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Primera parte » Seis

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SEIS

—Se llama Katherine van Wyler, pero la mayoría la llamamos la Bruja de Black Rock —dijo Pete VanderMeer.

Le dio una larga calada a su cigarrillo y se sumió en un silencio meditabundo.

Estaban en la cafetería de The Point to Point Inn, sentados en unos sillones de cuero antiguos que olían a viejo. La mesita de café que había en el centro estaba llena de vasos, botellas y termos medio vacíos. La dueña se había retirado a descansar, después de prepararles una habitación a los Delarosa, para que sus huéspedes pudieran charlar a solas en aquel bar bañado por una luz tenue. Pete VanderMeer y Grim estaban tomándose una cerveza; Steve había pedido café. Jocelyn le daba sorbos a una humeante taza de infusión de manzanilla, al igual que Bammy Delarosa…, aunque solo después de que Grim la alentara a tomarse un chupito de vodka. Su marido no necesitaba tales ánimos: ya llevaba tres chupitos. Todavía no estaba borracho del todo, pero iba por buen camino. «Seguramente le vaya bien», pensó Steve.

Burt y Bammy Delarosa distaban mucho de ser los pijos arrogantes que Grim había descrito. Steve se dio cuenta de que le caían bastante bien, si es que aquel podía considerarse un buen momento para juzgarlo. Ahora que ya se les había pasado la conmoción inicial, empezaban a tomarse la situación un poquito más a la ligera. Aunque eso no quería decir que la hubieran aceptado. Estaban aturdidos, sufrían la misma consternación que con tanta habilidad explotan los de las pompas fúnebres cuando deben discutir asuntos prácticos con los familiares del difunto. Al día siguiente, o como mucho a lo largo del fin de semana, todo el peso de la realidad les caería sobre los hombros, y cuando eso sucediera, lo llevarían mejor si sabían a qué se estaban enfrentando. Fuera como fuese, en aquel momento tenían la oportunidad de descubrirlo dentro del refugio seguro del hotel. Nada en el mundo habría podido convencer a los Delarosa de que volvieran a su casa oscura y abandonada…, donde estaba ella.

Grim había ido a recoger a Pete, Jocelyn y Steve en su Dodge Ram, y los nuevos residentes los habían saludado con educación, aunque con las manos temblorosas, en el vestíbulo del hotel. Steve estaba adormilado y atolondrado; Jocelyn y él llevaban casi dos horas dormidos cuando había sonado el teléfono. Pero ahora que el café se le había asentado en el estómago, por fin comenzaban a aclarársele las ideas.

—Katherine van Wyler —repitió Burt Delarosa con voz vacilante.

—Sí —dijo Pete—. Vivía en Philosopher’s Deep, en el bosque que hay justo detrás de donde ahora vivimos Steve, Jocelyn, mi esposa y yo. Fue en Black Spring donde la condenaron a muerte por brujería en 1664 (aunque por aquel entonces no se llamaba Black Spring, sino que era una colonia de tramperos holandeses conocida como New Beeck), y es aquí, en Black Spring, donde ha permanecido desde entonces.

Detrás de ellos, un tronco de madera crepitó en la chimenea, y Bammy se levantó de golpe, como si fuera el payaso de una caja sorpresa. La pobre mujer estaba tan asustada como un cervatillo, pensó Steve, y tenía profundas arrugas de tensión alrededor de la boca.

—Tanto en Highland Falls como en Fort Montgomery y, por supuesto, en The Point, todo el mundo sabe que las montañas y los bosques de los alrededores están encantados. Ni siquiera les hace falta conocer los detalles: lo sienten porque flota en el aire, como el olor del ozono después de una tormenta eléctrica. Pero la bruja es problema de Black Spring y, por desgracia, no podemos hacer más que intentar que las cosas sigan siendo así.

Bebió un trago de cerveza. Los Delarosa miraron sus respectivas bebidas con aire desolado y ni siquiera fueron capaces de animarse a cogerlas.

—Sabemos poco o nada de su vida, lo cual no hace sino aumentar el misterio. Debió de llegar hasta aquí en uno de los barcos de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales en torno a 1647. Nueva Ámsterdam era una ciudad portuaria muy ajetreada en aquella época. Los puestos avanzados situados a lo largo del Hudson, donde comerciaban con los indios, eran muy primitivos, y las historias tan solo circulaban de boca en boca. Muchas de ellas se perdieron con el tiempo. Es posible que Katherine fuera pastora, o tal vez partera. El papel de las mujeres en el Nuevo Mundo era reforzar la comunidad.

—Teniendo hijos —explicó Jocelyn.

—Exacto. Porque ya sabéis, estaban sembrando las semillas de una nueva civilización. Los holandeses fundaron la mayor parte de sus asentamientos a lo largo de las orillas de los ríos, que eran seguras. Pero los bosques que se extendían hacia el oeste estaban atestados de presas de caza, y los munsee colocaban sus trampas en lo que ahora se conoce como el bosque de Black Rock, así que ahí fue donde los holandeses establecieron New Beeck. Se llevaban bien con los indios, practicaban el trueque con ellos. Eran los ingleses los que les ponían nerviosos. Nueva Inglaterra les pisaba los talones y estaba ansiosa por anexionar Nueva Holanda a su territorio. Y, bueno, eso fue justo lo que ocurrió al año siguiente: los ingleses se anexionaron los asentamientos holandeses sin derramar una sola gota de sangre. Fueron ellos los que terminaron por expulsar a los munsee; sin embargo, mucha gente defiende que los munsee abandonaron la zona por voluntad propia y se fueron al norte. Porque, para entonces, Black Spring ya estaba maldito.

—Perdona, pero ¿qué quiere decir eso con exactitud? —preguntó Burt Delarosa.

—Embrujado —contestó Robert Grim con su habitual falta de sutileza—. Podrido. Condenado.

—O al menos eso es lo que creyeron entonces —supuso Bammy.

—Sí, es una forma de decirlo —replicó Grim con desdén, pero se dejó caer contra el respaldo de su asiento cuando Pete VanderMeer le lanzó una mirada asesina.

Los Delarosa se volvieron el uno hacia el otro y fruncieron el ceño. En otras circunstancias, ver la perfecta sincronización con la que actuaban podría haber resultado casi gracioso.

—Bueno, tenéis que entender que la superstición estaba muy arraigada en la psique humana —continuó Pete—. Estamos hablando de personas que tuvieron que apañárselas en un mundo totalmente extraño en un momento en el que no había la más mínima seguridad. En Europa ya habían sufrido una buena cantidad de epidemias de peste, cosechas fallidas, hambrunas y forajidos, y el Nuevo Mundo estaba repleto de bestias feroces desconocidas, de bárbaros y demonios. Nadie sabía qué tipo de fuerzas sobrenaturales acechaban en los territorios salvajes del oeste de los asentamientos. Una situación bastante desagradable. Sin ciencia, la gente tenía que confiar en los cuentos y los presagios de las viejas. Temían a Dios Todopoderoso y el Diablo los mataba de miedo. Eso dejó una marca indeleble en los bosques circundantes, basta con pensar en el nombre de la montaña que hay detrás de nuestra casa.

—¿Mount Misery? —preguntó Burt—. Hemos hecho una excursión por allí esta misma semana. Un lugar precioso. Vimos el Hudson desde la cima.

—Es un paseo agradable, hoy en día inofensivo por completo, siempre y cuando no te salgas del camino. Pero aquellos presagios… hay que entenderlos como una forma primitiva de meteorología, aunque no es el clima lo que predicen, sino un desastre inminente. Ya conocéis, por descontado, los juicios de las brujas de Salem, que se celebraron veinte o treinta años más tarde en la Colonia de la Bahía de Massachusetts. Llegaron precedidos de una mala cosecha, una epidemia de viruela y la amenaza constante de ataques a manos de las tribus nativas. El vínculo no se estableció hasta más adelante, pero eso da igual. A partir de entonces, el miedo desempeñó un papel importantísimo en la avalancha de rumores que precedían a las tragedias. La gente veía señales por todas partes. Los fetos nacidos muertos, los fenómenos naturales extraños, la putrefacción rápida de la carne, las aves de gran tamaño… —Pete sonrió—. Los holandeses eran algo más sensatos que los puritanos, pero en 1653 hubo un pájaro grande que se pasó tres semanas posándose en la cruz del campanario de la iglesia del puerto de Nueva Ámsterdam todos los días al atardecer, y aquello causó un alboroto tremendo. Decían que era más grande que un ganso y de color gris, y que se alimentaba de cadáveres. Hoy, sin duda, cualquiera deduciría que era un buitre; aparecían de vez en cuando por la zona si se desviaban de su ruta. Pero ¿cómo iban a saberlo los colonos? Así que, al cabo de poco tiempo, se reúne una turba que hace todo tipo de predicciones basadas en el aspecto del ave. El gobierno de la ciudad hace que le peguen un tiro al pobre bicho, pero ya era demasiado tarde: al año siguiente, la viruela causó estragos entre la población. Y le echaron la culpa al pájaro.

Jocelyn se acordó de algo.

—Steve, cuéntales la historia del médico y los niños. No sé si a Pete le suena.

—Pues no, la verdad.

—Me la contó una vez un compañero mío de la Facultad de Medicina de Nueva York —empezó Steve—. Antes de esa misma epidemia de 1654, un médico de Nueva Ámsterdam llamado Frederick Verhulst estudió el comportamiento de los niños que jugaban a los «funerales». Los niños cavaban hoyos en el exterior de los muros del asentamiento y, caminando en procesión, cargaban hasta allí con cajas de frutas para meterlas en sus tumbas. Los padres pensaban que estaban poseídos, y se consideraba que el juego era un mal presagio.

—Menos mal que ahora tenemos la Wii —dijo Pete.

Todos rompieron a reír, salvo Bammy Delarosa, que tan solo logró esbozar una leve sonrisa.

—Hay muchas historias de este tipo —prosiguió Steve—. Algunas bastante horripilantes. Se han encontrado cuerpos de esa época con ladrillos encajados entre las mandíbulas. Durante la epidemia de la fiebre amarilla que Boston sufrió en 1693, era habitual que las fosas comunes volvieran a abrirse para enterrar a los que acababan de morir, y a veces los sepultureros se topaban con cadáveres hinchados a los que les salía sangre por la boca y que tenían el sudario carcomido alrededor de la cara. Era como si el muerto se hubiera liberado del sudario a mordiscos y regresado a la vida para beber sangre. Hoy sabemos que los cadáveres en proceso de descomposición se hinchan debido a los gases. Al pudrirse, los órganos obligan a que los fluidos salgan por la boca, y los sudarios los devoran las bacterias que ellos mismos contienen. Pero en aquel momento se presentó como la de mostración científica de que los «comedores de sudario» eran los muertos vivientes que se alimentaban de los vivos y, junto con la fiebre, transmitían maldiciones para que más muertos volvieran a la vida. Los pastores de la iglesia les metían ladrillos en la boca para que se murieran de hambre.

Se hizo un profundo silencio, solo interrumpido por el crepitar del fuego. Entonces Burt dijo:

—¿Sabéis? En algunos pueblos te venden muy bien la zona. Les cuentan a los nuevos residentes lo bonitos que son los alrededores, que hay restaurantes donde se come de maravilla, esas cosas…

A Grim le entró la risa y se atragantó con la cerveza. Esta vez todos se rieron, incluso Bammy. Jocelyn le dio palmaditas a Grim en la espalda hasta que el hombre se recuperó. Steve pensó que era buena señal que Burt fuera capaz de bromear, pues quería decir que no estaba tan alterado como para que todo lo que escuchara aquella noche le entrara por un oído y le saliera por el otro…, siempre y cuando no se trincara toda la botella de Stoli.

—Eso está muy bien —dijo Pete cuando acabó de reírse—. Los agoreros contribuyeron a la inseguridad y el miedo que invaden a la gente cuando ocurre una desgracia extraña. Niños que nacían ciegos, huellas extrañas de animales en el barro, luces en el cielo nocturno… Cuando la gente empieza a creer en los presagios, se produce un colapso general en su forma de pensar y de vivir. ¿Qué espanto nos espera ahora? Ese es el caldo de cultivo en el que prendió el miedo a Katherine van Wyler.

—Así que pensaron que era una bruja —dijo Burt.

—Así es. —El cigarrillo de Pete se había consumido en el cenicero, de modo que empezó a liarse otro—. Fue la típica historia de caza de brujas, aunque se diferenció en un par de aspectos. No en lo que respecta a la causa: era una mujer soltera que vivía sola en el bosque, por lo que todo el mundo la miraba con desprecio. En 1664 debía de tener algo más de treinta años, porque era madre de dos críos pequeños, un niño y una niña. No sabemos quién era el padre ni por qué no estaba con ella. Se decía que se había apareado con los indios. Si a eso le sumas el hecho de que había abandonado la iglesia, no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a señalarla con el dedo. Decían que participaba en prácticas paganas. Averiguar en qué consistían esas prácticas con exactitud se convirtió en la leña para una gran hoguera de rumores.

—¿Adoración al diablo? —preguntó Burt.

—Sodomía. Zoofilia. Canibalismo. Y, sí, todo ello obra del diablo.

—Jesús.

—Eso es lo que viene ahora. Estamos en octubre de 1664 cuando el hijo de Katherine muere de viruela a los nueve años de edad. Varios testigos aseguran que la han visto, vestida de luto, enterrando el cuerpo en el bosque. Pero unos cuantos días más tarde, la gente del pueblo ve al niño paseando por las calles de New Beeck como si Katherine lo hubiera resucitado de entre los muertos, tal como Jesús hizo con Lázaro. Se cagaron de miedo, así como te lo digo. Si resucitar a los muertos no es la prueba definitiva de que te estás metiendo en cosas en las que no deberías meterte, ya me dirás, así que Katherine van Wyler fue sentenciada a muerte por brujería. Después de que la torturaran, confesó, pero todas lo hacían. Joder, después de la rueda y de la silla de inmersión, vaya si confesabas que habías ido volando de tejado en tejado montada en una escoba. Le hicieron cosas horribles. En fin, la obligaron a matar a aquel ser impío en que se había convertido su hijo resucitado, y a hacerlo con sus propias manos. Si no obedecía, los jueces no matarían solo al niño, sino también a su hermana.

—¡Eso es terrible! —gritó Bammy—. O sea, que ¿tuvo que elegir entre sus dos hijos?

Pete se encogió de hombros.

—En aquel entonces no eran precisamente unos sentimentales. Era una lacra arrastrada desde el Viejo Mundo. Las acusaciones y condenas por brujería estaban a la orden del día. Katherine no tuvo elección, así que mató a su hijo para salvar a su hija, tras lo cual fue sentenciada a la horca como acto de clemencia. Pero no la colgaron ellos mismos: la forzaron a saltar por voluntad propia, para simbolizar la expiación y el autocastigo. Cuando murió, arrojaron su cuerpo a una de las charcas de la bruja, en el bosque, para que lo devoraran los animales salvajes. Así solían hacerlo. O eso, o las quemaban en la hoguera. Inocentes, por supuesto.

—Qué horrible —murmuró Bammy.

—Aunque, en este caso, no era tan inocente —dijo Grim.

Los Delarosa lo miraron.

—Bueno, a ver, no lo sabemos a ciencia cierta —lo interrumpió Pete de inmediato—. No sabemos si era culpable de los crímenes por los que la condenaron. Hacer esas suposiciones es un poco exagerado incluso en Black Spring. Pero esto sí lo tenemos claro: los colonos creían que ella había resucitado a su hijo de entre los muertos, y con eso les bastaba. Echando la vista atrás, es posible, incluso probable, que Katherine poseyera ciertos poderes a lo largo de su vida, pero no hay indicios de que realizara milagros ni de que utilizara su don para dañar a nadie. Lo más seguro es que su muerte violenta, precedida de horribles torturas y del hecho de que la obligaran a matar a su propio hijo, la convirtiera en lo que es ahora. Pero todo esto son conjeturas. No puede decirse que exista mucho material de referencia en el mundo de lo oculto.

—Bien —dijo Burt Delarosa, que apuró su Stoli—, o sea que tenéis vuestra propia fantasma de pueblo. —Emitió una risa aguda, como si le sorprendiera oírse pronunciar esas palabras, y levantó su vaso vacío hacia Grim—. Es fantástico. Así que cuando me llamaste me estabas diciendo la verdad, pedazo de cabrón. Pensé que me estabas tomando el pelo. A ver…, claro que pensé que me estabas tomando el pelo.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó Bammy con expresión desconcertada.

—El día en que aquella mujer y este de aquí trataron de sobornarnos. Aquella noche Grim me llamó al móvil y lo intentó de nuevo con no sé qué patraña sobre la Malvada Bruja del Oeste. No te lo dije porque me sorprendió lo lejos que estaban dispuestos a llegar con su acoso, y no quise disgustarte. Y…, bueno, ya sabes lo que opinábamos de ellos, cariño.

—Lo siento —admitió Grim sin que se percibiera ninguna ironía en su voz.

—Te has referido a ella como «vuestra propia fantasma de pueblo» —dijo Pete—, y eso no es del todo correcto, aunque se acerca. No parece que os esté costando mucho aceptar la realidad de que hay algo muy peculiar merodeando por vuestro dormitorio. ¿Por qué no llamasteis a la policía en cuanto la visteis? Es lo primero que hace la mayoría de la gente cuando se topa con un intruso. O tal vez a una ambulancia, teniendo en cuenta el estado en que se encuentra Katherine.

Los Delarosa intercambiaron una mirada incómoda y no supieron qué decir. Una repentina sensación de déjà vu se apoderó de Steve, tal como solía pasarle cuando les soltaban la noticia a los nuevos. Solo ocurría un par de veces al año, si tenían suerte, y por lo general a una hora más civilizada. Pero la hora no tenía nada que ver con lo que él estaba recordando. Había ocurrido hacía dieciocho años, en presencia del mismo Pete VanderMeer, aunque entonces su vecino era bastante más joven y todavía trabajaba en el Departamento de Sociología de la Universidad de Nueva York; puede que entonces su forma de narrar la historia fuera menos hábil, pero su voz encerraba la misma serenidad reflexiva. Lo que más recordaba Steve eran su miedo y su incertidumbre, los de Jocelyn. «Estábamos escuchando un cuento sobre presagios y brujas, pero en ningún momento nos planteamos no creerlo. No… después de lo que habíamos visto».

Al final, fue Bammy la que habló:

—Es solo que transmitía la sensación de que… Bueno, de que no era una intrusa. Me bastó con mirarla una sola vez para que me resultara innegable. La sentí como algo… malo. —Se volvió hacia su marido—. ¿Les cuento cómo sucedió?

Burt hizo ademán de decir algo, pero se limitó a hacer un gesto con la mano.

—Qué más da.

—Aún no nos habíamos dormido. Estábamos… entregándonos el uno al otro. —Un rubor elegante le sonrojó las mejillas, y tanto Steve como Grim tuvieron que morderse la lengua. Steve pensó que, en todos los años que llevaba ejerciendo la medicina, nunca había oído una descripción del acto más mojigata, ni más adecuada para la persona que la había formulado—. Me tumbé de espaldas y de repente estaba allí, al pie de la cama. La vi detrás de Burt. Y eso fue lo que me resultó más espeluznante. Al principio ni siquiera estaba, y entonces apareció, y me estaba mirando. Pero no tenía ojos, solo unos hilos negros y raídos, y me miraba con ellos. Ojalá no me hubiera mirado.

—Mi mujer gritó —dijo Burt con la voz apagada y monótona— y salió de debajo de mí retorciéndose como si se hubiera electrocutado. Entonces yo también la vi. Y yo también grité. Creo que no gritaba así desde que tuve que saltar a un pozo de hielo durante la época de las novatadas de la fraternidad, en Jamaica Bay, pero hoy lo he hecho. Es lo que dice Bammy: en cuanto la vi, no me quedó ni la menor duda de que se trataba de una especie de aparición o de una pesadilla…, aunque esta pesadilla era real, y ambos la estábamos compartiendo. Bammy se envolvió en la sábana y salió corriendo de la habitación. La seguí, pero cuando llegué a la puerta me di la vuelta porque quería ver si desaparecía cuando parpadeabas, como los sueños. Pero continuaba allí. Y… volví hasta ella.

—¿Por qué? —preguntó Bammy conmocionada.

Se encogió de hombros.

—Bueno, había una mujer mutilada en nuestro dormitorio. Encadenada de arriba abajo. Quería ver si podía ayudarla de algún modo, supongo.

—¿Pasó algo? —quiso saber Grim.

Al principio Burt no dijo nada, y Steve vio que la mano de Bammy se tensaba alrededor de la de su marido.

—No —contestó al final—. Siguió allí plantada. Tenía miedo, así que salí detrás de mi esposa.

Grim y Steve intercambiaron una mirada. Pete también había detectado la mentira, pero decidió que no era relevante, al menos de momento.

—Bien. De manera que ambos tuvisteis la sensación de que no es humana.

—¿Cómo es posible que esto no lo sepa más gente? —preguntó Burt—. Es decir, si de verdad hay un fantasma que ronda por vuestro pueblo, y que conste que eso no es algo que esté dispuesto a aceptar hasta que lo haya estudiado con detenimiento… Pero, digamos que es cierto, revolucionaría la ciencia por completo. ¿La habéis grabado en vídeo alguna vez?

—Tenemos más de cuarenta mil horas de imágenes en nuestro archivo digital —contestó Grim—. Tenemos cámaras instaladas por todo el pueblo. ¿No os habéis dado cuenta? Guardamos el material durante diez años, pero después nos deshacemos de él. Con el tiempo se vuelve bastante aburrido.

Los Delarosa volvieron a mirarlo de hito en hito.

—Creo que no te estoy entendiendo —dijo Burt despacio.

—Lo que está tratando de deciros —intervino Pete— es que hacemos todo cuanto está en nuestra mano para asegurarnos de que no lo sepa más gente. De hecho, nuestra vida depende de ello. —Los miró a los ojos por turnos, primero a Burt, luego a Bammy. El hecho de que no evitara el contacto visual mientras pronunciaba aquellas palabras despertó un profundo respeto hacia él en Steve—. Veréis, la historia de Katherine no termina con su muerte. Una mañana del invierno de 1665, cuatro meses después de su ahorcamiento, un grupo encabezado por el mismísimo exdirector general Peter Stuyvesant se adentró en las montañas para ver qué andaban haciendo los tramperos y descubrieron que New Beeck estaba totalmente desierto. De los tejados colgaban témpanos y todo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve. Lo raro, en cualquier caso, era que la nieve no era reciente. Deberían haber encontrado huellas por todas partes, pero no las había. Era como si la gente del pueblo se hubiera esfumado en el transcurso de una noche fatídica. No se les volvió a ver nunca más. Los holandeses sospecharon que se trataba de una maldición y empezaron a evitar el pueblo fantasma y las montañas que lo rodeaban, donde sentían que el «mal de ojo» los acechaba. En junio de ese año, Stuyvesant regresó a los Países Bajos. La mayoría de los colonos originales se marcharon y los acontecimientos cayeron en el olvido. La única documentación histórica oficial sobre la desaparición no se localizó hasta más de cuarenta años después, en 1708, en los anales de la República Holandesa, que incluyen un breve relato de la leyenda. Tenemos ese documento en nuestro archivo. Atribuye el éxodo de New Beeck a las dificultades económicas causadas por la Segunda Guerra Anglo-Neerlandesa y la anexión de Nueva York, y da por hecho que a los colonos los habían asesinado en una batalla entre tribus indias.

—Así que era cosa del folclore local —murmuró Burt.

—Si no fuera —dijo Jocelyn— porque hay quienes dicen que los indios ya habían abandonado la zona el otoño anterior, justo en medio de la temporada de caza. La leyenda cuenta que tenían miedo, que decían que los bosques que antes habían reclamado habían sido «contaminados».

Fuera como fuese, ¿por qué iban los indios a abandonar sin más el lucrativo comercio con los colonos? ¿Y por qué sucedió justo después de que los tramperos hubieran dejado el cadáver de Katherine en el bosque?

—Eso es —dijo Pete—. Y hay más. Porque lo que sucedió en 1713 sí está documentado. En abril de ese año, los colonos ingleses se instalaron en el pueblo y lo rebautizaron con el nombre de Black Spring. Al cabo de una semana se suicidaron tres personas. Bethia Kelly, la partera, mató a ocho niños antes de que la encerraran.

—Te lo estás inventando.

—Ojalá fuese así. Cuando fueron a arrestarla, declaró que una mujer que había salido del bosque le había susurrado que tenía que elegir entre los niños. Dijo que no fue capaz de elegir, así que los había matado a todos. En el archivo se hace una breve mención al folclore local vinculado con el mal de ojo y los fenómenos extraños que tuvieron lugar en Mount Misery, supuestamente con relación a una bruja. Un mes después, un grupo de ancianos de la iglesia entró en el bosque. Cuando volvieron, afirmaron haber expulsado los demonios de una mujer poseída cosiéndole los ojos y la boca para cerrárselos y atándole el cuerpo con cadenas. Ese mismo año murieron todos, aunque se desconoce en qué circunstancias. Pero al menos tuvieron éxito en parte: al cosérselos, acabaron con el mal de ojo.

—Pero ella no se fue —dijo Bammy con una expresión de horror profundo en el rostro.

—No, y ese es el problema —convino Pete—. Ella no se fue. Hasta hoy, Katherine van Wyler sigue recorriendo las calles de Black Spring noche y día… y se aparece en las casas.

Todo el mundo se quedó callado, así que Grim asumió la tarea.

—No hablamos del típico fantasma pasado de moda que solo ve un niño desquiciante, autista y abandonado al que nadie cree, pero que al final siempre tiene razón. La Bruja de Black Rock siempre está aquí. Y no es un espectro benigno ni un eco del pasado como en esas películas de terror pornográfico para adolescentes. Nos desafía con su presencia como un pitbull encerrado. Con bozal, sin moverse ni un centímetro. Pero si metes el dedo entre los barrotes, no se limita a palparlo para ver si ha engordado lo suficiente. Te lo arranca.

Burt se puso de pie. Estuvo a punto de coger la botella de Stoli, pero cambió de idea. De repente parecía sobrio por completo, a pesar de la considerable cantidad de alcohol que le corría por las venas.

—Asumiendo que todo esto sea verdad…, ¿qué es lo que quiere? ¿Qué quiere esa maldita bruja de vosotros, por el amor de Dios?

—Suponemos que quiere venganza —respondió Pete en tono sombrío—. Con independencia de lo que la impulse, su muerte liberó un poder que busca vengarse de las personas que la obligaron a cometer aquellos actos terribles. Y aunque hayan pasado trescientos cincuenta años, esas personas somos nosotros, los habitantes de Black Spring.

—Pero, a ver, ¿cómo lo sabéis? ¿Alguien ha intentado alguna vez comunicarse con ella? O, no sé, ¿exorcizarla?

—Sí —dijo Bammy para apoyarlo—. A lo mejor solo quiere que la escuchen…

—Ya lo hemos pensado, y ya lo hemos intentado —dijo Grim—. Las güijas están descartadas por completo, es mejor no enredar con esas hijas de puta, porque te matan. Las mierdas paganas y rocambolescas no funcionan con ella, así de sencillo. Ya lo hemos probado todo. Hemos traído a exorcistas del Vaticano que llegaron a la conclusión de que, como era impía, no podían ayudarnos. Desde luego, lo cierto es que esos pusilánimes se cagaron de miedo con lo que se encontraron aquí. Sacerdotes, chamanes, brujas blancas, comandos, el ejército…, todo desemboca en situaciones muy desagradables. Hace tiempo, intentaron decapitarla y prenderle fuego, pero, por decirlo de alguna forma, se desvanece en cuanto el humo le sale por debajo de la falda. Ahora tenemos instaurado un Decreto de Emergencia que prohíbe de forma estricta ese tipo de artimañas, porque siempre terminan en muerte. En el momento en que alguien intenta lastimarla, hay personas inocentes de Black Spring que la palman de repente. Coserla la ha vuelto casi inofensiva… Solo Dios sabe cómo conseguirían hacerlo. Pero si lo que está sucediendo aquí se filtra hacia el exterior, será inevitable que la gente quiera abrirle los ojos y la boca. La humanidad ha demostrado una y otra vez su tendencia a cruzar límites que no debería cruzar. Y tenemos muchísimas razones para creer que, si abre los ojos y empieza a pronunciar sus hechizos, moriremos todos. Por eso la mantenemos oculta. No conviene que la entendamos…, no debemos entenderla. Katherine es una bomba de relojería paranormal.

—Lo siento, pero no me lo creo —dijo Burt.

Pete bebió un trago de cerveza y dejó su vaso sobre la mesa.

—Señor Delarosa… Cuando tu esposa salió corriendo y tú volviste a entrar en la habitación, ¿la oíste susurrar?

Titubeó.

—Pues… escuché algo, supongo. Se le movía la comisura de la boca. Apenas se notaba. Quise saber si estaba diciendo algo.

—¿Y qué oíste?

—Un susurro.

—Y, por favor, te pido disculpas por adelantado, pero ¿hubo algún momento en el que te plantearas suicidarte?

Bammy soltó un alarido, un grito sofocado, y volcó la taza vacía que descansaba sobre el brazo de su sillón de cuero. El recipiente cayó al suelo y se rompió en tres pedazos. Jocelyn se apresuró a recogerlos. Bammy intentó abrir la boca para decir algo, pero entonces vio la expresión de su marido y empezó a temblarle el labio inferior.

—Lo pensaste, ¿verdad? —dijo Pete—. La oíste susurrar y te planteaste la idea de hacerte daño. Así es como llega a la gente. Hace que se suiciden, tal como la obligaron a hacer a ella.

—¿Burt? —preguntó Bammy con voz temblorosa—. ¿A qué se refieren, Burt?

Delarosa intentó hablar, pero no pudo, así que se aclaró la garganta. Había palidecido por completo.

—Me quedé a solas con ella solo unos segundos. No dije nada. Me daba miedo que levantara la vista si oía algún ruido. No quería que me mirara, no sé si me explico… Aunque sea ciega, no quería que me viera. Y la oí susurrar. Luego salí al pasillo y quise machacarme la cabeza contra el poste de la puerta. —Bammy dio un respingo, como si alguien la hubiera golpeado, y se llevó las manos a la boca—. Lo juro por Dios, en mi mente estaba agarrado al poste de la puerta y me estampaba la frente tres veces contra él hasta reventármela. Y entonces…, entonces gritaste, cariño. Eso me despertó y salí corriendo detrás de ti. No llegué a hacerlo solo porque tú gritaste.

—¡Basta! —gimió Bammy al mismo tiempo que se agarraba a su marido—. No es cierto, ¿verdad? No quiero seguir escuchándolo, Burt. Por favor.

—Tranquila —dijo Jocelyn—. Estáis a salvo. No duró el tiempo suficiente para que tenga algún tipo de efecto duradero.

Burt le pasó un brazo por los hombros a su sollozante esposa y se volvió hacia Pete. Steve se dio cuenta por primera vez de lo enfermo y alterado que parecía… y de que sí se creía lo que le estaban contando.

—¿Quién lo sabe? —preguntó a duras penas.

—La gente de The Point, que está un poco más allá, siguiendo la carretera —respondió Grim—. Pero solo una pequeña división, muy confidencial, en lo más alto de la cadena de mando. Es tan pequeña que no la supervisa ninguna comisión, para evitar el riesgo de filtraciones.

—Venga ya.

—Sospecho que ni siquiera el presidente lo sabe. Antes sí lo sabían, claro. Todos, desde George Washington hasta Abraham Lincoln, debían de saber lo que estaba sucediendo aquí, porque gracias al archivo sabemos que visitaron Black Spring. En 1802, la Academia Militar de Estados Unidos se estableció en West Point para ayudarnos a encubrirlo. No pondría la mano en el fuego, pero yo diría que debió de ser hacia el final de la Guerra Civil cuando consideraron que The Point era lo bastante de fiar como para que se le concediera autoridad exclusiva sobre Black Spring. Lo más seguro es que por orden del mismísimo Abe. El asunto es demasiado delicado. Más adelante, cuando la región se desarrolló y el riesgo de filtraciones aumentó, nos organizamos. Nos hicimos profesionales. Y así nació el HEX.

—¿Qué es el HEX?

—Nosotros. Los cazafantasmas. Escondemos a la bruja a plena vista.

Burt miró a Grim con evidente dificultad.

—¿Qué significa el nombre?

—Bueno, por lo que se ve no es más que un viejo acrónimo que gustó. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que importa es lo que hacemos. En The Point nos dejan ocuparnos del asunto a nuestro aire, pero redactamos informes para tenerlos contentos, para poder recurrir a ellos en caso de que haya que cerrar las carreteras o si necesitamos que nos hagan algún favor en la reserva estatal. ¿Cómo crees que habríamos podido mantener el secreto si no? Pueden instalarse todas las cortinas de humo que quieras, pero eso requiere dinero… y confidencialidad absoluta. The Point está para preservar el statu quo, porque, por lo demás, no tienen ni idea de qué hacer con este desastre, aparte de escondérselo al público en general y a los servicios de inteligencia extranjeros. No hay ningún tipo de control…, eso es una mentira descarada. De hecho, están cagados. Si pudieran, nos rodearían con una valla enorme y convertirían la zona en una reserva deshabitada, pero entonces se mancharían las manos con la sangre de tres mil personas, tantas como las que murieron el 11 de septiembre. Así que han optado por una política de contención. Hasta que se encuentre una solución, signifique lo que signifique eso, la vida aquí sigue como de costumbre y, a través de una provisión del Departamento del Tesoro casi imposible de rastrear, nos conceden subsidios para que mantengamos la boca cerrada.

—Es una cuestión de imagen —añadió Pete—. Si tienes una verruga en el cuello, te pones cuello alto.

—Joder —murmuró Burt Delarosa—. ¿Alguien ha intentado alguna vez abrirle los ojos?

—Una vez —contestó Pete tras un largo silencio—. Pero nunca llegaron tan lejos. Sucedió en 1967, por iniciativa de la Unidad de Inteligencia Militar de The Point. Llevaba tanto tiempo sin pasar nada que la gente empezó a dudar de que en realidad Katherine supusiera un peligro tan grande. Incluso en el pueblo se comentaba que la gente quería entenderla y, bueno, darle algo. Justo lo mismo que ha dicho Bammy: a lo mejor solo quería que la escucharan. El experimento se grabó en vídeo. Robert, ¿y si se lo enseñas?

Grim sacó su MacBook del maletín y lo abrió.

—Utilizamos este fragmento para que la gente nueva se haga una idea de lo grave que es la situación. Percepción, formación de imágenes, todo eso. Pero os lo advierto: fue una cagada enorme por parte de todo el mundo. Las imágenes son bastante brutales, el tipo de brutalidad que censurarían en las noticias de la noche, para que me entendáis.

—No sé si quiero verlas —dijo Bammy mientras se secaba las lágrimas.

—No pasa nada, cielo —dijo Burt—. No tienes por qué verlas si no quieres.

Se revolvió con nerviosismo y miró a Pete en busca de confirmación. Pete asintió. Grim se puso el MacBook en el regazo y clicó el botón de play.

Las imágenes son impactantes, de eso no cabe duda. Es una auténtica grabación en Super 8 realizada en los años sesenta y después digitalizada y, a diferencia de la GoPro de Tyler, evoca ese sentimiento de película nostálgica al que incluso las fotos de Instagram solo pueden aspirar. Steve se sorprende al notar que siente una preferencia instintiva por ese estilo, a pesar de que los colores están desvaídos y que su hijo mayor lo habría tildado de carcamal. No es que Steve esté mirando las imágenes en este momento; está sentado al otro lado del bar envolviendo a Jocelyn en sus brazos, observando el rostro de Burt y Bammy Delarosa. Pero ya sabe lo que muestran las imágenes. Todos los habitantes de Black Spring lo saben. A todos los han adoctrinado con ellas, a la mayoría desde la primera infancia. Steve está totalmente en contra de que se les muestre el fragmento a los niños de quinto en el Colegio de Primaria Black Rock, así que cuando le tocó a Tyler, y después a Matt, intentó fingir que estaban enfermos. Pero las multas eran demasiado altas. En Black Spring, hay que acatar el Decreto de Emergencia.

Todavía recuerda los pases como si hubieran sido ayer: todos los padres estaban presentes, y era horrible. Para muchos niños, ver las imágenes marca el momento en que se convierten en adultos, y eso sucede demasiado pronto.

El marco es la consulta cuadrada de un médico de familia, y Katherine van Wyler está en una silla en el centro. Han conseguido obligarla a sentarse sirviéndose de un lazo de captura terminado en un cable de acero, un instrumento que de forma habitual se usa para sujetar a los perros rabiosos. Un oficial de The Point con una chaqueta de tweed está de pie a cierta distancia, aún sujetando el lazo alrededor del cuello de la mujer. Detrás de ella hay otros dos, con las porras listas.

Pero no parece que ella tenga intención de marcharse a ningún lado.

La Bruja de Black Rock no se mueve.

Hay otros tres hombres en la sala: dos médicos de Black Spring y el operador de cámara, que actúa como comentarista haciendo gala de una voz profunda a lo Walter Cronkite. Los médicos no dicen nada. No es necesario fijarse mucho para ver que tienen la frente sudada. Están muy nerviosos. Acuclillados ante la bruja, cambian el peso del cuerpo de un pie al otro en busca de una postura cómoda, intentando no tocarla. Uno de ellos tiene unas pinzas y una cuchilla para cortar suturas.

—Ahora el doctor McGee va a quitarle el primer hilo de la boca —dice la voz de telediario, y se captan su miedo e incertidumbre.

Grim, Burt y Bammy —que no quiere mirar, pero aun así mira— ven que el doctor McGee aparta con recelo la carne reseca y temblorosa de la comisura izquierda de la boca de la bruja con las pinzas y tensa el punto más extremo. Pasa la hoja de la navaja por encima de la puntada y el hilo salta como una goma elástica. El médico retrocede y cambia de postura. Se enjuga el sudor de la frente. Katherine no se ha movido. La sutura negra y curvada le sobresale de la comisura de la boca, justo igual que ahora. Vemos que esa parte de los labios le tiembla de manera inequívoca. El doctor McGee se inclina de nuevo hacia ella y una expresión de sorpresa le invade el rostro. El otro médico también se acerca. Los oficiales de The Point no la oyen susurrar; no se dan cuenta de que a partir de ese momento están en los dominios de Katherine.

—Ese ha sido el primer punto —dice la voz que no es la de Walter Cronkite, y McGee parpadea. Se seca la frente de nuevo y levanta las pinzas, pero la mano se le cae cuando está a medio camino. Vuelve a echarse hacia delante—. ¿Va todo bien…, doctor McGee? —pregunta la voz de telediario, y el doctor McGee responde levantando de repente la cuchilla de cortar suturas y, a la velocidad de la aguja de una máquina de coser Singer, clavándosela en la cara una y otra vez.

A lo largo de los segundos siguientes, todo sucede a la vez. El caos es total. Se oye un aullido que te hiela por dentro. Tiran la cámara y el trípode choca contra la pared, así que de pronto vemos la sala desde una perspectiva nauseabunda. La bruja ya no está en su silla, sino de pie en un rincón de la consulta, y solo vemos la parte de debajo de su cuerpo; el resto queda fuera del ángulo de la cámara. El lazo de captura ha caído al suelo. El doctor McGee yace despatarrado sobre un gran charco de sangre, sufriendo convulsiones. También vemos las piernas del segundo doctor extendidas cerca; o al menos pensamos que son las piernas del segundo doctor. Los oficiales gritan e intentan escapar de la escena. Bammy Delarosa tiene pinta de querer hacer lo mismo: tiene las manos delante de la cara y está hiperventilando. Su marido parece estar demasiado conmocionado para darse cuenta de que lo que está viendo son hechos reales.

—Esa —dice Robert Grim— fue la última vez que los servicios de inteligencia se pillaron los dedos con la bruja.

Presiona COMMAND-Q y la pantalla se vuelve negra.

—Murieron cinco personas —continuó Pete—. Los dos médicos se suicidaron en ese mismo instante, pero tres ancianos murieron en la calle en otros lugares de Black Spring, todos a la vez. Sus respectivas autopsias revelaron que habían sufrido una hemorragia cerebral aguda. Se cree que la hora de la muerte coincidió exactamente con el momento en que le cortaron el primer punto.

El bar del hotel se sumió en el silencio. Steve echó un vistazo a su teléfono y vio que ya eran las tres y cuarto. Bammy estaba entre los brazos de Burt, temblando y llorando, y los demás se miraban los pies con nerviosismo.

—¡No quiero volver a esa casa, Burt! —gritó Bammy—. No quiero volver jamás.

—Ya está, tranquila —dijo Burt con voz ronca—. No tendrás que hacerlo. —Se volvió hacia Grim—. Una cosa, ambos estamos bastante alterados. Os agradezco mucho que nos hayáis reservado habitación en el hotel, pero no creo que mi esposa y yo queramos seguir en Black Spring ni un minuto más. Tenemos muchas preguntas, pero pueden esperar. Si Bammy está en condiciones de conducir, nos iremos a Manhattan a dormir a casa de unos amigos. Si no, cogeremos un taxi y nos quedaremos en algún motel de Newburgh.

—No creo… —Pete intentó interrumpir, pero Burt no le dejó meter baza.

—Mañana llamaré a un agente inmobiliario. Siento… que tengáis que vivir con esto, pero… no es para nosotros. Nos mudamos.

—Me temo que eso no va a ser posible —dijo Pete en voz baja.

Ahora, se dio cuenta Steve, ni siquiera Pete tenía agallas para mirarlos a los ojos.

Por fin, Burt preguntó:

—¿Qué quieres decir?

—Antes la llamaste «vuestra propia fantasma de pueblo» y «vuestra» bruja. Siento tener que decíroslo, pero me temo que a partir de esta noche también es asunto vuestro. No va a permitir que os vayáis. Ahora vivís en Black Spring. Eso significa que la maldición también ha caído sobre vosotros.

Solo Robert Grim pudo romper el silencio que se hizo a continuación:

—Bienvenidos a casa. —Su cara se contrajo en una sonrisa macabra—. Tenemos un montón de ferias estupendas.

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