Hitler

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Libro cuarto » Capítulo IV

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La meta

«Ya lo ves, ni la República, ni el Senado, ni la dignidad vivían en ninguno de nosotros».

Cicerón a su hermano Quinto

SIGUIENDO estrictamente las reglas que prescribe el drama clásico, los acontecimientos efectuaron un giro, a partir del otoño de 1932, que no dejó de despertar esperanzas bastante fundamentadas respecto a una superación de la crisis: los requisitos a los que el nacionalsocialismo debía agradecer su encumbramiento volvieron a embrollarse una vez más, como si una fantasía escenificada lo hiciese exprofeso. Durante un instante irónico parecía como si aquel juego quisiese cambiar inesperadamente de signo en todas las facetas, poniendo al descubierto las excesivas esperanzas de poder de Adolf Hitler antes de que la escena, de una manera repentina, se derrumbase.

Papen estaba al parecer plenamente decidido, a partir del 13 de agosto, a no efectuar más concesiones a Hitler. Si bien los motivos que para ello le guiaban son difícilmente comprensibles, considerando la escasa credibilidad de sus propias manifestaciones, sí puede partirse de la base que el motivo decisivo para este tardío reconocimiento pudiese hallarse en el ambiguo curso que seguían los nacionalsocialistas con el fin de desorientar a sus enemigos y al que Goebbels, posteriormente, denominó con toda exactitud como la «tolerancia aparente»[655]. El Partido, dominado por la exigente necesidad de triunfos, se vio ante una situación precaria, la cual venía a demostrar cuántas oportunidades existían todavía en la táctica de la denegación insistente. Es indiscutible que la pobre base de autoridad sobre la que se sustentaba el gobierno obligaba al canciller a suspender la sentencia de Potempa; pero Hitler, al final nervioso, se descubrió a sí mismo con el telegrama de saludo a los asesinos. Poco tiempo después, se le escapó nuevamente un fallo muy grave.

Porque, durante la primera sesión de trabajo para la que Papen había convocado al Reichstag el 12 de septiembre, dejó entrever que aceptaba la disolución del parlamento, a pesar de que con ello surgían graves desventajas tácticas. Pero sus ansias de vengarse de Papen superaron todas las reflexiones. Con la ayuda de Hermann Göring, quien había sido elegido entretanto presidente de aquella mansión, preparó al canciller la más severa derrota que registraba la historia parlamentaria (54:512); Papen consiguió, sin embargo, en una jugada a la contra, presentar al Reichstag la célebre carpeta roja con una orden de disolución, conseguida previamente a la sesión: un suceso realmente único, pero que iluminaba de forma perfecta cuán estropeado se hallaba el sistema y el prestigio parlamentarios. Después de una hora de deliberación, ya se veía disuelto aquel parlamento elegido recientemente, fijándose la fecha del 6 de noviembre para la celebración de nuevas elecciones.

Si todo no engaña, Hitler había querido evitar en principio este inesperado giro de los acontecimientos, por cuanto era claramente contrario a sus intereses: «Todos están todavía consternados —anotaba Goebbels—; ni una sola persona hubiese considerado posible que tuviésemos el valor de llegar a esta decisión. Ahora nos alegramos». Pero pronto se desvaneció este humor eufórico de lucha, dando paso a una aflicción desconocida desde hacía años. El mismo Hitler sabía perfectamente que solo el nimbo de la irresistibilidad le había convertido en irresistible ante aquellos electores que se conducían según sus estados de ánimo y a los que el Partido debía agradecer su afluencia. Sentía, con toda claridad, que el desastre del 13 de agosto, el renovado paso hacia la oposición, el asunto Potempa, así como el conflicto con Hindenburg, se oponían a la ciega creencia de ser él un escogido y a la insuperabilidad del papel a desempeñar. Sin embargo, aquella tendencia triunfal cambiaba de signo, se perdía la fuerza de atracción y era posible el hundimiento en un pozo sin fondo, de acuerdo con las leyes internas del Partido.

Hitler mostraba asimismo su intranquilidad por las consecuencias internas que pudiese acarrear la estrategia de desgaste utilizada por Papen. Porque, después de las costosas campañas del año anterior, el movimiento parecía haber alcanzado los límites de su poder y de su energía; los medios económicos estaban, igualmente, agotados. «Nuestros enemigos cuentan con ello —escribió el paladín de Hitler en unas anotaciones que cada vez sonaban como más deprimentes—, cuentan con que perdamos los nervios en esta lucha y cedamos». Cuatro semanas más tarde hablaba de roces y disputas entre los militantes, de las discusiones por el dinero y los cargos, y opinaba «que la organización se había puesto, naturalmente, muy nerviosa después de tantas luchas electorales. Sufría un exceso de trabajo, lo mismo que una compañía que está durante mucho tiempo en las trincheras». Afirmaba su optimismo, aunque no sin esfuerzo: «Nuestras oportunidades mejoran de día en día. Si bien las perspectivas son aún un tanto oscuras, ya no pueden ser comparadas con nuestras desesperanzadas perspectivas de hace solo[656] unas pocas semanas».

Solo Hitler daba la sensación de hallarse esperanzado, una vez había tomado una decisión. Inició su cuarto vuelo a través de Alemania durante la primera mitad del mes de octubre e incrementó una vez más la obligación de superarse contraída consigo mismo, lo que significaba más discursos y más kilómetros de vuelo. Desarrollaba ante Kurt Luedecke unos pensamientos en los que se mezclaban, sin orden ni concierto, las esperanzas y las realidades, viéndose a sí mismo como canciller. Kurt Luedecke le había visitado en fecha reciente, acompañándole en una cabalgata de Mercedes, rodeado de unos «marcianos» fuertemente armados, cuando se dirigía al Reichsjugendtag (Día de la Juventud del Reich) que se celebraba en Potsdam. Sin embargo, a pesar de aquellos pensamientos, Hitler daba la sensación de hallarse al fin de sus fuerzas. Durante el viaje en automóvil, Luedecke tenía que mantenerlo despierto narrándole informaciones sobre América, la cual, en sus pensamientos, estaba impregnada de reminiscencias de Karl May, por cuanto, como aseguraba, seguían atrayéndole y despertando su interés las historias de Winnetou y de Old Shatterhand. Cada vez que los ojos se le cerraban, sacaba fuerzas de flaqueza y murmuraba: «¡Continúa, continúa, no debo dormirme!». Cuando Luedecke, dos días más tarde, se despedía de Hitler en la estación de ferrocarril después de haber presenciado aquella impresionante manifestación de propaganda con setenta mil jóvenes hitlerianos y los desfiles de varias horas de duración, le encontró agotado, solo capaz de unos gestos débiles y desvaídos y sentado en un rincón de su compartimiento[657].

Solo la exaltación de la lucha, la promesa del poder, lo teatral de las presentaciones, los homenajes y los delirios colectivos le sostenían. Tres días después, durante una convención de dirigentes en Múnich, mostró hallarse «en plena forma», como Goebbels afirmaba, facilitando «un bosquejo maravilloso sobre el desarrollo y la situación de nuestra lucha vistos a largo plazo. Realmente, es el más grande entre nosotros. Siempre vuelve a levantar al Partido cuando este se halla desesperado». Efectivamente, las dificultades a las que el Partido se veía enfrentado eran cada vez más grandes e incluso parecían ser excesivas para su peso político. La falta de dinero producía una paralización. Estas posiciones en el frente contra Papen y su «gabinete de la reacción» le conducía, además, de forma forzosa, a enfrentarse a los círculos económicamente fuertes de la oposición nacional, por lo que mermaban las correspondientes aportaciones: «Es sumamente difícil conseguir dinero. Los señores de las “propiedades y de la cultura” están todos con el gobierno»[658].

También la lucha electoral fue conducida primordialmente contra la «camarilla aristocrática», los «burgueses seudofuertes», el «régimen corrupto de los clubs de caballeros», y una instrucción para la propaganda del Partido facilitaba consignas de «boca en boca» que perseguían la finalidad de desatar «un ambiente directo de pánico contra Papen y su gabinete»[659]. Gregor Strasser y su ya muy reducido séquito tuvieron una época de grandes esperanzas, aunque engañosas. «Contra la reacción», decía la consigna electoral oficial, ordenada personalmente por Hitler, la cual encontró su más clara expresión en los ataques apasionados que se dirigieron contra la política económica del gobierno, amistosa para con los propietarios y empresarios, y los asaltos organizados a los jefes del Stahlhelm. No cabe duda que seguía sin un programa adecuado el socialismo del NSDAP y que solo se definía en el lenguaje imaginativo conjurador de una conciencia precien tífica: se basaba todo esto en «el principio de la capacidad del oficial prusiano, del insobornable funcionario alemán de carrera, las paredes, el ayuntamiento, la catedral, el hospital de una ciudad libre del Reich»; consistía, asimismo, en «la conducción de la masa trabajadora a un movimiento de trabajadores»; pero esta ambigüedad le hizo precisamente popular. «Unos ingresos honrados para un trabajo honrado»: esto era más convincente que aquellas certezas de salvación que se aprendían en las escuelas nocturnas. «Si el aparato de distribución del sistema económico mundial actual no sabe cómo repartir de forma correcta la riqueza productora del mundo, entonces, este sistema es falso y debe ser modificado»: con ello se hacía eco del sentimiento fundamental de que todo debía ser modificado. Llama fuertemente la atención que no fuera a los comunistas, sino a Gregor Strasser al que se le ocurrió una fórmula feliz que avanzó rápidamente para convertirse en la consigna más popular en aquella época, desorientada por tantos conceptos teóricos, cuando habló, durante un discurso, de la «nostalgia anticapitalista» que seguía ampliamente difundida entre la opinión pública, constituyendo el testimonio de la importante postrimería de una época[660].

Pocos días antes de las elecciones, cuando aquella lucha electoral tocaba a su fin después de haber sido conducida con creciente hastío y unas fuerzas cada vez más debilitadas, se le ofreció al Partido la oportunidad de demostrar la seriedad de sus consignas izquierdistas. A finales de noviembre se declararon en huelga las empresas de transportes municipales de Berlín, de acuerdo con las consignas comunistas y en contra del voto de los sindicatos. Y realmente, en contra de lo que se esperaba, los nacionalsocialistas se adhirieron inmediatamente. Durante cinco días completos, las SA y el Frente rojo paralizaron totalmente los medios públicos de transporte, arrancaron raíles, formaron pelotones de guardia, abatieron a golpes a los que querían trabajar e interrumpieron violentamente el servicio de emergencia que había sido organizado. Esta unidad de acción ha sido siempre valorada como una demostración palpable de la fatal comunidad de los radicalismos de izquierdas y de derechas; pero, independientemente de ello, al NSDAP no le quedaba en aquellos momentos otro camino a elegir, aun cuando sus electores burgueses se horrorizasen y fallaran totalmente, a partir de entonces, los apoyos financieros. «La totalidad de la prensa está muy enfadada con nosotros —anotaba Goebbels—. A esto le llaman bolchevismo; y, sin embargo, no nos queda otra solución. Si no hubiésemos participado en esta huelga, en la cual se trataba de defender los más primitivos derechos vitales de los obreros tranviarios, nuestra posición fuerte y segura entre el pueblo trabajador se hubiese tambaleado. Aquí se nos ha presentado la gran oportunidad, antes de las elecciones, de mostrar a la opinión pública que nuestro criterio antirreaccionario es algo que sentimos profundamente desde lo más íntimo de nuestro ser y que, además, así lo queremos». Y pocos días después, el 5 de noviembre, añadía: «Ultimo asalto. Desesperada rebelión del Partido contra la derrota… Conseguimos todavía, en el último minuto, reunir penosamente 10 000 RM que gastamos en propaganda el sábado por la tarde. Se ha hecho lo que podía hacerse. Es el destino quien tiene que decidir ahora»[661].

Por vez primera desde el año 1930, el destino decidió en contra de las aspiraciones al poder de los nacionalsocialistas: perdieron dos millones de votos y treinta y cuatro mandatos. También el SPD había perdido algunos escaños, mientras que los Deutschnationale (alemanes nacionales) y los comunistas habían ganado once y catorce escaños, respectivamente. Todo parecía dar a entender que se hubiese detenido el desmoronamiento de los partidos burgueses del centro, que tantos años había durado. Lo que llamaba la atención en el retroceso del NSDAP era, primordialmente, que se había producido de forma casi uniforme y equivalente en todas partes, lo cual reflejaba no unas meras derrotas de tipo regional, sino mucho más un cierto cansancio. Incluso en los territorios predominantemente agrícolas, como eran Schleswig-Holstein, Niedersachsen o Pomerania, sufrió severas derrotas, considerando que habían sido zonas que en elecciones anteriores aportaron un cuerpo de electores favorables muy importante, con lo que habían conseguido, además, modificar la imagen de aquel Partido que anteriormente parecía corresponder al tipo de la pequeña burguesía[662]. Aun cuando sus dirigentes prometieron solemnemente que «lucharían y trabajarían hasta recuperar lo perdido», la verdad es que en las elecciones siguientes siguieron acusando bajas: parecía como si hubiese sido interrumpida bruscamente la marcha triunfal del Partido. Seguía siendo un partido al que podía denominársele todavía grande, pero dejaba ya de ser un mito; surgía ahora la pregunta si podría sobrevivir como un gran partido, como otros muchos, o ya únicamente como un mito.

Papen fue la persona a la que más agradaron los resultados de las elecciones. Consciente del gran éxito personal alcanzado, se dirigió una vez más a Hitler, con el fin de proponerle enterrasen todas las diferencias existentes y conseguir, nuevamente, la unión de todas las fuerzas nacionales. Sin embargo, Hitler se mantuvo muchos días alejado de Berlín, en paradero desconocido. El tono utilizado por el canciller, quien demostraba una total seguridad en sí mismo, le molestaba, por cuanto sacaba a relucir la propia debilidad. Durante la noche que siguió a las elecciones ya había rechazado toda posibilidad de entendimiento con el gobierno, proclamando «la continuación, sin contemplaciones de ninguna clase, de la lucha hasta la derrota total de esos enemigos en parte declarados, en parte ocultos», por cuanto la política reaccionaria que llevaban a cabo solo conduciría al país a los brazos del bolchevismo. Todo ello lo comunicó al Partido mediante un manifiesto. Cuando Papen se dirigió de nuevo a él mediante un escrito oficial le contestó negativamente, ocultando esta recusación en una serie de condiciones irrealizables y solo después de un retraso muy bien calculado de varios días. El canciller solo obtuvo negativas tajantes, incluso de los demás partidos.

Con todo ello, el gobierno se vio obligado a encaminarse hacia la única alternativa que le restaba, acompañado de las manifestaciones de desagrado de la totalidad del país: disolver nuevamente el parlamento, procurándose de esta forma un plazo costoso de demora política; o bien dar el paso decisivo contra la constitución, muchas veces pensado, y con el apoyo presidencial y de las fuerzas militares prohibir definitivamente el NSDAP, KPD y, posiblemente, los restantes partidos, recortando posteriormente de forma drástica las prerrogativas del parlamento; introducir un nuevo derecho electoral, estableciendo a Hindenburg como una especie de Superautoridad por encima de los representantes escogidos de las antiguas capas sociales dirigentes. Después del fracaso real del «dominio democrático-parlamentario de los mediocres», el nuevo Estado proyectado por los que rodeaban a Papen debía asegurar «el dominio de los mejores», frenando, al mismo tiempo, los salvajes conceptos dictatoriales de acuñación nacionalsocialista. Si bien algunos detalles de esta solución, todavía muy nebulosos y que debían ser considerados como simple manifestación de unas ideas, fueron expuestos de forma vaga por Papen durante un discurso que pronunció el día 12 de octubre, todo ello no traspasó los límites, sin compromiso alguno, de un mero juego de pensamientos. El vecino y hombre de confianza de Hindenburg, el viejo Oldenburg-Januschau, manifestó, con toda la crudeza de que era capaz, que él y sus amigos ya se encargarían de «marcar con hierro candente al pueblo alemán una constitución que le hiciese perder los sentidos»[663].

Mientras Papen anunciaba sus intenciones de crear un poder del Estado realmente fuerte «que no pudiese ser utilizado como una pelota con la que jugasen las fuerzas políticas y sociales, sino que se hallase por encima de ellas de forma inamovible»[664], encontró resistencia, repentinamente, por parte de Schleicher. Como se sabe, el general había escogido a Papen, por cuanto lo consideraba un instrumento dócil y rápido en sus manos con el que domar al Partido de Hitler, incluyéndole en una amplia coalición nacional. En lugar de conseguirlo, Papen se vio mezclado en una infructuosa disputa con Hitler, de tipo personal, y, basándose en una posición de confianza cerca de Hindenburg, constantemente acrecentada, había dejado a un lado aquella ductilidad y docilidad que le convertía en provechoso para los deseos del general, siempre amante de ocultarse ante la popularidad. «¿Qué me dice usted ahora? —preguntaba, con sorna, a un visitante—. Francisquito se ha descubierto a sí mismo»[665]. De forma muy distinta a Papen veía él los problemas de un Estado industrial del año 1932, profundamente conmovido por las crisis. No los veía desde la perspectiva del caballero, y no era tampoco tan limitado intelectualmente como para creer que un Estado no debía ni podía ser otra cosa que fuerte y poderoso. Por tales motivos le irritaban los aventurados planes de reforma del canciller, para los cuales no pensaba, ni en lo más mínimo, ofrecer la ayuda de la Reichswehr; porque ellos mezclarían a la tropa en una disputa de tipo de guerra civil con los nacionalsocialistas y los comunistas, aparte de considerar que ambos, conjuntamente, disponían de un electorado de dieciocho millones de votantes y de unos militantes que podían ser contados por millones. Sin embargo, lo que realmente disuadió a Schleicher de sus propósitos fue que creyó reconocer, entretanto, una seria oportunidad para llevar a cabo su plan de dominar y desgastar paulatinamente al NSDAP, mediante una nueva y diferente constelación.

Entonces aconsejó a Papen, no sin dobles intenciones, que dimitiese formalmente, para dejar en las manos de Hindenburg, exclusivamente, las consultas que debería llevar a cabo con los distintos jefes de los partidos, con el fin de «¡crear un gabinete de concentración nacional!». Cuando Papen atendió este consejo el día 17 de noviembre, esperaba, íntimamente convencido, ser designado de nuevo, una vez hubiesen fracasado las conversaciones. Dos días más tarde, Hitler cruzó en automóvil los escasos metros que separaban al Kaiserhof del palacio presidencial, rodeado de una multitud de gente jubilosa que había sido concentrada con urgencia. Sin embargo, tanto esta conversación como otra celebrada en fechas posteriores, no dieron el resultado apetecido. Hitler seguía exigiendo, insistentemente, un gabinete presidencial dotado de poderes especiales, mientras que Hindenburg, dirigido desde un segundo término por Papen, le negaba concretamente tal exigencia. El presidente opinaba que si el país debía seguir siendo gobernado mediante decretos-ley, no veía motivos suficientes para despedir a Papen; Hitler solo podía ser canciller de un gobierno que disfrutase de la mayoría parlamentaria necesaria. Considerando que el Führer del NSDAP no se hallaba, precisamente, en tales condiciones, el secretario de Estado de Hindenburg, Meissner, le escribió en una carta definitiva, fechada el 24 de noviembre:

«El señor presidente del Reich le agradece a usted, distinguido señor Hitler, su buena disposición para hacerse cargo de la dirección de un gabinete presidencial. Cree, sin embargo, no poder defender ante el pueblo alemán el hecho de otorgar al jefe de un partido sus poderes presidenciales, el cual siempre ha insistido en tal exclusividad y se ha mantenido en una postura especialmente negativa tanto por lo que afecta personalmente al señor presidente como a las medidas políticas y económicas que se consideraban necesarias. El señor presidente, ante tales circunstancias, debe temer el hecho de que un gabinete presidencial dirigido por usted se convierta, forzosamente, en una dictadura de partido, con todas sus consecuencias, la cual agudizaría de forma extraordinaria las discrepancias existentes en el pueblo alemán. No podría usted justificar ante su juramento y su conciencia haber contribuido a crear tal situación»[666].

Constituía una nueva y sensible llamada al orden. «La revolución se halla otra vez ante unas puertas cerradas», anotaba Goebbels, enojado. Hitler había conseguido, de todas formas, echar un velo publicitario sobre la derrota. Analizaba en un extenso escrito, no sin agudeza, las contradicciones internas que contenían las condiciones expuestas por Hindenburg y esbozó, por primera vez, los rasgos fundamentales de la solución que debía producirse el 30 de enero. Llamó fuertemente la atención en el palacio presidencial su propuesta de sustituir el procedimiento gubernativo, establecido en el artículo 48, por una ley de plenos poderes ajustada a la constitución, con la cual Hindenburg se vería liberado de la amalgama de pareceres, pudiéndose dedicar plenamente a los asuntos políticos diarios, así como librarse de intolerables responsabilidades: se trataba de una sugerencia cuyo peso difícilmente puede ser justipreciado en todo su valor de cara al posterior desarrollo de los acontecimientos y que contribuyó de forma importante a la capitulación del presidente entre las exigencias de aquel hombre al que, hacía poco tiempo, solo le hubiese encargado el Ministerio de Correos, considerando, además, la impertérrita postura negativa que representaba aquel escrito de Meissner.

Si Papen había creído realmente poder reintegrarse a sus funciones de canciller, después del fracaso de las conversaciones y consultas, se vio profundamente engañado. Porque Schleicher había establecido de nuevo contactos con el NSDAP a través de Gregor Strasser, analizando las posibilidades existentes para que los nacionalsocialistas participasen en un gabinete dirigido por él. Este astuto plan se basaba en la idea de que una generosa propuesta de gobierno debía crear, forzosamente, un conflicto de efectos explosivos en las filas hitlerianas. Lo mismo que Strasser había abogado por una táctica de distensión en repetidas ocasiones, considerando las más recientes derrotas sufridas por el Partido, tanto Goebbels como Göring habían contradecido, con toda severidad, «toda solución de medias tintas», manteniéndose firmes en sus exigencias de un poder indivisible.

Mientras Schleicher proseguía con sus sondeos, fue citado juntamente con Papen para la noche del 1.º de diciembre en el palacio presidencial. Hindenburg rogó a Papen le diese a conocer su postura. Este desarrolló su plan de una reforma constitucional, que poseía un carácter de golpe de Estado. Después de las muchas conversaciones y discusiones mantenidas durante los últimos meses, el presidente solicitó de Schleicher diese a conocer su punto de vista y, en caso conveniente, su afirmación al citado plan, pero el general se adelantó a Papen presentando un proyecto realmente dramático. Consideraba que las intenciones de Papen eran ya innecesarias y, además, muy peligrosas, pintando un cuadro sobre las amenazas de una guerra civil y exponiendo su propio concepto. Este consistía en desgajar del NSDAP su ala izquierda, uniendo entonces a todas las fuerzas constructivas de la nación, incluyendo al Stahlhelm y a los sindicatos e incluso a los socialdemócratas, en un gabinete dirigido por él y que estuviese muy por encima de los partidos. Sin embargo, Hindenburg desechó de forma rotunda dicha proposición, sin entretenerse a facilitar demasiados motivos. Incluso la insinuación de Schleicher de que su plan ahorraba al presidente la necesidad de romper con el juramento prestado, no consiguió el efecto que aquel áspero anciano sentía por su canciller predilecto y cuya inclinación se hallaba muy por encima de todo aspecto constitucional.

Pero Schleicher no se dio por vencido. Al finalizar la reunión, y cuando Papen quiso asegurarse de si la Reichswehr se hallaba preparada para aquella violenta reforma constitucional, Schleicher lo negó de forma rotunda. Hizo hincapié, tanto ahora como durante un consejo de ministros celebrado al día siguiente, en que los resultados obtenidos durante unos ejercicios de tres días de duración, celebrados recientemente, demostraban de forma contundente la falta de capacidad del Ejército para enfrentarse a una acción sediciosa conjunta de nacionalsocialistas y comunistas, la cual no podía ser descartada después de la experiencia vivida con la huelga general de los medios berlineses de transporte, y muchísimo menos si a una huelga general se le unían, al mismo tiempo, unos ataques polacos en la frontera oriental de la nación. Por si ello fuera poco, hizo notar su preocupación por la pretendida utilización de un instrumento supranacional con el fin de apoyar a un canciller que solo se mantenía gracias a una insuficiente minoría y su osado plan de restauración. Considerando la fuerte impresión que las declaraciones de Schleicher causaron entre los restantes ministros del gabinete, a Papen, sumamente ofendido, ya no le quedó otra salida que visitar inmediatamente al presidente del Reich, con el fin de informarle sobre la nueva situación creada al verse traicionado y descubierto por los demás. Durante un instante pareció decidido a exigir la dimisión de Schleicher para llevar adelante sus planes con la ayuda de un nuevo ministro de la Reichswehr. Pero ahora fue Hindenburg el que se le opuso. El mismo Papen ha descrito con mucha expresividad la escena conmovedora que siguió a continuación:

«Se dirigió a mí con una voz dolorida y martirizada: “Creerá usted, querido Papen, que soy un bribón por haber modificado mi forma de pensar. Pero me he hecho demasiado viejo para que al final de mi vida tenga que asumir todavía la responsabilidad de una guerra civil. Queramos o no, debemos consentir en que Schleicher, con la ayuda de Dios, intente su suerte”.

»Dos gruesas lágrimas resbalaron sobre sus mejillas cuando, al despedirse, me estrechó las manos. Había finalizado nuestra colaboración. Hasta qué punto había existido una afinación anímica podrá ser reconocido en la dedicatoria que el Mariscal de Campo estampó, de puño y letra, al pie de la fotografía que me entregó como despedida pocas horas más tarde: “¡Yo tenía un camarada!”»[667].

En realidad se trataba de una renuncia sin despido, después que Papen, con la misma rapidez con que había sabido conquistarse el corazón del presidente, «hubiese perdido aquellas últimas oportunidades que se le habían brindado para allanar las crisis políticas»[668]. Su sentimiento, ofendido por aquella caída inesperada, parecía suavizado por la certeza de que era ahora Schleicher el que tenía que abandonar su eterno segundo término y sus escondites para comparecer, sin cobertura alguna, ante la luz de las candilejas, mientras él podía hacerse cargo del casi omnipotente papel apuntador cerca del presidente. No menos importante que la «afinación anímica» con Hindenburg era para Papen el hecho de que podía seguir ocupando su vivienda oficial, desde la que un camino en el jardín le conducía directamente a la vecina residencia de Hindenburg, de forma que podía considerar que seguía disponiendo del Estado como si fuese su propiedad particular, aun habiendo tenido que abandonar su función gubernamental. Se trataba de algo similar a una convivencia hogareña, a la que se unían Meissner y Oskar von Hindenburg. Todos ellos seguían con miradas ofendidas los esfuerzos que realizaba el hábil general, contraminándolos y haciéndolos fracasar, aunque a un precio muy elevado.

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