Hitler

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Libro cuarto » Capítulo IV

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Para las intenciones de Schleicher, aquel instante era sumamente favorable. Porque la crisis a la que Hitler se veía ahora enfrentado estaba alcanzando un momento cumbre, agravando su carrera política mucho más de lo que cualquier otra derrota hubiese conseguido. Salían a relucir y explotaban la impaciencia y las frustradas esperanzas de sus partidarios, aparte de que, en determinados momentos, daba la sensación de que el Partido se ahogaba bajo el peso de las deudas contraídas. Si hasta el momento habían sido las aportaciones económicas de los importantes mecenas las que habían fallado, ahora eran los acreedores los que empezaban a intranquilizarse; los impresores de la prensa del Partido, los sastres de uniformes, los suministradores de material, los arrendatarios de los locales ocupados por el Partido, así como muchas personas con letras aceptadas. Hitler reconoció posteriormente, con una lógica frívola, que había firmado innumerables reconocimientos de deuda sin sentir el menor escrúpulo, por la sencilla razón de que el triunfo facilitaría los pagos y la derrota los haría innecesarios[669]. Grupos de hombres de las SA se apostaban en las esquinas de las calles mostrando a los transeúntes unas huchas selladas, lo mismo que «soldados licenciados a los que el Señor de las Guerras hubiese concedido, en lugar de una renta, permiso para pedir limosnas»: «¡Para los nazis malos!», gritaban irónicamente. Konrad Heiden ha dejado constancia de cómo numerosos y desesperados subjefes de las SA se pasaban a los partidos y periódicos enemigos con el fin de facilitarles información por dinero. Entre estos signos del derrumbamiento se encontraba también el hecho de que aquel multicolor ejército de los oportunistas que había seguido con griterío e intranquilidad al movimiento mientras este se encumbraba empezaba ahora a dispersarse y, todavía inseguro, oteaba hacia dónde dirigirse. El NSDAP recibió su más severa derrota en las elecciones parlamentarias de Turingia, hasta entonces un baluarte de Hitler. Goebbels anotaba el 6 de diciembre en su diario: «La situación en el Reich es catastrófica. En Turingia, desde el 31 de julio, hemos perdido casi un 50%»[670]. Posteriormente declaró de forma pública haberse sentido embargado de dudas en aquellas fechas, no sabiendo si el movimiento acabaría por hundirse. En las oficinas de Gregor Strasser se acumulaban las solicitudes para darse de baja.

El escepticismo se dirigía ahora de forma clara contra el concepto de Hitler. Había rechazado inexorablemente un poder incompleto, una y otra vez, pero no había sido capaz de conquistarlo. La confianza depositada en Schleicher contenía un nuevo rechace de su exigencia máxima, basada en el triunfo o en el hundimiento. No cabe duda que este asirse a las alternativas radicales tenía que conducir, superando las derrotas, a las desilusiones y las crisis. Pero cabía la pregunta, que podía ser formulada con un comentador contemporáneo, de si esta rigidez de Hitler no se había convertido entretanto en una locura[671]. Para un grupo considerable de sus partidarios, con Strasser, Frick y Feder a la cabeza, parecía haberse desaprovechado el momento más adecuado para alcanzar el «poder». La crisis económica, a la cual el Partido tanto debía agradecer, no había sido todavía superada. La cifra global de los obreros en paro, incluyendo las partes «invisibles», había sido estimada en octubre de 1932 en 8,75 millones de personas, mientras que el país se veía enfrentado de nuevo a un invierno miserable con sus correspondientes secuelas desmoralizadoras y radicalizadoras; pero, de acuerdo con los juicios de los técnicos y personas entendidas, todo parecía indicar que se llegaba al cambio esperado. También en el terreno de la política exterior parecía que progresase el largo proceso de las compensaciones. La consigna de Hitler del Todo o Nada era, como reconocía correctamente el grupo de Strasser, de naturaleza revolucionaria y se hallaba en contradicción con la técnica de la legalidad. Los temores concretos se basaban especialmente en la posibilidad de que Schleicher volviese a disolver el parlamento, convocando nuevas elecciones a las que el Partido no podría hacer frente, ni material ni psicológicamente.

Es sumamente difícil calcular cuántos seguidores tenía Strasser y, sobre todo, hasta qué punto estaban decididos a seguir al jefe de la organización, incluso en contra del voto de su Führer[672]. Una de las versiones pretende saber que Hitler hubiese accedido, en principio, a dar su conformidad a una participación de Strasser en el gabinete, por cuanto una solución semejante salvaguardaba por lo menos sus propias exigencias de absolutismo, conduciendo al Partido, al mismo tiempo, hacia el poder; sin embargo, fueron Göring y Goebbels los que empujaron de nuevo a Hitler para que no abandonase el camino de la intransigencia, un camino que según otras personas que merecen toda la confianza, mantuvo siempre de forma «clara y tajante». Por otra parte, no ha podido ser confirmado si Schleicher había ofrecido a Strasser el cargo de vicecanciller y ministro de Trabajo durante las consultas efectuadas para la constitución de su «gabinete de la nostalgia anticapitalista»[673], recibiendo a cambio la concesión para una desmembración del Partido. No existe ni siquiera la certeza de si Strasser había pensado seriamente en arrinconar a Hitler, o si mantuvo conversaciones, con los derechos que le otorgaban ser el segundo hombre del Partido, lo mismo que pudo haber hecho Göring, quien, de acuerdo con versiones muy dispares y contradictorias, se había ofrecido a Schleicher como ministro de Aviación. No existen apenas documentos fidedignos que puedan informar sobre aquella maraña de conversaciones secretas, de promesas insinuadas y de chismes[674]. Solo pueden ser documentadas las intrigas, las cábalas, las sospechas y las enconadas rivalidades. Este era el reverso de la medalla de aquel partido de tanta movilidad ideológica y basado en la idea del Führer y el principio de la fidelidad, que nunca había sido influido por pensamientos objetivos, y donde la plana mayor que rodeaba a Hitler se comportó hasta el final como un cuerpo de alabarderos en constante y rabiosa lucha, en la que cada uno de ellos se esforzaba por destacar de los demás en cualquier momento.

El 5 de diciembre, después de las elecciones celebradas en Turingia, y que tan fuertes pérdidas ocasionaron, se produjo una fuerte discusión en el hotel Kaiserhof, con motivo de una reunión de jefes convocada por Hitler. Durante el transcurso de la misma se demostró que Strasser ya había sido abandonado por Frick, viéndose irremisiblemente arrinconado por la retórica arrolladora de Hitler. Dos días después se vio enfrentado nuevamente a Hitler en el mismo lugar y fue acusado por insidioso y traidor. Es muy probable que Strasser ya estuviese convencido de lo utópico de sus esfuerzos, después de comprobar la reacción de los reunidos ante las acusaciones formuladas por Hitler y sus propias y violentas respuestas. Mientras estallaba un tumulto salvaje, él reunió sus cosas y abandonó el recinto, silenciosamente y sin saludar. Cuando llegó a la habitación del hotel, escribió a Hitler una extensa carta en la que exhibía un balance de sus relaciones de tantos años, quejándose de la política de «desesperados» que llevaban a cabo Goebbels y Göring influyendo de forma funesta en el Partido, criticando la inconstancia de Hitler, profetizándole, finalmente, que caminaba a una situación en la que solo se cosecharían «actos de terror y un montón de escombros»[675]. Después, resignado y asqueado, declaraba su dimisión de todos los cargos que ostentaba en el Partido.

Esta carta condujo al Partido a un estado de depresión desesperada, considerando, además, que la misma no contenía ni la más mínima insinuación de cuáles eran las futuras intenciones de Strasser. No solo sus inmediatos seguidores Erich Koch, Kube, Kaufmann, Graf Reventlow, Feder, Frick y Stöhr, esperaban alguna señal de aquel; también Hitler parecía estar nervioso y dispuesto a superar aquellas diferencias de opiniones en una conversación abierta y franca. Creció aún más la intranquilidad cuando Strasser no pudo ser hallado por ninguna parte. Goebbels anotaba: «Por la noche, el Führer está en casa, con nosotros. El ambiente parece no querer mejorar. Todos estamos muy deprimidos, especialmente porque existe el peligro de que el Partido se desmorone y que nuestro trabajo se haya realizado en vano. Nos hallamos ante una prueba definitiva». Posteriormente, en su habitación del hotel, Hitler rompió bruscamente el silencio y dijo: «Si el Partido llega a desmoronarse, en tres minutos pongo punto final con mi pistola»[676].

Sin embargo, Strasser, el buscado y temido Strasser, el que durante un instante histórico tuvo en sus manos el destino del movimiento, se entretuvo aquella tarde, en compañía de un amigo, con una jarra de cerveza. Resignado, pero liberado al mismo tiempo, dio curso libre a su enojo, durante tantos años reprimido, enfadándose, suspirando y bebiendo, antes de subir por la noche al tren para disfrutar de unas vacaciones, agotado por aquella extenuadora cercanía de Hitler. Sus seguidores se quedaron allí, sin saber a qué atenerse. Quien intente bucear en las causas de este fracaso deberá buscarlas, principalmente, en las corruptas consecuencias de una lealtad sin compromiso de muchos años de duración: Gregor Strasser había sido fiel durante demasiado tiempo para poder ser independiente. Apenas fue conocida la partida de Strasser, Hitler se dispuso, al día siguiente, a demoler completamente su aparato. Como un relámpago, con una seguridad hética, formuló una serie de edictos y llamamientos. Como correspondía al modelo que habían establecido ya las crisis de las SA, Hitler se hizo cargo personalmente de toda la organización para el Reich, asumiendo la jefatura y nombrando jefe de su estado mayor a Robert Ley, un hombre que ya hacía años había demostrado en Hannover su lealtad ciega por el Führer. Ascendió a jefe de su Secretariado central del Partido a su secretario particular, Rudolf Hess. Dicho Secretariado estaba pensado, primordialmente, como instancia rival para toda tercera persona con ansias de poder. Además de los citados, fueron independizados los departamentos de Agricultura y Educación nacional, confiados a Darré y Goebbels, respectivamente.

A continuación, Hitler convocó a los funcionarios y diputados del NSDAP en el palacio del presidente del Reichstag, el edificio oficial de Hermann Göring, a fin de celebrar una conmovedora manifestación de lealtad. Les hizo ver que él siempre había sido fiel a Strasser, mientras que este le había engañado una y otra vez, con la agravante de conducir al Partido al borde de la ruina cuando más cerca se hallaba de la victoria final. Y si bien ya no es posible saber si después que apoyase su cabeza sobre la mesa, sollozando, era o no que representase una comedia, la realidad es que Goebbels consideró que el discurso «había contenido una nota tan fuertemente personal, que el corazón parecía que quería encogerse… Los viejos seguidores del Partido, los que durante años y años habían luchado y trabajado imperturbables por el movimiento, tenían los ojos llenos de lágrimas de rabia, de dolor y de vergüenza. Esta noche ha constituido un éxito muy grande para la unidad del movimiento». A ninguno de los seguidores de Strasser les permitió Hitler escapar de la red que había tendido con su subyugante patetismo, solicitando de todos ellos un severo acto de sumisión: «Todos le estrechan la mano y le prometen que pase lo que pase lucharán con él y que no abandonarán la causa del gran movimiento aunque les cueste la vida. Strasser ha sido completamente aislado. Es un hombre muerto».

Hitler había superado, una vez más, una de las grandes crisis de su carrera y confirmado, nuevamente, su talento excepcional para convertir el desmoronamiento y la disolución en el motor para un fortalecido endurecimiento de sus seguidores. Este triunfo le había sido facilitado por el mismo Strasser, al no imponerle unas condiciones ni haber luchado con él, además de haberse convertido en el

sufrelotodo de las derrotas de los meses anteriores. Pero entre los acontecimientos que acompañaron el encumbramiento de Hitler siempre se encuentra el hecho real de que ninguno de sus contrincantes había sabido luchar. Por el contrario, ante la obstinación de Hitler, se resignaban y se inclinaban por el abandono, con un despreciativo movimiento de hombros: Brüning había capitulado, apenas había acusado el cambio producido en Hindenburg, con la misma rapidez con que lo habían hecho tanto Severing como Grzesinski el 20 de julio; ahora les tocaba el turno a Strasser y a los suyos, después a Hugenberg y otros muchos; ante aquel ímpetu, prefirieron abandonar y marcharse. La gran diferencia que existía entre ellos y Hitler era la falta de una fervorosa pasión por el poder. Para ellos, una crisis equivalía a una derrota, mientras que para Hitler constituía la oportunidad para una nueva etapa en la lucha y el punto de partida para nuevas certidumbres. «No nos engañemos a nosotros mismos —así definió a sus contrincantes burgueses, a los que despreciaba—, ellos ya no quieren ofrecer más resistencia. Todas las palabras que vienen de aquel campo nos indican, gritando, que sienten la necesidad de pactar con nosotros… Ellos no son hombres que ansíen el poder y sean capaces de sentir el placer de poseerlo. Solo saben hablar de deberes y responsabilidades, pero serían enormemente felices si pudiesen cuidar con tranquilidad de sus flores, si pudiesen ir a pescar a una hora acostumbrada y, por lo demás, su vida transcurriese en medio de santas contemplaciones»[677]. La crisis del mes de diciembre había fortalecido esta presuntuosa idea, sirviéndole de estímulo incluso en los años de guerra, siempre que fue preciso ganar una mayor seguridad en la victoria final, después de haber sufrido derrotas y derrumbamientos: Hitler solía infundirse valor recordando tiempos pretéritos, cuando «había tenido que atravesar por momentos muchísimo más difíciles, enfrentándose con frecuencia a la alternativa del ser o no ser».

La crisis política que padecía el NSDAP no fue superada tras la finalización del asunto Strasser. El diario de Goebbels está lleno de anotaciones, efectuadas durante las semanas siguientes, que hablan claramente de desalientos y registran todavía «muchas pendencias y discordancias». Las cabezas visibles del Partido, especialmente Hitler, Goebbels, Göring y Ley, viajaban cada fin de semana por las distintas provincias con el fin de enderezar el ambiente y fortalecer la confianza. Lo mismo que había hecho durante las grandes campañas electorales, Hitler hablaba ahora hasta cuatro veces por día en ciudades muy alejadas entre sí. Las calamidades financieras parecían no llegar a su fin. En el Gau de Berlín tuvieron que ser recortadas las nóminas de los funcionarios del Partido. La fracción parlamentaria prusiana del NSDAP se vio obligada, incluso, a retener las gratificaciones navideñas para los conserjes del parlamento. Goebbels anotaba el día 23 de diciembre: «¡La más terrible soledad cae sobre mí como una losa de sombría desesperación!». Hacia finales de año, el

Frankfurter Zeitung celebraba ya «el deshechizamiento del NSDAP», mientras que Harold Laski, uno de los intelectuales más prominentes de las izquierdas inglesas, aseguraba: «Ha pasado a la historia el día en que los nacionalsocialistas representaron una amenaza vital… Descartando alguna eventualidad, ya no es hoy del todo imposible que Hitler finalice su carrera política como un anciano en un pueblo bávaro, relatando a sus amigos y conocidos, sentados todos ellos en una cervecería, cómo él, en cierta ocasión, había tenido entre sus manos la posibilidad de derrocar al Reich alemán»[678]. Goebbels escribió, como respuesta a tal suposición y con un gesto que denotaba su desagrado: «El año 1932 ha constituido una sarta de desgracias. Debemos romperle en pedazos… Han desaparecido, completamente, todas las posibilidades y esperanzas».

Precisamente en este instante, inesperado para todos, se produjo un cambio repentino y radical. Porque, por muy inteligentemente que Schleicher hubiese iniciado la partida como canciller, muy pronto se vio como se tambaleaba su posición. Se había presentado a la opinión pública como un «general social», con su declaración gubernamental, pero sus concesiones a los trabajadores no fueron lo suficientemente interesantes como para ganarse a los socialdemócratas, mientras que los empresarios las tomaron a mal. Los campesinos se sentían amargados por aquella predilección que disfrutaban los obreros, mientras los terratenientes se le enfrentaron por el anunciado programa de colonización con todo su consciente y masivo espíritu de casta, al que Brüning, precisamente, tuvo que sacrificar su carrera.

Sus empeños por conseguir la unificación resultaron asimismo excesivamente repentinos, por lo que no hallaron en la persona del general, aureolado por su carácter intrigante, al más idóneo abogado. Las ideas respecto al plan económico que había anunciado, sus intentos de acercamiento a los sindicatos o los primeros inicios para conseguir una reinstauración del sistema parlamentario, solo le aportaron desconfianzas y resistencias, aun cuando realmente correspondían a unas intenciones honradas. El optimismo de que hacía gala Schleicher se basaba en la idea de que sus enemigos no estaban en condiciones de aliarse contra él. No cabe duda de que la intriga que había intentado poner en marcha con Gregor Strasser había fracasado, en principio; sin embargo, aquel asunto había producido daños muy dolorosos al NSDAP en lo que afectaba a su espíritu de unidad, aparte de hallarse entonces profundamente desmoralizado y sumamente endeudado, por lo que Hitler apenas podía ser considerado como un aliado digno para él; y sin el Partido, participando en un frente contra el gobierno, toda alianza perdía inmediatamente su fuerza agresiva.

Fue concretamente Franz von Papen el que trastocó todos los pensamientos de Schleicher y ayudó, involuntaria e inesperadamente, al NSDAP para alcanzar su gran oportunidad. Todos los enemigos de Schleicher, aunque rivalizasen entre sí, hallaron en él, finalmente, al «abogado común»[679].

Dos semanas después de haber iniciado sus tareas el nuevo gobierno, Papen ya había solicitado del banquero de Colonia Kurt von Schroeder que le preparase una entrevista con el Führer del NSDAP. Esta toma de contactos coincidió con la dimisión de Gregor Strasser, de forma que tal detalle podía significar para los mecenas industriales que el Partido hubiese superado, aunque no fuese aún del todo, el ambiente revolucionario y anticapitalista anterior. Por lo menos, habían sido cortadas sus raíces. El incremento continuado de votos comunistas, tal como habían confirmado las elecciones para el Reichstag del mes de noviembre último, influyó asimismo en que se modificara la idea que los empresarios tenían formada de Hitler, aparte de que la propaganda del NSDAP operaba con la consigna: si mañana se derrumbase el Partido, Alemania tendría pasado mañana diez millones más de comunistas. Como presidente del Club Señorial de Colonia, Schroeder mantenía extensas relaciones con la industria pesada renana. En ciertas ocasiones había apoyado activamente a Hitler, había desarrollado planes económicos para los nacionalsocialistas y firmado la petición formulada por Hjalmar Schacht en noviembre de 1932, la cual declaraba abiertamente su postura favorable a las exigencias del poder por parte de Hitler. Por aquellas fechas Papen había declarado ilegal tal petición, pero ahora se alegraba, por el contrario, cuando Schroeder le invitó para aquella reunión que debía celebrarse el 4 de enero.

Esta conversación, que tuvo lugar bajo unas condiciones secretísimas, fue iniciada por Hitler con un monólogo amargo y lleno de acusaciones, haciendo referencia, de forma primordial, a la humillación sufrida el 13 de agosto. Solo después de cierto tiempo consiguió Papen establecer el equilibrio indispensable, trasladando a Schleicher la total culpabilidad de la negativa del presidente del Reich. Propuso entonces una coalición entre los Deutschnationalen y los nacionalsocialistas, considerando la posibilidad muy real de un duunvirato formado por él y por Hitler. Seguidamente, Hitler pronunció otra vez «un largo discurso —así lo declaró Von Schroeder en Nuremberg—, durante el cual aseguró que él no podía apartar de sí la idea de hallarse completamente solo a la cabeza del gobierno, caso de ser designado canciller. De todas formas, las gentes de Papen podrían ingresar en su gobierno como ministros, siempre y cuando demostraran hallarse dispuestos a compartir una política que modificara muchas cosas. Entre dichas modificaciones, tal y como daba a entender, se incluían las que hacían referencia a la separación de todas las posiciones clave en Alemania de los socialdemócratas, comunistas y judíos, así como la reinstauración del orden en la vida pública. Papen y Hitler coincidieron plenamente y en todo»[680]. Durante el transcurso de la conversación, Hitler recibió la valiosa información de que Schleicher no poseía unos poderes especiales para poder disolver el Reichstag y que, por lo tanto, el NSDAP no debía temer unas nuevas elecciones.

Esta reunión puede ser calificada, por muy buenos motivos, como «la hora del nacimiento del Tercer Reich»[681]; porque a partir de este instante se produce un encadenamiento de acontecimientos causales hasta alcanzar la fecha del 30 de enero, la cual también se halla sometida al signo de aquella coalición que por primera vez empezó a tomar forma en Colonia. Dicha conversación arrojó, asimismo, una luz sobre aquellos círculos de empresarios que apoyaban las ambiciones de Hitler. No ha sido nunca debidamente aclarado si durante la misma se habló o no de la situación financiera del Partido y se adoptaron medidas para la cancelación de las deudas existentes; sin embargo, no cabe duda de que dicha conversación contribuyó de forma poderosa a reconstruir la capacidad crediticia del Partido o, al menos, a devolvérsela. El día 2 de enero había declarado un asesor financiero del NSDAP, ante la Delegación de Hacienda de Berlín, que el Partido solo podría pagar sus impuestos si perdía su independencia; ahora, sin embargo, Goebbels anotaba que el Partido «era cotizado fuertemente», y que si bien no acusaba una «repentina mejoría», como se ha afirmado frecuentemente, sí «dejaba ya de preocuparle la mala situación económica de la organización. Por otra parte, si el golpe previsto daba el resultado esperado, todo aquello ya no tenía la menor importancia»[682].

En idéntica medida a como la reunión de Colonia hacía renacer la confianza en sí mismos y las esperanzas de triunfo de los nacionalsocialistas, dañaba fuertemente a Schleicher y su gobierno, con un golpe decisivo. Considerando la amenaza que se avecinaba, el canciller informó inmediatamente a la prensa, presentándose asimismo a Hindenburg. Recibió una respuesta que aludía a su solicitud de que el presidente solo recibiese a Papen en presencia suya, demostrándole toda la debilidad que acusaba su posición actual: Hindenburg ya no estaba dispuesto a seguir anteponiendo a su «joven amigo» Papen las instituciones del Estado, así como los fundamentos de una forma correcta de gobernar. Era tan buen narrador de anécdotas y poseía tanto encanto frívolo…

Todo ello viose claramente confirmado con la conversación que mantuvieron a continuación Papen y Hindenburg. Sin atenerse en lo más mínimo a la veracidad de los hechos, informó al presidente que Hitler se había mostrado dispuesto a ceder, descartando sus exigencias anteriores de que se le hiciese entrega absoluta del poder gubernativo. Sin embargo, en lugar de reprender a Papen por aquel acto independiente no autorizado por él, Hindenburg declaró que él «ya se había imaginado inmediatamente que no podía ser verdad aquella exposición de los hechos que Schleicher le había indicado», encargándole de seguir manteniendo contactos personales y estrictamente confidenciales con Hitler. Finalmente, solicitó de su secretario de Estado Meissner que no hiciese la menor alusión a Schleicher del encargo confiado a Papen: con ello, el propio presidente se incluía en el complot que se tramaba contra su canciller[683].

La constitución del frente Papen-Hitler recibió pronto unos refuerzos muy efectivos. Mientras Schleicher seguía interesándose, aunque con unas esperanzas cada vez más mermadas, por un acercamiento a Strasser, los sindicatos y los partidos, el 11 de enero compareció en el palacio presidencial una delegación del Reichslandbund, acusando vivamente al gobierno por su falta de actuación en el vidrioso asunto de la política arancelaria protectora. Detrás de la misma se ocultaba la preocupación de los terratenientes por la puesta en marcha de aquel plan de colonización que ya Brüning había anunciado, así como por la revisión parlamentaria prevista de la ayuda al Este, cuyo presupuesto no solo había contribuido a que muchos compañeros de casta de Hindenburg se enriquecieran de forma ilegal e injusta, sino que también podía demostrar a la odiosa república su bien fundamentada intransigencia por aquellos actos de funesta explotación. En presencia de los miembros del gabinete convocados, Hindenburg tomó partido por los representantes de los intereses latifundistas. Al no poder facilitar Schleicher inmediatamente unas concesiones que significasen un compromiso, el señor de Neudeck, según informes de un testigo presencial, pegó con el puño sobre la mesa y declaró con decisión: «Le encarezco, señor canciller del Reich Von Schleicher, y como antiguo soldado sabe usted que encarecer solo constituye la forma educada de una orden, que esta misma noche se reúna el gabinete, acuerde las leyes precisas en el sentido expuesto y me sean presentadas a la firma mañana por la mañana»[684].

Al principio, Schleicher pareció estar dispuesto a ceder a la presión ejercida por el presidente. Pocas horas más tarde, sin embargo, se dio a conocer una resolución demagógica del Reichslandbund, obligándole a aceptar aquel desafío y a interrumpir inmediatamente todas las negociaciones. Cuando, dos días más tarde, le negó asimismo al reaccionario Hugenberg el Ministerio de Economía, haciendo una vez más hincapié en sus ideas políticosociales, todo empezó a tambalearse; también las derechas estaban ahora en contra suya. Los socialdemócratas ya le habían negado desde un principio al «general personificado» todo apoyo, e incluso el jefe de los sindicatos, Leipert, se había negado a toda negociación con Schleicher. La socialdemocracia, tal como la enjuiciaba Hitler, sucumbió por sus propias ideas superficiales, imbuidas de clisés ideológicos y pensamientos inacabados que constituían sus únicos adornos. De forma idéntica a la parte contraria de los honorables conservadores con su consciente «facultad histórica», también ella pretendía construir un progreso de tipo mecánico, basado en su vanidad histórica y filosófica, creyendo ver en Hitler un simple y corto rodeo, una agudeza dramática, antes de alcanzar un orden de auténtica liberación. Es indiscutible que Schleicher se había jugado todo el crédito que merecía con sus innumerables intrigas y sus maquinaciones contrarias a lo establecido por las instituciones; pero ello no era motivo suficiente para que se desconfiase más de él que de Hitler. En aquella indiferencia, con la cual la jefatura socialdemócrata permitió sucumbiera el general, aparecía algo de aquella reserva tradicional que existía contra este Estado, el cual jamás había correspondido a la idea que de él se habían forjado y, en todo caso, sucumbió definitivamente el reconocimiento, con todas estas reservas, protestas y críticas, de que Schleicher había constituido la última alternativa válida ante aquel Hitler que, impaciente, se hallaba esperando ante las puertas que daban acceso al poder. Desde que se había producido el derrumbamiento de la Gran Coalición, el SPD no había desarrollado apenas una sola idea en todos aquellos años; ahora parecía querer erguirse una vez más, pero solo para arruinar por completo la última e ínfima oportunidad de la república[685].

Con todo esto, el astuto canciller se halló, más rápidamente de lo esperado, en un callejón sin salida: no era el hombre idóneo para el concepto que de él se tenía. Su programa para promocionar el trabajo le enfrentó a los empresarios, su programa colonizador a los terratenientes, su procedencia a los socialdemócratas, su oferta a Strasser a los nacionalsocialistas; la reforma constitucional demostró ser tan irrealizable como es pretender gobernar con el parlamento sin el parlamento o echar mano del terror: con él, la política parecía haber llegado a su fin. El hecho de que Schleicher pudiese permanecer aún en sus funciones se debía, única y exclusivamente, a que todavía no había sido negociado un nuevo gabinete por parte de los conspiradores. Precisamente, estas preguntas se convertían ahora en objeto de una actividad febril, iniciada en la penumbra.

Con el fin de fortalecer su posición negociadora y fundamentar las exigencias de poder del NSDAP, Hitler concentró todas las fuerzas para las elecciones parlamentarias que debían celebrarse el 15 de enero en el estado enano de Lippe. En una de las batallas electorales más costosas, reunió a los más conocidos oradores del Partido en el castillo del barón Von Oeynhausen, para desde allí inundar noche tras noche al país: durante el primer día, anotaba Goebbels, «habló tres veces en varios pueblos rurales, en parte muy pequeños». El mismo Hitler habló en pocos días en dieciocho actos. Con aquella segura visión psicológica que poseía, captó inmediatamente la gran oportunidad que ofrecían estas elecciones: desde el principio, toda la agitación se basó en supeditar el resultado a la prueba decisiva en la lucha por el poder y, realmente, la opinión pública aceptó dicha consideración: esperaba este acontecimiento marginal, el voto de los cien mil electores, como una especie de juicio de Dios sobre «el futuro político de un pueblo de 68 millones de almas»[686].

Correspondiendo a aquella acción masiva, Hitler pudo registrar el 15 de enero su primer triunfo desde las elecciones celebradas en julio. El Partido, con el 39,5%, no alcanzó la cifra de votos total que había conseguido entonces; por otra parte, los partidos demócratas, especialmente el SPD, consiguieron, globalmente, una mayor ganancia que los partidarios de Hitler. Pero en lugar de atribuir el triunfo obtenido al resultado de un esfuerzo superlativo, así como a lo favorable de la situación reinante, la opinión pública, incluyendo a la cabeza presidencial, consideró el resultado de las elecciones como una demostración palpable de la reconquista, por parte del movimiento hitleriano, de su nimbo de irresistibilidad, sin detenerse a pensar que el NSDAP ya no se hallaba en condiciones para realizar una nueva campaña, aun cuando se le hubiese ofrecido la oportunidad de unas modestas elecciones.

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