Hitler

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Libro séptimo » Capítulo II

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La «tercera» guerra mundial

«Cuando “Barbarroja” sube, el mundo contiene la respiración y se mantiene quieto».

ADOLF HITLER

CON 153 divisiones, 600 000 vehículos motorizados, 3580 carros, 7180 cañones y 2740 aviones inició Hitler, durante las grises horas del amanecer del 22 de junio de 1941, hacia las 3.15 horas, el ataque contra la Unión Soviética; se trataba de la más enorme fuerza bélica de la historia reunida en un escenario de guerra. Al lado de las unidades alemanas se hallaban doce divisiones y diez brigadas de los rumanos, dieciocho divisiones finlandesas, tres brigadas húngaras y dos divisiones y media eslovacas, añadiéndose posteriormente a las mismas tres divisiones italianas, así como la «División Azul» española. Siguiendo el ejemplo de la mayoría de las campañas militares anteriores, el ataque se realizó sin previa declaración de guerra. Una vez más, la Luftwaffe inició la lucha con una intervención masiva por sorpresa y que de un solo golpe aniquiló la mitad de los diez mil aviones militares soviéticos, indicados en cifras redondas; y lo mismo que había sucedido anteriormente en Polonia y en el Oeste, los atacantes empujaron hacia adelante y con toda la fuerza cuñas blindadas masivas hacia la profundidad del territorio enemigo, para cerrarse después rápidamente en operaciones en forma de tenaza, cercando bolsas enteras. Hitler había afirmado repetidamente en años anteriores que él no planificaba una «marcha de los argonautas» hacia Rusia, manifestándose en estos u otros términos similares[1356]; ahora la inició.

Como segunda ola seguían a las unidades militares tropas especiales con la misión, formulada ya por Hitler el 3 de marzo, de eliminar y extinguir sobre el propio terreno de operaciones a la «inteligencia judeo-bolchevique»[1357]. Fueron estos comandos, sobre todo, los que concedieron desde un principio a este enfrentamiento un carácter sin ejemplo que superaba todas las experiencias anteriores; y por mucho que estuviese unida la campaña estratégicamente con la totalidad de la guerra, significaba sin embargo, en su forma de ser y en su moral, algo completamente nuevo: algo parecido a una tercera guerra mundial.

En todo caso se salía del marco y del concepto de la «guerra normal europea», cuyas reglas habían dominado hasta entonces los distintos enfrentamientos, si bien ya habían aparecido en Polonia inicios de una práctica nueva y mucho más radical. Pero precisamente la experiencia de las resistencias que creaban las SS, con su régimen de terror en los territorios polacos ocupados, ante los gobernadores militares locales, indujo a Hitler a realizar esta lucha aniquiladora, enmascarada de forma ideológica, sobre la propia zona operativa. Porque esta era su guerra, después de tantas complicaciones, rodeos y frentes invertidos, para la que no había ninguna concesión. La condujo sin compasión alguna, no sin un rasgo de maníaco y descuidando, de forma creciente, todos los otros escenarios bélicos. No adoptó ninguna consideración táctica y rechazó nominalmente buscar ante todo la decisión militar, basándose para ello en el apoyo de sugestivas consignas liberadoras, con el fin de iniciar rápidamente la obra de exterminación y esclavización; ante todo buscaba soluciones finales, también ello un síntoma de su consecuente rechace de la política. El 30 de marzo de 1941 había convocado en la Cancillería del Reich berlinesa a unos doscientos cincuenta altos oficiales, aproximadamente, de todas las armas, con el fin de aclararles, durante un discurso de dos horas y media de duración, el nuevo carácter de la guerra que se avecinaba. El diario de Halder registró de ello lo siguiente:

«Nuestras misiones respecto a Rusia: derrotar Ejército, disolver Estado. Lucha entre dos ideologías. Juicio aniquilador sobre el bolchevismo, idéntico a delincuencia social. Comunismo, tremendo peligro para el futuro. Debemos apartarnos del punto de vista de la camaradería de soldados. El comunista no es, ante todo, un camarada y después ningún camarada. Se trata de una guerra de aniquilamiento…

»La lucha debe ser conducida contra el veneno de la corrosión. Esto no es asunto de los tribunales militares. Los jefes de las tropas deben saber de qué se trata. Deben dirigir en la lucha… Los comisarios y hombres de la GPU son delincuentes y deben ser tratados como tales… La lucha se diferenciará mucho de la lucha en el Oeste. En el Este, la dureza es suave para el hit uro.

»Los jefes deben exigir el sacrificio de sí mismos para superar sus reparos»[1358].

Pero si bien ninguno de los presentes contradijo esta apelación a la complicidad, Hitler desconfió de la inhibición de sus generales en las tradicionales normas de casta y no se contentó, por ello, con simples consignas de dureza. Todo su esfuerzo se dirigía, preferentemente, a anular la separación habitual que había existido entre una guerra normal y estas intervenciones de los comandos especiales, reuniendo todos estos aspectos y estos elementos en una guerra aniquiladora y de exterminio que criminalizase a todos los participantes. En una serie de instrucciones preparativas se le señaló a la Wehrmacht la administración del «hinterland» (territorio ocupado), responsabilizando de la misma especialmente a los comisarios del Reich, al mismo tiempo que se encargaba al jefe del Reich de las SS, Heinrich Himmler, la misión de hacerse cargo de «operaciones especiales», con cuatro grupos de intervención de la Policía de seguridad y del SD que sumaban unos tres mil hombres, unas operaciones «que se derivaban de esta lucha que debía conducirse hasta un final definitivo entre dos sistemas políticos divergentes». Heydrich, verbalmente, facilitó a los jefes de estos grupos especiales la orden expresa de asesinar a todos los judíos, a todos «los asiáticos infrahumanos», a todos los funcionarios comunistas y a todos los gitanos, orden dada en mayo de 1941, durante una reunión convocada en Pretzsch[1359]. Un «edicto del Führer», de aquel mismo tiempo, indicaba que no debían ser perseguidos los soldados de la Wehrmacht por delitos cometidos en personas civiles; otra instrucción, la denominada orden de los comisarios, de fecha 6 de junio de 1941, exigía que todos los comisarios políticos del Ejército Rojo «debían ser inmediatamente liquidados por las armas, como instigadores de unos métodos de lucha de barbarie asiática, en caso de ser detenidos en plena lucha u ofrecer resistencia»; y una «directriz general» del OKW, finalmente, la cual fue dada a conocer, instantes antes de iniciarse el ataque, a más de tres millones de soldados del ejército del Este, exigía una «intervención sin contemplaciones de ninguna clase y enérgica contra los instigadores bolcheviques, guerrilleros, saboteadores, judíos, así como eliminación total y absoluta de toda resistencia activa y pasiva»[1360]. Una ruidosa campaña contra los «seres infrahumanos eslavos», que conjuraba las imágenes de la «tormenta mongólica», así como la afirmación de que el bolchevismo constituía la expresión actualizada de los instintos de destrucción contra Europa, movilizados en su día por Atila y Gengis Khan, completaba todas estas medidas.

Fueron todos estos elementos los que otorgaron un desacostumbrado carácter doble a la guerra en el Este. Por una parte se trataba de una guerra ideológica contra el comunismo, y más de un sentimiento de cruzada apoyaba a la agresión; por otra parte, sin embargo, y no en no inferior medida, se trataba de una especie de guerra colonial de conquista, en el estilo del siglo XIX, pero dirigida, indiscutiblemente, contra una de las potencias europeas tradicionales y llevada por la idea de aniquilarla. Las motivaciones ideológicas, las cuales constituían la ruidosa propaganda en un primer término, descubrieron a Hitler cuando él, a mediados de julio y ante un reducido círculo de jefes, «rechazó y dejó bien sentada la fórmula de la guerra de Europa contra el bolchevismo»: «Lo realmente fundamental es una partición correcta de este pastel gigantesco, para que podamos, primero, dominarlo; segundo, administrarlo y, tercero, expoliarlo». Sin embargo, en principio debían ser mantenidas secretas las intenciones de anexión. «Todas las medidas necesarias —fusilamientos, descolonización, etcétera…— las llevaremos a cabo a pesar de todo, y debemos realizarlas a pesar de todo»[1361].

Mientras la Wehrmacht seguía avanzando de forma impetuosa: alcanzaba en casi catorce días el Dniéper y una semana más tarde avanzaba hacia Smolensko; los grupos de intervención establecieron su régimen de terror en los territorios ocupados, peinando ciudades y pueblos, agrupaban a los judíos, funcionarios comunistas, intelectuales, así como todos los partidarios potenciales de los estratos sociales directivos, liquidándolos. Otto Ohlendorf, uno de los comandantes de estos grupos, manifestó durante el transcurso del proceso de Nuremberg que su unidad había asesinado, durante el transcurso del primer año, unos noventa mil hombres, mujeres y niños, en cifras aproximadas; según cálculos muy precavidos, durante el mismo espacio de tiempo fueron muertas en la parte occidental de Rusia medio millón de personas, aproximadamente, de las cuales la mayor parte correspondía a la población judía[1362]. Hitler, imperturbable, prosiguió con esta acción de exterminio. En sus manifestaciones durante aquel tiempo surgía constantemente al final, con un radicalismo que recordaba a sus primeros años, el profundo efecto ideológico del odio, dejando aparte todas sus intenciones de conquista y expoliación: «Los judíos son los cilicios de la humanidad —declaraba el 21 de julio al ministro croata del Exterior, Sladko Kvaternik—; si los judíos dispusiesen del camino libre como en el paraíso soviético, entonces convertirían en realidad los planes más locos. Por este motivo Rusia se ha convertido en un foco de peste para la humanidad… Cuando un Estado, por los motivos que sean, permite la estancia a una sola familia judía, esta se convierte en el foco de bacilos para una nueva descomposición. Si en Europa no hubiese más judíos, la unidad de los Estados europeos ya no sería molestada»[1363].

A pesar de sus rápidos avances, las tropas alemanas solo consiguieron en el sector central una de aquellas gigantescas batallas de cerco que constituían el concepto operativo para la campaña rusa[1364]; en los frentes restantes, por el contrario, solo consiguieron, en mayor o menor escala, ir empujando ante ellos a la masa del enemigo: delante de nosotros no hay enemigos, y detrás no hay aprovisionamiento, decía la fórmula para la problemática especial de esta campaña. De todas formas, hasta el 11 de julio se hallaban en manos alemanas casi seiscientos mil prisioneros soviéticos, entre ellos más de setenta mil desertores, y tanto Hitler como el OKH creían ya muy cerca el derrumbamiento del Ejército Rojo. Ya el 3 de julio, Halder había anotado: «No es decir demasiado si afirmo que la campaña contra Rusia podía ser ganada en el espacio de catorce días»; solo la resistencia terca y desesperada, basada en la amplitud del espacio, puede exigir aún muchas semanas a las fuerzas alemanas. Hitler mismo aseguraba algunos días más tarde que «él no creía que la resistencia en la Rusia europea pudiese durar mucho más de seis semanas. Hacia dónde irían los rusos, él no lo sabía. Quizás hacia los Urales o más allá de los Urales. Pero nosotros les perseguiremos y él, el Führer, no temería ni se arredraría de proseguir el avance por encima de los Urales… Él perseguiría a Stalin donde este huyese… Él no cree que tenga que seguir luchando hacia mediados de septiembre: en seis semanas, él habría ya acabado»[1365]. Hacia mediados de julio se trasladó el centro de gravedad de la producción de armamentos hacia los submarinos y la Luftwaffe, iniciándose la planificación preparando el regreso de las divisiones alemanas en unos quince días, aproximadamente. Cuando el general Köstring, el último agregado militar en Moscú, se hallaba en el cuartel general del Führer, por aquellos días, para informar, Hitler le condujo ante un mapa de la situación, señaló con un movimiento de la mano sobre los territorios ocupados y manifestó: «No hay cerdo que de aquí me saque»[1366].

Esta recaída en la vulgaridad de los primeros años correspondía a la satisfacción que Hitler sentía con las expresiones de crueldad palpables. Al embajador español Espinosa le describió las luchas en el Este como un simple «acuchillamiento de personas»; en ciertas ocasiones el enemigo había atacado con doce o trece filas escalonadas en profundidad y cada vez había sido exterminado, «los hombres como cogidos del brazo»; los soldados rusos tenían «en parte un sentimiento de letargo, en parte solo tenían sollozos y quejidos. Los comisarios eran demonios (y)… se les fusilaba»[1367]. Al mismo tiempo se perdía en largas fantasías de odio a las personas. Él pensaba hacer morir de hambre a Moscú y a Leningrado, dando lugar a una «catástrofe popular», «la cual les robaría a los bolcheviques, así como también a los moscovitas, sus centros». A continuación quería arrasar ambas ciudades, dejándolas a ras del suelo; en el lugar que antes ocupara Moscú debía ser creado un gigantesco pantano, con el fin de borrar todo recuerdo de esta ciudad y de todo lo que antiguamente había significado. Precavidamente ordenó fuesen rechazadas las proposiciones de capitulación, justificándose ante su círculo de íntimos: «Posiblemente, muchas personas se sujeten con ambas manos la cabeza y se pregunten: ¿Cómo puede el Führer destrozar una ciudad como San Petersburgo? Al parecer, por mi forma de ser, pertenezco a otra clase de personas. Yo, personalmente, desearía no tener que hacer daño a nadie. Pero cuando veo que la especie está en peligro, entonces los sentimientos dejan paso libre a mi forma de pensar glacial»[1368].

Durante el transcurso del mes de agosto, las tropas alemanas consiguieron todavía impresionantes batallas de cerco, después de haber roto la «línea Stalin». Entretanto empezó a verse claro que las esperanzas optimistas del mes anterior habían sido engañosas: por muy grande que fuese la cifra de prisioneros, más grande seguía siendo la masa de las reservas enemigas, lanzadas constantemente a la lucha. Por otra parte, su resistencia era mucho más tenaz que la de las tropas polacas y las fuerzas occidentales, y su voluntad de resistencia seguía creciendo, después de las crisis iniciales, sobre todo al reconocer el carácter de exterminio que Hitler imprimía a esta guerra. Por otra parte, el desgaste del material, con el polvo y el barro de las llanuras rusas, era mucho más fuerte del esperado y cada victoria arrastraba al perseguidor hacia una mayor profundidad en aquel espacio infinito. Por primera vez pareció que la máquina bélica alemana llegaba al límite de su capacidad. La industria, por ejemplo, solo producía una tercera parte de los seiscientos tanques mensuales, la infantería se hallaba motorizada de forma visiblemente insuficiente para aquella campaña que superaba todas las ideas que hasta la fecha se tenían sobre lo inmenso de un espacio, la Luftwaffe no se hallaba en condiciones de soportar una guerra en dos frentes y las reservas de carburante quedaron reducidas a las necesidades de un solo mes. Considerando estas circunstancias, surgía la pregunta sobre en qué sector del frente debían ser utilizadas, con la mayor efectividad posible, las restantes reservas, con el fin de asestar el golpe definitivo de la guerra. Esta pregunta revestía una importancia extraordinaria y fundamental.

Tanto el OKH como los jefes con mando del grupo de Ejércitos central exigían, de forma unánime, que las tropas se utilizasen para un ataque concéntrico sobre Moscú. Ellos esperaban que ante las puertas de la capital el enemigo se dispondría a librar una batalla decisiva, utilizando para ella todas las reservas disponibles, de forma que esto permitiría todavía una finalización a tiempo de la campaña y, con ella, el triunfo de la idea de la guerra relámpago. Por el contrario, Hitler exigía el ataque en el Norte, con el fin de cortar a los soviéticos el paso hacia el mar Báltico, así como un avance amplio y profundo hacia el Sur, con el objetivo de conquistar los territorios agrícolas y de fuerte producción industrial de Ucrania y de la cuenca del Donets, así como que pasase a sus manos el suministro de petróleo del Cáucaso: se trataba de un plan que demostraba una mezcla tanto de arrogancia como de desesperación; porque mientras quería dar la sensación de que él, aparentemente seguro de su victoria, podía ignorar a la capital, en realidad buscaba adelantarse a la cada vez más tensa y palpable exageración a que había sometido a sus fuerzas económicas. «Mis generales no entienden nada de economía de guerra», manifestaba repetidamente. La tenaz discusión que surgió a raíz de ello, y que demostraba cuán inestable era la relación entre Hitler y el generalato, finalizó con una instrucción que ordenaba al grupo de Ejércitos del Centro que contribuyera con sus unidades motorizadas en el Norte y en el Sur. «Insoportable», «inaudito», anotaba Halder, y recomendó a Von Brauchitsch la dimisión conjunta; pero el jefe supremo rechazó la idea[1369].

El gran triunfo en la batalla de Kiev, que aportó al bando alemán 665 000 prisioneros y cantidades gigantescas de material, pareció confirmar una vez más el genio militar de Hitler. Se consideró, además, que aquella victoria eliminaba la amenaza en las alas del sector central, y que dejaba el camino libre hacia Moscú. Realmente, Hitler aprobó la ofensiva contra la metrópoli, pero, cegado por aquella cadena interminable de triunfos, y mimado por la suerte en la guerra, creyó poder seguir persiguiendo los ambiciosos objetivos en el Norte y, sobre todo, en el Sur: interrupción del ferrocarril de Murmansk, conquista de la ciudad de Rostov y del campo petrolífero de Maikop, y avanzar hacia Stalingrado, a más de seiscientos kilómetros de distancia. Como si se hubiese olvidado de su antigua norma de concentrar la intervención de todas sus fuerzas en un solo lugar, ahora dispersó cada vez más su tropa. Con fuerzas reducidas, el mariscal de campo Von Bock inició, el 2 de octubre de 1941, con un retraso de casi dos meses, el ataque en dirección a Moscú. Al día siguiente, Hitler anunció en un discurso pronunciado en el Palacio de los Deportes de Berlín, y que constituye un documento realmente único por sus vulgares fanfarronadas y sus burlas de sus adversarios, a los que llamó «ceros a la izquierda democráticos», «groseros», «animales y bestias», «que estos enemigos ya se hallan destrozados y que jamás volverán a levantarse»[1370].

Las lluvias otoñales empezaron cuatro días más tarde. Las unidades alemanas consiguieron aún iniciar con brillantez su ofensiva contra fuerzas enemigas superiores en dos grandes batallas de cerco, en Viasma y Briansk, pero a partir de aquel instante, el barrizal, cada vez más abundante y profundo, empezó a paralizar todas las operaciones. Los suministros a la tropa quedaron encallados, el combustible, especialmente, se hizo raro, y cada vez se quedaban paralizados en el barro más vehículos y cañones. Solo cuando, a partir de mediados de noviembre, se inició un período de suaves heladas, aquella ofensiva interrumpida pudo proseguir su avance. Las unidades de carros que intervenían en el Norte para el cerco por la parte septentrional se acercaron, finalmente, a la capital soviética, cerca de Krasnaia Poliana, a unos treinta kilómetros de distancia, mientras que las fuerzas que operaban desde el Oeste pudieron aproximarse hasta casi cincuenta kilómetros del centro de la ciudad. Entonces, repentinamente, se inició el invierno ruso: el termómetro bajó a treinta y, posteriormente, en parte, hasta los cincuenta grados bajo cero.

Esta tremenda irrupción de frío halló a las unidades alemanas sin la preparación adecuada. En la certeza de que la campaña iba a finalizar a los tres o cuatro meses de haberse iniciado, Hitler se colocó una vez más de espaldas a la pared, en uno de sus gestos característicos y decisivos. Así, no preparó los necesarios equipos invernales para la tropa «porque no habrá campaña invernal», como había dicho al general Von Paulus, cuando este recomendó medidas de precaución para la estación fría[1371]. En los frentes, miles de soldados hallaron la muerte por congelación, dejaron de funcionar los vehículos y las armas automáticas. En los hospitales de campaña, los heridos se helaban, y muy pronto las pérdidas a causa del clima riguroso superaron a las producidas en las luchas. Guderian informaba que «se había llegado a una situación de pánico», y comunicaba a finales de noviembre que sus tropas se hallaban «en el límite de sus fuerzas». Pocos días más tarde, las tropas que se encontraban ante Moscú, a treinta grados bajo cero, iniciaron un último intento para romper las líneas rusas. Algunas unidades penetraron hasta los distritos suburbanos de la capital, y con sus prismáticos podían ver ante sí las torres del Kremlin y el movimiento de las calles. Entonces, el ataque se detuvo.

Una contraofensiva soviética se desató inesperadamente, entretanto, con nuevas divisiones siberianas de

élite, obligando a que las tropas alemanas se retirasen tras sufrir cuantiosas pérdidas. Durante varios días, el frente pareció tambalearse y derrumbarse entre la nieve rusa. Todos los llamamientos de los generales para evitar el desastre, mediante movimientos ordenados de retirada, fueron rechazados inflexiblemente por Hitler. Él temía las pérdidas de armas y equipos, las imprevisibles reacciones psicológicas negativas, que debían afectar indefectiblemente a su leyenda, destrozándola completamente; en pocas palabras, evocaba la imagen de Napoleón derrotado, a la que con tanta frecuencia se refirió con arrogancia[1372]. El 16 de diciembre exigía de todo soldado, mediante una orden, «una resistencia fanática» en su posición, «sin considerar si el enemigo se halla en los flancos o en la retaguardia». Cuando Guderian pretendió hacerle ver los inútiles esfuerzos que acarrearía semejante orden, Hitler le preguntó si el general creía que los granaderos de Federico el Grande habían muerto a gusto. «Usted siente demasiada compasión por los soldados. Usted debería tener una visión más amplia». Hasta el día de hoy se halla extendida la idea de que la «orden de detenerse a ultranza» ante Moscú, así como la tenaz voluntad de resistencia de Hitler habían estabilizado aquel frente que se derrumbaba; pero todas las posibles ventajas que esta actitud aportara quedaron anuladas por las pérdidas sustanciales de tropas, por el rechazo de las ventajas que ofrecía el espacio, así como por la reducción de las líneas de aprovisionamiento[1373]. Pero, por encima de todo, tal decisión debía ser interpretada como la cada vez más grave incapacidad de Hitler por aplicar de forma elástica su propia voluntad. El proceso de la estilización monumental, al cual se había sometido durante tantos años, pareció recaer ahora sobre su propia forma de ser, imprimiéndole una expresión de patética rigidez de estatua. Pero fuese cual fuere la decisión adoptada ante la crisis, era indiscutible de que frente a las puertas de la capital soviética no solo había fracasado el proyecto de guerra relámpago «Barbarroja» para la invasión de Rusia, sino, al mismo tiempo, la totalidad de su plan de guerra.

Si no nos engañamos, este reconocimiento, que semejaba los otros grandes desencantos de su vida, le afectó causándole un impacto terrible. Se trataba de la primera derrota grave sufrida después de casi veinte años de triunfos constantes, de victorias políticas y militares. Su resolución, reafirmada de forma desesperada contra todas las resistencias, en el sentido de mantener al precio que fuese las posiciones ante Moscú, tenía algo de operación mágica destinada a conjurar el inicio de una nueva fase, y él sabía muy bien que la exagerada apuesta en el juego debía fracasar estrepitosamente con la primera derrota. A mediados de noviembre ya parecía, en todo caso, embargado por presentimientos resignados, cuando, ante un reducido círculo, como palpando a ciegas el vacío, habló de una «paz negociada» y manifestó, una vez más, vagas esperanzas en las capas sociales directivas de Inglaterra[1374], como si ya hubiese olvidado que, durante mucho tiempo, había sido infiel al secreto de sus éxitos; como si ya no estuviese en condiciones de luchar contra uno de los enemigos de la época valiéndose de la ayuda del otro. Diez días más tarde, con el contratiempo del invierno, pareció querer comprender que estaba a punto de sufrir algo más que un fracaso. El teniente general Jodl declaró, durante un debate de la situación hacia finales de la guerra, que tanto a él como a Hitler les pareció claro, ante la catástrofe del invierno ruso, que «ya no podría alcanzarse ninguna otra victoria»[1375]. El 27 de noviembre, el general de logística Wagner facilitó en el cuartel general del Führer un informe sobre la situación, cuyo resultado lo condensó Halder en la siguiente frase: «Estamos en el límite de nuestras fuerzas en hombres y material». Y durante la noche de aquel mismo día, en uno de aquellos estados sombríos y misantrópicos que le embargaban con frecuencia en medio de las situaciones críticas de vida, Hitler manifestó a un visitante extranjero: «Si el pueblo alemán, en un momento dado, no es ya lo suficientemente fuerte ni se muestra dispuesto al sacrificio hasta el punto de poner en juego su propia vida, debe desaparecer y ser aniquilado por otra fuerza mucho más poderosa». En una segunda conversación, a altas horas de la noche, e igualmente con un visitante extranjero, añadió al mismo pensamiento la siguiente observación: «Yo, en ese caso, no derramaré por el pueblo alemán ni una sola lágrima»[1376].

El reconocimiento de que el plan de guerra había fracasado, informó también la resolución de Hitler de declarar por su cuenta, el 11 de diciembre, la tan temida guerra a los Estados Unidos. Cuatro días antes, 350 aparatos japoneses procedentes de varios portaaviones habían atacado con una lluvia de bombas la flota americana en Pearl Harbour, así como los aeródromos de Oahu. Con tan sorprendente ataque empezaron los enfrentamientos en Asia oriental. En Berlín, el embajador Oshima solicitó del Reich la inmediata entrada en guerra al lado de su país, y si bien Hitler apremió siempre a su aliado en el Lejano Oriente para que atacase a la Unión Soviética o al Imperio británico en Asia sudoriental, y, en todo caso, manifestó claramente cuán inoportuna era para Alemania una gran guerra contra los EE. UU., se apresuró a acceder a la solicitud nipona. No tomó siquiera a mal la ofensiva y siempre misteriosa forma de actuar de los japoneses, y que solo se permitía a sí mismo, rechazando además, en pocas palabras y de forma tajante, la objeción de Von Ribbentrop de que, según la interpretación literal del pacto tripartito, Alemania no estaba obligada a prestar tal ayuda. Aquel golpe tan espectacular, por sorpresa, con el que los japoneses habían iniciado las hostilidades, impresionó profundamente a Hitler y él, entretanto, había llegado a una situación en la que se dejaba arrastrar por los acontecimientos: «El corazón parece habérseme abierto cuando supe de estas primeras operaciones japonesas», le dijo a Oshima[1377]. Pero detrás de su resolución de declarar la guerra a los EE. UU., estaba su convicción de que se había derrumbado toda su estrategia.

Porque él solo disponía de dos alternativas igualmente fatales. Debía esperar un entendimiento entre el Japón y los EE. UU., en cuyo caso el presidente americano tendría aseguradas sus espaldas en el Pacífico y, con ello, la posibilidad de intervenir de forma activa contra Alemania, hacia la que apuntaba Roosevelt con su política «hasta el borde de la guerra» (

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