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Segunda parte » Treinta y dos

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TREINTA Y DOS

La tarde del lunes 24 de diciembre, a Steve Grant lo despertaron las gotas de agua que le caían sobre la cara. Estaba tirado en el suelo escarchado del bosque, bajo un techo interminable de ramas esqueléticas. Intentó levantarse, pero volvió a caer de espaldas sin poder evitarlo, se tumbó de costado y atravesó la finísima corteza de hielo que cubría la maleza cenagosa. El dolor le recorrió todo el cuerpo y convirtió sus labios en un tajo blanco y tenso. ¿Dónde diablos estaba y qué hacía allí? Su reloj de pulsera le dijo que eran las 16:30 del día 24, pero Steve no entendió qué significaba aquello. Joder, llevaba cuatro días y cuatro noches en el bosque.

Permaneció allí, apáticamente tendido, durante un buen rato, escuchando el silencio antinatural del bosque. Estaba mojado y entumecido por el frío, y no podía dejar de temblar. Seguía llevando puesta la ropa del funeral. La barba incipiente le raspaba el mentón. Notaba los labios hinchados y doloridos. Tenía la boca seca y pegajosa, recubierta de una capa de saliva que sabía a bosque y a pino. Steve intentó obligar a su cuerpo a regresar al estupor del que había despertado, pero permaneció alerta y se aferró… no a la vida, sino a…

«¡Tyler! ¿Ha resucitado a Tyler?».

Eso lo hizo levantarse. Una intensa punzada de dolor en la espalda le dibujó una mueca en los labios, así que tuvo que apoyarse contra una pared terrosa cubierta de hojas. Miró a su alrededor y vio matas de cicutas altas y antiguas en una ladera que reconoció sin mucha emoción como la del Mount Misery, detrás de su casa. Al parecer se había escondido en una de las trincheras cubiertas de vegetación que la Academia Militar había excavado cuando hacía maniobras por aquella zona, o puede que tal vez se remontaran a la Guerra de la Independencia. Alimento para los visones y las serpientes de cascabel.

Entonces comenzó a recordar los acontecimientos de los últimos días, lentos y fragmentados, como los trozos de madera que llegaban a la orilla después de un naufragio. Se acordó de que se había quedado solo en casa después del funeral de Tyler, y de que él…

«Dios mío». La egagrópila de búho. El pelo de Tyler. Ella había acudido a él y él le había abierto los ojos. Cielo santo, ¿qué había hecho?

Sus recuerdos de lo que había sucedido entre el momento en que huyó hacia el bosque y el actual eran precarios. ¿Era posible que hubiera estado sumido en un delirio durante todo aquel tiempo? ¿Que su mente se hubiera quedado tan paralizada por la premonición de lo que él mismo se había buscado que se hubiese desconectado sin más? Daba la sensación de que había estado vagando por el bosque sin saberlo, y de que había dormido muchas horas sin que sus necesidades físicas lo despertaran. Aunque en realidad aquello no podía llamarse dormir; había sido más bien un estado de semiinconsciencia en el que las pesadillas y la realidad se fusionaban como una imagen doble en un estereopticón. Y tenía que haber sido un delirio. ¿Por qué si no iba a recordar haber visto una procesión de flagelantes que salmodiaban y se abrían camino por el bosque mientras se azotaban la espalda desnuda con una cuerda anudada a modo de expiación cínica? Debía de haber sido una alucinación, ¿verdad?

En algún lugar crujió una rama, y Steve se quedó inmóvil, con el cuero cabelludo erizado. Una vez más, cobró conciencia de la quietud antinatural. Ni pájaros ni seres vivos correteando entre los matorrales. Solo el suave susurro del viento en las copas de los árboles y el chasquido esporádico de las hojas heladas. Pero ¿qué había hecho crujir esa rama? ¿Era Katherine? «¿Había estado con él en la oscuridad mientras dormía?». O… ¿sería Tyler?

—Para ya —dijo con voz ronca.

Darse cuenta de que, aun en plena posesión de sus facultades mentales, se estaba planteando la posibilidad de que su hijo muerto lo estuviera siguiendo por el bosque hizo que se le tensara la piel del cráneo y que un escalofrío le recorriera la columna vertebral.

«Tiene que suceder de una forma u otra, ¿no? La resurrección prometida… Llamémosla por su nombre».

Pero no se atrevía —no podía— depositar su esperanza en…, ¿en qué, en realidad? Steve se estremeció e intentó eliminar aquella posibilidad de sus pensamientos, pero se negó a desaparecer. Le parecía que todo estaba terriblemente mal. El silencio estaba mal; la forma en que el crepúsculo cercano se hundía entre los árboles estaba mal. Lo que había hecho le oprimía como un peso muerto. Se hurgó los bolsillos en busca del móvil, pero por lo visto se lo había dejado en casa.

Steve no necesitaba una bola de cristal para ver lo que le esperaba ahora: seguiría el sendero de regreso a casa y se enfrentaría a las consecuencias de sus acciones. Seguro que era lo que se esperaba de él, y sentía la obligación…

Pero a la mierda con todo, porque en verdad todavía no se atrevía a enfrentarse a ello. Rezó por que Jocelyn, por la razón que fuera, se hubiera quedado en St. Luke’s con Matt. O por que se hubiera dado la vuelta a la primera señal de…, al primer indicio de que Katherine tenía los ojos abiertos, y hubiera huido hacia la seguridad de un motel de Newburgh.

«Por eso el condenado plan era tan perfecto, ¿no? Jocelyn estaba en Newburgh con Matt…, apartada, sana y salva. Tal vez fuera la propia Katherine quien esperó a que se dieran las circunstancias adecuadas… para que quedáramos fuera del alcance del peligro».

Rezó por que fuera verdad, pero no se permitió el lujo de creérselo.

Bajaría por el sendero, pero no por el que zigzagueaba por Philosopher’s Deep y volvía a su casa. Iría más hacia el sur, cruzaría Ackerman’s Corner por donde el Spy Rock Valley viraba hacia el pueblo. Y juzgaría. Evaluaría la situación. Si podía suponer de forma razonable que todo estaba más o menos bien, volvería a casa para ver si Jocelyn estaba allí. Pero antes no. Porque si tenía las manos manchadas de la sangre de Black Spring, existía la terrible posibilidad de que también fuera responsable del destino de su esposa… y no sabía si estaba listo para afrontar ese hecho.

Steve comenzó a bajar la montaña envuelto en la última luz del día. Le dolía todo el cuerpo y tenía el estómago revuelto, pero al cabo de un rato comenzó a sentirse más cómodo y consiguió establecer cierto ritmo. Aunque llegara al sendero de Philosopher’s Deep, se mantendría estrictamente a la derecha, ni siquiera miraría en esa dirección.

«¿Qué eran esos ruidos que salían anoche del pueblo?».

El pensamiento se le ocurrió de manera espontánea, y Steve se preparó para resistir su embate… Tenía tanto poder que había estado a punto de tumbarlo. Sí, había pasado frío y dolor, recordaba ahora. Había padecido hambre y calambres, y había tenido escalofríos descontrolados, pero el sufrimiento físico no era nada comparado con la tortura mental que había tenido que soportar. El miedo aniquilador a la oscuridad que él mismo había desencadenado le había conferido a su estupor graves efectos alucinatorios, con toda probabilidad empeorados por un caso agudo de privación de oxígeno inducida por el pánico. Había empezado con los ruidos. Junto con los ruidos llegaron los olores. E inspiradas por los ruidos y los olores le llegaron imágenes horribles que deberían haberlo despojado de su cordura… y que tal vez lo hubieran hecho. Cuando escuchaba gemidos, veía a gente sufriendo, retorciéndose, con la cara negra y bubas hinchadas en las axilas y el cuello. Pero no de viruela: se trataba de la enfermedad del Viejo Mundo. Cuando percibía el hedor del asfalto derretido, veía barriles de alquitrán quemándose en las esquinas con el objetivo de purificar el aire miasmático; por alguna razón, era Pete VanderMeer quien los prendía con una antorcha casera hecha con un par de Levi’s empapados en gasolina y envueltos alrededor de una fregona Rubbermaid. De las fachadas derruidas colgaban haces de paja para señalar qué casas estaban infectadas. Y cuando olía fuego, veía arder la iglesia de la Meta de Cristal. Detrás de las vidrieras estaban los enfermos y los muertos, y todos ellos gritaban. En su visión los rostros eran máscaras con la boca abierta a causa del horror, y Steve se daba la vuelta como si no quisiera reconocer —ni siquiera en sueños— el hecho de que sus amigos y vecinos del pueblo estaban ardiendo.

Pero siempre estaba Katherine. Siempre estaba ahí de pie, inmóvil, mirando.

En cierto momento, ante sus ojos había aparecido un delirio del todo surrealista. En medio de la plaza del pueblo, todos los niños de Black Spring estaban envueltos en capullos de lino blanco, algunos pequeños, otros un poco más grandes, y atados unos a otros formando una enorme red vertical de sábanas bien estiradas. La estructura se elevaba hacia el cielo y tenía la forma de un cono redondeado, muy parecida a la de un pecho femenino. De la ropa de cama sobresalían caras de mejillas rosadas: los cuatrocientos niños de Black Spring, muy vivos, con un brillo soñador en los ojos vidriosos. El verdadero calvario era para los padres, que clamaban en las calles al pie de la magnífica torre, pero que se contenían los unos a los otros, ya que estaba claro que, si solo uno de ellos era incapaz de resistir la tentación de llevarse a su hijo fajado, todo el diseño se derrumbaría, con todo lo que eso conllevaría. En la parte superior del pecho estaba Katherine, como un misericordioso pezón materno, vertiendo leche caliente desde una jarra de plata. Fluía por todos los lados como una fuente perfectamente simétrica y cientos de lenguas infantiles la lamían con ansia.

«Va a salvar a los niños —pensó Steve mientras contemplaba la escena en su delirio—. ¿No lo entienden? Que no lo fastidien; va a perdonar a los niños…».

No sabía con exactitud de dónde había salido aquella grotesca imagen. Ni siquiera en sus fantasías más extrañas se había imaginado nunca una locura tan siniestra combinada con una belleza tan natural y desconcertante. Steve había permanecido tumbado, observándola sin aliento, como si estuviera presenciando un milagro. Pero entonces la imagen había parpadeado, y ya no era Katherine con su jarra de leche quien coronaba el pezón del pecho tejido, sino Griselda Holst, la esposa del carnicero, desnuda como el día en que llegó al mundo. Gorda y carnosa, se erguía sobre los padres de Black Spring. Así como siempre les había ofrecido su carne, ahora se la estaba dando de comer a sus hijos. La estaba pariendo. De su útero manaban sin cesar oleadas de paté con aspecto de placenta, y se escurrían por los costados de la fuente manchando las sábanas blanquísimas y adhiriéndose como coágulos a los rostros de los niños.

«En realidad no estoy viendo esto —pensó Steve—. Ni de puta coña. Todavía estoy sumido en una especie de delirio. Debe de ser eso. Me despertaré dentro de un minuto, espera y verás».

Tuvo la sensación de que la imagen titilaba de nuevo… y entonces volvió a ser Katherine, o tal vez siempre hubiera sido ella. Y de repente Steve comprendió que los vecinos del pueblo solo veían lo que decidían ver: lo obsceno, lo malo, lo feo. Mientras que Katherine había creado una visión de felicidad, los padres solo conocían la crueldad. Y por eso tenían que destruirla.

Fue una piedra bien lanzada, que golpeó a Griselda-Katherine en la frente y seccionó el pezón como una navaja de precisión. La mujer se volvió hacia atrás agitando los brazos y cayó en la red de niños fajados. Se oyó un ¡zing! grave, el ruido de la cuerda de un contrabajo al romperse, y de pronto las telas desenvueltas empezaron a escupir niños allí donde el flanco del pecho había quedado destruido. Pronto toda la estructura cedió y la obra maestra se desmoronó. Cuatrocientos niños salieron volando por los aires como si los hubieran disparado con una catapulta. A Steve se le abrió la boca, un tembloroso agujero de horror, cuando vio en el rostro de los niños que habían comprendido lo que pasaba, cuando oyó sus gritos lastimeros de miedo y desconcierto. Los padres habían suspendido la prueba, y ahora sus hijos se precipitaban sobre ellos en una lluvia de huesos rotos y extremidades crujientes. El lamento que se elevó no era humano y estaba mucho más allá de los límites de la locura, y a pesar de su delirio, Steve supo que, si no estaba ya loco, no pasaría mucho tiempo antes de que lo estuviera. Entonces la imagen se desvaneció de su mente y él se hundió de nuevo en la oscuridad. Lo único que quedó atrás fue la vaga certeza de que el resultado de aquella agonía estaba en sus manos.

Cuando el bosque se abrió ante él, el cielo estaba de un azul casi negro, y las nubes de un tono carmesí hirviente. Con una peculiar sensación de haber vuelto a casa, Steve se dio cuenta de dónde estaba. Detrás del alambre de púas que corría en paralelo al sendero estaban los pastos escarpados y congelados de Ackerman’s Corner, donde John Blanchard sacaba siempre a pastar a sus ovejas. El paisaje tenía una extraña apariencia muerta. Highland Woods rodeaba a Steve por tres lados, y Black Spring se extendía más abajo, invisible tras las montañas. Más al sureste, la tierra se hundía en el Valle del Hudson y se distinguían las luces brillantes de Fort Montgomery y Peekskill. Las familias ya se estarían reuniendo para celebrar la cena de Nochebuena, con los regalos ya envueltos y la chimenea encendida. Aquel pensamiento lo llenó de un intenso sentimiento de melancolía: los pueblos del valle le parecían destinos exóticos, tan tentadores como inalcanzables.

«No son inalcanzables. Este es mi purgatorio —pensó Steve—. Si pasas la prueba, te espera el paraíso, ¿no?».

Aquello lo llevó de vuelta a la visión de la noche anterior, y un peso amargo recayó sobre él como una piedra.

«Puto enfermo», pensó como un idiota. Tras reprimir esa idea, comenzó a bajar por la ladera hacia Black Spring.

Seguramente, nada en el mundo podría haber preparado a Steve Grant para su confrontación con el pueblo en el que había criado a sus hijos.

El caos había llegado a Black Spring. Solo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que se alzaban en el cielo radiante, ya incluso cuando pasó por la noria histórica del ayuntamiento y bajó corriendo por Upper Reservoir Road. Un humo espeso y sofocante que brotaba del centro del pueblo le quemaba en los ojos y le dificultaba la respiración. Pero el espectáculo se le reveló por completo solo cuando dobló la última curva y llegó a la esquina superior de Temple Hill.

La plaza del pueblo era un tropel inmenso de anormalidad humana. Ahora no eran cientos, sino dos o tres mil las personas que participaban en aquel absoluto pandemonio de gritos, lamentos y peleas. Todo el mundo estaba allí, todo Black Spring. Y era imposible saber quién luchaba contra qué causa. El local de Griselda’s Butchery & Delicacies había quedado reducido a cenizas, y había más edificios en llamas: hogueras enormes que iluminaban a la turba, rozaban las copas de los árboles, coloreaban con un resplandor rojizo la estatua de bronce de la lavandera que había junto a la fuente y se reflejaban en las ventanas de forma extraña de la iglesia de la Meta de Cristal, lo cual le confería la apariencia extraña de ser aún más alta y de contemplar a la muchedumbre impía con los ojos del infierno. Steve trató de reconocer a sus conciudadanos en los rasgos de aquellos individuos, pero se dio cuenta de que era imposible: era como si les hubieran borrado el rostro, no tenían ni ojos ni boca, y ni una sola cara de loco se diferenciaba de la de otro. Aquellos eran los rostros de Black Spring, y Black Spring estaba en su momento más oscuro.

Entonces algo lo hizo volverse, una fuerza que parecía provenir de fuera de él, y a duras penas consiguió reprimir un grito. Era Katherine van Wyler. Estaba en el camino de entrada de una de las casas de la cima contemplando el panorama que se desplegaba más abajo, justo delante de un Pontiac Grand Am con el tubo de escape doble y cromado que no tenía pinta de que fueran a utilizarlo en un futuro cercano. Tenía el capó y todas las ventanillas rotos, y Katherine estaba de pie, descalza, en medio de una camada de vidrios rotos. Pero no parecía importarle: la bruja observaba la anarquía que se estaba desarrollando frente a ella con una expresión de total impasibilidad.

—¡Páralo! —gritó Steve. Dio unos cuantos pasos tambaleantes hacia ella, arrastrando unas piernas que habían perdido toda la sensibilidad. Cuando estuvo lo bastante cerca, bajó la voz, porque también eso parecía haber perdido su fuerza—. Por favor, haz que paren. No sigas haciéndolo. Ya es suficiente. Por favor.

Pero luego Katherine volvió la cabeza despacio hacia él. Y en cuanto Steve le vio la cara, comprendió que lo que había confundido con impasibilidad era, en realidad, una conmoción hueca que reflejaba fielmente la suya. Entonces lo supo. Por supuesto que lo supo. «No era la bruja quien lo estaba haciendo».

Aquello no era una penitencia ni una venganza. Era el propio Black Spring.

Katherine levantó el brazo y señaló la iglesia.

«Jocelyn y Matt», pensó… y de repente se sorprendió mirando la imagen cristalina de su delirio, la imagen de la iglesia ardiendo. Su interior era un hervidero de fantasmas, pero ahora su esposa y su hijo menor se contaban entre ellos. El parche del ojo de Matt estaba húmedo y ceniciento, y el pelo de Jocelyn enredado y sucio. Matt se aferraba a su madre con desesperación, pero Jocelyn gritó cuando un arco elevado explotó en cenizas chisporroteantes que cayeron dando vueltas sobre ambos.

No era tanto un recuerdo del sueño febril de la noche anterior como una imagen que le proyectaban en la mente. Katherine se la estaba mostrando.

Y Steve supo con una certeza repentina y repugnante que, en efecto, Jocelyn y Matt estaban en la iglesia, y que algo terrible estaba a punto de suceder, algo que tenía que evitar.

—Matt está en el hospital —murmuró. Palideció de golpe. Tuvo la sensación de perder el control de sus músculos. La boca se le abrió en un grito—: ¡Matt está en el hospital, no puede estar allí!

Pero el dedo de Katherine continuó apuntando sin piedad.

Se oyeron disparos al otro lado de la plaza y una mujer empezó a gritar, un grito desgarrador que se elevó sobre la chusma: «¡Mi bebé, mi bebé no!». Pero Steve apenas pudo asimilarlo.

«Dios mío. Matt está ahí; Jocelyn está ahí. ¿Estarás contento ahora con lo que has provocado, puto idiota? ¿Cómo es posible que Matt esté aquí?».

Pero ¿de verdad era tan tonto como para creer que podrían haberse quedado en Newburgh, escapar del clímax en una obra tan oscura como aquella? No era así como se suponía que terminaban las tragedias, ni siquiera si deseabas que fueran falsas. ¿A quién pretendía engañar exactamente?

Se volvió hacia la bruja.

—¿Dónde está Tyler?

Katherine señaló implacable hacia la iglesia.

Aquel dedo, aquella indicación, lo que implicaba lo que acababa de oírse preguntar; aquellas cosas le asustaron aún más que el tono ronco y tembloroso de su voz.

—Tengo que saberlo. ¿Está Tyler ahí dentro?

Nada, solo el dedo.

«Espabila, pedazo de cabrón, esto escapa a su control. De hecho, nunca lo ha tenido bajo control. El pueblo se ha vuelto loco, y lo más seguro es que Jocelyn y Matt estén en el medio. Te está ofreciendo una oportunidad…».

Steve vaciló, desgarrado al ver tristeza, no maldad, en los ojos de la bruja… y entonces echó a correr.

Y se zambulló en la vorágine.

Empezó por abrirse camino entre la multitud sin ser visto. Una vez que llegó a la mitad de la pendiente, el tumulto le bloqueó la vista por completo, así que pronto perdió el sentido de la orientación. Desde todas partes lo empujaban cuerpos mugrientos y sudorosos cuyo olor era nauseabundo: un tufo depravado a miedo, poco menos que tóxico.

Steve vio cosas que jamás olvidaría mientras viviera.

Eve Modjeski, la ahora exempleada del Market & Deli, se tambaleaba de un lado a otro con la cara pintada con la sangre de la enorme herida que tenía en la frente, tarareando una cancioncilla de jugar a la comba y con los ojos en blanco como si se le hubieran vuelto hacia el interior de la cabeza. Un hombre cuyo nombre no conocía pero que antes trabajaba como dependiente en Marnell’s Hardware se abría paso entre el gentío cargando con dos bebés desnudos a los que Steve reconoció como los hijos de Claire Hammer. Y también había cadáveres. A algunos les habían disparado… y esos habían sido los afortunados.

Luchando contra el pánico que lo oprimía, Steve comenzó a gritar los nombres de su esposa e hijo, pero entonces se dio cuenta de su error: sus chillidos llamaron inevitablemente la atención de los que lo rodeaban, que de pronto lo vieron. La gente se apartó de él en todas direcciones. Los ojos de sus vecinos, en los que hasta entonces solo había visto el brillo opaco de la ignorancia, destellaron con un horror supersticioso y repentino… y con aire acusador.

—¡Es él! —gritó una voz aguda, y Steve se sorprendió al ver a nada menos que Bammy Delarosa señalándolo con el dedo—. ¡Él es quien ha hecho recaer el mal de ojo sobre nosotros!

Un frenesí aterrorizado poseyó de inmediato a la multitud. Mientras la mujer que había comenzado aquel furor repetía a voces la misma acusación una y otra vez —y esa no podía ser Bammy, debía de estar equivocándose, ¿no?—, otros empezaron a farfullar oraciones, a señalarlo haciendo el símbolo de los cuernos con la mano o a santiguarse en un intento desesperado de protegerse del que consideraban su culpable. Con incredulidad, Steve les devolvió la mirada y retrocedió despacio, pero chocó con otros que tendieron las manos hacia él y le tiraron de la ropa.

Lo sabían.

Sabían que había sido él quien le había abierto los ojos a la bruja. Era como el chivo expiatorio de una colonia de tramperos del siglo XVII… y ya se sabía cómo acababan esas historias.

Se liberó y empezó a correr. La multitud se abrió ante él y Steve se aprovechó de lo horrorizados que estaban, pero el grito que exigía su ejecución se propagó más rápido de lo que él logró abrirse paso entre aquella locura impenetrable. La única razón por la que se detuvo cuando reconoció a Warren Castillo fue que supo con una claridad irracional que su destino no era huir. No tenía la menor idea de por qué lo sabía, pero era verdad.

—¡Warren! —dudó, y luego le tocó el brazo al hombre—. ¿Qué coño está pasando aquí?

Warren se dio la vuelta y Steve vio que llevaba el cuchillo de carnicero más grande que había visto en su vida.

—Steve —dijo—. Llevaba tiempo sin verte. ¿Cómo fue el funeral?

Steve dio un paso atrás. Captaba un olor repugnante en el sudor de Warren. En su voz había algo que no encajaba. No le gustaba su tono. No, para nada. Era como si estuviera muy borracho, pero Steve no notaba que el aliento le oliera a alcohol, solo a putrefacción avanzada.

—¿Has visto a Jocelyn?

—¿Quién es Jocelyn?

Silencio.

—Mi esposa.

—¿Mi esposa? —Otra vez ese extraño tono en la voz de Warren—. Mi esposa ha recogido un montón de bayas de enebro y de hierba de Santiago en el bosque esta mañana. Dice que purifican el aire. No sé quién se lo ha enseñado, pero… —Se detuvo a mitad de la frase y pasó el pulgar por la hoja de su cuchillo—. ¿Por qué lo hiciste, Steve? ¿Por qué tuviste que abrirle los ojos?

Intentó responderle, pero cuando abrió la boca, descubrió que tenía la garganta demasiado contraída como para forzar la salida de aire.

Un segundo después, algo explotó en la parte superior de su espalda, y esta vez el aire sí que salió, porque el golpe le vació los pulmones de manera literal. La barbilla de Steve impactó contra el suelo. Los dientes le restallaron y de las zapatillas de deporte, las botas y los mocasines que de repente le iban cercando la visión, surgió una negrura súbita. Con un gruñido, se dio la vuelta para tumbarse de espaldas y se encontró mirando directamente hacia la cara invertida de Rey Darrel y los ojos negros de los dos cañones del rifle con el que le habían golpeado.

—Vaya, vaya, ¡pero mírate, chico! —dijo Darrel—. No me digas que no eres un espectáculo que haría llorar a un estadounidense orgulloso.

—Rey —siseó—. No…

—Puto traidor.

Y sin más, Rey se echó hacia atrás para coger impulso y le dio una patada en la cara. Steve oyó un crujido óseo y sintió que un dolor insoportable le atravesaba la mandíbula. La cabeza le osciló en el cuello, su cráneo emitió un ruido sordo al golpear los adoquines y una cortina vertical de sangre se le escapó de la boca.

Entonces Steve debió de desmayarse durante un minuto, puede que incluso durante solo unos segundos, porque lo siguiente que supo fue que lo estaban arrastrando, y luego levantándolo, mientras gritos de instigación brotaban de la turba. Olía a pavimento, a humo, a locura. Se atragantó con su sangre, tosió un diente. El mundo se vino abajo cuando lo alzaron por encima de sus cabezas, y Steve tuvo la nauseabunda pero intensa sensación de que estaba volando y nunca volvería a tocar el suelo. Mientras la multitud lo trasladaba cruzando el cementerio hacia su encarcelamiento sin juicio, la cara le ardía a causa de los horrores, y la piel estiradísima se le encrespaba sobre el cráneo como si le estuviera preparando las mandíbulas destrozadas para el grito que anunciaría el final de todo.

Pero entonces sucedió algo peculiar.

La visión periférica se le ensanchó y tembló, y de repente se dio cuenta de que veía las caras de los vecinos del pueblo a través de los mismos ojos a los que durante tanto tiempo había temido…, los mismos ojos a los que les había quitado los puntos de sutura. Tal vez se debiera a que, al igual que Katherine, ahora sabía lo que era ser señalado como un paria. Tal vez a que, como Katherine, él era ahora el blanco de la ira de aquellas personas. O quizá a que solo ante su muerte inminente podía permitirse la libertad de abrazar lo que siempre le había parecido su mayor temor en Black Spring, pero que ahora le transmitía una extraña sensación de haber vuelto a casa.

Aquella revelación le llegó cuando se acercaron a la iglesia y la pesadilla que lo rodeaba se volvió más oscura. Se sentía íntimamente conectado con Katherine, y eso le provocaba un alivio insólito, un sentimiento de pertenencia. Steve se relajó entre las manos de sus inquisidores y sintió su tacto tranquilizador en todo el cuerpo. Cerró los ojos, pero aun así continuó viendo con los de Katherine: obligada a salir de una oscuridad misericordiosa, se la forzaba a contemplar lo que trescientos cincuenta años de civilización progresiva les habían hecho a sus conciudadanos. Mujeres arrastradas por las piernas o por el pelo y arrojadas a la iglesia. Un coro que se elevaba: «¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja!». Balas de heno y neumáticos de goma empapados de gasolina apilados contra las paredes de la iglesia. Theo Stackhouse, el ahora desenmascarado verdugo de Temple Hill, alzando una antorcha por encima de su cabeza. Una mujer con un bebé en brazos tratando de huir y recibiendo un disparo en la nuca, tras lo cual arrastraron su cadáver hasta la iglesia con el bebé, vivo, todavía aferrado a ella.

Entonces también arrojaron a Steve al nártex de la iglesia de la Meta de Cristal. Aterrizó sobre un cúmulo humano y le cerraron las puertas del templo de golpe en las narices.

Se alejó arrastrándose sobre extremidades y piel, también a punto de que lo pisotearan, hasta que sintió el suelo frío bajo las manos. Steve consiguió continuar avanzando a cuatro patas y, por último, se puso de pie. Dio unos cuantos pasos ebrios y casi se desploma de nuevo contra el suelo. El dolor era una presión sorda pero vertiginosa en su cara hinchada. Sentía el labio inferior como si estuviera suelto. Lo más seguro era que tuviera la mandíbula rota.

No pasó mucho tiempo antes de que el susurro suave y acumulativo del fuego del exterior se convirtiera en un rugido que ahogó incluso la furia de los aullidos y chillidos de los vecinos atrapados en la iglesia. Y no pasó mucho tiempo antes de que una de las vidrieras en forma de cristal reventara y un cóctel Molotov cruzara el claustro oscuro hasta explotar entre los bancos, hacia la mitad de la nave.

El estallido de calor fue inmediato y salvaje, y bañó la iglesia profanada en un resplandor infernal. Bajo esa luz, Steve vio que la iglesia estaba llena de gente que se lanzaba contra las puertas enrejadas con desesperación, que chocaba contra las paredes, que intentaba alcanzar las vidrieras de las ventanas y que se agachaba cuando los cristales volaban por los aires y las llamas hervían a través de las aberturas. Vio a dos personas en llamas…, hombres, mujeres, imposible de decir. Cuando enfiló el pasillo central para alejarse de las paredes en las que el calor iba acumulándose más rápido, muchos tendieron las manos hacia él, le suplicaron, le preguntaron por qué lo había hecho. Vio a personas a las que una vez había considerado sus amigas; Pete VanderMeer, arrodillado con un niño muerto entre los brazos. Cuando Pete levantó la vista, las miradas de ambos hombres se cruzaron en un momento paralizante, y la expresión vacía de la cara de su mejor amigo se convirtió en una máscara de desesperación… y reproche.

Incluso él lo había declarado culpable.

Pero ¿lo era? ¿De verdad aquel infierno era obra suya? Su decisión de abrirle los ojos a Katherine no había sido más que una catálisis causada por su dolor por la muerte de su hijo, y ¿quién era el responsable de la muerte de Tyler? Jaydon Holst lo había obligado a escuchar los susurros de Katherine. Pero ¿podía considerarse que Jaydon era culpable después de lo que el pueblo le había hecho a él? ¿Y Katherine, después de lo que le habían hecho a ella?

Un mal engendraba otro mal mayor, y en última instancia, todo se remontaba a Black Spring.

El pueblo de Black Spring había hecho que todo aquello recayera sobre sí.

Le sobrevino un escalofrío de una naturaleza tan oscura y primitiva que Steve comenzó a tiritar a pesar del terrible calor. Los odiaba. Los detestaba. A todos ellos. A los que estaban dentro de la iglesia y a los que estaban fuera. Eran todos iguales. Ahora se daba cuenta.

Había tenido los ojos cosidos y cerrados durante todos aquellos años, pero ya no.

¡Y todas aquellas bocas abiertas y ojos bulbosos gritándole con escarnio!

Muy bien, que lo tomaran por su paria.

Ya no podrían seguir cegándolo, a él no.

Y cuando llegó al presbiterio, los maldijo a todos. Las centelleantes ráfagas de brasas que se desprendían de la membrana de fuego casi transparente que devoraba el techo le acribillaban el rostro vuelto hacia arriba, pero le daba igual: era su fuego. Maldita fuera aquella gente. Maldita su interminable cadena de decisiones egoístas. Maldita su negativa a buscar la reconciliación, maldita su incapacidad de amar, maldita su enfermiza insistencia en ver lo feo, no lo bueno. Tyler era diferente; Tyler tenía sueños. ¡Malditos, malditos, malditos fueran los que le habían arrebatado a Tyler!

—¿Papá?

Steve había encontrado la puerta que todos los demás habían olvidado, escondida en un recoveco detrás del facistol. Era como si sus pies lo hubieran llevado hasta allí. Pero entonces se detuvo de forma abrupta. Seguía tiritando, pero no debido al frío, sino a un calor febril nacido de la rabia. Ya había cogido el llavero del gancho y, apretándolo con fuerza en la mano, se dio la vuelta.

Eran ellos.

Al otro lado de la iglesia, tras una neblina de humo cada vez más espeso: Jocelyn protegiendo a Matt con su cuerpo de la cascada de llamas. La espalda y las nalgas desnudas de su esposa estaban abrasadas e infestadas de ampollas, pero, cuando la levantó, a Steve no le cupo duda de que la cara era la de Jocelyn. Vio que su mujer movía los labios y, distraídamente, se dio cuenta de que estaba susurrando su nombre, como si estuviera soñando con la visión de un ángel. Pronto su voz se convirtió en un chillido ronco:

—Steve, ¿eres tú? Por Dios, Steve, ¡ayúdanos!

Pero había sido Matt quien lo había visto primero: había despertado de su estado catatónico, y en aquel preciso instante se liberó del peso de su madre y empezó a correr hacia él.

Y Steve sintió que se le oscurecía el rostro.

La imagen de su hijo menor, de su piel pálida tras la estancia en el hospital y del parche manchado que todavía llevaba en el ojo, lo llevó a entender al fin todo lo que significaba la eterna dicotomía de su familia y su dolor por Tyler…. Tyler, donde todo aquello había empezado. Aquellos escasos segundos paralizantes lo despojaron de las pocas defensas que pudieran quedarle. Sintió las miradas de los malditos sobre él. El ardor de Matt los había atraído, y se acercaban corriendo por la nave presas del frenesí, así que Steve retrocedió hacia la puerta pesada y la abrió con manos temblorosas.

—¡Papá, espera!

Steve se asomó a la escalera de caracol. Un agujero profundo y oscuro. Oscuridad absoluta.

Algunos de los caminos que se emprenden discurren a través de tal oscuridad, y recorrerlos sería una inmoralidad o una locura.

«No es una locura. —Steve lo sabía—. Es amor».

Katherine se había visto obligada a sacrificar a uno de sus hijos para salvar al otro. ¿Qué otra cosa podía ser eso, sino amor?

Steve se dio la vuelta tras superar el umbral y metió la llave en la cerradura. Cerró la puerta a su espalda, giró la llave y echó el cerrojo con brusquedad justo antes de que las primeras manos lograran llegar hasta él.

Cayó rodando por el empinado tramo de escaleras.

Se dio un batacazo contra el fondo y se quedó allí tumbado, tal como había aterrizado, acurrucado sobre las piedras refrescantes y gimiendo de dolor. La cripta estaba sumida en las tinieblas, en ese tipo de oscuridad al que unos ojos jamás llegarían a acostumbrarse. Pero lo que le faltaba en vistas lo compensaba con ruidos. Oía el retumbo de la puerta —un golpeteo incesante contra una madera inquebrantable—, que se elevaba sobre el rugido del fuego. Y oía los gritos de la gente. Eran idénticos a los de los fantasmas. Una vez, le pareció oír su propio nombre, un alarido atormentado de dolor y pena. Un pensamiento amenazó con salir a la superficie de su cerebro, pero lo reprimió con ímpetu.

Se dio la vuelta y se tumbó bocarriba. Abrió los ojos, los cerró, los volvió a abrir.

Estaba bastante cómodo allí. Aquella oscuridad le sentaba bien.

Desviaba sus pensamientos hacia el amor. En algún lugar, en otro mundo, oía gritos agonizantes, y se imaginó que los malditos estaban cantando. Steve se hizo un ovillo, se encogió todo lo que pudo y se metió los dedos en los oídos. Comenzó a cantar con ellos.

Justo antes de quedarse dormido, susurró:

—Te quiero, Tyler.

Pero en aquella oscuridad, nadie le respondió.

Y al mismo tiempo, Katherine van Wyler se alzó, y se alzó con el mismo aspecto con que todos los niños de Black Spring la habían visto en sus peores pesadillas. Una bruja mal concebida que apelaba a fuerzas más antiguas que la propia humanidad, fuerzas procedentes de partes del universo que ya eran viejas antes de que la tierra naciera. Se situó en Temple Hill, frente a la iglesia en llamas, y esbozó gestos druídicos con los brazos levantados hacia el cielo, sin parar de murmurar palabras y sonidos corruptos en una lengua que ninguno de los miembros de su rebaño consiguió identificar, pero que hizo que se les pusieran todos los pelos de punta. Los pocos que la vieron comenzaron a gritar, pero Katherine continuó elevando su encantamiento del inframundo hacia los cielos…

… y durante todo ese tiempo, no dejó de llorar.

La gente de Black Spring comenzó a caminar hacia el este: una procesión eterna de almas rotas, algunas de ellas desnudas, todas con la misma mirada aturdida y vacía en el rostro. Todos se alejaron de la iglesia en llamas, como en un sueño. Cuando llegaron a la Ruta 293, no la siguieron, sino que se evaporaron sin más en el bosque que había al otro lado. Pasaron casi tres horas antes de que el primero de ellos emergiera en una tranquila carretera situada al sur de Fort Montgomery. Detrás de las ventanas de las iluminadas casas coloniales del norte del estado, los padres bajaban a hurtadillas al piso de abajo desde el desván, con los brazos llenos de regalos envueltos en papeles coloridos. Los iban depositando ante el resplandor del fuego que agonizaba en la chimenea mientras fuera, en la carretera, el desfile de pesadilla avanzaba sin cesar, invisible. La gente de Black Spring se desvaneció bajo el paso elevado de la autopista y se encaminó directamente hacia el Hudson.

Uno por uno, se internaron en el río, desaparecieron bajo las aguas heladas, y allí los sorprendió la corriente.

Muchas horas después, el cielo que cubría las Highlands se tornó rojo sangre.

Y cuando por fin llegó el amanecer, se avistaron cientos de cuerpos hinchados flotando con languidez bajo el puente Tappan Zee, de camino a Nueva York…, y les ofrecieron a los más madrugadores un atisbo de la pesadilla de otra persona.

Era el día de Navidad.

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