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Primera parte » Siete

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SIETE

La tarde siguiente, Tyler volvió a casa empapado por la lluvia tras los servicios comunitarios, con la cara tensa. Steve estaba sentado a la mesa del comedor leyendo un artículo en The New Yorker, pero tuvo que empezar de nuevo dos veces porque no paraba de distraerse. Jocelyn y él habían llegado a casa a las seis menos cuarto, sintiéndose desanimados y exhaustos. En la cocina, delante de una taza de té, habían dado unas cuantas cabezadas y se habían despertado sobresaltados varias veces, hasta que, con gran frustración por su parte, Steve empezó a distinguir los contornos del bosque que había detrás de la casa cuando los primeros indicios del amanecer acariciaron el cielo del este. Había decidido no irse a la cama con Jocelyn y pasarse al café: tenía que levantarse a las siete para ir a trabajar.

Esa tarde, después de las clases, se retiró a su despacho del centro de investigación para echar un vistazo a un montón de resultados de exámenes de doctorado, pero se sorprendió contemplando los regueros de lluvia que caían por la ventana. La cabeza se le iba a la conversación con los Delarosa.

—No sé qué te preocupa —le dijo su becaria, Laura Frazier, cuando se pasó por su despacho para archivar un montón de formularios—, pero hazme caso: vete a casa y duerme un poco. Tienes pinta de necesitarlo.

Steve le dedicó una sonrisa aturdida.

—He dormido poco. Mi esposa está enferma.

Le sorprendió la naturalidad con la que la mentira brotaba de sus labios. Dios, después de dieciocho años se había convertido en un mentiroso muy prolífico. «Parte de la identidad de Black Spring», habría dicho Pete VanderMeer.

—Tú también te pondrás enfermo si no tienes cuidado. No lo digo en broma.

—Estoy hecho una mierda, ¿no? —dijo, y de repente el grito de desesperación de Burt Delarosa le atravesó la cabeza: «¿Por qué no os esforzasteis más en mantenernos alejados de aquí, pedazo de hijos de puta?».

Ahora Jocelyn estaba acostada en el piso de arriba y Matt haciendo los deberes. Tyler le masculló un «hola» frío a su padre y subió a tender la ropa mojada. Steve se dio cuenta de que había algo que le preocupaba. Sabía que tendría que hablar con él, pero no era tan sencillo. A Tyler no se le preguntaban las cosas de inmediato; había que esperar a que él se acercara. Esa vulnerabilidad infantil era uno de los rasgos que Steve admiraba en él.

«Y, como no podía ser de otra manera, aquí está», se dijo cuando Tyler bajó quince minutos más tarde. Pero Steve no levantó la vista del artículo; no quería darle al joven la impresión de que ya se esperaba ese momento.

—Mamá me ha dicho que se os hizo muy tarde con los nuevos —dijo Tyler con una alegría forzada, y se sentó a la mesa del comedor.

—Ni me hables —dijo Steve—. Al final he ido a trabajar de empalmada.

—¿Cómo fue?

—Fatal, como de costumbre. Pero al final lo superarán. ¿Cómo te va en los servicios comunitarios?

Tyler se puso rojo y sonrió con aire culpable.

—Así que ya lo sabes.

—Todo el pueblo lo sabe —dijo, pero le guiñó un ojo y le dio un puñetazo cómplice en el costado. El alivio de Tyler fue evidente—. Menuda panda estáis hechos. Robert Grim me enseñó las imágenes anoche. Es tu reportaje más espectacular hasta el momento, debo decir.

—Y que lo digas. Nos quedamos de piedra. Y, la verdad, me dio un poco de vergüenza haberle hecho algo así. A ver, algo nos esperábamos, pero no que…, no que se metiera una culada así…

Steve sonrió, pero continuó en tono más serio.

—Espero que sepáis que habéis tenido una suerte increíble. Un solo error y ahora mismo no estaríais recogiendo papeles en el parque, estaríais tirados en esa isla.

—Bueno, Robert está de nuestro lado.

—Robert puede ser, pero el Consejo no. Tú mismo has dicho que no sabíais qué esperar. Podría haber rodeado la farola, pero chocó contra ella y se cayó. A saber qué más podría haber pasado. Si dependiera del Consejo, ahora mismo estaríais todos en Doodletown.

Tyler se encogió de hombros, un gesto que dejó a Steve un poco perplejo.

—¿Tienes alguna idea de con qué estáis jugando? —dijo—. Vuestras buenas intenciones no os hacen invulnerables. Y ni siquiera me refiero a ella. El Consejo no tiene muy buena opinión de personajes como Jaydon Holst. ¿Fue idea suya?

—No, fuimos todos —contestó Tyler sin el menor atisbo de duda en la mirada.

Esa era otra cosa que Steve admiraba de él: Tyler nunca dejaba que los demás pagaran el pato por su comportamiento.

El problema no era tanto que hubieran gastado una broma y la hubiesen grabado en vídeo: eso eran travesuras de críos. En lo que a educar a los niños se refería, Steve y Jocelyn siempre habían tenido ideas progresistas, a pesar de las restricciones del Decreto de Emergencia. Lo único que hacía que la situación en Black Spring resultara soportable —«sobrevivible», como decían algunos— era que Black Spring era una comuna adoctrinada. La gente del pueblo vivía conforme a reglas estrictas porque creían en ellas y las aceptaban sin cuestionarlas. Los niños digerían los mandamientos del Decreto de Emergencia al mismo tiempo que la leche materna: no te asociarás con la bruja; no dirás ni una palabra sobre ella a la gente de fuera; cumplirás con el reglamento de visitas; y el pecado mortal: nunca, bajo ninguna circunstancia, abrirás los ojos de la bruja. Eran reglas motivadas por el miedo, y Steve sabía que el miedo conducía indefectiblemente a la violencia. A lo largo de los años, había visto muchas caritas inexpresivas y pálidas con magulladuras negras azuladas y labios hinchados en el patio del Colegio de Primaria Black Rock, caras de niños que les habían descubierto el pastel a amigos o primos de fuera de la ciudad y a los que habían atizado hasta reprogramarlos por completo de acuerdo con el ejemplo de sus padres.

Steve y Jocelyn no aprobaban esos métodos. Habían decidido criar a sus hijos en una armonía y una simbiosis bien fundamentadas, con mucho espacio para el pensamiento crítico, pero sin perder de vista la realidad de su suerte. Como resultado, ambos se habían convertido en niños sensatos y de buen corazón, niños que inspiraban confianza en que nunca se meterían en líos extraños.

«Pero esa confianza es una ilusión —pensó Steve—. Te pasas años pensando que lo tienes todo bajo control, y luego alguien pronuncia la palabra “Doodletown” y ves que Tyler se encoge de hombros tan tranquilo».

—¿Cuándo fuiste de visita al búnker por última vez? —preguntó Steve.

—En sexto, creo. Nos llevó la señora Richardson.

—Pues puede que ya nos toque echarle otro vistazo, entonces. ¿Te acuerdas de cómo es por dentro?

A Tyler se le hundieron los hombros. El Centro de Internamiento de Doodletown era un búnker privado ubicado en la lúgubre isla de Iona, en el Hudson, a poco más de ocho kilómetros de la ciudad y a la sombra del puente Bear Mountain. Como parte del plan de estudios especialmente adaptado del Colegio de Primaria Black Rock, a todos los alumnos los llevaban allí de excursión con el objetivo de concienciarlos.

—Las paredes y los suelos están acolchados —respondió Tyler.

—Exacto, y por una buena razón. Tres semanas de aislamiento en una de las celdas y acabas perdiendo la cabeza. Te sentirías tan desgraciado que les suplicarías de rodillas que te dejaran volver a Black Spring. Y a esas alturas todavía te preguntas para qué son las paredes acolchadas. Hasta la mitad de la tercera semana, cuando empiezas a volverte loco y te entran ganas de suicidarte. Te tienen bajo supervisión para evitar que lo hagas, pero tienes que experimentarlo. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Papá, ya sé lo que se siente —suspiró Tyler.

—No, no lo sabes —aseguró Steve, y una mano gélida se le cerró sobre las entrañas cuando apareció ante él aquel recuerdo de hacía tanto tiempo, en Tailandia, cuando se descubrió con la sábana en las manos, con la mirada clavada en los pies que le colgaban… ¿Cuánto se había acercado la intención a la realidad?—. Así de sencillo: no tienes ni idea, y ese es justo el problema.

Doodletown se basaba en la idea de que si el condenado experimentaba en persona la influencia de la bruja, sería consciente del peligro que representaba para él y para sus conciudadanos. Y aunque en principio Steve se oponía con rotundidad a esa forma de sanción, había demostrado ser eficaz en extremo: la tasa de reincidencia era casi nula.

—¿Sabes cuántos derechos humanos básicos violan con Doodletown? —comentó Tyler.

—Puede que sea así, pero es que aquí no nos enfrentamos a un dictador. Katherine es un ente maligno sobrenatural, y eso invalida todas las normas y convierte la seguridad en nuestra primera, segunda y tercera preocupación.

—Hablas como si estuvieras de acuerdo con Doodletown.

—Por supuesto que no. Pero ¿te has fijado alguna vez en el puñado de cabrones puritanos que son casi todos los habitantes de Black Spring? Da igual que yo esté de acuerdo o no, porque ellos lo están. Y me gustaría verte intentar rebatir sus argumentos. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Salir del armario —dijo Tyler muy serio.

Steve arqueó las cejas.

—¿Y cómo lo harías? ¿Montarías un desfile del orgullo por Deep Hollow Road?

—Ja, ja. Fuera de bromas, en True Blood los vampiros salieron del armario. Si lo haces público y tienes pruebas científicas, entonces nadie puede soslayarlo, con bruja o sin ella. Es lo único que no se ha intentado.

—Tyler… ¡True Blood es una serie de televisión!

—¿Y qué? Los medios de comunicación motivan la realidad. Fíjate en la Primavera Árabe. Todo comenzó cuando una persona tuvo un sueño y lo puso en Facebook. Dos meses más tarde, toda la plaza Tahrir estaba abarrotada. Fueron las redes sociales las que hicieron que toda esa gente moviera el culo. Aunque vivas en Irán, la libertad está a solo un par de clics del ratón. ¿Por qué en Black Spring no?

—Tyler… —tartamudeó Steve, pero el chico había cogido carrerilla y no había quien lo parara.

—No soy el único que está así, todos los jóvenes pensamos lo mismo. Lo que pasa es que soy el único lo bastante valiente para abrir la boca. Estamos hartos de vivir en la Edad Media. Queremos libertad en internet, y tener privacidad. El HEX censura todos nuestros mensajes de Facebook y WhatsApp, como si esto fuera el puto Moscú, y a veces ni siquiera llegan a enviarse. En este pueblo ni siquiera puedes acceder a Twitter. ¿Tienes idea de lo increíblemente atrasados que estamos? Puede que tu generación esté adoctrinada, pero nosotros queremos un cambio.

Steve miró a su hijo con impotencia y admiración.

—A la mayoría de la gente del pueblo le importa una mierda tu internet. Lo ven como una filtración de narices en su laberinto. Que nadie se entere de esta idea tuya u os lo caparán aún más.

—Que lo intenten —replicó Tyler con desdén.

—¿Y cómo tienes pensado hacerlo? ¿Vas a enviarle por correo electrónico a The New York Times tu simpática grabación de Katherine estampándose contra la farola?

Tyler dejó escapar un gruñido cargado de un desprecio infinito.

—Haríamos que el National Geographic o el Discovery Channel grabaran un documental, en el más absoluto secreto y bien preparado. Causaría sensación mediática, sin duda. El pueblo se llenaría de periodistas y científicos de todo el mundo. Todo se reduce a que esté bien preparado. Si desde el principio dejamos claro lo serio que es y lo importante que es que nadie le abra ni los ojos ni la boca, nada saldría mal.

—Tyler…, ¡tendría que intervenir el ejército! Estaríamos tan sobrepasados por la prensa y por los fisgones morbosos que tendrían que poner el pueblo en cuarentena. Puede que dijeran que lo hacen por nuestra propia seguridad, pero no, lo harían para evitar una revolución popular. Los actos de un dictador pueden predecirse, pero no los de una bruja. No les dejarías más opción que aislarnos del resto del mundo. ¿Y crees que ahora no tienes libertad?

Tyler vaciló solo un poco.

—Tal vez al principio. Pero piénsalo. ¡Con todas esas cámaras en las fronteras, tendríamos la plataforma perfecta para contar nuestra historia! El apoyo sería abrumador. ¡Y a lo mejor hasta encontrábamos una solución a todo el problema! El mundo podría dar con ella. Porque, a ver, tampoco es que seamos el primer puto pueblo de la historia sobre el que ha caído una maldición.

Steve estaba atónito. Aquello no era una simple idea pasajera. Daba la sensación de que Tyler estaba absolutamente convencido. Pero era imposible. Recordó una de las muchas preguntas que Burt Delarosa había lanzado la noche anterior durante su diatriba emocional: «¿Cómo es posible que algo tan importante se haya mantenido en secreto durante tanto tiempo?». Siempre era eso lo que más desconcertaba a los recién llegados. La respuesta de Steve había sido un resumen perfecto de la imposibilidad de los ideales de Tyler: «Todo se reduce a nuestra voluntad de sobrevivir. Si esto sale a la luz, es casi indudable que desembocará en nuestra muerte. Cada vez que han venido forasteros, ya fueran oficiales del ejército o científicos del ocultismo, su miedo e incredulidad han ido de la mano con su curiosidad por abrirle los ojos. Es como si ese deseo se apoderara de ellos. Si no terminaba en un desastre como el del 67, se requerían unos sobornos de narices para conseguir que se fueran. Por eso hacemos todo lo que podemos para encubrirla. Construimos paredes alicatadas a su alrededor o le ponemos un biombo delante si aparece en los restaurantes o en el supermercado. Justo el año pasado, más o menos en Semana Santa, apareció en uno de los pasillos del Market & Deli y decidió quedarse allí tres días. Tuvimos que hacer un conejo de Pascua hueco, del tamaño de un hombre, y ponérselo encima como si fuera una funda para tetera. En aquella ocasión, The Point le cantó las cuarenta a Grim, pero ellos no entienden lo pragmático que hay que ser. Bloqueamos las calles por las que pasa, plantamos arbustos a su alrededor si se coloca cerca de alguno de los senderos del bosque…, cualquier cosa que funcione. Y he aquí el mayor truco: presumimos de ella. Igual que hacen en Roswell con sus OVNI. ¿No habéis visto delante del Sue’s Highland Diner la figura de colores chillones de una bruja vieja y encorvada que sujeta un palo de escoba? Se parece más a la Bruja Malvada del Oeste de El mago de Oz que a Katherine, pero bueno. A su lado hay un cartel de bienvenida de madera que dice: BLACK SPRING, HOGAR DE LA BRUJA BLACK ROCK. Sue’s Highland Diner organiza un tour especial sobre las brujas por el bosque. De vez en cuando se inscribe algún grupo, sobre todo jubilados o chavales que están de excursión con el colegio, y pueden hacerse una foto con la bruja: una actriz del pueblo. Lo sé, suena un poco trillado y provinciano. Pero es la tapadera perfecta. Porque no podemos garantizar que no se la vea nunca. Esta es una zona muy turística, mucha gente viene a hacer senderismo y disfrutar del paisaje. Cada vez que alguien de fuera la ve —lo cual sucede poco, gracias al buen hacer de Robert Grim— improvisamos uno de los tour que salen desde Sue’s en el que tanto los participantes como la bruja son actores de Black Spring, para explicar lo que creían haber visto. Caso cerrado».

La idea de salir del armario de Tyler era antitética al alma puritana de la ciudad. Era una idea idealista y rebelde, y en una comunidad como la de Black Spring, gobernada por el miedo, la rebelión era algo peligroso. Se sacrificaría hasta el último ápice de idealismo en aras de la seguridad. Y Steve haría cualquier cosa para evitar que Tyler acabara en ese altar.

—Mira —dijo—, estoy muy orgulloso de ti, porque estás defendiendo tus ideales. Pero nueve de cada diez personas de Black Spring quieren que las cosas sigan tal como están, porque les dan miedo las consecuencias. Una propuesta de ese tipo no tendría ningún futuro en el Consejo. ¿Por qué ibas a querer librar una batalla perdida?

Tyler se revolvió, incómodo.

—No lo sé. Por principios. Porque quiero vivir. No quiero pasarme la vida aquí metido, en el culo del mundo. ¿Tú sí? —Dio la sensación de que estaba haciendo acopio de valor, y luego añadió de un tirón—: Y quiero ser sincero con Laurie.

«Ajá, o sea que ahí está el problema», pensó Steve. Todo aquello era por amor. Sintió una punzada de remordimiento: era cierto que Tyler se merecía algo mejor que Black Spring. De repente cayó en la cuenta de que, cuando su hijo adoptaba expresión de preocupación, el parecido con su madre resultaba asombroso.

—Papá, si decido contárselo a Laurie, ¿me apoyarás?

—Sabes que eso es imposible.

—Lo sé, pero estoy harto de mentirle. ¿Crees que no me pregunta por qué casi nunca la dejáis quedarse a dormir? Cree que sois de esos evangelistas de la tele.

Steve contuvo las ganas de reír: aquel asunto era demasiado serio para eso. Laurie era la pareja perfecta para Tyler, una chica inteligente y sin pelos en la lengua, de esas que apenas llevan maquillaje, pero son atractivas por naturaleza. Tyler la había llevado a casa por primera vez hacía siete u ocho meses.

—Pero, a ver, ¿vais muy en serio?

—La quiero.

Steve suspiró.

—Te lo advertí cuando empezaste a salir con chicas. Laurie es más que bienvenida en esta casa. Por lo que a mí respecta, puedes gastar todas tus horas de visita con ella. Pero no podemos permitir que sus visitas sobrepasen el toque de queda. Si se enteraran, nos meterían tal multa que tendríamos que vender los caballos. Deberías alegrarte de que Matt te regale sus horas de vez en cuando.

—Ya, pero por eso he pensado que si ella lo supiera…

—Sabes que eso no va a pasar. No es lo mismo que contarle a tu novia que eres vegetariano, bisexual o algo así. Es algo que afecta a todo el pueblo.

—No sería el primero, ya lo sabes —replicó Tyler enfadado. Se levantó de la mesa de un salto—. Joder, ¿de verdad crees que no hay nadie que se lo haya contado a su mejor amigo de Villafuera?

—Por supuesto que no. Pero esas personas son las que más pondrían el grito en el cielo si se enteraran de que sus vecinos están haciendo lo mismo. Irían del palo: «Yo sí puedo juzgar si mis amigos son de fiar, pero mis vecinos no».

—¿Sabes lo hipócrita que es eso?

—Bienvenido al planeta Tierra. Tú…

—¡Bienvenido a Black Spring! —gritó Tyler de repente, y gritó con tantas ganas que Steve dio un paso atrás, alarmado.

Se dio cuenta de lo delicado que debía de ser aquel asunto para su hijo. Tendría que andar con pies de plomo al explicarle a Tyler que la rabia le impedía ver algo tan obvio que era el elefante en la habitación.

—No puedes decírselo a Laurie, Tyler. Y créeme: no quieres hacerle algo así. El riesgo es demasiado grande. No sabes cómo reaccionará ni a quién se lo dirá ella a su vez. No puedes echarle esa carga encima.

—Pero entonces me estás diciendo que nunca podré ser sincero con ella. Después de los exámenes finales del año que viene quiere irse a Europa seis meses y me ha preguntado si me gustaría ir con ella. ¿Qué se supone que debo decirle? «¿Prefiero quedarme en casa con mi endogámica familia Addams?».

—Tyler, lo siento, pero eso es lo que ocurrirá si sales con chicas de fuera. Laurie quiere ir a la universidad; quiere viajar…, ¿quién se lo reprocha? Sé que es injusto, pero tú no puedes salir de este lugar. Puedes estudiar en la ciudad si te apetece pasarte cuatro horas cada día en un tren, pero ¿cuánto tiempo crees que serás capaz de seguir ese ritmo? ¿O el de ella?

A Tyler le temblaban los labios de la desesperación.

—Entonces, ¿qué es lo que me quieres decir? ¿Que mejor será que rompa con ella?

—Por supuesto que no. Pero eres muy joven, no deberías atarte…

—¡La quiero, y no voy a permitir que este puto pueblo se interponga entre nosotros!

—¿Y qué alternativa tienes? —preguntó Steve. Intentó ponerle una mano en el brazo a su hijo, pero Tyler lo apartó de inmediato—. Sabes que el único caso en que podrías decírselo sería si se mudara a Black Spring… o, mejor dicho, después de que se mudara a Black Spring. Una vez más: ¿quieres hacerle algo así? Serías tú quien estaría decidiendo el resultado del resto de su vida. ¿Llegaría a perdonarte alguna vez?

—¡Vosotros lo decidisteis por Matt y por mí! —siseó Tyler apretando los ojos con fuerza.

Se arrepintió de sus palabras enseguida, claro, ahora que ya era demasiado tarde. Pero Steve sintió que una sombra le oscurecía el rostro. Fue como echarse sal en la más profunda de sus heridas: el hecho de que, debido a su desafortunada decisión de mudarse a Black Spring, había sentenciado la vida de sus hijos, los había sentenciado desde la cuna. Steve miró a Tyler, se dio la vuelta y se sentó.

—Eso no es justo —dijo en voz baja. El dolor sustituyó al nerviosismo en su voz—. ¿Qué se supone que debíamos hacer? ¿Abortarte?

—Lo siento —murmuró Tyler agitado.

Pero en su mente Steve escuchó de nuevo el lamento de Burt Delarosa: «¿Por qué no os esforzasteis más en mantenernos alejados de aquí, pedazo de hijos de puta?». En realidad, lo había dicho llorando, con la cara empapada de lágrimas, y Steve sabía que no serían las últimas que derramaría. Eran las mismas lágrimas que él mismo había vertido hacía dieciocho años. «Lo siento mucho —había dicho—. Lo correcto sería sellar Black Spring herméticamente y dejar que la maldición muriera con el último de nosotros. Desde luego, aquí cierran más tiendas que en cualquier otro lugar del Hudson, y hay casas donde las luces se encienden y apagan mediante interruptores programables para que parezca que están habitadas. Robert Grim y la agente inmobiliaria se esfuerzan mucho por mantener a la gente alejada. Pero el Consejo, encabezado por el bueno de Colton Mathers, está empeñado en mantener el pueblo activo y vigoroso frente a las inevitables complicaciones del envejecimiento. Permitir la entrada de personas nuevas es el menor de los dos males, dicen. Es un sacrificio, pero la vida aquí, en el culo del mundo, no está tan mal. Vale, hay algunos pequeños inconvenientes, como no poder marcharte de vacaciones largas o tener que registrar las horas de visita (para evitar un Código Rojo, ya sabes); y también hay ciertas restricciones respecto a internet; y, bueno, claro, más vale que te pongas cómodo, porque no vas volver a salir de aquí jamás…, pero la vida no está nada mal si acatas las normas. Y afrontémoslo, no podemos organizar toda nuestra política y nuestros asuntos comunitarios en torno a un fenómeno sobrenatural, ¿verdad? Al final, siempre hay esperanza. Esperanza de que, de alguna manera, de una forma u otra, la situación se… resuelva por sí misma».

—Mira —dijo Steve, que se sentía exhausto—, anoche tuve que pasarme una hora estrujándome las meninges para intentar explicarles a los nuevos por qué narices no les impedimos comprar esa casa.

La política del pueblo me horroriza, y a Robert Grim también. Es una mala política. Si de verdad quieres a Laurie, no le hagas lo mismo a ella. No hay alternativa.

—La hay si salimos del armario.

Tyler esbozó un mohín obstinado.

—El año que viene cumplirás la mayoría de edad. A partir de entonces, por lo que a mí respecta, puedes hincharte a presentar propuestas al Consejo y reclutar a todo el que encuentres. Si se te ocurre un buen plan, estoy dispuesto a votar a favor. Pero hasta ese momento no harás nada ilegal y, por descontado, no harás ninguna estupidez sin consultar al Consejo. Se acabaron las tonterías con la bruja, los vídeos de YouTube y las ideas locas. ¿Está claro?

Tyler farfulló algo.

—Espero que no tengas nada más bajo la manga.

—No —contestó Tyler en tono impasible tras un breve titubeo.

Steve escudriñó a Tyler con una mirada rápida.

—¿Estás seguro del todo?

—Te he dicho que no, ¿no me has oído? —Hizo un aspaviento, irritado; ambos estaban cansados y enfadados—. Por Dios, papá, ¿de qué tienes tanto miedo?

Steve suspiró.

—La última vez que alguien quiso hacer público este asunto fue en 1932, durante la Gran Depresión. Algunos trabajadores perdieron el empleo cuando cerró el viejo vivero de árboles. Amenazaron con empezar a sacar la lengua a paseo si no se les volvía a contratar, ya que, por supuesto, no tenían la posibilidad de intentar buscar trabajo en otro sitio. El pueblo votó que debían servir de ejemplo para otros chantajistas: los azotaron públicamente y un pelotón de fusilamiento los asesinó en la plaza del pueblo.

—Papá…, estamos en 2012.

—Sí, y ya no harán lo del pelotón de fusilamiento. Pero los castigos corporales siguen apareciendo en el Decreto de Emergencia, y sería una tontería por tu parte subestimar de lo que son capaces si los acorralas.

Tyler guardó silencio durante mucho tiempo. Al final, negó despacio con la cabeza.

—No me lo puedo creer. Puede que ya estemos jodidos, pero eso es nada más y nada menos que un nuevo nivel de estar jodido.

—Cita: «Bienvenido a Black Spring» —dijo Steve.

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