Hitler

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Libro séptimo » Capítulo II

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short of war), desde hacía bastante tiempo y de forma enérgica. Otra posibilidad era llegar al conflicto entre el Japón y los Estados Unidos, después de que el aliado del Lejano Oriente no se mostró dispuesto a luchar al lado del Reich contra la Unión Soviética. Naturalmente, Hitler prefería la segunda alternativa, aun cuando la misma le envolviese, mucho antes que la otra, en un enfrentamiento declarado con los EE. UU. El conflicto era inevitable de todas formas, pero, por lo mismo, un inicio inmediato ofrecía aún ciertas ventajas: no solo facilitaba la iniciativa alemana en la guerra en el mar, la cual hasta la fecha había tenido que aceptar todas las provocaciones americanas. Además, los éxitos japoneses, psicológicamente tan efectivos, llegaban en el instante preciso para distraer la atención de la crisis en Rusia y, por último, desempeñó un importante papel en esta resolución de Hitler su espíritu de contradicción, su paciencia agotada y su amargura por el camino equivocado que seguía en la guerra y que, contra sus intenciones, no se desarrollaba en una serie de golpes relámpago. Tales golpes vendrían a ser como una serie de luchas parciales de intensidad creciente que abarcarían todo el mundo y que exigían, so pena de convertirse en un absurdo, en una guerra de desgaste y agotamiento. En semejante conflicto, pues, eran decisivas las reservas de materias primas, la producción y la población.

Sin embargo, todos estos argumentos solo poseían una fuerza de convicción mínima, y no podían ocultar la realidad de que Hitler se dirigía hacia el enfrentamiento sin disponer de un motivo realmente importante. ¡Cuán débiles aparecían ahora sus razones! En menos de dos años se había jugado una posición política dominante y sugestivamente asegurada, y había conseguido unir los más poderosos Estados del mundo, a pesar de sus enemistades mortales, en una «alianza desnaturalizada». La resolución para la guerra contra los Estados Unidos era todavía menos libre, mucho más forzada que la agresión a la Unión Soviética y, realmente, no constituía ya un acto decidido por el propio Führer, sino un gesto dirigido por una especie de súbita debilidad: se trataba de la última iniciativa estratégica de Hitler de cierta importancia; después, ya no se produjo ninguna más.

La participación de los EE. UU. en la guerra se hizo patente en seguida y se manifestó con todo rigor. Al mismo tiempo, se registró una ampliación de los esfuerzos aliados. Winston Churchill declaró el día del ataque alemán a la Unión Soviética, en un discurso pronunciado por radio, que no se retractaba de una sola palabra de las que, durante veinticinco años, pronunció contra el comunismo; pero, considerando los sucesos que se iniciaban en el Este, se borraba «el pasado con sus delitos, sus locuras y sus tragedias»[1378]. Mientras Churchill parecía empeñado en mantener bien clara la idea de aquel abismo que le separaba de su nuevo aliado, el presidente Roosevelt colaboró inmediatamente con las URSS aplicando aquella resolución moral inquebrantable que exigían el instante y los enemigos. Algún tiempo antes de intervenir en la guerra, ya había incluido con la Gran Bretaña a la Unión Soviética en el programa de ayuda material de los EE. UU., pero ahora movilizó la totalidad del potencial del país. En el transcurso de un solo año incrementó la construcción de carros de combate hasta alcanzar la cifra de 24 000, y la de aviones hasta 48 000 unidades. Para 1943 había duplicado los efectivos humanos del Ejército americano en dos ocasiones, hasta alcanzar un total de siete millones de hombres. Hacia finales del primer año de guerra había elevado la producción de armamento de tal manera, que equivalía a la de las tres potencias del Eje juntas. En 1944 multiplicó esta cifra por dos[1379].

Ateniéndose a la iniciativa americana, los aliados empezaron por afinar sus respectivas estrategias en beneficio mutuo. Mientras las potencias del pacto tripartito no habían sido nunca capaces de desarrollar una planificación militar unificada, las comisiones y estados mayores de la parte contraria, designados con toda rapidez, coordinaron, en más de doscientas conferencias y de forma constante los pasos conjuntos que debían dar. Les favoreció, al mismo tiempo, su objetivo común, muy bien definido: derrotar al enemigo. En cambio, Alemania, Italia y el Japón, cada uno por su cuenta, se proponían objetivos excesivamente imprecisos y, al mismo tiempo, desmesurados. Cada uno de estos países los perseguía en muy distintos rincones del mundo. Mussolini glosó esta excesiva sed de espacio de los tres pordioseros de la política mundial, que se hallaban fascinados, pero también instigados constantemente por su propia dinámica, cuando visitó a finales de agosto de 1941, conjuntamente con Hitler, las ruinas de la fortaleza de Brestlitovsk. El dictador alemán se dejaba arrastrar por sus fantasías soñadoras acerca de los planes para repartirse el mundo. Aprovechando una pausa, Mussolini le indicó, con cierta irónica compasión, según se ha dicho, que a su voluntad de conquista al final no le quedaría «más que la luna»[1380].

Este encuentro se había pensado como una demostración contra la ya bosquejada pero patente alianza de la parte contraria. Porque, diez días antes, Roosevelt y Churchill habían formulado sus objetivos bélicos en la denominada Carta del Atlántico, después de reunirse frente a la costa de Terranova. A dicho pacto oponía el Eje las ya conocidas consignas de «nuevo orden europeo» o de la «solidaridad europea». Basándose en la consigna de «la cruzada de toda Europa contra el bolchevismo», intentaban hacer revivir aquel internacionalismo que, como una contradicción irracional, era un elemento inherente a los movimientos fascistas. Pero muy pronto se manifestaron las consecuencias de aquel rechazo de la política practicado por Hitler. Como si no hubiese sido él, precisamente, quien más éxitos cosechó basándose en el principio de la duplicidad táctica en el juego, y con aquellas intimidaciones y promesas imposibles de concretarse. Ahora, de los pueblos europeos solo sabía lo que le enseñaron las más primitivas formas de dominación: «Cuando someto un país libre, ¿por qué debo devolverle la libertad?», preguntaba a principios de 1942. «¿Para qué? Quien ha derramado su sangre posee también un derecho para ejercer el dominio». Y él se limitaba a sonreír cuando los «grandes parlanchines opinaban que a las comunidades podían mantenerlas a raya las buenas palabras… Las comunidades solo pueden crearse y mantenerse mediante la fuerza»[1381]. Incluso posteriormente, bajo la impresión de las constantes derrotas, rechazó todas las proposiciones de quienes le rodeaban para aflojar y suavizar aquel esquema estúpido de represión implantado sobre toda Europa, transformándolo en un conjunto de relaciones más apropiadas para sus aliados. Él se enfurecía y acababa por afirmar que no debía hablarse siquiera del supuesto honor de aquellas «porquerías de Estados» pequeños, los cuales solo existían porque «un par de potencias europeas no habían llegado a un acuerdo sobre la forma de comérselos»[1382]; él solo conocía el eterno e inamovible concepto, sin mayores matices, de acumular precipitadamente y conservar a ultranza.

Esta tendencia, incrementada por la atmósfera de pánico que reinaba, condujo en el frente a los primeros y graves desacuerdos con el generalato. Mientras los Ejércitos alemanes salieron victoriosos de sus encuentros, todas las diferencias de opinión pudieron ocultarse, y los brindis triunfales no permitían oír las muestras de desconfianza que iban surgiendo. Pero cuando la suerte empezó a cambiar, los resentimientos tanto tiempo ocultos se manifestaron con mayor fuerza, si cabe. Cada vez más a menudo, Hitler en persona intervenía en las operaciones, comunicaba sus órdenes y consignas directamente a los grupos de ejércitos y estados mayores de los mismos, y se inmiscuía, en no raras ocasiones, en resoluciones tácticas a nivel de divisiones y regimientos. Halder anotaba el 7 de diciembre de 1941 que el jefe supremo del Ejército no pasaba de ser «mucho más que un simple cartero»[1383]. Doce días más tarde, como consecuencia de las divergencias surgidas a raíz de la «orden de resistencia a ultranza», Von Brauchitsch, caído en desgracia, fue despedido. Como correspondía al modelo adoptado anteriormente para soluciones similares, Hitler mismo se hizo cargo del mando supremo del Ejército, y ello constituía un testimonio más de aquella diversificación de mandos que existía a todos los niveles, pero que él, de esta forma, podía dominar perfectamente. En el año 1934, al fallecer Hindenburg, se hizo cargo (más bien a título representativo) de la jefatura superior de la Wehrmacht, y en 1938, cuando la dimisión de Von Blomberg, del mando supremo sobre la Wehrmacht, ahora de forma efectiva. Fundamentó su decisión observando lo siguiente, que reafirmaba su propósito de reforzar la politización del Ejército y ponía de manifiesto su clásica desconfianza: «De esta dirección tan elemental de las operaciones puede encargarse cualquiera». «La misión del jefe supremo del Ejército consiste en educar a sus hombres en el nacionalsocialismo. Yo no conozco a un solo general que pueda llevar a cabo esta tarea de acuerdo con mis deseos. Por dicho motivo he decidido asumir, personalmente, el mando supremo del Ejército»[1384].

El mismo día que Von Brauchitsch fue separado de su cargo, el jefe supremo del grupo de ejércitos del Centro, Von Bock, fue sustituido por el mariscal de campo Von Kluge. Al jefe supremo del grupo de ejércitos del Sur, Von Rundstedt, le sucedió en el mando el mariscal de campo Von Reichenau. Por no haberse atenido a las instrucciones de la «orden de resistencia a ultranza», fue depuesto el general Guderian; el general Hoepner llegó a ser expulsado de la Wehrmacht; y el general Sponeck condenado a muerte, mientras que el mariscal de campo Von Leeb, jefe supremo del grupo de ejércitos del Norte, dimitió por voluntad propia. Otros muchos generales y comandantes de división fueron destituidos. Las «expresiones de desprecio» de que Hitler daba muestras para con Von Brauchitsch, a partir de finales de 1941, se reflejaban, en su totalidad y en el fondo, en el juicio que se había formado sobre el cuerpo de altos oficiales: «Un vanidoso y cobarde sujeto que…, con su constante entrometerse y su pertinaz desobediencia, ha estropeado y ridiculizado por completo el plan para la campaña del Este». Solo medio año antes, durante los días de euforia de la batalla de Smolensk, declaró que tenía «unos mariscales de gran categoría, y que su cuerpo de oficiales era único»[1385].

Las fuertes y duras luchas defensivas prosiguieron durante los primeros meses de 1942 en todos los sectores del frente. Los diarios de campaña anotaban constantemente «desarrollo indeseado de las operaciones», «enorme porquería», «día de luchas salvajes», «profundas penetraciones» o «escenas dramáticas ante el Führer». A finales de febrero, Moscú se hallaba de nuevo a más de cien kilómetros de distancia del frente. Las pérdidas totales alemanas ascendían, por aquellas fechas, a algo más de un millón de hombres; es decir, un 31,4% de los efectivos totales del ejército del Este[1386], y solo cuando se inició la primavera, en la época del deshielo, aminoraron aquellas duras luchas. Ambos contendientes habían llegado al límite de sus fuerzas. Visiblemente afectado por los acontecimientos, Hitler confesó, durante una sobremesa, que la catástrofe del invierno le había como narcotizado durante cierto tiempo; nadie podía imaginar cuánto esfuerzo le había costado resistir aquellos tres meses, y de qué forma habían repercutido en su sistema nervioso. La impresión que le causó a Goebbels, cuando este le visitó en el cuartel general del Führer, fue «desastrosa»; le halló «muy envejecido», y no recordaba haberle visto jamás «tan serio y comedido». Hitler se quejaba de vértigos y manifestaba que la sola visión de la nieve le ocasionaba sufrimientos físicos. Cuando viajó a Berchtesgaden hacia finales de abril para pasar algunos días, y se vio sorprendido por una tardía nevada, se apresuró a marcharse: «podría afirmarse que se trata de una huida ante la nieve», anotaba Goebbels[1387].

Sin embargo, cuando «este invierno de nuestra desgracia»[1388] hubo finalizado, y con los comienzos de la primavera el avance alemán recobró el ímpetu deseado, Hitler reconquistó la confianza en sí mismo y manifestó a veces, con sentimientos soñadores, su desagrado porque el destino solo le había deparado enemigos de segunda categoría. Pero cuán quebradiza era su confianza en sí mismo y hasta qué punto sus nervios estaban desgastados, lo demuestran las siguientes anotaciones del jefe del alto estado mayor del Ejército en su diario: «La acostumbrada infravaloración del enemigo y de sus posibilidades va adoptando formas cada vez más grotescas; ya no puede hablarse de un trabajo en serio. Reacciones enfermizas ante impresiones instantáneas, y fallos garrafales al enjuiciar el aparato directivo y sus posibilidades. Tales son las características de este pretendido “alto mando”»[1389]. Es verdad que el plan de operaciones para el verano de 1942 despertó nuevamente la impresión de que Hitler había aprendido de las experiencias del año anterior. En lugar de dividirse el ataque en tres puntas de lanza, debía concentrarse toda la fuerza ofensiva en el Sur, con objeto «de aniquilar definitivamente los restos de fuerza defensiva que les restaban a los soviéticos, y privarles al máximo de las fuentes energéticas precisas para la economía militar». También estaba previsto suspender a tiempo las operaciones, preparar los acuartelamientos de invierno y, de ser preciso, construir una línea de defensa (

Ostwall) similar a la existente en el Oeste, que «posibilitaría una guerra de más de cien años de duración, que no debería ocasionarnos demasiadas preocupaciones»[1390]. Pero cuando las tropas alemanas alcanzaron el Don, en la segunda mitad de julio de 1942, sin haber podido llevar al enemigo a la gran batalla de cerco planificada, Hitler dio nuevamente rienda suelta a su impaciencia y sus nervios, y olvidó todas las enseñanzas del verano anterior. El 23 de julio ordenó dividir la ofensiva en dos operaciones de ataque divergentes que debían realizarse al mismo tiempo: el grupo de ejércitos B debía avanzar hasta el mar Caspio, pasando por Stalingrado hacia Astracán; el grupo de ejércitos A debía aniquilar las fuerzas enemigas situadas cerca de Rostov, alcanzar, a continuación, la costa oriental del mar Negro y dirigirse a Bakú. Los efectivos que al iniciarse la ofensiva habían cubierto un frente de ochocientos kilómetros, tuvieron que cubrir contra los ataques del enemigo una línea de más de cuatro mil kilómetros; un enemigo, por lo demás, al que no habían podido obligar a que presentase batalla y al que tampoco lograron derrotar.

El enjuiciamiento eufórico de las propias posibilidades por Hitler se hallaba posiblemente influido por la visión engañosa que se ofrecía sobre el mapa: hacia últimos del verano de 1942, su poderío alcanzó el punto de máxima extensión. Las tropas alemanas se extendían desde el cabo Norte hasta la frontera española, y desde Finlandia hasta los Balcanes y el norte de África. En este último frente, el general Rommel, ya derrotado según los puntos de vista aliados, había hecho retroceder a los ingleses más allá de la frontera egipcia, hasta El Alamein, con unas fuerzas muy inferiores en número. En el Este, los soldados de la Wehrmacht atravesaron a finales de julio la frontera en dirección a Asia, y hallaron a personas extrañas murmurando palabras de salutación en idiomas enigmáticos. Las unidades avanzaban por aquella estepa sin sombra alguna, bajo espesas nubes de polvo. Por el Sur alcanzaron, hacia finales de agosto, las refinerías de petróleo en llamas o destruidas de Maikop. Hitler no consiguió casi nada del petróleo que había constituido la justificación de esta ofensiva, después de largas y muy duras discusiones durante las semanas anteriores. El 21 de agosto, soldados alemanes izaron la bandera de la cruz gamada en el Elbrús, la montaña más elevada del Cáucaso. Dos días más tarde, unidades del 6.° Ejército alcanzaron el Volga, en Stalingrado.

Pero todas estas apariencias eran engañosas. Para la guerra que con tanta rapidez se extendió por tres continentes, por los mares y el aire, faltaban hombres, armamentos, medios de transporte, materias primas y un alto mando. Cuando Hitler se hallaba en el cénit ya era, realmente, un hombre derrotado. Las crisis que se producían de forma imprevista y las derrotas, cuyos efectos se veían incrementados por su terquedad, demostraban el carácter irreal de aquel poder tan extendido.

Los primeros síntomas de crisis aparecieron en el Este. Desde que se inició la ofensiva en verano de 1942, Hitler había trasladado su cuartel general desde Rastenburg hacia Vinitsa, en Ucrania, y aquí, en las conferencias diarias sobre la situación, defendía su propósito de conquistar el Cáucaso y Stalingrado; una defensa cada vez más vehemente, a pesar de que la posesión de esta ciudad, a orillas del Volga, apenas revestía importancia alguna a menos que se consiguiera interrumpir el tráfico fluvial. Pero Hitler no permitió que a sus cálculos se opusieran otros cálculos. El 21 de agosto se llegó a una discusión muy violenta cuando Halder defendía el punto de vista de que la fuerza alemana no bastaba para dos ofensivas simultáneas de semejante envergadura y que implicaban tanto desgaste. El jefe del alto estado mayor dio a entender que las resoluciones de Hitler como caudillo guerrero pecaban de falta de realismo que, como afirmó posteriormente, «convertían los sueños en órdenes de actuar». Cuando resaltó la importancia, en el transcurso de la discusión, de la producción soviética de carros, que se cifraba en mil doscientas unidades mensuales, Hitler le ordenó, sumamente excitado, que interrumpiera «tan estúpidas chácharas»[1391].

Unos catorce días más tarde, y debido al lento y titubeante avance en el frente caucásico, se produjo un nuevo enfrentamiento en el cuartel general del Führer. Se trataba ahora del sumiso Jodl, quien no se atrevía a defender al jefe supremo del grupo de ejércitos A, mariscal de campo List, en una discusión franca y abierta, sino que citaba, además, palabras del propio Hitler, con el fin de demostrar que List únicamente se había atenido a las instrucciones recibidas. El Führer, fuera de sí y de forma rabiosa, cortó la conversación en seco. El 9 de septiembre obligó al mariscal de campo a que presentase su dimisión, y aquella misma noche asumió él, en persona, el mando del grupo de ejércitos. Contrariado profundamente, finalizó a partir de este momento casi todo contacto con los altos mandos del cuartel general del Führer durante varios meses, y se negó, incluso, a estrechar la mano de Jodl. Evitó la sala de conferencias, y estas se celebraron, en lo sucesivo, en su estrecha cabaña refugio, en un ambiente glacial. Fueron registradas exactamente todas las conversaciones. Solo cuando anochecía, y por caminos ocultos, abandonaba Hitler su vivienda. A partir de entonces, también almorzó siempre solo; únicamente su perro pastor le proporcionaba compañía, pues en rarísimas ocasiones tenía algún invitado. Otro tanto sucedió con la sobremesa nocturna, y con ella finalizaron la modesta vida social burguesa y la fría intimidad de las relaciones en el cuartel general del Führer. A finales de septiembre, Hitler suspendió a Halder de su cargo. Desde hacía ya algún tiempo le habían llamado la atención los informes del jefe de estado mayor del comandante supremo del Oeste, general Zeitzler. Se distinguían por su riqueza de ideas tácticas y su tono fundamentalmente optimista. Ahora quería tener a su lado «a un hombre como ese Zeitzler», manifestó[1392], y le nombró jefe del alto estado mayor del Ejército.

Entretanto, cada vez más unidades del VI Ejército habían alcanzado Stalingrado, si bien con pérdidas crecientes, ocupando posiciones tanto en el norte como en el sur de la ciudad. Parecía más que probable que los soviéticos se hallaban dispuestos a no retroceder esta vez, sino a presentar combate. Había caído en manos alemanas una orden del día de Stalin, en la que comunicaba a su pueblo, en un tono paternalista que reflejaba inquietud por su país, que la Unión Soviética ya no podía, en lo sucesivo, regalar más territorio al enemigo. Cada palmo de terreno debía ser defendido al máximo. Como si él, personalmente, se sintiese desafiado, Hitler exigió que se conquistara Stalingrado en contra de los consejos de Zeitzler y del jefe supremo del VI Ejército, general Von Paulus. La zona de la ciudad se convirtió en una cuestión de prestigio; «era urgentemente necesaria por motivos psicológicos», como declaró Hitler el 2 de octubre. Complementando estas palabras, manifestó ocho días más tarde que «debía robársele su santuario» al comunismo[1393]. En su día afirmó que con el VI Ejército podía asaltar el cielo. Ahora iniciaba una lucha sangrienta por unas casas, barrios e instalaciones fabriles que exigió muy elevadas pérdidas a ambos bandos. Los efectivos de las unidades alemanas descendieron, en ocasiones, a una cuarta parte. Pero todo el mundo esperaba, cada hora, la noticia de la caída de Stalingrado.

Desde la catástrofe invernal, cuando se le apareció por vez primera el fantasma de la derrota, Hitler dedicaba toda su energía, más que antes, a la campaña de Rusia. De forma cada vez más palpable se acusaba su negligencia en los demás escenarios de la guerra. Es cierto que seguía pensando, preferentemente, en amplios espacios, en naciones y continentes, pero, por otra parte, el norte de África, por ejemplo, se hallaba a demasiada distancia. En todo caso, jamás supo apreciar con exactitud la importancia estratégica del espacio mediterráneo, con lo que demostró, una vez más, su escasa capacidad política y de abstracción, pues se empeñaba en persistir en sus grandes gestos y en sus ensoñaciones «literarias». El empuje del Afrikakorps se malogró por la inconstancia del Führer, y por la falta de suministros y de reservas. Pero también el arma submarina sufría con la estrategia caprichosa de Hitler: hasta finales de 1941 no se hallaban en situación de actuar más que sesenta submarinos, y cuando, un año más tarde, se alcanzó la cifra aproximada de cien unidades, solicitadas ya para comenzar la guerra, el sistema defensivo enemigo entró en acción, estimulado por una serie de notables triunfos alemanes, lo que determinó un cambio sustancial.

La imagen también se modificó en la guerra aérea. A principios de enero de 1941, el gobierno británico había aprobado un plan estratégico para la aviación, cuyos objetivos consistían en la destrucción de la industria de carburantes sintéticos de Alemania mediante una serie de bombardeos exactos, que permitirían, además, inmovilizar toda la iniciativa bélica alemana provocando una especie de «parálisis transversal». Este concepto, sin embargo, solo se realizó tres años más tarde, cuando su inmediata puesta en vigor posiblemente hubiese impreso un curso muy distinto a los acontecimientos[1394]. En este intermedio se introdujeron conceptos nuevos, como el

area bombing o terror aéreo contra la población civil. Esta nueva fase se inició en la noche del 28 de marzo de 1942 con un gran ataque de la Royal Air Forcé sobre Lübeck. La antigua ciudad burguesa, rica en tradiciones, ardió «como una tea» según un informe oficial. Como respuesta, Hitler hizo acudir a dos grupos de bombarderos desde Sicilia, con un total de cien aparatos, y durante las semanas siguientes realizaron «ataques de represalia», los denominados «Baedecker-Raids», contra monumentos históricos y arquitectónicos de las viejas ciudades inglesas. Buen ejemplo de la importancia y amplitud del cambio producido con la relación de fuerzas fue el hecho de que los ingleses contestaron, durante la noche del 30 al 31 de mayo de 1942, con el primer «ataque de mil bombarderos». Durante la segunda mitad del mismo año, los americanos se incorporaron a estas incursiones, y a partir de 1943 Alemania se vio sometida a una incansable ofensiva aérea del

round-the-clock-bombing. Considerando el indiscutible cambio que había registrado la situación, Churchill manifestó en un discurso en el Mansión Hous londinense: «Esto no es todavía el final. Ni siquiera se trata del principio del fin. Pero esto puede ser, quizás, el final del inicio»[1395].

Los acontecimientos en los frentes confirmaron este dictamen. El 2 de noviembre, el general Montgomery irrumpió con fuerzas diez veces mayores en las posiciones germanoitalianas de El Alamein, después de diez días de una preparación de fuego masiva. Casi inmediatamente después, durante la noche del 7 al 8 de noviembre, tropas inglesas y americanas desembarcaron en las costas de Marruecos y Argelia y ocuparon África septentrional francesa, hasta la frontera tunecina. Diez días más tarde, el 19 de noviembre, a las cinco de la mañana, dos grupos de ejército soviéticos iniciaron la contraofensiva en Stalingrado, bajo una desenfrenada tormenta de nieve, y cercaron, después de la penetración triunfal en el sector del frente guarnecido por los rumanos, a unos 220 000 hombres con 100 carros, 1800 cañones y 10 000 vehículos, entre el Don y el Volga. Cuando el general Von Paulus informó que había sido cercado, Hitler le ordenó que trasladase su cuartel general a la ciudad y crease allí una posición erizo: «¡Yo permanezco en el Volga!». Algunos días antes ya había telegrafiado a Rommel, cuando este solicitó permiso para retirarse: «En la situación en que usted se encuentra, no cabe otra idea que perseverar hasta el fin, no ceder ni un solo paso y lanzar a la batalla toda arma y a todo luchador disponibles… No sería la primera vez en la historia que la voluntad más fuerte triunfase sobre los más fuertes batallones del enemigo. A sus tropas, sin embargo, usted no puede mostrarles otro camino que la victoria o la muerte»[1396].

Estas tres ofensivas del mes de noviembre constituyeron el punto crucial de la guerra: la iniciativa había pasado, definitivamente, a manos del bando enemigo. Como si pretendiese reflejar ante sí mismo su capacidad de decisión como caudillo militar, Hitler ordenó el 11 de noviembre que las tropas penetrasen en el territorio de la Francia no ocupada, y durante el discurso conmemorativo que pronunciaba cada año con motivo del levantamiento de noviembre de 1923, celebró ya la conquista de Stalingrado, como si pretendiese comprometerse públicamente y robarse a sí mismo toda libertad de decisión operativa; presentó la acción como una victoria grandiosa. Al mismo tiempo, adoptó una postura tan intransigente que solo podía asentarse sobre unas esperanzas fallidas. «Por parte nuestra ya no habrá más propuestas de paz», anunció. A diferencia de la Alemania del Kaiser, ahora se hallaba a la cabeza del Reich un hombre «que nunca conoció más que la lucha, y con ella un solo principio: ¡golpear, golpear y golpear siempre!». Lo decisivo era «quién pegaba el último».

«¡En mí hallan un enemigo que ni siquiera piensa en la palabra capitulación! Siempre, ya desde niño, tenía yo la costumbre —entonces quizás una mala costumbre, pero acaso también una virtud— de ser yo quien pronunciase la última palabra. Y todos nuestros enemigos pueden estar convencidos de que la Alemania de antaño depuso las armas a las doce menos cuarto; yo, en cambio, siempre solo termino pasadas las doce y cinco»[1397].

Esta actitud se convirtió en la nueva estrategia, que anulaba todos los conceptos anteriores: ¡resistir! ¡Hasta el último cartucho! Cuando ya había sido consumada la derrota del Afrikakorps, Hitler, con su férrea voluntad de resistencia, ordenó el envío de algunas unidades, que siempre le fueron negadas a Rommel, a la ya perdida posición de Túnez. Rechazó tajantemente las exhortaciones de Mussolini para realizar algún intento de entendimiento con Stalin, y otro tanto hizo con las propuestas para reducir el frente del Este mediante la retirada de algunas líneas. Él quería permanecer en África del Norte, conservar Túnez, avanzar en Argelia, defender Creta, mantener ocupados catorce países europeos, derrotar a la Unión Soviética, Inglaterra y los Estados Unidos y, con todo ello, asegurar, «ahora más que nunca», como decía en medio de la retirada, la huida y la fatalidad, «que se reconociera el gran peligro demoníaco del judaísmo internacional»[1398]. Así se expresaba en sus cada vez más frecuentes arrebatos de sentimientos primitivos y elementales.

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