Hex

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Steve Grant se despertó con la luz pálida del sol en la cara y el mal sabor del cobre en la boca hinchada. Le escocían los ojos, los tenía limosos e inflamados, y tuvo que adaptarse a la luz antes de poder abrirlos por completo. Estaba tumbado sobre las baldosas de pizarra del suelo de su comedor.

Así que había vuelto a casa. Intentó recordar cómo o cuándo había abandonado la iglesia en llamas, pero fue incapaz. El tiempo que había transcurrido entre el momento en que cerró la puerta del presbiterio a su espalda y aquel era un enorme agujero negro. Como una cripta en el suelo.

Se levantó y apretó los dientes para soportar el dolor. Lo que quedaba de su ropa estaba lleno de marcas de quemaduras y apestaba a humo. La piel de las manos era de un rojo ardiente y brillaba. Se había torcido algo en la espalda y la rodilla le palpitaba como un diente infectado. Pero lo peor era su cara: el lado izquierdo estaba hinchado como un globo, como si la mandíbula se hubiera deformado de una forma terrible bajo la piel. Sí, estaba rota, no cabía duda. Seguro que a aquellas alturas ya estaba séptica. «Si te quedaba alguna esperanza de presentarte a “America’s Next Top Model” esta temporada —pensó sin emoción—, es posible que tengas que replanteártelo».

Se puso en pie con dificultad y echó un vistazo confuso a su alrededor. Todo parecía estar igual, pero no era cierto; le transmitía una sensación desconcertantemente distinta. El silencio en la casa se apoderó de él. Era tan opresivo que incluso oyó el zumbido de la sangre en sus oídos. Algo iba mal. Muy mal. El árbol de Navidad seguía puesto en el Limbo de Jocelyn, sin decorar. Lo habían preparado para poder decorarlo la tarde en que volvían del centro comercial. Pero fue entonces cuando encontraron a Tyler.

Ahora había empezado a perder las agujas.

Algo que había debajo de la mesa del comedor le llamó la atención: un trozo de hilo negro deshilachado. Uno de los puntos de sutura del ojo de Katherine.

Pero ¿dónde estaba Katherine ahora? ¿Y dónde estaba Tyler?

Tambaleándose, Steve se dirigió hacia el vestíbulo. De camino, se miró al espejo y enseguida deseó no haberlo hecho. La cara que le devolvía el reflejo —con sus surcos profundos, su siniestro brillo rojo y sus ojos atormentados y protuberantes— era una atrocidad en la que no reconoció nada de su antiguo ser. La mejilla izquierda y el labio inferior eran una especie de bulbo morado tirando a negro, y una barba oscura de sangre coagulada le cubría toda la parte inferior del rostro. Aquella mandíbula iba a necesitar fijación con alambres. Tenía una aguja de suturar en el botiquín, pero eso no le serviría.

Se acercó cojeando a la puerta principal, apartó la cortina del cristal con el pulgar y luego se asomó al exterior. El césped estaba húmedo por el rocío y destellaba a la cruda luz del sol. Iba a hacer un buen día. Sin embargo, algo iba mal también allí fuera, y el aire estaba impregnado del mismo silencio opresivo. Miró hacia el oeste por Deep Hollow Road, pero lo único que vio fueron las casas de madera y de ladrillo esperando bajo el sol matutino a que la gente saliera. Pero él se dio cuenta de que nunca lo harían. Incluso desde allí notaba que las casas estaban vacías. Steve se preguntó qué vería si se adentrara más en el pueblo. El aire olía limpio; no quedaba ni rastro de humo. No había… nada. Solo aquel espeluznante silencio.

Seguro que las autoridades no tardaban en llegar. ¿Y entonces qué? Sería igual que en febrero de 1665. Cuando llegaran, no encontrarían nada más que aquel silencio. Tres mil personas desaparecidas sin dejar rastro. Un pueblo fantasma.

«Eso es —pensó—. Y yo soy el alcalde».

Steve se echó a reír; de hecho, estalló en carcajadas. Sus risotadas surgían como ráfagas extrañas y vacías, y resonaban de forma obsesiva por toda la casa abandonada, igual que la risa de un muerto. Le recordaron al péndulo, aquella poderosa máquina de tortura medieval que había quedado suspendida sobre sus vidas el día en que Jocelyn y él llegaron a casa y se encontraron a Tyler muerto: afiladas como una cuchilla, oscilando hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, pronunciando su veredicto despiadado. Bueno, ya se había dictado sentencia; ya se había ejecutado el veredicto. Ahora Steve ya no era más que un cúmulo de partes del cuerpo que apestaban y se reían en la esquina del vestíbulo.

Sus risas no tardaron en convertirse en gritos.

Steve no conservaba un recuerdo lúcido de los minutos siguientes, solo se acordaba de que estaba helado hasta los huesos, de que sintió tanto frío que supo que jamás volvería a entrar en calor.

Cuando recobró el conocimiento, se descubrió desplomado a medio camino del pasillo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas hacia delante. En el suelo, a su lado, había una selección de artículos de su kit de sutura: hilo, un bisturí, pinzas, una aguja curvada. Se alarmó un poco al reparar en que no recordaba ni haberlos sacado del armario ni con qué intención lo había hecho. Su cara necesitaba metal, no algodón.

Permaneció allí tirado, con la cabeza vacía, hasta que al final lo asaltó un pensamiento: «Jocelyn y Matt están muertos. Espero que seas consciente de que anoche los dejaste abrasarse. Están muertos, igual que Tyler».

Su brazo se estrelló contra la pared como si tuviese vida propia, arañó en vano en busca de algo a lo que aferrarse y después volvió a caer. Le temblaba todo el cuerpo… «¡Qué frío!».

Allí, donde todo acababa, lo invadió la certeza paralizante y casi insoportable de que había tomado la decisión equivocada. Steve había escapado de la oscuridad, pero era la luz, aquella condenada luz, la que lo hizo verlo. Katherine no había elegido sacrificar a un hijo para salvar al otro, eso lo habían decidido los jueces. ¿Y era tan ingenuo como para pensar que habrían permitido que su hija conservara la vida tras haber arrojado el cuerpo de Katherine a la charca de la bruja?

Ahora él era el juez. En su última prueba, él tampoco había mostrado ningún deseo de reconciliación; había presumido solo lo peor de la gente, como todos los demás habitantes de Black Spring. ¿De verdad creía que merecía recibir a Tyler con las manos manchadas con la sangre de su esposa y su segundo hijo? Y aun en caso de que Tyler regresara, ¿creía que sería algo menos que una abominación repugnante?

Oh, la oscuridad. ¡Ojalá pudiera volver a ella! ¡Ojalá pudiera deshacer sus acciones! No quería ver lo que le esperaba al final de aquella luz implacable. Lo único que podía hacer era aferrarse a la esperanza menguante de que su obsesión por la muerte de Tyler se hubiera basado en la lógica.

«No es lógica —pensó—. Es amor».

Llamaron a la puerta.

Steve ahogó un grito.

Levantó la mirada.

Bajo la luz del sol, detrás de la cortina de la puerta de entrada, había una sombra. Solo se atisbaba su silueta, a la espera, inmóvil.

La silueta… ¿de un chico?

Steve se sentó en el vestíbulo, paralizado por el miedo.

Y deseó que la forma desapareciera. Dios mío, por favor…, ojalá hiciera que se marchase. Lo que lo esperaba allí no era su hijo, y lo que sentía no era amor, sino un abismo insondable que se abría por debajo de él y era mucho mucho más profundo que el amor.

Llamaron de nuevo a la puerta.

Con un golpe sordo, lento y fuerte; solo uno.

Vio la sombra de los nudillos apoyados en el cristal de la ventana.

Steve Grant cogió la aguja y el hilo de sutura, y mientras la cosa que esperaba al otro lado de la puerta llamaba una y otra vez, empezó por los ojos, con la esperanza de que la soledad de la oscuridad eterna lo consolara un poco del frío.

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