Honor

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Al final del día les dijo que en el granero había dos bicicletas que pertenecieron a sus hijos y que se las podían llevar para poder ir más rápido.

Robert fue a verlas: estaban llenas de telas de araña pero las limpió, hinchó las ruedas y reparó los frenos. Después ajustó la altura de los sillines para él y para Klara.

Acabaron el día con una cena abundante y la buena mujer les preparó comida para llevarse: pastel de carne, embutido y queso, además de una rica tarta de manzana.

Se acostaron temprano metidos otra vez en la habitación heladora, pero que, bajo aquella montaña de mantas que había sobre la cama, entraron en calor al cabo de poco tiempo.

Al día siguiente, en cuanto salió el sol y ya después del desayuno, se despidieron de la campesina. Montados en las bicicletas iniciaron el camino.

Era una mañana despejada y con buena temperatura; parecía más una jornada veraniega que un día del incipiente otoño. Guiados por la posición del sol, buscaron una senda que les llevase hacia el sur.

Cerca del medio día se pararon a descansar junto a un cruce de caminos.

—Robert —dijo Klara con una sonrisa—, tengo que confesarte una cosa: Me duele el culo de una manera tremenda.

—A mi me ocurre lo mismo. Es la falta de hábito de estar sentados en el sillín. Si te parece bien comemos algo mientras descansamos y después proseguiremos un poco más hasta encontrar otro sitio para pasar la noche.

Nada más empezar de nuevo a pedalear vieron un cartel; rezaba así: “BIELSKO-BIALA”. Robert se bajó de la bicicleta mientras comentaba:

—He estado aquí varias veces. Tiene un aeródromo muy grande. Ahí volé un velero nuevo… una maravilla. Lo mejor que he pilotado en este tipo de aviones.

—¿Con eso que me quieres decir? —inquirió Klara.

—Que quizá en esta base todavía quede alguien de la Fuerza Aérea que nos pueda ayudar.

 

***

 

A media tarde estaban entrando en la población. Robert se acordaba de la ubicación del aeródromo y, media hora después, estaban en el perímetro exterior de la pista de aterrizaje. Ésta era una zona de hierba de gran extensión, y a lo lejos se podía ver un hangar bastante grande.

Klara desmontó de la bicicleta, pues no podía ya aguantar más estar sentada en el sillín. Así, andando, se acercaron a la parte de atrás de la edificación. Parecía todo desierto. No había nadie por ningún lado. Tampoco se podía ver ningún avión. Daba la impresión de que todos habían abandonado las instalaciones, de que allí no quedaba ni una persona.

Dejaron las bicicletas apoyadas en la pared trasera del hangar y caminando intentaron encontrar una entrada. Las grandes puertas de hierro que daban a la pista estaban cerradas y sin ninguna posibilidad de abrirlas. Por fin, en un lateral encontraron una pequeña entrada que, a base de pegarle golpes, pudieron forzarla.

Daba a una habitación que parecía ser un taller. Estaba con algunas herramientas tiradas sobre una mesa de madera. Se veía que se habían llevado casi todo. A través de una pequeña puerta accedieron al interior del hangar. Se asomaron con precaución pero no parecía haber nadie. El espacio estaba vacío, a excepción de una avioneta biplano a la cual a una de las alas le faltaba el recubrimiento de tela. Por eso debía estar allí abandonada. Lo que sí pudo ver Robert era que el velero que él voló, el Rekin, se encontraba pegado a la pared posterior. Tenía la cabina cubierta por una lona. Se acercó a él. Estaba en buen estado y con todos los instrumentos, pero lleno de polvo; seguramente llevaría meses allí sin volar.

—No se muevan. —Las palabras pronunciadas en voz baja venían de su espalda, mientras notaba que un cuchillo o algo punzante se apoyaba en su cuello por la parte posterior—. Dese la vuelta lentamente.

Klara, que estaba delante de él, se mantuvo inmóvil. Robert empezó a volverse mientras levantaba los brazos en alto por encima de su cabeza. Frente a él se encontró con una persona de su estatura. No podía distinguir la cara, pues la claridad de la luz que se colaba a través de los amplios ventanales que había sobre las grandes puertas del hangar se lo impedía al encontrarse la otra persona a contraluz.

Por un momento se mantuvieron sin moverse con el enorme cuchillo posado sobre el cuello de Robert.

De pronto notó como su interlocutor quitaba el objeto que tenía sobre su garganta mientras decía balbuceando:

—Pero, ¿tú no eres un piloto que estuvo aquí probando el velero Rekin hace unos meses?

—Sí. Me llamo Robert Stanko. ¿Me conoces?

Se paso el enorme cuchillo de la mano derecha a la izquierda y, tendiéndo esta, le dijo:

—No sé si te acuerdas de mí… Soy Józef Komorowsky.

—Le dio un fuerte apretón de manos—. Soy teniente de la Fuerza Aérea. Fui el piloto que te remolcó con una avioneta para que pudieras volar el velero. ¡Salid, no hay problema! —gritó Józef. De una pequeña puerta del fondo del hangar aparecieron una mujer menuda y dos niños de unos dos y siete años aproximadamente—. Todos escaparon hacia Rumanía, pero nosotros no pudimos. Yo no quise dejar solos a mi mujer y a los niños. Llevamos más de una semana aquí escondidos, pues nuestra casa fue arrasada por los alemanes. Nos queda ya muy poca comida. Yo salgo a veces por las noches a buscar algo, pero no es fácil encontrarlo. Estoy intentando arreglar esta avioneta. Ya he reparado la estructura del ala, que estaba con algunas costillas y largueros rotos, pero la verdad… no tengo ni idea de hacer reparaciones y menos de entelar al ala.

—Pero, ¿qué quieres hacer con ella? —preguntó Robert.

—Intento ponerla en vuelo. Es nuestra oportunidad para huir con Anja, mi mujer, y los niños a Rumanía. Allí me podré juntar con el resto de los componentes del Ejército del Aire Polaco que ya están en Bucarest.

Robert pensó rápidamente.

—Si te ayudo a entelarla, ¿nos podremos escapar contigo Klara y yo en la avioneta? —dijo esto mientras la señalaba a ella con la mano.

Józef sacudió la cabeza mientras miraba al suelo.

—Lo siento, es imposible. Tú mismo lo puedes ver. La avioneta es muy pequeña y no tiene mucha potencia. Yo iré en el asiento delantero pilotando y mi mujer con los dos niños encima en el asiento trasero. Además, con tanto peso seguramente no podríamos despegar.

Robert se resignó; no obstante dijo:

Está bien, lo comprendo. Te ayudaré a entelarla y acabar los arreglos. Tengo buena experiencia en hacer reparaciones y entelados de cuando era piloto de competición de veleros. ¿Hay tela de algodón y novavia?

—Ven conmigo y te enseñaré todo lo que he encontrado —respondió Józef.

Se fueron a una dependencia y allí, en un armario, descubrió Robert un rollo entero de tela de algodón, barniz y bastantes herramientas.

—No encuentro agujas para coser la tela, pero podemos con este alambre fabricar algo que nos sirva. —Miró hacia los ventanales—. Ya se va a hacer de noche. Si quieres podemos compartir la comida que llevamos con vuestra familia. Mañana cuando salga el sol nos pondremos manos a la obra. ¿Han venido soldados alemanes por aquí?

—Sí. Algunas noches les hemos oído entrar, pero tan sólo se dedican a estar un rato por dentro del hangar y después se marchan

—respondió Józef.

 

***

 

Subieron a un altillo por una escalera de mano, que luego retiraron. Allí había algunos jergones y colchonetas. Encendieron un quinqué para alumbrarse y cubrieron una ventana que daba al exterior con una lona para que no saliese nada de luz que les pudiese delatar.

La familia de Józef devoró casi literalmente la comida que tenían en las mochilas Klara y Robert; aún así, guardaron algo para poder subsistir en los días venideros.

La noche fue incómoda pero descansaron bien. Cuando las luces del día inundaron de nuevo el hangar, se dispusieron a hacer los últimos arreglos de la avioneta.

Anja y los niños salieron por una puerta lateral fuera de la edificación para vigilar si alguna patrulla o gente se aproximaba al hangar. El resto, dirigidos por Robert, se pusieron manos a la obra. En primer lugar llevaron al rollo de tela de algodón, que él extendió sobre la porción de ala que estaba sin cubrir; cortaron la tela necesaria y después hicieron con lo que había sobrado tiras largas, como vendas. Éstas las empaparon en el barniz de novavia y enrollaron con ellas toda la superficie de las costillas y largueros donde estaría apoyado el recubrimiento principal. Tardaron en ello toda la mañana, pues tenían que estar dando manos y más manos de barniz para que quedase todo bien impregnado.

Después de un alto para descansar y comer, por la tarde cubrieron con la tela la superficie del ala, tanto por arriba como por abajo. La estiraron en la medida de lo posible y, entre Józef, Klara y Robert, la cosieron lo más ajustada que pudieron a la estructura del plano.

—Queda muy arrugado —dijo Józef.

—Cuando le echemos el barniz empezará a estirar —repuso Robert.

No llevaban ni media hora impregnando con la novavia el recubrimiento de tela cuando Anja entró rápidamente seguida por los niños.

—¡Se acercan dos soldados!

Guardaron la tela y las brochas, pusieron unos papeles sobre el arreglo que estaban haciendo para que no se llegase a ver y, con toda celeridad, se subieron al altillo retirando la escalera.

Unos minutos más tarde se escuchó un golpe en una puerta y los pasos de unas personas. Parecía que iban hablando entre ellas informalmente. Robert pudo entender algunas de las palabras que decían. Se aproximó al oído de Józef para decirle en un susurro:

—Hablan en alemán.

Los dos soldados seguían dando una vuelta por dentro del hangar. Por una pequeña rendija desde su posición superior podían verlos sin que ellos los descubriesen. No prestaron atención a la avioneta; si lo hubiesen hecho podrían haberse dado cuenta de que el barniz estaba fresco.

Se fueron directamente al velero. Uno de ellos quitó la lona que lo recubría, abrió la cabina y se metió dentro. Debía ser un piloto de vuelo sin motor, pues le estaba explicando al otro, por lo que Robert llegaba a entender al escuchar palabras sueltas, cómo se volaba un planeador y los instrumentos que tenía.

En ese momento, los dos niños que estaban juntos jugando con algo empezaron a pelearse por una pieza de madera. Józef tapó la boca del mayor pero el otro comenzó a lloriquear suavemente.

Todos estaban aterrados. ¡Les podrían descubrir! Anja le susurraba al oído al menor para que se callase, pero él seguía con su lloriqueo. Entonces ella se desabrochó rápidamente la blusa, sacó uno de sus pechos y se lo puso en la boca a la criatura. Ésta se calló mientas su madre le apretaba con fuerza contra su seno desnudo.

Robert se asomó discretamente por el ventanal que había cerca del techo que daba al interior del hangar. Parecía que los dos alemanes no habían escuchado nada. El que estaba en la cabina seguía explicando cosas al otro.

Así estuvieron más de media hora. Después se dieron una vuelta por las habitaciones que hacían de talleres y por fin salieron del hangar.

Todos respiraron aliviados.

—¿Todavía lo alimentas tú? —preguntó Klara a Anja.

—No. Ya hace mucho que no le doy el pecho, pero es lo único que se me ha ocurrido para que se callase —dijo ella mientras se abrochaba de nuevo la blusa.

El niño se había dormido en su regazo.

Al día siguiente terminaron de dar unas manos más de barniz al recubrimiento del ala. Ya estaba la tela bastante tensa.

—Habría que dar una capa de pintura para que los rayos del sol no deteriore el entelado de algodón, de lo contrario, en pocos meses estará en muy mal estado —dijo Robert.

—Mientras  me  dure  para  llegar  a  Rumanía  me  conformo

—respondió Józef.

—Tienes razón.

Acabada la tarea, Robert empezó a mirar de reojo el velero que estaba en el fondo del hangar. Con la vista fija en él dijo:

—Józef, se me ocurre una idea para que podamos escaparnos todos.

—Robert, es imposible, no hay sitio en los dos puestos del piloto de la avioneta para meternos todos. El peso sería excesivo además.

—No, no es eso lo que te voy a proponer. Tú te metes en la avioneta con Anja y los niños. La avioneta tiene todavía la instalación en la cola del dispositivo de remolque para lanzar planeadores. Podrías tratar de remolcar el velero. Yo, junto con Klara, estaré en él. De esta manera intentaríamos escaparnos todos.

—Pero, Robert… Si la avioneta ya va sobrecargada, ¿cómo va a ser capaz de despegar tirando de otro avión?

—La resistencia que ofrece el planeador, una vez que el velero haya despegado, es bastante pequeña.

Józef meditó unos momentos sin decir nada. Se veía que no estaba de acuerdo con la idea.

—Mira —siguió Robert—, podemos hacer una cosa: tú inicias la carrera de despegue tirando del velero y, si cerca del final de la pista ves que no has despegado, sueltas la cuerda de remolque y continúas; yo me quedaré en el suelo y eso es todo. De todas formas, eres un buen piloto y sé que lo podemos conseguir.

Con su ego reforzado por las palabras de Robert, al final Józef dijo:

—De acuerdo. Pero ten la seguridad de que, si veo imposible el despegue, te soltaré para poder salir yo.

—Lo conseguiremos —dijo Robert mientras estrechaban las manos para refrendar el acuerdo.

 

***

 

Pasaron la tarde terminando los trabajos de reparación y preparando los aviones. La tela de recubrimiento de las alas no había quedado muy estética, pero cumpliría su función. Robert limpió de polvo el planeador y vio que todo estaba en orden, afortunadamente. Buscó una cuerda o cable para hacer el remolque pero, al no encontrar ninguna, lo hizo con un cable de unos cincuenta metros de largo al que acopló anillas en sus extremos. Comprobaron que el mando de suelta del cable de remolque funcionaba bien tanto en la cola de la avioneta como en el morro del velero.

Después repostaron la avioneta de combustible y aceite con unos bidones que había en la pared del hangar. Ya todo estaba listo. Quedaba ver si el motor de la avioneta funcionaba bien.

Anja, Klara y los niños salieron al exterior del edificio para vigilar que no hubiera nadie en las proximidades. Cuando vieron que no se encontraba ninguna persona cerca, Józef se subió a la cabina de la avioneta.

Robert dio unas cuantas vueltas a la hélice para que el aceite se moviese un poco y así purgar los cilindros.

—¿Listo? —dijo Robert.

—¡Contacto! —respondió Józef mientras movía el interruptor de encendido a la posición de conectado.

Robert agarró una pala de la hélice y le dio un fuerte impulso. Ésta dio un giro de media vuelta, pero no se escuchó ninguna explosión en los cilindros el motor.

Una y otra vez lo intentó de nuevo, pero el motor parecía que estaba muerto.

—¿Tienes la llave de combustible abierta? —preguntó Robert.

—Sí. Todo está en orden. Seguramente es que lleva mucho tiempo sin funcionar.

Al cabo de un cuarto de hora de intentarlo Robert estaba sudoroso y agotado de tanto dar impulsos a la hélice.

Descansaron unos minutos. Después Józef le dijo a su compañero:

—Súbete ahora tú en la cabina y yo le daré a la hélice.

Cambiaron las posiciones. Robert usó el primer para inyectar combustible directamente en los cilindros. El problema es que, si cebaba demasiado, éstos se podían inundar.

Otra vez volvieron a intentarlo. Por fin, al tercer intento, el motor dio un par de explosiones, pero se paró de nuevo. Bueno, eso ya era un buen indicio. Un par de intentos más y por fin el motor arrancó con un sonido regular.

Józef, resoplando por el esfuerzo hecho, se puso junto a la cabina abierta.

El estruendo del motor en un espacio cerrado como el hangar era enorme.

—¡Le faltaba un poco más de cebado! —gritó Robert para hacerse entender sobre el sonido del motor.

Calentaron éste y, cuando vieron que ya los cilindros tenían una temperatura aceptable, cambiaron sus puestos. Józef se metió en la cabina y Robert se fue a la cola del avión. Agarró ésta con fuerza y le dijo a su compañero por señas que hiciera una prueba del motor.

Aceleró y después probó el sistema de encendido, ambas magnetos funcionaban bien. Lentamente fue abriendo el mando de gases hasta que el bramido del motor indicaba que estaba casi a máxima potencia.

Robert, agarrado a la cola soportando la tracción de la avioneta y el vendaval que provocaba la hélice y que parecía arrancarle los cabellos, vio cómo ya no podía aguantar el avión. Éste empezó a moverse hacia adelante, pero, justo en ese instante, al notarlo, Józef cerró la potencia del motor, lo dejó funcionar un poco a ralentí y lo paró.

—Va todo bien —dijo exultante.

Entraron por una puerta lateral Anja, Klara y los niños.

—¡Vaya ruido! Espero que nadie lo haya escuchado —dijeron.

 

***

 

Dejaron todo preparado: El día siguiente sería la jornada de la huída.

Cuando se recluyeron en su altillo para pasar la noche, Robert estaba inquieto, no podía conciliar el sueño. Klara se dio cuenta y, acomodándose junto a él, empezó a conversar en un susurro para no despertar a los demás.

—¿Que te pasa, Robert? ¿Por qué estas tan inquieto? Ya hemos superado juntos muchas situaciones difíciles.

Él se puso de lado para poder intuir a la tenue luz de la luna que se esparcía por uno de los ventanucos del techo la faz de ella y hablarle en un hilo de voz.

—No lo tengo claro. No sé si podremos despegar. La avioneta PZL es ya bastante vieja. Espero que el motor dé toda su potencia. Si Józef no quiere arriesgar a su familia, lo que hará es no apurar en lo más mínimo el despegue, soltar el cable de remolque y escaparse él con Anja y los niños. Nosotros nos quedaríamos parados en medio del aeródromo de hierba, habría que salir corriendo y tratar de recoger las bicis para huir por algún camino. Aunque los alemanes no parecen tener muy vigilado el campo de aviación, en cuanto escuchen el ruido del motor despegando saldrán a ver lo que pasa. Me da miedo que aquí se acabe nuestra aventura. ¡Estamos tan cerca de poder escapar!

Klara envolvió con sus brazos la cabeza de Robert en un gesto cariñoso, la apretó contra su pecho y, así, abrazados, permanecieron hasta que notó que la respiración acompasada de él le indicaba que entraba en un sueño reparador.

Los nervios hicieron que con las primeras horas del día estuvieran todos despiertos. Los dos hombres se reunieron mientras las mujeres se ocupaban de los niños para discutir el plan de fuga.

—Dejaremos todo preparado, metidos y atados en las cabinas a los demás menos tú y yo. La avioneta a un par de metros de la puerta del hangar con éste cerrado. El cable de remolque lo extendemos por el suelo y estará enganchado a la cola de la avioneta y al morro del velero. Cuando no veamos ningún peligro, con las puertas cerradas para que no trasciendan nuestras intenciones a los de afuera, pondremos en marcha la avioneta. Así, con las puertas todavía cerradas, calentaré el motor, para que cuando vayamos a salir esté ya a su temperatura óptima y nos de toda su potencia. Una vez hecho esto, paro el motor y entre los dos abrimos las puertas del hangar. Me ayudas a ponerlo en marcha y te metes ya inmediatamente en la cabina del velero junto a Klara. Empezaré a rodar lentamente para que el cable se estire. Tú levantas la mano izquierda sacándola por el pequeño respiradero de tu cabina. Cuando veas que el cable está totalmente tenso, bajas el brazo y yo meteré motor a fondo para iniciar la carrera de despegue.

—De acuerdo —asintió Robert—. Tenemos el problema de que nadie me puede sujetar el plano del velero horizontal para hacer el despegue. Ya sabes que el Rekin tiene una sola rueda bajo el fuselaje y normalmente una persona te mantiene la punta del ala para que ésta no se arrastre por el suelo en los primeros metros de la carrera de despegue.

Józef miró a un lado y a otro. Se levantó y, agarrando una silla de respaldo alto, dijo:

—Pondremos la punta del ala del velero apoyada aquí. En cuanto haya avanzado el planeador tendrás ya con toda seguridad mando suficiente para que el plano no se arrastre por el suelo.

 

***

 

Con todo dispuesto bajaron al hangar descendiendo la escalera de mano que recogían todas las tardes desde su escondite. Tan sólo llevaba Robert algunos trozos de queso y de embutido que habían sobrado de los que les regaló la campesina en cuya casa estuvieron escondidos.

Antes de hacer nada, miraron por las rendijas de las puertas del hangar para ver si todo estaba libre.

—¡Maldición! —dijo Józef.

—¿Que ocurre? —preguntaron Klara, Anja y Robert.

—Venid aquí.

Todos se acercaron. En un lateral del campo de hierba pudieron ver un camión y varios soldados arreglando una de la mangas de viento del aeródromo.

—No perdamos la calma —dijo Robert—. Esperemos a que terminen su trabajo y se marchen. Hay que ser optimistas. Fijaos en que hay una brisa del este, no muy fuerte, pero que nos ayudará a lograr el despegue.

El día era absolutamente despejado, con un cielo azul radiante; parecía casi un día veraniego en lugar del pleno otoño en el cual se enco

Tuvieron que pasar casi tres horas hasta que los soldados terminaron su trabajo y, metiéndose en el camión, desaparecieron. No obstante, los dos pilotos salieron fuera para cerciorarse de que no había nadie por los alrededores del hangar.

Robert miró al cielo y empezó a ver pequeñas nubes cumuliformes que se empezaban a formar.

«Va a quedar un maravilloso día para volar a vela». Este pensamiento surgió en su cabeza, pero inmediatamente lo trató de olvidar: no era un día para divertirse con un velero, sino que para huir en unas condiciones dramáticas.

Volvieron al hangar y Józef, junto con Robert, se puso de acuerdo en el lugar de aterrizaje que iban a buscar ya sobre Rumania.

—¡Vamos, no podemos perder más tiempo! —dijo Józef con premura.

Subió a su puesto de pilotaje después de haber comprobado que Anja y los niños, bastante apretados, se encontraban ya metidos en la cabina trasera de la avioneta.

—¡Contacto!

Robert cogió la hélice por una de sus puntas y la impulsó con fuerza para hacerla girar.

Nada. Otra vez y ya hizo el motor una explosión… pero se paró de nuevo. Al tercer intento, soltando una humareda gris por los tubos de escape, se puso por fin en marcha.

Robert se asomó a través de las rendijas de la puerta del hangar para ver si notaba algún movimiento en el exterior. Todo parecía tranquilo.

Józef estuvo unos cinco minutos calentando el motor, después hizo una prueba de las magnetos del sistema de encendido. Todo estaba bien. Aumentó la potencia para ver si la avioneta tenía fuerza. Sin problemas. Paró el motor.

—¿Alguna novedad?

—Nada —dijo Robert—. Abramos las puertas.

Se enfrentaron con un problema que no habían calculado: las enormes puertas de hierro debían de haber estado meses sin moverse y, entre los dos, no tenían fuerzas para abrirlas.

—¿Qué hacemos? —dijo resoplando Józef.

—Haciendo palanca con unas barras de hierro las podremos abrir.

Fueron al taller y, efectivamente, apoyando unas barras que encontraron contra el suelo y haciendo palanca contra la puerta consiguieron abrirlas totalmente.

—¡Vamos rápido!

Józef se montó de nuevo en la cabina de su avión.

—¡Contacto!

A la primera paletada de la hélice que hizo Robert, el motor, al estar ya caliente, arrancó.

Éste corrió hacia el velero. Klara estaba sentada en el único asiento del piloto, el planeador era monoplaza y tenía sobre sus muslos un pequeño cojín. Robert se subió encima de ella.

—Estás gordito, ¿eh?

Robert no estaba para bromas. Sin contestar se ató como pudo con los atalajes, cerró la cubierta trasparente de la cabina y, sacando el brazo izquierdo por la pequeña ventana, lo levantó para avisar a la avioneta remolcadora de que iniciase la extensión del cable.

En ese momento pudo ver cómo la anilla que estaba enganchada a la cola de la avioneta se desprendía de su anclaje y caía al suelo.

—¡Maldición! Józef ha soltado el cable y no nos va a remolcar. ¡Se quiere ir él solo! —gritó con rabia.

Klara se quedó muda.

A continuación pudo observar que el motor de la avioneta se paró. Józef parecía hacer señas a Robert para que se acercase.

Éste se desató de los atalajes, abrió la cubierta de la cabina y corrió hacia la avioneta.

—¡Me he enganchado con la manga de la cazadora, y he movido el mando de suelta del gancho de remolque! ¡Pon de nuevo el cable y arranca! ¡Vamos lo hacemos de nuevo!

Robert respiró algo aliviado. Fue a la cola de la avioneta y metió la anilla en que terminaba el cable dentro del anclaje del mecanismo de remolque. Rápidamente se fue de nuevo hacia la hélice.

—¡Contacto!

Una paletada y el motor de nuevo en marcha. Corrió a toda velocidad a meterse de nuevo en la cabina del velero.

—¿Qué pasa? —preguntó Klara.

—Te lo explico luego. ¿Vas bien?

—Un poco chafada, pero aguantaré.

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