Hermana

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Capítulo 13

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Todd se ofreció a llevar el coche de alquiler de vuelta a la empresa que me lo había alquilado en el aeropuerto. Después de todo, estaba claro que no tenía ni idea de cuanto tiempo me quedaría en Londres. Y era ridículamente caro. Lo mundanal de nuestra conversación, la atención que le dedicamos a los detalles prácticos, eran familiares y tranquilizadoras, tanto que casi quería pedirle que se quedara conmigo, incluso suplicárselo. Pero no podía exigirle eso.

—¿Seguro que no prefieres que me quede aquí hasta que se celebre el funeral?

—Sí. Pero gracias por el ofrecimiento.

Le di las llaves del coche de alquiler y solo cuando oí el rugido del motor encendiéndose, comprendí que también debería haberle devuelto el anillo de compromiso. Giraba alrededor de mi dedo mientras contemplaba por la ventana del sótano cómo se alejaba el coche, y seguí mirando mucho después de que el coche desapareciera de mi vista; ahora los motores de coches eran de extraños.

Me sentí enjaulada en mi soledad.

* * *

Le he hablado al señor Wright de la nota que dejé colgada en el tablón de anuncios del colegio, pero no le he dicho nada de Todd.

—¿Le apetece que vaya a buscar unas pastas? —me dice el señor Wright.

Me quedo sorprendida, pero contesto:

—Eso estaría muy bien.

Bien. Mañana debería traerme un diccionario. Me pregunto si se está mostrando amable o es que tiene hambre de verdad. O quizá es un gesto romántico: té para dos, a la antigua usanza. Me sorprende lo mucho que me gustaría que fuera esto último.

Cuando se va, marco el número de teléfono del trabajo de Todd. Su asistente personal contesta por él pero no reconoce mi voz, debo tener un acento plenamente inglés a estas alturas. Me pasa con Todd. La relación aún es un poco tensa, pero cada vez menos. Hemos puesto a la venta nuestro piso y hablamos de las condiciones. Luego cambia abruptamente de tema.

—Te vi en las noticias —dice—. ¿Estás bien?

—Sí. Muy bien, gracias.

—Quería pedirte perdón…

—No tienes que disculparte por nada. De verdad, en el fondo fui yo quien…

—Por supuesto que debería hacerlo. Tenías razón desde el principio acerca de tu hermana.

Se produce una pausa entre los dos, que rompo yo.

—¿Así que vas a irte a vivir con Karen?

Hay otra breve pausa antes de que conteste.

—Sí. Seguiré pagando mi parte de la hipoteca, por supuesto, hasta que vendamos el piso.

Karen es su nueva novia. Cuando me lo dijo, me sentí aliviada porque hubiera encontrado una relación tan rápidamente, y al mismo tiempo culpable por sentir ese alivio.

—Ya me imaginaba que no te importaría —dice Todd, y creo que en el fondo sí querría que me importara. Suena falsamente alegre—: Es algo parecido a lo nuestro, pero esta vez soy yo quien lleva los pantalones.

No tengo ni idea de qué contestar a eso.

—Ya sabes, «si no puede haber un afecto igual» —sigue Todd, con tono ligero, pero sé que no debo malinterpretarlo. No quiero que termine el verso, «deja que el más amante sea yo».

Nos despedimos.

Ya te había recordado que estudié literatura, ¿verdad? Siempre he tenido un sinfín de citas a mi disposición, pero en lugar de proporcionar una bonita banda sonora literaria a mi vida, subrayan lo inadecuada y torpe que es.

El señor Wright vuelve con los pastelitos y unas tazas de té, y nos tomamos una pausa de cinco minutos de la declaración. En lugar de eso, hablamos de cosas pequeñas y triviales: el caluroso clima, que no encaja en absoluto con la estación del año, las flores del parque de St. James, las peonías que están floreciendo en tu jardín. Nuestro té a solas tiene un aire romántico, pero al estilo inofensivo del siglo XXI, aunque dudo que las heroínas de Jane Austen bebieran su té en tazas de poliestireno o comieran pastas salidas de cajas de plástico.

Espero que no se sienta mal porque no he podido terminar la pasta; sentía demasiadas náuseas.

Después del té, volvemos a repasar un par de páginas de mi declaración, mientras verifica algunos puntos, y luego sugiere que pongamos punto final al día. El tiene que quedarse y terminar algo de papeleo, pero me acompaña hasta el ascensor. Mientras recorremos el largo pasillo y dejamos atrás los despachos a oscuras, me siento como si me estuviera escoltando a la puerta de mi casa después de una cita. Espera a que se abran las puertas para asegurarse de que estoy sana y salva dentro del ascensor, para irse.

Dejo las oficinas de la fiscalía y me voy a buscar a Kasia. Me gastaré dos días de sueldo en entradas para el London Eye, porque se lo había prometido. Pero estoy agotada, me duelen las piernas y siento los brazos como si fueran piedras y no me pertenecieran. Solo quiero irme a casa y dormir. Cuando veo las largas colas, me enfado con ese ojo[1] que ha convertido a Londres en un cíclope urbano.

Veo a Kasia que me saluda desde el principio de una cola. Debe haber esperado durante horas. La gente la mira, probablemente preocupada por si se pone de parto en una de las cápsulas.

Me uno a ella y diez minutos más tarde «embarcamos».

Mientras nuestra cápsula asciende en lo alto, Londres se despliega a nuestros pies y ya no me siento enferma ni cansada, sino relajada. Y pienso que, aunque no estoy precisamente fuerte, al menos hoy no me he desmayado, lo que debe ser buena señal. Así que puedo permitirme la esperanza de sobrevivir a esto de una sola pieza; y de que todo, al final, termine bien.

Le enseño las vistas a Kasia, y le pedimos a la gente que está en dirección al sur que se aparte un poco para que pueda ver el Big Ben, la estación eléctrica de Battersea, el Parlamento, y el puente de Westminster. Mientras muevo los brazos para señalarle los lugares, me siento sorprendida, no solo por el orgullo que despierta en mí mi ciudad, sino también por la naturalidad con la que pienso en que es «mía». Había optado por vivir en Nueva York, y poner un Atlántico de por medio, pero por ningún motivo me siento como si formara parte de este lugar.

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