libre.

Su hermana, Gretel, salía con un hombre polaco bastante más mayor que ella, pero se negaba a convivir con él mientras su padre siguiera requiriendo dedicación extrema. Tampoco quería dejar sola a su madre al frente del negocio de ropa, que iba bastante bien. Tenían a dos operarias más que les ayudaban en su labor. Curiosamente su madre, a pesar del tiempo transcurrido, tan sólo era capaz de hablar unas pocas frases en polaco. Se apoyaba siempre en Gretel para comunicarse con sus operarias. Seguía en casa charlando con sus hijos en su idioma materno, el inglés.

Robert sacaba a su padre de paseo en una silla de ruedas y su progenitor, aunque saliera al aire libre, a la vorágine de la ciudad, apenas denotaba ni interés ni sorpresa por lo que veía. En el fondo era ya casi como un vegetal humano.

Klara le acompañaba en esos paseos que daba a su padre sentado en la silla de ruedas. Mientras caminaban juntos empujando ésta, hablaban sin parar de su futuro. Ambos estaban de acuerdo en que no podían vivir juntos hasta que el fantasma de la guerra inminente se resolviera de alguna manera. Eran conscientes de que eran judíos y de que, cuando la ocupación alemana se produjese, sus vidas podían cambiar de una manera drástica.

Fue un verano extraño. Había una conciencia de que la guerra iba a estallar de un momento a otro. Las terrazas y los cafés estaban a rebosar gastando desaforadamente; parecía como si hubiese una autentica prisa por vivir, como si el tiempo se fuera a acabar, como si el fin de esta extraña paz estuviera muy próximo… En el fondo así fue cuando el uno de septiembre de 1939 las fuerzas militares alemanas invadieron Polonia por la frontera común. No pilló de sorpresa a los polacos esta. En el fondo estaban mentalizados desde hacía cerca de un año de que ese hecho iba a pasar.

Era un defensa casi suicida la que podían oponer las fuerzas armadas polacas a la poderosa Wehrmacht alemana. La aviación de este país barrió a su antojo toda la parte occidental de Polonia y, en pocos días, casi ya no quedaban aviones polacos para salir a la lucha.

Robert nunca pudo estar involucrado directamente en acciones de combate aéreo, pero si trató de llevar, junto con otros pilotos, la mayoría de los aviones disponibles hacia el sur o hacia el este de Polonia tratando de salvarlos del ataque de la Luftwaffe.

Era una lucha desproporcionada. El día 7 de septiembre el gobierno en pleno tuvo que salir de Varsovia y refugiarse en Leblin. La antigua capital polaca estaba siendo masacrada por los bombardeos alemanes. En un viaje por llevar un avión de transporte a Deblin, el avión de Robert fue requisado por los oficiales de la Escuela de Aviación. Todos iban a huir hacia Rumanía. Allí estaban convencidos, ingenuamente, de que tanto Francia como Inglaterra, que habían declarado la guerra a Alemania a los pocos días de la invasión de Polonia, les suministrarían material y aviones nuevos y modernos para que los pilotos polacos pudieran continuar la lucha por la integridad de su patria.

Pero las cosas empeoraron cuando El 17 de septiembre Rusia invadió la parte oriental de Polonia. Al principio todos pensaron que esto era para ayudarlos. La realidad era que, con un pacto secreto con Hitler, Stalin quería quedarse con la mitad del “pastel” de esta zona de Europa.

Desde Deblin le dijeron a Robert que tratase de huir hacia Rumanía y que en Bucarest volverían a reagruparse. Incluso con la velada promesa de que él sería un piloto de caza más, haría falta todos los aviadores posibles para luchar contra el invasor con el material que presuntamente les suministrarían Francia e Inglaterra.

¿Cómo llegar a Rumanía? Cada cual debería hacerlo más o menos a su manera, y en pequeños grupos para tener más éxito. A partir de ese momento todos tenían que quitarse el uniforme de las fuerzas aéreas y tratar de pasar desapercibidos.

Los pocos aviones que quedaban en estado de vuelo se emplearon para salir volando hacia la capital rumana. Aviones en los cuales cabían dos pilotos, se apilaban en cada asiento dos o incluso tres personas.

Robert no tenía ningún aeroplano para escapar. Antes de dirigirse al sur quería volver a Varsovia. No sabía nada de su familia, ni de Klara.

 

***

 

Fue un viaje a pie, y a veces en alguna carreta, largo y peligroso hacia Varsovia. Casi llegando, el día 28 de septiembre se enteró de que Polonia había sucumbido y que la capital estaba ya ocupada por los alemanes. La guerra de invasión de su nueva patria había durado menos de un mes.

Por la noche, tratando de eludir la vigilancia de los soldados invasores, consiguió llegar a su casa. No había luces, nadie respondía a sus llamadas. Por fin, tímidamente, se abrió una puerta vecina. Una mujer de edad avanzada que Robert conocía de vista se asomó al rellano de la escalera. Hizo una seña como para guardar silencio, con un dedo delante de los labios.

—Todos los polacos de origen judío han sido agrupados en la misma zona de Varsovia. —Miró hacia ambos lados, como temiendo que alguien les pudiese escuchar—. Tu familia creo que se ha marchado a donde vivíais antes junto a un familiar vuestro. No sé dónde es.

—Gracias, señora. Le agradezco su información —respondió Robert.

—Pero no vayas ahora, es muy peligroso. Quédate por aquí. No puedo darte cobijo en mi casa, pues me podrían detener. Compréndelo —respondió la anciana mirando con recelo a la escalera que estaba casi sin luces y, entornando un poco más la puerta, se despidió—: Que tengas suerte.

Dicho esto cerró suavemente la entrada de su vivienda mientras Robert escuchaba algunos cuchicheos detrás de la puerta. Parecía como si las otras personas que vivían con ella echaran en cara a la mujer no haberle ayudado y escondido.

No se lo pensó dos veces y salió al portal. La noche era negra, estaba todo nublado y no se vislumbraba a nadie. Dedujo que sus padres y su hermana estarían en casa de su tío abuelo, Andrzej. Aquél era un barrio casi totalmente judío y era posible que los alemanes quisieran agrupar a todos ellos en esa parte de Varsovia.

No había mucha distancia. Se propuso ir de portal en portal escondiéndose. No haría un solo movimiento hasta no estar seguro de tener todo el camino despejado.

Corría medio agachado de un edificio al siguiente. Cuando paraba estaba un par de minutos para recuperar el resuello tratando de hacer el menor ruido posible y escuchando los sonidos de la calle. Todo estaba en calma y tan sólo un par de veces cruzó alguna avenida un coche alemán repleto de soldados armados con fusiles. Desde su escondite les miraba con un sentimiento ambiguo.

Él había nacido en Alemania, había sido su patria hasta su primera juventud y aquellos soldados deberían de ser compatriotas suyos; en cambio, ocurría algo sin sentido: eran enemigos. Él, un alemán de nacimiento, era enemigo para las personas que habían nacido en su propio país.

Por fin vio a lo lejos la casa en donde vivían tanto Andrzej como la familia de Klara. No se veía ni una sola luz en ninguna vivienda.

Deslizándose pegado a la pared se aproximó lentamente.

—¡Alto!

Esta palabra pronunciada en un polaco con marcado acento alemán le heló la sangre. Pensó en salir corriendo, tan sólo le quedaban una docena de metros. Sería una locura, no tenía escapatoria… Se volvió… Era una pareja de soldados alemanes. Esbozó una sonrisa y empezó a hablar en alemán con marcado y falso acento bávaro.

—¡Camaradas, soy un soldado alemán!

Al escuchar hablar en su idioma la pareja que intentaba detenerlo se quedó un tanto sorprendida.

—¿Que haces sin uniforme? Enséñanos tu documentación.

Robert pensó rápidamente. Miró como con recelo a ambos lados de la calle y en un tono confidencial se acercó a ellos.

—Sé que no debo quitarme el uniforme, pero he conocido a una chica… Sí, a una perra muchacha polaca. Me la quiero tirar. Vive muy cerca de aquí y me está esperando. Volvió a mirar a la calle para asegurarse de que no había nadie más. —Comprendedlo. Llevo desde el primer día de la invasión luchando, he perdido camaradas, como seguramente vosotros. Una alegría al cuerpo siempre es un regalo. No puedo ir de uniforme, ¿lo comprendéis?

Los soldados se miraron uno al otro con una sonrisa de complicidad.

—Por favor, ayudadme a que pase una buena velada con esa perra. Os aseguro que mi cuerpo lo necesita —susurro Robert.

Dudaron un momento hasta que en un gesto amigable respondieron.

—Anda, sigue. Pero como te pillen los oficiales te van a meter un buen arresto.

—Gracias, camaradas.

—Disfruta con ella —respondió uno de los soldados mientras Robert se alejaba andando despacio.

Le temblaban las piernas y estaba sudando a pesar del frío de la noche.

Pasó de largo del portal de su familia y siguió su camino. Al llegar a una esquina miró hacia atrás. No veía ahora a nadie. Retrocedió sigilosamente hasta el portal de la casa de Klara y de Andrzej. Miró a ambos lados. Antes de entrar se aseguró de que ninguna persona le veía. Subió las escaleras. Llamó suavemente con los nudillos. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Cuando se dirigía a la puerta de la familia de Klara se abrió lentamente su puerta.

—¡Robert!

—¡Mamá!

Entró en la casa. Todas las persianas estaban echadas para que no saliera luz a la calle.

Se fundieron en un abrazo tanto su madre, como su hermana Gretel y su tío abuelo, que no era precisamente muy efusivo. Se acercó a su padre, que estaba acostado, y le dio un beso en la frente. Éste ni siquiera abrió los ojos.

Su familia le relató todos los últimos acontecimientos: los bombardeos que habían dejado la ciudad llena de ruinas y de cadáveres, la huida de muchos habitantes pero, sobre todo, lo peor: la obsesión de las autoridades alemanas contra los judíos. De momento habían ya ajusticiado sin piedad a muchos de ellos. Ahora querían agruparlos a todos en una parte de la ciudad, donde se encontraban ellos en ese momento. Mañana muchas familias que vivían en otros barrios serían trasladados allí. Esto significaba que en esta casa, que era grande, tendrían que convivir con personas extrañas, con otros polacos de origen judío que ni conocían ni eran de su misma educación.

Robert preguntó por la familia de Klara y le dijeron que se encontraban también desesperados por lo que se les venía encima. No quiso pasar Robert a visitarlos, pues era ya muy entrada la noche. Con estas perspectivas tan nefastas se fueron, ya de madrugada, todos a intentar dormir.

 

***

 

Las sirenas que surgían de la calle y las voces amplificadas por los altavoces despertaron a todos a primera hora de la mañana.

En un polaco impregnado de fuerte acento alemán y desde una furgoneta de cuyo techo sobresalían varios amplificadores, se gritaba a los cuatro vientos que todos los habitantes de las casas deberían de salir a la calle en el espacio de quince minutos y dejando sus puertas abiertas. Repetía machaconamente que, cuando decía “todos”, se refería que ningún habitante de los hogares se podía quedar dentro, ni mujeres ni enfermos, ni ancianos, ni niños.

Con gran premura, entre su hermana y Robert, vistieron de mala manera a su padre y lo sentaron en la silla de ruedas. Cuando salían de la casa se encontraron con los miembros de la familia de Klara que, con faz demudada, llegaban ya a la calle.

Una fila interminable se formó delante de cada bloque de casas. Algunos soldados, con el fusil entre sus manos, exigían silencio absoluto.

Todos formaron esperando acontecimientos. Al final de la calle se escuchaban gritos de angustia y, de de vez en cuando, algún que otro disparo seguido de exclamaciones y lloros.

Robert estaba en la segunda fila. Tenía a su hermana a su derecha y a Klara a su izquierda. Entrelazó las manos con fuerza con ellas.

Desde las ventanas de los pisos caían a la calle muebles, enseres, papeles, gramolas, figuritas de porcelana… multitud de objetos: la vida y la personalidad de cada hogar que se destrozaban al caer contra el pavimento. Parecía que una brigada de soldados entraba en cada casa e iba destruyendo todo lo que había en cada vivienda.

Delante de la fila cuatro o cinco soldados y un capitán iban pasando lentamente delante de la formación de personas y de vez en cuando decían:

—¡Tú, fuera!

El nombrado era obligado a salir y le conminaban a hacer una serie de ejercicios o movimientos. Si no estaban de acuerdo con lo que podía hacer, sin ningún miramiento ni piedad un soldado, a la orden del capitán, con una pistola Luger en la mano le pegaba un tiro en la cabeza. Caía como un saco al suelo y, como otra persona se acercase a socorrerlo, sonaba otro disparo; así hasta que la fila se mantenía con sollozos apagados, pero sin moverse.

En ese momento Robert se dio cuenta con horror de que lo que buscaban los alemanes eran las personas que ancianas o con graves problemas físicos; los que no pudiesen o trabajar o valerse por sí mismos. Esos eran los que sin la más mínima humanidad eran ejecutados. Su padre en la silla de ruedas no cabía duda de que era un firme candidato.

Muy sutilmente entre su hermana y él trataron de esconder detrás de ellos, ya que la fila era de tres o cuatro personas en paralelo, la silla de ruedas de su padre para ocultarla a los soldados alemanes.

Mientras tanto, un pelotón de soldados había ya subido por detrás de ellos a la vivienda donde habían residido. Pudieron escuchar con toda nitidez cómo debían estar destrozando el piano de Klara, pues se oían notas sueltas y sonidos que debían de salir de la caja del instrumento mientras lo reducían a añicos.

Klara apretó fuertemente la mano de Robert. Éste se volvió hacia ella y vio que rodaban por sus mejillas unas lágrimas silenciosas.

Por delante de las filas se aproximaban ya el capitán y los soldados que iban escogiendo a los deshabilitados. Todos contuvieron la respiración. Con desprecio les miraba por encima. Pasaron de largo. Tanto Robert como su hermana, que se apretaban con fuerza las manos, soltaron un suspiro de alivio: su padre, por lo menos de momento parecía haberse salvado.

—¡Capitán! —Era un soldado que venía por detrás y que llamaba a su jefe—. ¡Aquí hay una silla de ruedas!

El oficial se dio la vuelta acercándose a donde estaba el padre de Robert. A él se le heló la sangre en las venas.

Dirigiéndose a su padre le gritó:

—¡Levántate y sal fuera de la fila!

—Con su permiso, no pue...

No pudo acabar la frase. Robert recibió un golpe en la boca con la culata de la pistola Luger que llevaba el oficial mientras le decía en tono inmisericorde:

—¡No te he dado permiso para hablar!

Robert se tuvo que tragar su rabia mientras notaba el sabor de la sangre que le invadía su boca. La herida que le había hecho con la culata le dolía con agudeza.

—¡Que te levantes!

Ante la falta de respuesta, el capitán, hombre muy corpulento, agarró con una sola mano por las solapas de la camisa a su padre y, como un triste saco de huesos, lo levantó de la silla de ruedas y lo llevó arrastrando delante de las filas de los judíos.

Lo dejó tirado en el suelo mientras le gritaba:

—¡Levántate o te mato!

Sin moverse, Robert escuchaba los callados sollozos de su madre.

Su padre miraba con los ojos muy abiertos desde el suelo donde estaba medio tumbado, con una mueca de terror y con movimientos inconexos y temblorosos de su boca hacia el oficial alemán. Éste cargó la pistola, la puso sobre la cabeza del padre de Robert y sonó el disparo. El cuerpo se quedó tendido e inmóvil mientras su escaso pelo se teñía de un color rojo. La sangre que salía poco a poco empezó a hacer un pequeño charco en el suelo.

Robert intentó salir como una flecha hacia el soldado alemán pero se sintió agarrado no sólo por las manos de Klara y Greta, sino también tirado hacia atrás por la camisa que aguantaba Simeón, el hermano de Klara. Éste le susurró al oído:

—Ya no puedes hacer nada, ese hijo de perra lo ha matado. Si sales de la fila te matará también a ti. Tienes que vivir. Piensa en tu madre y en tu hermana.

Robert apretó con fuerza las mandíbulas mientras trataba de escupir la sangre que le producía la herida de la boca. La rabia, la impotencia y la desesperación se adueñaron de él.

Estaba como ido. Apenas prestó atención a las órdenes que el coche con los altavoces impartía a los polacos. No debían de acercarse a las personas muertas. Una brigada de judíos polacos recogería esa “basura”; así lo decían, textualmente. Al día siguiente harían un inventario de las personas y se les daría una documentación especial para poder circular por la calle, no podrían salir de esa zona de la ciudad, deberían llevar en su ropa una estrella de David como símbolo de su raza judía, no podrían tener en casa más de dos mil zlotys en dinero para gastar, tendrían que acomodarse todos en las casas restantes agrupando familias e individuos y se les nombraría a todos trabajos para el resto de la comunidad de acuerdo a sus oficios y profesiones.

Ahora debían disolverse y regresar a sus casas en silencio: había nacido el gueto de Varsovia.

 

***

 

Todos se reunieron en la casa de los padres de Klara. El mobiliario estaba destrozado. El piano roto a machetazos de bayoneta y las teclas machacadas. Un auténtico drama. La madre de Robert, en un lloro continuo, suave y callado por la muerte de Salomón. Todos estaban verdaderamente demudados.

A última hora de la tarde llegó al piso el hombre con el cual salía Greta. Él trabajaba en el ayuntamiento de Varsovia. No era judío y llegar hasta esta zona de la ciudad, fuertemente custodiada por las tropas alemanas, era casi una temeridad. Wladek, que así era como se llamaba, le contó las directrices que había oído en su oficina.

Isaac le dio las gracias. Sabía que ayudar a los judíos polacos representaba poder enfrentarse con la justicia y llegar incluso hasta la horca. La situación era muy grave y peligrosa.

—Lo único que puedo hacer es ayudarles. No es cuestión de ser judíos o no, es cuestión de seres humanos. No se puede tratar a las personas como si fueran basura, como si fueran animales. Me asombra que un pueblo culto como el alemán actúe así con sus enemigos, o simplemente con los que no comulgan con sus ideas.

Robert tomó la palabra.

—Nosotros hemos nacido en Alemania. No es un problema del pueblo alemán, es que el Partido Nazi ha abducido a los que viven en nuestra patria. No se puede discrepar hoy día de la línea oficial del partido; si lo haces te expones al ostracismo… y hasta a la muerte. Hay que tener en cuenta que Hitler heredó un país con una situación caótica y ruinosa. Es cierto que supo darle un sentimiento de patriotismo que consiguió en muy pocos años llevarlo a la mayor prosperidad nunca vista. Pero creo que este hombre es peligrosísimo y que acabará llevando a la ruina no sólo a su patria, sino también a Europa entera.

—De todas maneras, gracias a mi trabajo en el ayuntamiento, tengo pase para poderme mover libremente por toda Varsovia

—dijo Wladek—. Se trata sólo de que no me vean reunido con vosotros; pero tengo cuidado cuando entro en la casa. —Después, inclinándose hacia delante como en un tono confidencial, dijo—. Van a deportar a los que no puedan trabajar duro para trasladarlos a otros campos, en los cuales no sé si dedicarán sus labores al esfuerzo de guerra. Son campos nuevos, como de concentración, se están construyendo ahora. El primero es Belzec, cerca de Lwow, pero van a construir más.

»No toleran que haya intelectuales y artistas entre la población judía. Mañana seguramente harán un inventario del personal que hay aquí, y, a todos los que sobresalgan por sus actividades en el campo de la ciencia, de las artes, de la música, de la pintura… los deportarán, o simplemente los ajusticiarán—. Se dirigió a Klara y a Robert—: Tenéis que desaparecer inmediatamente de Varsovia. Tú

—dijo dirigiéndose a la chica—, en cuanto averigüen que eres una afamada intérprete de piano tienes los días contados; y tú —dijo esto encarándose a Robert—, al saber que eres un piloto de la fuerza aérea polaca, serás seguramente arrestado y no sé cuál puede ser tu destino… Pero nada bueno.

Todos se quedaron en silencio. No sabían qué responder. Hasta los sollozos de la madre de Robert quedaron en suspenso.

—¿Pero cómo podemos salir de aquí? El barrio está totalmente cercado. ¿Tú cómo has podido llegar hasta esta casa? —preguntó Robert a Wladek.

—Con un pase del ayuntamiento. Van a hacer un muro a partir de mañana que cercará todo este barrio. Me han dejado pasar porque les he dicho que me mandaba el ayuntamiento de Varsovia para estudiar qué calles se cerraban y cómo se podía permitir el paso por ciertas zonas de los tranvías para que el resto de los habitantes, los que no son judíos puedan moverse—. Wladek pensó en silencio durante unos instantes y, algo meditabundo, dijo—: Tengo una solución— Todos guardaron un respetuoso y atento silencio—: hay que escapar por el subsuelo, por las alcantarillas.

—Pero sin un plano supongo que será casi imposible —añadió Robert.

—Tienes razón —respondió Wladek—. Va a ser difícil, pero creo que hay posibilidades de hacerlo.

Robert, sin pensárselo dos veces, dijo:

—Yo me quedo aquí. Debo ayudar a mi familia, a mi madre a mi hermana, y a los judíos que están con nosotros.

Su madre, Sara, que había estado sollozando callada, suspiró suavemente y tomó la palabra.

—Robert, nos han matado a tu padre estos salvajes. ¿Qué quieres, que pierda también a mi hijo? No tienes nada que hacer aquí. Quizá incluso arrastres a toda tu familia a la desgracia. Tanto tu hermana como yo somos mujeres; creo que por eso nos respetarán algo más: somos útiles para trabajar. Podremos salir adelante.

Se hizo un silencio, roto solo por Isaac, el padre de Klara, que se dirigió directamente a Robert.

—Hijo, yo creo que tu madre tiene razón. Tanto Simeón como yo podremos sobrevivir. Creo que somos imprescindibles por ser médicos, y por eso nos querrán. No estamos implicados en nada que pueda molestar a los nazis. Si Klara y tú seguís aquí vamos a tener otra desgracia dentro de poco. Wladek tiene razón: debéis huir de esta zona. No sé a dónde podéis ir, pero quedarse en Varsovia puede representar casi seguro vuestra sentencia de muerte.

—Quizás el Báltico es lo que queda más cerca para intentar la huida.

Robert tomó la palabra.

—Esta bien. Aunque me duela dejaros aquí, podemos tratar de huir. ¿Estás de acuerdo, Klara? —dijo esto dirigiéndose a ella. La muchacha asintió levemente con la cabeza sin decir ni una palabra—. Las fuerzas aéreas polacas se intentan reagrupar en Rumanía. Sé que está más lejos, pero creo que sería una puerta de escape; aunque difícil, más segura pues el sur estará menos vigilado que los puertos del mar. Podríamos traspasar las montañas del sur. La zona checoslovaca no es muy ancha.

—Bien. El problema es salir de aquí esta misma noche —dijo Wladek lentamente. —Se inclinó hacia Robert y Klara y, como en un tono confidencial, empezó a hablarles—: En cada encrucijada de calles, pegado a la acera hay un registro de alcantarilla. No va a ser fácil abrirlo, pues muchas de estas entradas seguro que llevan mucho tiempo cerradas y es muy posible que, sin las herramientas adecuadas, no se puedan abrir. ¿Tenéis algún tipo de palancas metálicas o algo parecido?

Dijo esta última frase, mirando a los restos del piano por cuyos costados sobresalían algunos elementos de la estructura interna hechos de hierro.

—En el sótano. En el taller sí tengo ganzúas o palancas que nos pueden servir — dijo Isaac.

—Estupendo —respondió Wladek.

—Vale pero… una vez dentro de las alcantarillas, ¿qué hacemos? —preguntó Robert—. ¿Cómo nos orientamos? ¿Tienes algún mapa o algo parecido, un plano...?

Wladek se quedó pensativo. Todos guardaban silencio.

—Desgraciadamente no tengo aquí ningún diseño de la disposición de las galerías. No me puedo acordar de cómo están distribuidas. He estado muchas veces debajo del subsuelo de esta ciudad, pero reconozco que es algo complicado… ¡Ya sé, tengo la solución! —Todos se sumieron en un silencio expectante—. Las aguas residuales se canalizan por galerías no muy grandes, pero que van juntándose unas a otras hasta desembocar en grandes túneles de tamaño considerable. Todo el sistema acaba desaguando al río. Lo que tenéis que hacer es seguir la corriente de agua de las galerías, de los conductos. El agua va siempre cuesta abajo y es como un sistema, que siguiéndolo, os llevará hasta salir fuera, a la orilla del Vístula.

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