Hitler

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Libro tercero » Capítulo II

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En una mirada retrospectiva parecía como si el carácter de Hitler, impaciente y dominador, hubiese hundido rápidamente al Partido, después de aquellos favorables nuevos comienzos, mucho más de lo que aconteció en noviembre de 1923: al parecer, su temperamento hacía incomprensible cualquier concepto táctico. Un grupo local comunicó, en agosto de 1925, que de los ciento treinta y ocho afiliados que existían en enero, solo permanecían en activo veinte o treinta de ellos. Durante un proceso difamatorio incoado en aquel tiempo por Hitler contra Anton Drexler, un antiguo correligionario prestó, como testigo, declaración en contra de él, diciendo en sus palabras finales que el NSDAP, con sus métodos, no tendría, a la larga, el éxito deseado: «¡Usted acabará de forma muy triste!»[462].

Solo Hitler daba la sensación de no hallarse impresionado por aquel continuado encadenamiento de fracasos. Las convicciones que la formulación de su propia imagen del mundo le habían proporcionado, así como su obstinación, le permitían superar todas las crisis sin el menor síntoma de desfallecimiento o de resignación, y casi parecía como si desease, no sin cierta satisfacción, que la evolución de los acontecimientos alcanzase la cúspide de su dramatismo. Como no afectado por estos sucesos fatales que se producían a su alrededor, dibujaba en su cuaderno de notas o en pequeñas tarjetas postales edificios representativos de la época clásica, arcos de triunfo y monumentales salas abovedadas: una decoración teatral de un vacío soberanamente dominado, que expresaba los inquebrantables planes de dominación universal de su autor y las esperanzas depositadas en aquel siglo, a pesar de todos los fracasos y de lo precario de sus actuales circunstancias[463].

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