Hitler

Hitler


Libro tercero » Capítulo II

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Pero ninguna inseguridad, ni el más leve conato de irritación, le perturbó. Un año y medio antes, durante el verano de 1923, un retroceso le había apartado del camino y había renovado los letargos y el mantenimiento de debilidad de su adolescencia; ahora permaneció inmutable y se mostró poco impresionado incluso por la prohibición de hablar, la pérdida de su más importante fuente de ingresos; se aseguró tales ingresos con los honorarios que percibía por escribir los artículos de fondo, que a partir de ahora intensificó en la prensa del Partido. A menudo hablaba también ante pequeños grupos de cuarenta o sesenta invitados en la vivienda de los Bruckmann, y la falta de todos los medios narcóticos, de todas las ayudas excitantes, le obligaban a nuevos métodos de propaganda y de disimulo. Observadores contemporáneos han notado unánimemente los cambios sufridos por Hitler durante el tiempo de su confinamiento en Landsberg: unas facciones más rigurosas, más rígidas, que otorgaron por primera vez a aquel rostro lánguido de psicópata una individualidad y un contorno. «Aquel semblante delgado, pálido, enfermizo, que parecía como vacío, se veía ahora como reforzado, y la gruesa estructura de su construcción ósea, desde la frente hasta el mentón, había adquirido preponderancia; lo que antes podía parecer como soñador había dejado paso a un rasgo inconfundible de dureza»[444]. Le confirió, a través de todos los desastres, aquella tenacidad con cuya ayuda pudo superar la fase de estancamiento hasta que pudo iniciar la marcha triunfal a principios de los años treinta. Cuando, durante el verano de 1925, en el momento más vacío de sus esperanzas, un congreso de jefes del NSDAP discutía la propuesta de nombrarle un sustituto, respondió negativamente con la desafiante convicción de que solo con él el Partido se mantenía en pie, o caería[445].

La imagen de sus colaboradores más inmediatos le daba, indiscutiblemente, la razón. Era lógico que después de las coaliciones y divisiones producidas artificiosamente durante los últimos meses, solo permaneciesen a su lado correligionarios subalternos o mediocres y su círculo se había reducido nuevamente a aquella cohorte de tratantes de ganado, chóferes, matones y antiguos soldados profesionales, hacia los cuales sentía, prácticamente desde los nebulosos e inciertos inicios del Partido, una atracción especialmente sentimental, casi humana. La incierta moralidad de estos tratantes le molestaba tan poco como su primitiva rudeza, y este trato denunciaba cuán ligado estaba todavía a su procedencia burguesa y cómo se habían perdido sus inquietudes estéticas. A ciertas llamadas de atención, contestaba con inseguridad que también él podía equivocarse en la elección de las personas más allegadas, que ello estaba en la naturaleza de las personas, «las cuales no son infalibles»[446]. Pero hasta en sus años de Canciller, este tipo de persona constituyó su séquito preferido; dominaba a placer aquellas rondas de las largas y vacías noches, cuando él, en los antiguos salones que había ocupado Bismarck, durante una proyección cinematográfica o una conversación baladí, se desabotonaba la chaqueta y, sentado en un pesado sillón, estiraba las piernas. Sin una base, sin familia y sin profesión, pero constantemente con un punto de ruptura en el carácter o en el camino de su vida, ellos despertaban en él recuerdos queridos e íntimos de los tiempos del antiguo asilo para hombres, o puede ser que fuesen el nimbo y el aroma de aquellos años transcurridos en Viena los que reencontrase en aquel círculo formado por los Christian Weber, Hermann Esser, Josef Berchtold o Max Amann. Admiración y una entrega total y sincera era todo lo que podían ofrecerle y se lo entregaban sin condiciones. Asombrados, miraban sus labios cuando él iniciaba sus monólogos de gran vuelo en la «Hostería Bavaria» o en el «Café Neumair», y puede pensarse que él, en aquella entrega espontánea, hallase un sustitutivo del entusiasmo multitudinario que le excitaba como el consumo de una droga.

Entre los poquísimos éxitos que Hitler pudo registrar durante este período de paralización, se hallaba, sobre todo, el haber ganado a Gregor Strasser. Hasta la fracasada rebelión de noviembre, el farmacéutico de Landshut y Gauleiter de la Baja Baviera, al que «lo vivido en el frente» le había conducido a la política, apareció en muy contadas ocasiones en público. Había aprovechado la ausencia de Hitler, sin embargo, para adelantar unos pasos, procurando al nacionalsocialismo, encuadrado entonces en el «Movimiento liberador nacionalsocialista», algunos partidarios, especialmente en Alemania septentrional y en la zona del Ruhr. Este hombre, corpulento y al mismo tiempo sensible, que se liaba a puñetazos en fondas y posadas, que leía a Homero en sus textos originales y que ofrecía el aspecto de un notable bávaro sanguínico, era una personalidad que impresionaba y tenía un talento retórico similar al de su hermano Otto, su agresivo compañero de lucha además de buen periodista. Con aquel Hitler frío, neurasténico, tantas veces hundido, tardó en establecer amistad, pues le estorbaba tanto la propia persona como su devoto y desacreditado séquito, mientras que la coincidencia de los conceptos políticos se limitaban al todavía indefinido concepto de «nacionalsocialismo» con sus interpretaciones de brillante y multicolor divergencia. Pero admiraba la magia de Hitler así como su capacidad por adquirir partidarios y saberlos movilizar para sus ideas. No había tomado parte en la manifestación celebrada para la nueva fundación del Partido. Cuando Hitler, a principios de marzo de 1925, le ofreció la jefatura autónoma del NSDAP para todo el espacio territorial de la Alemania septentrional, en contrapartida por su dimisión del Movimiento liberador nacionalsocialista, Strasser hizo hincapié en que se unía a Hitler como un luchador a su lado, pero no como un seguidor. Él seguía manteniendo sus escrúpulos morales y sus sospechas, pero sobre todo predominaba la idea necesaria de un futuro esperanzador: «Por todo ello me he puesto a disposición del señor Hitler»[447].

Esta incorporación notable fue seguida de una pérdida de consideración. Mientras Strasser, con energía tempestuosa, inició la tarea de desarrollar la organización del Partido en la Alemania del norte, pudiendo aportar en brevísimo espacio de tiempo la creación de siete nuevos distritos entre Schleswig-Holstein, Pommern y Niedersachsen, Hitler demostraba su decisión de mantener su autoridad, al precio que fuese, incluso a costa de nuevas derrotas: rompió las relaciones con Ernst Röhm. El antiguo capitán del ejército, puesto en libertad por el Tribunal Popular a pesar de haber sido condenado, había iniciado sin pérdida de tiempo la tarea de reunir los antiguos camaradas, procedentes de los Cuerpos francos y del Kampfbund, en una nueva organización, el «Frontbann». Desconcertados ante la creciente normalización de la situación general, los antiguos «solo-soldados» estaban dispuestos, en su mayoría, a ingresar en la nueva organización, la cual, gracias a la energía y al talento organizador de Röhm, pudo desarrollarse rápidamente.

Hitler ya había observado esta actividad, no sin cierta preocupación, desde Landsberg, por cuanto amenazaba su prematura puesta en libertad y su posición de dominio sobre el movimiento nacionalista, así como su nueva táctica. Entre las enseñanzas que había adquirido en noviembre de 1923 se incluía la decisión de separarse de las asociaciones armadas para no participar de sus manías conspiradoras y sus eternos juegos de soldados. Lo que el NSDAP precisaba, según la voluntad de Hitler, era una tropa del Partido, semimilitar, sometida a él en todo y por todo, mientras que Röhm mantenía la idea de un ejército auxiliar clandestino, preparado para la Reichswehr, y llegando a creer que podría dirigir a las SA, independiente del Partido, como una subunidad de su Frontbann.

En realidad se trataba de la antigua disputa respecto a la función y dominio de las SA. En contraposición con Röhm, pesado y torpe, Hitler había acumulado nuevos resentimientos y conocimientos. No había perdonado a Lossow y a los oficiales de su estado mayor la traición del 8 y 9 de noviembre, los acontecimientos de aquella noche le enseñaron que el juramento y la legalidad constituían, para la mayoría de los oficiales, una barrera moral difícilmente superable. El perjurio de Lossow no había sido, en último término, otra cosa que un intento desesperado por escapar de la ilegalidad, reñida con su categoría y con su honor, a la que habían pretendido empujarle a él y al ejército Kahr, Hitler, los propios titubeos y los acontecimientos. Hitler había sacado la consecuencia correspondiente a su ambición de Führer: evitar estrechar lazos con la Reichswehr, por cuanto en ello radicaba todo inicio de ilegalidad.

Durante la primera mitad del mes de abril se produjo la disputa. Röhm sentía por Hitler un afecto soñador, era honrado, sin perjuicios y fiel a sus amigos y a sus pensamientos. Posiblemente, Hitler no había olvidado lo que, desde los inicios de su carrera política, debía agradecer a Röhm, pero veía a la vez, que los tiempos habían cambiado y que aquel hombre, antes tan influyente, se había convertido en un enemigo difícil, obstinado y que apenas podía ser encuadrado en la nueva situación. Durante cierto tiempo dudó y evitó los apremios de Röhm; pero después se decidió por la ruptura, no sin un signo de afecto y emoción, en una conversación mantenida a mediados del mes de abril y durante la cual Röhm exigía, una vez más, una terminante división entre NSDAP y SA, defendiendo este punto de vista de forma tesonera, para que sus unidades pudiesen ser dirigidas como un ejército privado apolítico, más allá de todas las diferencias partidistas y cotidianas que se producían. Ello condujo a un agrio cambio de palabras. Hitler consideró ofensivo, sobre todo, que el concepto de Röhm no solo le convertía, como durante el verano de 1923, en un prisionero de intenciones extrañas, sino que con todo ello le degradaba una vez más a la categoría de «tamborilero». Cuando, ofendido, le echó en cara su traición a la amistad existente, Röhm interrumpió bruscamente la conversación. Al día siguiente presentó, por escrito, su dimisión en la jefatura de las SA, pero Hitler no le contestó. A finales de abril, después de haber dimitido asimismo de la jefatura del Frontbann, escribió a Hitler, una vez más, finalizando la carta con estas palabras: «Aprovecho la oportunidad, recordando horas bellas y también difíciles que conjuntamente hemos vivido, para expresarte, por tu camaradería, mi más cordial agradecimiento, rogándote, al mismo tiempo, no me quites tu amistad personal». Pero también este escrito quedó sin respuesta. Cuando, al día siguiente, entregó a la prensa nacionalista una nota de despedida, el

Völkischer Beobachter la publicó sin comentario alguno[448].

Durante aquella misma época se produjo un acontecimiento que no solo enseñaba a Hitler cuán precarias eran sus casi desaparecidas posibilidades, sino que le mostraba claramente cuán justificada estaba la ruptura con Ludendorff, que él había provocado por motivos esencialmente personales. A finales de febrero de 1925 había fallecido el presidente del Reich, el socialdemócrata Friedrich Ebert, y, siguiendo instrucciones de Gregor Strasser, los grupos nacionalistas propusieron como candidato de los partidos burgueses de derecha al experimentado pero totalmente desconocido Dr. Jarres, un candidato de poca talla para enfrentarlo a Ludendorff. El general cosechó una derrota aplastante al no reunir mucho más de un 1% de votos, que Hitler registró no sin inaudita fruición. Cuando, pocos días después de la elección, el Dr. Pöhner, la única persona de confianza e importante compañero de lucha que le había quedado, fallecía víctima de accidente, todo daba la sensación de que había llegado la hora final de su carrera política. En Múnich, el Partido solo contaba con 700 afiliados. Anton Drexler se separó de él y fundó, desilusionado, un nuevo partido para sus más tranquilas intenciones, pero las guardias de Hitler, a las que agradaba luchar a puñetazos, iban descubriendo sus lugares de reunión, aniquilando a golpes aquella empresa competitiva. Algo similar sucedió con otros grupos emparentados; en no raras ocasiones el mismo Hitler participaba en los asaltos a las reuniones, siempre con el látigo de piel de hipopótamo en la mano, mostrándose desde las tribunas sonriente y saludando a las masas, al no poder todavía hablar. Ante la segunda ronda electoral para la candidatura a la presidencia del Reich, exigió una vez más a sus partidarios que votasen por el entretanto nombrado mariscal de campo Von Hindenburg. Nada justificaba, tal y como estaban las cosas, aquella «especulación política a largo plazo» que se ha pretendido ver con su decisión por Hindenburg[449]; por otra parte, los pocos votos de que podía disponer, no poseían el peso suficiente. Pero era importante para él demostrar que se había alineado de nuevo en las filas de los «partidos del orden», acercándose a aquel hombre rodeado de leyendas, el «sustituto del Kaiser» secreto, que disponía de la llave para casi todas las instituciones poderosas sobre las que dominaría.

Los constantes retrocesos y golpes de la fortuna disminuyeron la posición de fuerza de Hitler en el Partido. Mientras se veía obligado a luchar por su discutido dominio en Turingia, Sajonia y Württemberg, Gregor Strasser proseguía desarrollando el Partido en Alemania del norte. Por regla general, las noches las pasaba en el ferrocarril o en las salas de espera; durante el día visitaba a los correligionarios, fundaba oficinas locales, nombraba funcionarios, conferenciaba o se presentaba en manifestaciones. Durante los años 1925 y 1926 tomó parte en casi cien manifestaciones como orador principal, mientras Hitler se veía obligado a guardar silencio, y esta circunstancia, no la ambición rivalizadora de Strasser, despertaba a veces la impresión de que el centro de gravedad del Partido se desplazase hacia el Norte. Gracias a la lealtad de Strasser, la posición dominadora de Hitler permaneció, al menos en gran parte, incólume, pero la desconfianza de los alemanes norteños, objetivos, fríos y protestantes, contra aquel bohemio melodramático y burgués, así como su sospechoso «curso a Roma», apareció nuevamente, y no en raras ocasiones los nuevos partidarios solo podían ser ganados con la promesa de una amplia independencia respecto a la central de Múnich. Asimismo la exigencia de Hitler de que los jefes de los grupos locales fuesen designados por la jefatura del Partido, fue irrealizable en el Norte. También durante bastante tiempo permaneció el rescoldo de la disputa entre la central y los distritos sobre quién poseía el derecho de extender las cartillas de los afiliados. Con su sentido tan despierto del poder, Hitler captó inmediatamente que tales asuntos secundarios pero que afectaban a la organización contenían, sin embargo, la decisión sobre el control del poder o la impotencia de la central. Si bien no cedió ni un ápice en este asunto, tuvo que conformarse con que algunos distritos siguiesen disfrutando de cierta autonomía; el distrito de Rheinland-Nord, por ejemplo, se negó rotundamente, todavía a finales del año 1925, a utilizar las cartillas de afiliados de la central muniquesa[450].

El jefe que dirigía los asuntos de este distrito, con residencia en Elberfeld, era un joven académico que había iniciado varias profesiones, periodista, literato y portavoz en la bolsa, pero sin el éxito deseado, antes de ingresar como secretario de un político nacional-alemán y establecer relaciones con los nacionalsocialistas, entre ellos con Gregor Strasser. Se llamaba Paul Joseph Goebbels, y lo que precisamente le había conducido al lado de Strasser había sido su radicalismo intelectual que, conmovido de sí mismo, reflejó en patéticas piezas literarias y apuntes de diario: «Yo soy el más radical. Soy del nuevo tipo. El hombre como revolucionario»[451]. Poseía una voz aguda, pero sumamente fascinadora, y disponía de un estilo que sabía conjugar el énfasis propio de la época con el laconismo y la exactitud. Para su radicalismo utilizaba, de forma preponderante, ideologías nacionalistas o socialrevolucionarias, y causaba el efecto de una versión sutil, afilada, de los pensamientos y tesis de su nuevo mentor. Porque en contradicción con aquel mundo espiritual extrañamente abstracto, como sin sangre, de Hitler, Gregor Strasser, más emocional, había sabido conducirse a sí mismo hacia un socialismo acuñado de romanticismo, después de haber conocido la miseria y las amargas experiencias de la posguerra, un socialismo que unía la esperanza de que el nacionalsocialismo consiguiese la penetración entre las masas proletarias. Halló en Joseph Goebbels, así como en su hermano Otto, los portavoces intelectuales de su propio camino programático, el cual, a decir verdad, jamás fue seguido, convirtiéndose más bien en huidiza expresión de una alternativa socialista hacia el nacionalsocialismo de tipo «fascista» de Hitler.

Esta conciencia particularista de los nacionalsocialistas alemanes del Norte quedó patente, por primera vez, durante una convención de trabajo celebrada el 10 de septiembre de 1925 en Hagen, en la que ocupó la presidencia, junto con Gregor Strasser, el joven Joseph Goebbels. A pesar de que los participantes negaron repetidas veces toda posición contraria a la central de Múnich, sí hablaron, por ejemplo, del «bloque occidental», de la «contraofensiva» y de los «rancios caciques» de Múnich, y echaron en cara a la jefatura del Partido el poco interés que mostraba por las preguntas programáticas, mientras Gregor Strasser se lamentaba del «horroroso bajo nivel» del

Völkischer Beobachter. Sin embargo, llamaba la atención que ninguna de las numerosas invectivas fuesen dirigidas en contra de la persona o la dirección de Hitler, cuya posición, según la voluntad de los afiliados, debía ser fortalecida y no mermada. Tales acusaciones iban dirigidas, preferentemente, contra la «licenciosa y destartalada organización de la central», así como también contra «el heroísmo de boquilla» utilizado por Esser y Streicher[452]. En una valoración completamente inexacta de la situación real, se esperaba poder librar a Hitler de las garras de la «desastrosa dirección emprendida por Múnich», de la «dictadura de Esser», atrayéndole hacia ellos. No era la primera vez que se tropezaba con la imagen difícilmente comprensible, ya extendida durante los primeros años y mantenida hasta el final, aun contra todos los testimonios aportados, de que el «Führer», inseguro y humano, solo había estado siempre rodeado de falsos consejeros, de elementos egoístas o malvados que le impedían proseguir su honrado camino y observar desde la cima las conexiones que formaban la desgracia, así como el irreparable daño.

El programa del grupo era formulado en una revista sin pretensiones que aparecía cada dos semanas, titulada «Cartas Nacionalsocialistas», muy bien redactada y dirigida por Goebbels. En ella se intentaba, sobre todo, dirigir la mirada del movimiento hacia la actualidad, para escapar de la estrechez de una ideología de clase media nostálgica y retrospectiva. Todo aquello que en Múnich «era santo», fue aquí, en una u otra ocasión, considerado como dudoso o abiertamente como «podrido». Estas «cartas» tomaban en consideración las diferentes condiciones sociales del Norte, de una estructura urbano-proletaria, en contradicción con las reinantes en Baviera, a través de una tendencia anticapitalista; el nacionalsocialismo no debía, como escribió en una carta uno de los partidarios berlineses, componerse de «burgueses radicalizados» y sentir «pánico ante las palabras trabajador y socialista»[453]: «Nosotros somos socialistas —formuló la revista en una confesión programática—, somos enemigos, enemigos mortales del actual sistema económico capitalista con su explotación de los económicamente débiles, con sus injustas retribuciones… estamos decididos a aniquilar este sistema por todos los conceptos». De acuerdo con el sentido expresado, Goebbels buscaba unas fórmulas de aproximación entre los socialistas nacionales y los comunistas, hallando un catálogo completo de posturas y convicciones idénticas. No descartaba la teoría de la lucha de clases, aseguraba que el derrumbamiento de Rusia «enterraría para siempre nuestros sueños de la Alemania nacionalsocialista», puso en duda, al mismo tiempo, la teoría de Hitler sobre el enemigo universal judío con la opinión de que «posiblemente el judío capitalista no sea idéntico al bolchevique», asegurando de forma audaz que el problema judío es en realidad «mucho más complicado de lo que se piensa»[454].

También sus ideas sobre política exterior diferían notablemente de las mantenidas por la jefatura en Múnich. El grupo de Strasser había captado el llamamiento socialista de la época, indiscutiblemente, pero «no lo había interpretado como un llamamiento a la clase proletaria, sino a las naciones proletarias», entre las que se hallaba la Alemania traicionada, saqueada, despreciada. Veía al mundo dividido en pueblos opresores y en pueblos oprimidos, haciendo suyas aquellas exigencias revisionistas que en

Mi lucha habían sido consideradas como «tonterías políticas». Mientras Hitler consideraba a la Rusia soviética como objeto de amplios planes de conquista y Rosenberg la describía como una «colonia judía de verdugos», Goebbels, por el contrario, se expresaba en términos de alabanza sobre la voluntad rusa hacia la utopía, y Strasser mismo abogaba por una alianza con Rusia «contra el militarismo francés, contra el imperialismo inglés, contra el capitalismo de Wall Street»[455]. En sus declaraciones programáticas, el grupo solicitaba la anulación del latifundio y la organización forzosa de todos los campesinos en cooperativas agrarias, la fusión de todas las empresas pequeñas en gremios así como una socialización parcial de todas las sociedades capitalistas con más de veinte productores: para la plantilla laboral estaba prevista, en caso de continuar la dirección privada de la empresa económica, una participación del 10%, para el Reich de un 30%, para la provincia un seis y para la localidad un 5%. Asimismo apoyaba toda sugerencia que pudiese simplificar la legislación vigente, que facilitase la creación de un sistema de enseñanza más permeable así como la retribución parcial en forma de productos naturales, lo cual expresaba la desconfianza popular contra el sistema monetario, despertada a raíz de la inflación.

Los rasgos fundamentales de este programa fueron expuestos por Gregor Strasser en una reunión celebrada el 22 de noviembre de 1925, en Hannover, que dejó ver el ambiente de resistencia de los distritos septentrionales y occidentales contra la central y el «Papa en Múnich», como declaró, entre el aplauso general, el Gauleiter Rust a los participantes. Durante una nueva reunión celebrada a finales de enero, en Hannover, en la vivienda del Gauleiter Rust, Goebbels llegó a solicitar se pusiese de patitas a la calle al observador enviado por Hitler, Gottfried Feder, quien iba anotando toda observación aguda formulada por aquel grupo. Durante el transcurso de esta misma reunión propuso, si las fuentes no engañan, «que el pequeñoburgués Adolf Hitler fuese expulsado del Partido nacionalsocialista»[456].

Mucho más alarmantes que estos tonos de rebeldía eran las objetivas discusiones entabladas en aquel grupo, que demostraban de forma bien sensible cuánto había mermado el prestigio de Hitler. Strasser publicó su bosquejo de programa en el mes de diciembre, el cual debía sustituir aquellos 25 puntos plasmados de forma bastante arbitraria y liberar al Partido de aquel olor a intereses creados de la pequeña burguesía, todo ello sin conocimiento de la Central. A pesar de que Hitler estaba «rabioso» sobre esta acción sin consulta previa, nadie prestó oído a la réplica de Feder, negándole, además, el derecho a voto en todas las deliberaciones. Con este, abogó asimismo abiertamente por Hitler el Gauleiter de Colonia, Robert Ley, uno solo entre los veinticinco participantes, al que Goebbels ironizaba como el «cactus revalorizado», «un tonto y, además, quizá, un intrigante»[457]. También en la apasionadamente discutida pregunta sobre si las casas reales debían ser despojadas de sus bienes, o, por el contrario, serles devueltas las fortunas expropiadas en 1918, el grupo de trabajo se decidió, finalmente, en contra de la opinión de Hitler, quien, por motivos puramente tácticos, se había visto empujado hacia los príncipes y las clases poderosas, mientras que el grupo de Strasser, lo mismo que los partidos de izquierdas, abogaban por la expropiación sin condiciones de los antiguos monarcas, no sin hacer constar en la decisión final la concesión verbal de que no estaba previsto adelantarse a la decisión de la jefatura del Partido. También sin el consentimiento de la central de Múnich fue acordado publicar un periódico, titulado

Der Nationale Sozialist, y, con el dinero que recibió Gregor Strasser al hipotecar su farmacia en Landshut, crear una editorial, la cual se convirtió rápidamente en un trust de considerable importancia; con sus seis ediciones semanales, sobrepasó en algunos momentos en importancia no solo a la editorial Eher, de la central de Múnich, sino que superó en mucho a las publicaciones de esta por «su honradez y amplia orientación intelectual», según el juicio expresado por Konrad Heiden[458]. La decisión de que hacía gala el grupo de los reunidos en Hannover, respecto a la prueba de fuerza con Hitler, apareció de forma clarísima y sin tapujos en la exigencia expresada por Strasser de sustituir la miedosa táctica legalista por una «política catastrófica» agresiva y decidida al máximo. Todo medio que pudiese perjudicar al Estado, que pudiese descomponer el orden, era apropiado para conseguir el éxito mediante un ataque frontal en la conquista del poder: rebeliones, bombas, huelgas, luchas callejeras o riñas. «Todo lo conseguiremos —parafraseó Goebbels este concepto, poco tiempo después— si ponemos en marcha para nuestros objetivos al hambre, el desespero y los sacrificios», y documentó su intención «de encender con los fanales de nuestro pueblo un único y gigantesco fuego de desesperación nacional y socialista»[459].

Hasta entonces, Hitler había guardado silencio respecto a las actividades del grupo, a pesar de que este erigía un centro de dominación y poder que, en determinados momentos, pareció adquirir el carácter de un gobierno adjunto al del Partido, aparte de que el nombre de Gregor Strasser «casi sonaba» en Alemania del norte más que el suyo: «Nadie cree ya más en Múnich —decía Goebbels, jubiloso, en su diario—. Elberfeld debe convertirse en la Meca del socialismo alemán»[460]. Incluso las supuestas intenciones de congelar su presidencia honorífica y de reunir en un movimiento realmente grande todo aquel campo nacional desgajado y hecho pedazos, lo miró Hitler con desprecio y le dedicó, únicamente, algunas páginas desdeñosas en

Mi lucha.

Esta reserva de Hitler estaba motivada, en parte, por motivos particulares. Había alquilado, entretanto, la casa de campo de un comerciante de Hamburgo, situada en el Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden, en donde asimismo los Bechstein poseían una finca. Se trataba de una casa muy bellamente situada, aunque modesta, con una gran sala de estar, una terraza en la planta baja y tres habitaciones en el piso superior. Siempre que en ella recibía visitas, hacía especial hincapié en que la casa no le pertenecía, «por lo que no podía hablarse de manías de cacique», siguiendo el mal ejemplo de otros «grandes del Partido»[461]. Su hermanastra, Angela Raubel, viuda, le llevaba la casa, atendiendo sus ruegos. Con ella había llegado su hija Geli, una muchacha de diecisiete años, y del aprecio y cariño que sentía por aquella sobrina bonita, superficial y enfática, brotó muy pronto una relación apasionada, la cual, sin embargo, siempre se vio frenada por su impaciencia, su exagerado ideal femenino romántico así como por los escrúpulos del parentesco, hasta llevarle a un estado de desesperación. Solo en muy raras ocasiones abandonaba Hitler su vivienda, y si lo hacía era para ir con su sobrina a la ópera o a visitar, de vez en cuando, a algunos amigos de Múnich, los cuales seguían siendo los Esser, los Hanfstaengl, los Bruckmann, los Hoffmann. Se ocupaba poco del Partido; incluso en Alemania del sur se criticó su abandonada dirección, su uso indiscriminado de los fondos del Partido para sus fines particulares y sus amplias giras campestres con la bonita sobrina, pero Hitler no hizo caso de tales acusaciones. Durante el verano de 1925 había aparecido el primer tomo de

Mi lucha, y si bien el libro no constituyó ningún éxito y durante el primer año no llegaron a venderse diez mil ejemplares, Hitler inició inmediatamente el segundo tomo, aprovechando sus deseos de comunicarse y su necesidad de justificarse.

Con aparente tranquilidad había proseguido, desde su campestre idilio, la discusión del programa por parte de los correligionarios alemanes norteños. Su reserva no era solo una consecuencia de su timidez característica ante toda fijación de un concepto, sino también del teórico indiferentismo del hombre práctico que desprecia los conceptos y, como máximo, salva las circunstancias con una palabra decisiva. Esperaba también, en lo más íntimo, poder repetir aquello que desde Landsberg tanto éxito le había aportado, cuando, animando a los rivales, había fomentado los antagonismos, incrementando su autoridad. Sin embargo, ahora, de repente, con el concepto de lo catastrófico de Strasser, la situación se había modificado para él de un solo golpe. No sin motivo debía ver en estas intenciones un desafío personal y premeditado, por cuanto, en nada distintas a las acciones de Röhm, ponían en duda su libertad controlada y, con ella, su futuro político. Por esto, esperó con impaciencia la oportunidad para derrotar a sus enemigos en formación e izar nuevamente su ofendida autoridad.

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