Hermana

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Capítulo 14

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Capítulo 14

Lunes

Esta mañana me he levantado absurdamente temprano. Pudding es una bola de pelo y ronroneos instalada en mis piernas (jamás entendí por qué razón acogías a un gato callejero). El señor Wright me dijo que hoy «cubriremos» tu funeral y a las cinco y media abandono la idea de dormir y salgo al jardín. Debería repasarlo mentalmente antes, pero mis pensamientos tropiezan cuando intento recordar sin concentrarme. En lugar de eso, miro las hojas verdes y los capullos que están a punto de florecer a lo largo de las macetas que una vez pensé que estaban llenas de ramitas muertas. Pero me temo que hay una baja. La rosa inglesa, la Constance Spry, murió a causa de la orina de un zorro, así que en su lugar he plantado un Cardenal Richelieu. Ningún zorro se atreverá a orinarse encima del cardenal.

Noto que alguien me pone un abrigo sobre los hombros y al girarme veo a Kasia volviendo a trompicones a su cama. Tu bata ya no le tapa la barriga. Solo le faltan tres días para salir de cuentas. Me ha pedido que sea su compañera de parto, su «doula» (un término que parece demasiado fino para describir los rudimentarios conocimientos que tengo sobre mi función). Jamás me hablaste de las «doulas» cuando me pediste que estuviera a tu lado cuando dieras a luz a Xavier, solo me pediste que viniera. Quizá pensaste que me parecería algo raro. (No te habrías equivocado). O contigo, sencillamente no necesitaba ningún nombre especial. Soy tu hermana. Y la tía de Xavier. Eso basta.

Quizá pienses que Kasia es como una segunda oportunidad, después de fallarte a ti. Pero aunque sería fácil creerlo, no es cierto. Tampoco es un tratamiento parlante y viviente de Prozac. Lo que pasa es que me ha obligado a mirar hacia el futuro. ¿Te acuerdas de cuando Todd me decía que «debemos seguir adelante»? Pero como mi vida no puede rebobinarse hasta el momento en que aún estabas viva, que es donde yo hubiera querido pararla, seguir adelante parecía egoísta. Pero el futuro bebé de Kasia (es una niña, le dijeron) es un recordatorio visual de que la vida sigue adelante, de verdad: es lo opuesto a un memento mori. No sé si existe algo parecido a un memento vitae.

Amias tenía razón; el coro del amanecer es verdaderamente ruidoso. Los pájaros llevan una hora cantando a pleno pulmón. Intento recordar el orden que me describió y pienso que ahora debe ser el turno de las alondras. Mientras escucho lo que creo que son sus cantos, pienso que sus notas son similares a los preludios de Bach y, extrañamente, algo asombrada y más tranquila, recuerdo tu funeral.

* * *

La noche antes dormí en mi vieja habitación en Little Hadston. No había dormido en una cama individual desde hacía años y su estrechez, las sábanas remetidas y el pesado edredón me resultaron reconfortantes. Me levanté a las cinco y media de la mañana y cuando bajé, mamá ya estaba atareada en la cocina. Había dos tazas de café encima de la mesa. Me dio una.

—Te habría subido el café pero no quería despertarte.

Supe, antes de probarlo, que estaría frío. Fuera era aún de noche, y solo se oía la lluvia. Mamá descorrió las cortinas distraídamente, como si se pudiera ver el exterior, pero todo lo que se distinguía en las ventanas era su propio reflejo.

—Cuando alguien muere, pueden tener la edad que quieras recordar, ¿verdad? —preguntó. Mientras yo buscaba una respuesta, prosiguió—: Probablemente estás pensando en la Tess adulta, porque estabas todavía muy unida a ella. Pero cuando me he despertado, he pensado en el día que tenía tres años y llevaba la falda de hada que yo le había comprado en Woolworth’s y el casco de policía. Su varita mágica era una cuchara de madera. En el autobús, ayer, me imaginé cuando la sostenía, a los dos años. Recordé lo cálido que era su abrazo. La forma en que sus deditos se agarraban con firmeza a los míos; eran tan pequeños que ni siquiera lograba juntarlos. Recordé la forma de su cabeza y cómo le acariciaba el cuello hasta que se dormía. Recordé su olor. Olía a inocencia. A veces, la recuerdo con trece años, tan linda que me preocupo cada vez que veo un hombre mirándola. Todas esas Tess son mi hija.

A las 10:55 fuimos a la iglesia y el viento empujaba la fría lluvia contra nuestros rostros y piernas, pegaba la falda negra de mamá contra sus muslos, y manchaba de barro mis botas negras. Pero me alegré de que hiciera viento y de que lloviera, «¡Soplad, vientos, y quebrad vuestras mejillas!». Sí, lo sé, no era ningún agreste bosque, sino Little Hadston, un jueves por la mañana, con una hilera de coches aparcados a lo largo del camino hacia la iglesia.

Había más de cien personas de pie en el exterior de la iglesia bajo la lluvia. Algunos tenían paraguas, otros solo se habían subido la capucha de la gabardina o del abrigo. Por un instante pensé que aún no habían abierto la puerta de la iglesia, antes de comprender que era al revés: la iglesia estaba demasiado llena como para que pudieran entrar. Entre el gentío divisé al sargento detective Finborough, que había venido con la agente Vernon, pero la mayoría de la gente era una masa borrosa indistinguible, entre la lluvia y la emoción.

Mientras contemplaba la multitud que había frente a la iglesia y pensaba en los que debían estar apretados dentro, me imaginé que cada persona llevaba en su interior sus recuerdos de ti —de tu voz, de tu cara, de tu risa, de lo que hacías y decías— y que si todos esos fragmentos de ti pudieran unirse de algún modo, entonces obtendríamos el verdadero retrato de quien eras tú; juntos, te abarcaríamos.

El padre Peter salió a recibirnos en la puerta del cementerio que llevaba a la iglesia, con un paraguas para protegernos de la lluvia. Nos dijo que había sentado a gente en la sillería del coro, y que había sacado sillas adicionales pero que no quedaba espacio ni para un alfiler dentro del templo. Nos acompañó a través del cementerio, hacia la puerta de la iglesia.

Mientras caminábamos con el padre Peter, vi a un hombre de espaldas que estaba solo en el camposanto. Llevaba la cabeza descubierta y estaba empapado de pies a cabeza. Estaba inclinado encima del agujero en el suelo que esperaba tu ataúd. Vi que era papá. Después de todos esos años esperándole, cuando nunca llegaba, ahora él te esperaba a ti.

Las campanas empezaron a doblar. No hay un sonido más horrendo. No tiene el pulso de la vida, ni ritmo humano, solo el golpe mecánico de la pérdida. Era hora de entrar en la iglesia. Me pareció tan imposible y aterrador como saltar por la ventana del piso más alto de un rascacielos. Creo que mamá se sentía igual. Ese único paso acabaría inexorablemente con tu cuerpo enterrado en la tierra húmeda. Sentí un brazo rodeándome la espalda y vi a papá. Con la otra mano había cogido la de mamá. Nos acompañó a la iglesia. Noté el estremecimiento de mamá a través del cuerpo de mi padre cuando vio tu ataúd. Papá mantuvo su abrazo mientras caminábamos por el pasillo, que parecía interminable, hacia nuestro sitio en las banquetas de delante. Luego se sentó entre las dos, cogiéndonos de las manos. Jamás me he sentido tan agradecida por el tacto de un ser humano como entonces.

En un instante breve, me giré y miré la iglesia repleta de gente que se derramaba hacia el exterior, bajo la lluvia. Me pregunté si el asesino estaba allí, entre todos nosotros.

Mamá había pedido el servicio funerario completo, con misa y todo lo demás, y yo me alegré porque eso significaba que tardaríamos más en enterrarte. Sé que nunca te han gustado los sermones, pero creo que el del padre Peter te habría conmovido. El día anterior había sido San Valentín, y quizá por esa razón habló de amor no correspondido. Creo que recuerdo algo de lo que dijo:

—Cuando hablo de amor no correspondido, la mayoría de vosotros pensaréis en el amor romántico, pero hay muchas otras formas de amor que nunca se corresponden bien, si es que llega a devolverse ese amor alguna vez. Un adolescente enfadado quizá no quiera tanto a su madre como ella a él; un padre abusivo no devuelve el amor inocente y abierto de su hijo pequeño. Pero el duelo por un ser querido es el amor no correspondido más extremo que existe. Por mucho que amemos a alguien que ha muerto, ellos jamás nos podrán corresponder. Al menos, así nos sentimos…

Después de la misa en la iglesia salimos fuera para el entierro.

La incesante lluvia había transformado la tierra cubierta de nieve del cementerio en un montón de barro sucio.

El padre Peter empezó con el rito:

—Venimos a entregar a nuestra hermana Tess y a su bebé Xavier a la compasión del Señor, y ahora entregamos sus cuerpos al suelo: así, tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo: con la verdadera y cierta esperanza de la resurrección en la vida eterna.

Recordé el entierro de Leo y cómo nos cogimos de la mano. Yo tenía once años y tú seis, y tu mano era suave y pequeña mientras la sostenía. Cuando el pastor dijo: «con la verdadera y cierta esperanza de la resurrección en la vida eterna», tú te giraste hacia mí y dijiste:

—No quiero verdadera y cierta esperanza. Quiero que sea verdad y estar segura, Bee.

En tu funeral, yo también quería que fuera verdad y estar segura. Pero incluso la iglesia solo puede esperar, y no prometer, que tras acabarse la vida humana haya un final feliz en el más allá.

Bajaron tu ataúd hasta el profundo corte que habían excavado en la tierra. Vi cómo descendía, rozando las raíces expuestas de la hierba y los árboles, cortadas por la mitad. Luego más y más abajo. Y habría hecho lo que fuera para sostener tu mano de nuevo, cualquier cosa, solo una vez, por unos segundos. Cualquier cosa.

La lluvia golpeó tu ataúd con una melodía de canción infantil: «Trin-tran, trin-tran, la lluvia cae» yo tenía cinco años y te la cantaba, y tú estabas recién nacida.

Tu ataúd llegó al fondo del monstruoso agujero. Y una parte de mí bajó a la tierra embarrada contigo, se tendió a tu lado y murió contigo.

Luego mamá dio un paso adelante y sacó una cuchara de madera de su bolsillo. Entreabrió los dedos y la cuchara cayó encima de tu ataúd. Tu varita mágica.

Yo tiré los mensajes de correo electrónico que había firmado con las siglas «lol». También tiré mi título de hermana mayor. Y mi mote, Bee. No era nada impresionante, y a nadie más le importaba, pensé, este lazo que nos unía. Las pequeñas cosas, las cosas diminutas. Tú sabías que no podía hacer palabras con las letras de mi sopa y te daba a ti mis vocales para que tú pudieras hacer más. Yo sabía que tu color favorito era el púrpura, y que luego fue el amarillo brillante. («La palabra pretenciosa es ocre, Bee») y tú sabías que el mío era el naranja, hasta que descubrí que el malva era más sofisticado y tú empezaste a tomarme el pelo al respecto. Tú sabías que mi primer animal de porcelana había sido un gato (me dejaste cincuenta centavos de tu propio bolsillo para que lo comprara) y que una vez saqué toda mi ropa de mi baúl escolar y la arrojé por toda la habitación y esa fue la única vez que tuve algo parecido a una pataleta. Yo sabía que cuando tenías cinco años te metiste en mi cama cada noche para dormir, durante un año, porque tenías miedo. Tiré todo lo que teníamos entre las dos —las fuertes raíces y los brotes y las hojas y las hermosas y suaves flores de nuestra hermandad— a la tierra, contigo. Y yo me quedé de pie en el borde de tu tumba, tan disminuida por tu falta, que pensé que no podría seguir existiendo.

Solo me permitieron conservar lo mucho que te echaba de menos. ¿Y eso en qué consiste? En las lágrimas que se deslizaban en mi interior, en la emoción que atenazaba mi garganta, en el hueco en mi pecho que es más grande que yo. ¿Era eso todo lo que me quedaba? Nada más, después de veintiún años de quererte. ¿Acaso la sensación de que todo estaba bien el mundo, en mi mundo, porque tú eras los cimientos sobre los que lo había construido, esa sensación que había formado en mi infancia y que había crecido conmigo hasta mi vida adulta, acaso eso iba a ser reemplazado por la nada? El espanto de la nada. Porque ahora no era la hermana de nadie.

Vi que a papá le habían dado un puñado de tierra. Pero mientras la sostenía en su mano, encima de tu ataúd, no podía dejarla ir. En lugar de eso, se puso la mano en el bolsillo y dejó que la tierra cayera allí, y no encima de ti. Observó mientras el padre Peter arrojaba el primer puñado de tierra, y se apartó, roto por el dolor. Me acerqué a él y tomé su mano manchada entre las mías, y la tierra crujió entre nuestras palmas suaves. Me miró con amor. Una persona egoísta aún puede querer a los demás, ¿verdad? Incluso cuando les ha hecho daño y les ha decepcionado. Yo, más que nadie, debería entenderlo.

Mamá guardó silencio mientras cubrían tu ataúd de tierra.

Una explosión en el espacio no hace ningún ruido.

* * *

El grito silencioso de mi madre permanece dentro de mi cabeza cuando vuelvo a las oficinas de la fiscalía. Es lunes y están llenas de gente. Al entrar en el repleto ascensor me pongo nerviosa, como siempre, por si se atasca y mi móvil no tiene cobertura y Kasia no puede avisarme si se pone de parto. Tan pronto como llego al tercer piso compruebo los mensajes: no hay ninguno. También mi busca. Solo Kasia lo tiene. Quizá sea exagerado, sí, pero como si fuera una conversa reciente al catolicismo, ahora que soy una persona atenta, todo debe hacerse como debe ser, con cuentas de rosario y velas de incienso, un busca y un tono especial en mi teléfono ex profeso para ella. No tengo la seguridad que da el haber nacido siendo una persona considerada. Eso al menos ya lo sé. No puedo dejarme llevar, como si ser generosa formara parte de mi bagaje intrínseco. Y sí, quizá mi preocupación por Kasia es una manera, por el momento, de reconducir mis pensamientos hacia una persona que está viva. Necesito el memento vitae.

Entro en el despacho del señor Wright. No me sonríe esta mañana, quizá porque sabe que hoy tenemos que empezar por tu funeral; o tal vez la chispa del romance que pensé que se había encendido ese fin de semana se había apagado por lo que yo le estaba contando. Mi declaración como testigo, que pivota alrededor de un asesinato, no es precisamente un soneto de amor. Me apuesto a que los pájaros de Amias no se cantan este tipo de cosas.

Ha cerrado las persianas venecianas para tapar el brillante sol de primavera y la luz más difusa parece apropiada, ahora que nos disponemos a hablar de tu entierro. Hoy intentaré no mencionar mis debilidades físicas porque, como he dicho, no tengo derecho a quejarme, no cuando tu cuerpo está roto, más allá de cualquier curación, enterrado en el suelo.

Le hablo al señor Wright del entierro y me ciño a los hechos, no a los sentimientos.

—Aunque en ese momento no lo sabía, su funeral me dio dos pistas importantes —digo, omitiendo la torturante asfixia del alma que representó ver cómo cubrían de tierra tu ataúd—. La primera fue que entendí por qué, si Emilio Codi había sido el asesino de mi hermana, habría esperado hasta después del nacimiento de Xavier.

El señor Wright no tiene ni idea de por donde van los tiros, pero creo que tú sí lo sabes.

—Siempre había sabido que Emilio tenía un móvil para matarla —continué—. Su romance con Tess ponía en peligro su matrimonio y también su carrera. Es cierto que su esposa no le había dejado cuando se enteró del asunto, pero él no podía saberlo de antemano. Si era él, y la había matado para proteger su matrimonio y su carrera, ¿por qué no hacerlo cuando Tess se negó a abortar?

El señor Wright asiente, y creo que está intrigado.

—También recordé que fue Emilio Codi el que había llamado a la policía después de la reconstrucción y les dijo que Tess ya había tenido su bebé. Pensé que significaba que o bien la había visto o había hablado con ella después del parto. Emilio ya había presentado una queja formal contra mí a la policía, así que tenía que ir con cuidado y asegurarme de que no pudiera denunciarme por acoso. Le llamé y le pregunté si aún quería recuperar sus pinturas de Tess. Estaba enfadado conmigo, eso saltaba a la vista, pero de todas formas quería recuperar sus obras.

* * *

Emilio parecía demasiado grande para tu apartamento, como si su masculinidad y su furia lo inundaran. Había abierto todos y cada uno de los envoltorios que protegían los desnudos, quizá para ver si los había estropeado, o les había puesto hojas de parra. ¿O tal vez solo quería mirar de nuevo tu cuerpo? Su voz exudaba ira.

—No había ninguna necesidad de contarle lo mío con Tess a mi mujer, ni mencionar la fibrosis quística, nada de todo eso. Ahora ha decidido someterse a unas pruebas para ver si es portadora de fibrosis quística, y yo también tendré que hacerlo.

—Eso es muy sensato. Pero usted es un portador, de eso no hay duda. De otra forma, Xavier no habría estado enfermo. Para que un bebé tenga fibrosis quística, ambos padres deben ser portadores.

—Lo sé. Los terapeutas genéticos nos martillearon con información. Pero quizá el padre no sea yo, ¿no lo ha pensado?

Me quedé mirándole, atónita. Él se encogió de hombros.

—No era muy estrecha con el sexo. Era perfectamente posible que tuviera más amantes.

—Pues se lo hubiera contado, y a mí también. No era una mentirosa.

Se quedó en silencio porque sabía que era verdad.

—¿Fue usted quien llamó a la policía para decirles que ya había dado a luz a Xavier, verdad? —pregunté.

—Pensé que era lo correcto.

Quise llevarle la contraria. Él jamás había hecho «lo correcto». Pero no quería preguntarle por eso.

—¿Le dijo que Xavier había muerto, pues?

Guardó silencio de nuevo.

—¿Se lo dijo durante una llamada telefónica o quedaron para verse?

Recogió tus pinturas y se giró para irse. Pero yo me interpuse, impidiéndole pasar por la puerta.

—Ella quería que usted se hiciera responsable de Xavier, ¿verdad?

—Tiene que entender algo. Cuando me dijo que estaba embarazada le dejé claro como el agua cuál era mi postura respecto al bebé. Le dije que no pensaba ayudarla, ni a ella ni al bebé. No pensaba ser el padre del crío. Y ella no montó ningún número. Incluso dijo que el bebé estaría mejor sin mí.

—Sí. Pero ¿qué pasó una vez Xavier hubo muerto?

Dejó las pinturas en el suelo. Por un instante creí que iba a empujarme para poder salir e irse. Pero se limitó a hacer un gesto teatralmente absurdo de rendición, estúpido en su infantilismo.

—Tiene razón. Manos arriba. Amenazó con descubrirme.

—Quiere decir que le pidió que confesara que Xavier era su hijo, ¿verdad?

—Exacto.

—El bebé había muerto, y ella solo quería que su padre no se avergonzara de él.

Aún tenía las manos levantadas en el aire, y tensó los puños. Pensé que iba a golpearme. Entonces los dejó caer a ambos lados.

—Debería interrogar a ese chico, el que siempre la seguía a todas partes con la cámara colgada del cuello. Él estaba obsesionado con ella. Y era muy celoso.

* * *

—Yo sabía que Tess no le habría pedido nada a Emilio si Xavier hubiera vivido —digo—. Pero cuando el bebé nació muerto, para ella habría sido intolerable que Emilio siguiera negándole.

Cuando observé a papá junto a tu tumba, se redimió. Cuando importó —cuando tu cuerpo sin vida se internaba en la fría y húmeda tierra— había dado un paso adelante y se había erigido en el hombre que es tu padre. No se puede negar a un hijo muerto.

El señor Wright espera un momento antes de formular su siguiente pregunta.

—¿Le creyó cuando le habló de Simon?

—Yo sospechaba de los dos, pero no tenía nada en firme contra ninguno de ellos; nada que hiciese cambiar la opinión de la policía de que Tess se había suicidado.

Le he hablado al señor Wright de mi encuentro con Emilio como si yo fuera un detective, pero en el fondo de mi corazón yo le hablé como tu hermana. Y debo decirle eso, también, por si es relevante. Implica abrirme hacia él de una forma casi obscena, pero ya no puedo ser discreta y tímida. Tengo que arriesgarme, piense lo que piense acerca de mí. Así que sigo hablando.

* * *

Emilio estaba de pie frente a la puerta abierta, y la furia le hacía sudar copiosamente mientras sostenía las pinturas en la mano.

—¿No lo entiende, verdad? Entre ella y yo solo había sexo; fantástico, pero solo sexo, y Tess lo sabía.

—¿No cree que alguien tan joven como Tess quizá le consideraba una figura paterna?

Es lo que yo pensaba; no me importaba todas las veces que lo habías negado.

—No, no lo creo.

—¿No cree que el hecho que su propio padre la hubiera abandonado y que usted fuera su profesor hiciera que le buscara para algo más que «solo sexo»?

—No. No lo creo.

—Espero que no. La habría decepcionado mucho.

Me alegré de habérselo podido decir a la cara.

—O quizá le gustaba romper las reglas —dijo—. Yo era un hombre que le estaba vedado, y tal vez eso le gustaba. —Su tono bordeaba el flirteo—. La fruta prohibida siempre es la más erótica, ¿verdad?

Me quedé callada y él se acercó a mí. Demasiado.

—Pero a ti no te gusta el sexo, ¿verdad?

Yo no decía nada, y él me observaba en busca de una reacción, esperando.

—Tess decía que solo practicabas el sexo como pago por la seguridad de una relación.

Sentía sus ojos sobre mí, espiándome.

—Dijo que habías escogido un trabajo aburrido pero estable y que hiciste lo mismo con tu prometido. —Trataba de destrozar las capas protectoras de nuestra relación, y seguía—: Dijo que preferías estar a salvo antes que ser feliz. —Vio que había dado en la diana y siguió golpeando—: Que tenías miedo de la vida.

Tenías razón, como sabes. Hay gente capaz de navegar por vidas de mares azules, con apenas una borrasca ocasional, pero para mí la vida siempre ha sido una montaña, vertical y peligrosa. Y, como creo que te dije, siempre había buscado los agarres y garfios y cuerdas de seguridad, un trabajo estable y aburrido y una relación segura.

Emilio seguía mirándome, esperando que me sintiera traicionada por ti y herida. Pero en lugar de eso me conmoví. Me sentí más cerca de ti. Porque me conocías mucho mejor de lo que yo misma sabía, y aún así me querías. Fuiste lo suficientemente amable como para no decirme lo que sabías de mi temor, me permitiste conservar mi autoestima de hermana mayor. Ahora desearía habértelo contado. Y decirte que si me hubiera atrevido a apartar la vista de mi traicionero risco, te habría visto volando en el cielo, libre de inseguridades y ansiedades, sin redes de seguridad que te amarrasen a tierra.

Y sin cuerdas que te salvaran.

Espero que pienses ahora que he desarrollado un poco de valor.

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