Honor

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Otra vez sacó el brazo y la avioneta metió algo de motor moviéndose hacia la salida del hangar. Robert miraba cómo ya estaba fuera y se bamboleaba de lado a lado por las oscilaciones del terreno. Cuando vio que el cable estaba ya totalmente tenso, bajó bruscamente el brazo y lo metió dentro de la cabina.

El velero empezó a moverse. El plano derecho que estaba apoyado en el respaldo de la silla empezó a caerse hacia el suelo pero, con la incipiente velocidad y la palanca de mando totalmente hacia la izquierda, consiguió que no llegase a tocar el pavimento.

Pegaron un bote al cruzar el umbral del hangar y pasar sobre los raíles de la puertas. Ya estaban fuera. El terreno de hierba era bastante bacheado y el velero iba pegando pequeños botes sobre la superficie del suelo. Robert, que iba sentado sobre Klara, notaba las manos de ella crispadas apretando su cintura.

Poco a poco iban ganando velocidad, pero la aceleración era muy lenta. En un bote el velero se fue al aire, voló unos cinco o seis metros, y de nuevo tocó en la pista. El anemómetro, que le mostraba la velocidad, tenía su aguja un poco por encima de los sesenta kilómetros por hora. En el siguiente bote, aguantando la palanca de mando hacia atrás, consiguió ya despegar. Mantuvo el velero volando a unos veinte centímetros sobre el suelo. Ahora que ya estaba en al aire, le ofrecía menos resistencia a la avioneta remolcadora. No obstante, ésta seguía todavía firmemente rodando sobre el suelo: necesitaba bastante más velocidad que el planeador para despegar.

Estaban ya a la mitad de la longitud del campo de hierba y no se veía que la avioneta pudiera salir.

—¡Aguanta, aguanta! —gritaba Robert con desesperación, pues veía que de un momento a otro Józef tendría que soltar el cable de remolque para poder despegar él.

Por la parte izquierda del campo vio con horror que un camión militar se metía a gran velocidad hacia la superficie de despegue. Seguramente los alemanes, al escuchar el ruido del motor, los habían descubierto.

La avioneta tenía ya levantada la cola. Las ruedas daban pequeños botes sobre la hierba. Una mirada al anemómetro: habían alcanzado los noventa kilómetros por hora. Otro bote y parecía que ya esta vez se mantenía volando, pero ni aumentaba la velocidad ni incrementaba la altura. El camión se paró cerca del final del campo y se bajaron varios soldados que, rodilla en tierra, les apuntaban con fusiles. Robert picó un poco más el velero para ponerlo a escasos centímetros del suelo y así intentar ofrecer la mínima resistencia a la avioneta.

El terreno se acababa y, enfrente, en el perímetro del aeródromo, había algunos árboles. No tenían altura para pasar sobre ellos. Robert pudo ver cómo la avioneta viraba muy suavemente hacia la derecha para buscar un hueco donde los arbolitos eran muy bajos. Notó dos o tres golpes secos en el fuselaje. Seguro que eran algunas balas disparadas por los soldados que atravesaban la madera de éste. Instintivamente agachó la cabeza, gesto inútil pues no tenía lugar alguno para guarecerse.

La avioneta pegó un ligerísimo tirón y fue lo suficiente para pasar por encima de las ramas a menos de medio metro. Esto hizo que bajase más la velocidad: ¡Estaban a punto de entrar en pérdida! Afortunadamente, detrás de los árboles, había una pequeña vaguada y, volando paralelos al terreno y en ligero descenso, fueron incrementando la velocidad. Después, metro a metro, fueron ganando altura.

—¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados! —gritó como un poseso Robert—. Józef es un caballero. Cualquier otro piloto habría soltado el cable de remolque y nos habría abandonado para poder despegar él sin problemas.

—Józef es un polaco —dijo, con cierta solemnidad, Klara.

Viraron rumbo sureste, el rumbo que les llevaba a la escapatoria de Polonia hacia Rumania. Muy lentamente subían hacia las nubes cumuliformes que se iban formando por el calor.

—¿Qué tal vas, Klara?

—Un poco machacada. Estoy aquí hundida y apenas puedo ver hacia el exterior.

Entonces Robert, apoyándose en los codos, permitió que Klara se sentase un poco más derecha, aunque él iba dando con su cabeza en la cubierta superior trasparente de la cabina

—Ahora voy algo mejor —dijo ella—. Esto es precioso; ahora entiendo que estés loco por volar.

—¿Nunca habías montado en un avión?

—No, jamás.

A medida que ganaban altura, el velero se empezaba a mover por la turbulencia. Debajo, el paisaje comenzó a cambiar y tan sólo tenían bajo el avión montañas cubiertas de pinos.

—¿Por dónde vamos? —preguntó Klara.

—No lo sé, el único mapa lo tiene Józef; pero, viendo estos riscos, debemos de estar casi en la frontera con Checoslovaquia.

Al notar que, cada vez que cruzaban una turbulencia las manos de Klara se crispaban en la cintura de él, le explicó:

—No tengas miedo. Estos movimientos del velero son debidos a que atravesamos burbujas de aire que se desprenden de la tierra. Hace un bonito día para volar veleros. Estas ascendencias forman las nubes que ves por todas partes.

—¿Cuáles? ¿Éstas que parecen alcachofas?

—Sí, ésas mismas. La tierra se calienta de una manera desigual, por el terreno y por cómo inciden los rayos del sol. El aire en contacto con el suelo, al calentarse, pierde densidad y sube como una gigantesca burbuja. A medida que sube también se va enfriando y llega un momento en que no puede contener tanto vapor de agua en disolución. Por eso, a una determinada altura, se condensa formando la nube. Verás que éstas son planas por abajo y con forma de coliflor por arriba. Cada nube marca una zona ascendente del aire.

 

***

 

Robert volaba con habilidad siguiendo a la avioneta que tiraba del velero. Podía ver en la cabina abierta posterior que la cabellera de Anja flameaba al viento. Hubo un momento en que uno de los niños pareció encaramarse un poco al borde de su habitáculo y le hacía señas con la mano a Robert. El contestó al saludo moviendo discretamente las alas. Inmediatamente Anja metió al niño hacia adentro mientras parecía darle una reprimenda.

Estaban ya casi volando a la altura inferior de las nubes. No había demasiado espacio entre éstas y los montes que desfilaban bajo el avión.

De pronto vio como el cable de remolque se soltaba de la cola de la avioneta y ésta iniciaba un brusco viraje en picado hacia la derecha.

Al notar la deceleración Klara preguntó:

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Ha soltado el cable y se va en picado hacia el suelo.

Robert soltó también el cable de remolque para no llevarlo colgando. Su primer pensamiento fue buscar un terreno donde poder hacer un aterrizaje con el velero. Todo lo que había debajo de ellos eran piedras, riscos y bosques… ni una parte plana donde poder tomar tierra.

Delante vio una recortada nube cumuliforme. Se fue hacia ella. No había pasado ni un minuto y ya estaba bajo su base plana. El variómetro, el instrumento que le indicaba la velocidad vertical, marcaba subida: estaban en una ascendencia. Robert metió el velero en viraje para subir en espirales dentro de la burbuja ascendente. Era su única oportunidad para mantenerse en el aire evitando un aterrizaje, que, con esa orografía por debajo del avión, sería seguramente catastrófico.

Mientras daba giros cerrados subiendo en la ascendencia pudo ver, muy cerca del suelo, la avioneta de Józef, que hacía maniobras muy bruscas. Un caza alemán estaba disparando tratando de derribarlo.

—¡Hay un caza que intenta derribar a la avioneta! Por eso nos ha soltado.

—¿Dónde está? —preguntó Klara.

—Mira abajo hacia la derecha.

Józef trataba dar virajes muy ceñidos lo más pegado al terreno posible. Robert podía ver cómo las ráfagas de balas, disparadas por el avión alemán, levantaban regueros de polvo en el suelo. Pero el bravo piloto polaco se zafaba de su perseguidor

El caza no soltaba su presa y, después de una pasada, tomó altura de nuevo para iniciar otro ataque. Cuando ya estuvo otra vez cerca, la avioneta viró otra vez bruscamente con los planos perpendiculares al suelo para tratar de evitar las balas. Volaba tan cerca del terreno que se veía la sombra del avión sobre las piedras de la montaña.

Robert no podía prestar mucha atención a esta lucha desigual. Ponía los cinco sentidos en volar lo más ajustado posible y en centrar la ascendencia para ganar altura: Era su única puerta de escape.

—¡Dios mío! —gritó Klara

—¿Qué pasa?

—¡Se ha estrellado! —respondió ella con voz angustiada.

Sobre el terreno se elevaba una nube como un hongo negro que marcaba la posición en la cual la avioneta había caído. Al momento apareció de nuevo al caza alemán. Daba vueltas amplias alrededor de la humareda negra.

—¡Dios mío, Dios mío, pobrecillos! —gritaba entre sollozos Klara.

Robert no comentaba nada, pero pensó que muy probablemente los arreglos provisionales y el entelado que todavía estaba fresco podrían haber provocado que, al hacer maniobras bruscas, una de las alas se rompiera. Seguía manteniendo en cerrados virajes el velero para continuar ganando altura. Estaba ya muy cerca de la base de la nube. Tenía su mano derecha apretando firmemente la palanca. Pilotaba casi maquinalmente, como ido, después de la tragedia que acababa de ocurrir.

—¡Viene hacia aquí! —gritó Klara.

—¿Quién?

—¡El avión que ha derribado a Józef!

Efectivamente: el caza alemán subía hacia su posición. ¡Los había descubierto!

Robert no podía intentar en absoluto zafarse del ataque, pues un velero no tiene la maniobrabilidad de un avión de combate. Su única esperanza era poder seguir en la ascendencia y meterse dentro de la nube… y estaba muy cerca.

Seguía virando en espiral y ya la parte inferior del cúmulo se encontraba a su alcance. Seguramente, al ver esto, el caza soltó una ráfaga de tiros desde muy lejos. Pudo ver que las balas trazadoras pasaban ligeramente por debajo de ellos. En un par de virajes estaban dentro de la nube.

Robert no tenía mucha experiencia en hacer vuelos sin visibilidad pero, afortunadamente, el velero tenía un indicador de virajes, instrumento con el cual podría mantenerse sin que el avión entrase en una posición anormal.

Continuó virando y virando. Tenía miedo de que se le formara hielo, pues el instrumento funcionaba por medio de un tubo venturi y, si llegaba al nivel de engelamiento, se obstruiría y dejaría de funcionar.

Notaba cómo Klara temblaba de frío detrás de él. La temperatura era ya muy baja y empezó a formarse un ligero cordón helado en el borde de la cabina. Sacó el velero de los virajes que estaba dando y puso rumbo sudeste. En poco tiempo empezó a aumentar la claridad y salieron casi por encima de la nube a un sol esplendoroso. Debajo tenían una nubosidad blanca que, entre medias, dejaba ver el paisaje montañoso: Era una visión soberbia.

Ninguno de los dos hablaba, estaban sobrecogidos por la tragedia del otro avión. Poco a poco y en suave planeo, el velero se deslizaba y no pasó mucho tiempo para que ya volaran por debajo de la masa nubosa de nuevo. Robert tenía que encontrar otra ascendencia. Pasó por la parte inferior de una nube pero nada, no subía el aire y cada vez estaba más abajo. El terreno seguía siendo impracticable para intentar un aterrizaje. Delante tenía una ladera. Era un farallón pedregoso y sin vegetación. Tal como daba el viento se podría mantener y llegó a la altura de la cresta rocosa. Puso el velero a volar por la parte de barlovento, paralelo a la montaña, y de momento se mantenía sin bajar.

—¿Qué hacemos ahora? —rompió el silencio Klara.

—Tendremos que volar aprovechando el aire que pega en esta montaña y que sube por su ladera. Aquí nos podemos mantener.

—¿Pero cómo seguimos nuestro vuelo?

—No lo sé. De momento nos mantenemos aquí. Si pasa una burbuja térmica que suelte el valle, nos intentaremos meter en ella. —Y, para tratar de olvidar la tragedia que había ocurrido, Robert le dijo a Klara—. Tal como ves estos riscos, únicamente lo pueden hacer los pájaros y nosotros. Fíjate qué paisaje tan increíble.

Verdaderamente volaban a escasos metros de las piedras y matojos de la cresta de la montaña. El viento era fuerte, pues podían observar cómo movía las ramas de algunos arbustos. Delante de ellos se extendía un valle de salvaje verdor lleno de pinos. No se podía ver ni un camino, ni una aldea, ni una pequeña choza… La sensación de soledad era enorme.

Delante Robert vio como se aproximaba un montón de pájaros negros. Daban vueltas acercándose a la montaña dejándose arrastrar por el viento.

Maniobró para ponerse en su trayectoria e inmediatamente notó el empujón de la burbuja de aire más cálido que se deslizaba por la ladera. Se puso a volar haciendo virajes a derecha e izquierda. No podía girar seguido, pues no tenía suficiente altura sobre las peñas. En poco tiempo estaba ya sobre la montaña dando virajes cerrados mientras ascendía y dejando atrás la ladera.

 

 

El día había sido extraordinario para el vuelo a vela, sobre todo teniendo en cuenta que ya era el otoño y los días eran más cortos con un sol que calentaba menos. Llevaban ya más de cinco horas volando. Robert aprovechaba las ascendencias térmicas virando y virando dentro de ellas y, una vez conseguida la altura, deslizándose en planeos para transformar la altitud en distancia hasta conseguir meterse en otra ascendencia y así empezar el ciclo de nuevo: subir en espiral, luego planear recorriendo kilómetros y, una vez perdida bastante altura, otra ascendencia de nuevo, subir hasta arriba y de nuevo un largo planeo. Así una vez tras otra.

El sol estaba ya cerca del horizonte. El día se acababa y apenas ya notaba empujones en el avión que le indicasen que el aire ascendía. El paisaje había cambiado y de las abruptas montañas habían pasado a unos valles ondulados y verdes, que dejaban entre medias muchas zonas planas aptas para hacer un aterrizaje.

De pronto percibió un suave empujón, el variómetro indicaba una ligera subida. Otra vez empezó a virar con cautela. Ascendían, aunque muy lentamente.

—Klara, ésta creo que va a ser ya la última térmica del día. Cuando lleguemos arriba tan sólo nos quedará hacer un planeo final y aterrizar donde podamos. El sol ya apenas calienta.

Volando con gran finura y apurando las características del velero al máximo subían muy lentamente.

Klara tarareaba una pieza musical mientras con sus dedos tocaba en la espalda de Robert un imaginario piano. A éste le gustaba el suave deslizarse de los dedos de ella por sus omoplatos.

—¿Qué haces?

—Estoy tocando el concierto número uno para piano y orquesta de Chopin.

—¿Qué tal es el instrumento?

—¿A que te refieres?

—A mi espalda.

—¡Ah! —respondió ella entre risas—. Unos de los mejores pianos que he tocado.

Llegaron a más de dos mil metros y la ascendencia se esfumó. Robert puso de nuevo rumbo sureste y comenzó un suave deslizarse por el aire. El sol iluminaba pequeñas charcas que había sobre el suelo y que relucían como piedras preciosas. Las sombras se alargaban. El aire estaba ya tan quieto que parecía como si el velero resbalase sobre un cristal. El paisaje era espectacular. Volaban en silencio, tan sólo se escuchaba el dulce lamento del aire al resbalar sobre las alas.

—Qué bonito es esto —dijo Klara.

—Ves como, además de la música, hay cosas increíbles en este mundo.

—Nunca imaginé que un velero, como tú dices, pudiera volar de esta manera. ¿Cuántos kilómetros habremos recorrido?

—No tengo ni idea, pero muchos cientos… A lo mejor hasta habríamos podido batir un récord mundial de distancia. De todas formas, hemos tenido un viento a favor bastante fuerte; y también tengo que decir que éste es el mejor velero que he volado en mi vida. Es un avión extraordinario.

—Lo podían haber hecho un poco más grande. Estoy machacada.

—Estos aparatos de competición están pensados para que los vuele un solo piloto. Menos mal que los dos no somos muy corpulentos, de lo contrario no habríamos cabido en esta cabina. Siempre los volamos con un paracaídas en la espalda. Tú ocupas, más o menos, el sitio del paracaídas.

 

***

 

Cuando ya estaban a unos quinientos metros sobre el suelo, Robert empezó a buscar un sitio para posar el velero. Había bastantes prados de buen tamaño. A lo lejos se veía como una gran construcción… Podría ser un cuartel o una fábrica, pero ya no tenían altura para llegar allí. Debajo, había una superficie llana y verde y Robert decidió no seguir planeando porque la oscuridad se estaba adueñando del paisaje.

Valoró los obstáculos y trato de medir el viento. Parecía en calma y enfocó su lugar de aterrizaje desde lejos.

La rueda y el patín de la panza del avión tocaron la hierba y, después de unos pocos baches, el velero se paró. El ala izquierda se apoyó en el suelo. De pronto se encontraron sumergidos en un silencio espeso tan sólo interrumpido por los cantos de algunos pájaros.

Robert abrió la cabina y se bajó del avión.

Klara se levantó y salió corriendo hacia el otro lado del fuselaje mientras exclamaba:

—¡Me hago pis!

 

***

 

Robert se llevó la brújula del tablero de instrumentos y empezaron a andar buscando algún camino. No podía evitar echar miradas hacia el avión que abandonaban sobre la hierba. Era uno de los vuelos más bonitos que había hecho jamás… tan sólo amargado por la tragedia de Józef. Le dio auténtica pena tener que dejar aquel velero tan increíble y que les había llevado hasta Rumania.

La noche avanzaba a pasos agigantados pero vieron una pequeña choza cerca de un lindero.

—Vamos hacia allí. No podemos seguir andando, no tenemos ninguna luz.

Abrieron una puerta de madera que chirrió al moverse. Casi a tientas, pues apenas podían ver algo, se dieron cuenta de que estaba llena de paja y algunos aperos de labranza. En un rincón había bastante hierba. Se sentaron allí y sacaron de su bolsillo el embutido y el queso.

Comieron algo. Estaban muy cansados.

—Va a hacer frío esta noche —dijo Klara

—Ven, nos juntaremos uno al otro para darnos calor.

Estaban abrazados. Se empezaron a besar en la oscuridad sin decir nada. Robert desabrochó la blusa de Klara y deslizó sus manos por sus pechos. Tenía una piel fina como la seda. Ella le seguía besando cada vez con más vehemencia.

Pero, de pronto, se empezaron a escuchar ruidos en el exterior de la choza. Parecían personas que iban hablando entre ellas. Vislumbraron una luz que debería ser una linterna que se colaba por las rendijas de la madera.

Se escuchó una fuerte patada en la puerta y ésta se abrió de golpe. Pudieron ver dos soldados que iban con dos linternas. Llevaban en sus manos sendas botellas de licor medio vacías. Iluminaron el rincón donde estaban Klara y Robert. Ella se empezó a tapar y a abrochar rápidamente la blusa que tenía abierta con sus pechos al aire.

Los soldados soltaron una exclamación mientras se apoyaban en la pared. Se veía que estaban totalmente borrachos.

Les hicieron señas con las metralletas para que se pusieran en pie.

Robert y Klara estaban aterrorizados.

 

 

 

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