Helena

Helena


XXII

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No era preciso un gran esfuerzo para adivinar quién era la dueña de las manos. Estácio, con las suyas, apartó las manos de Helena, sujetándola por las muñecas de modo que le arrancó un gemido. Al volverse, dio con los ojos de su hermana, que le dijo en tono de gracioso reproche:

—¡Qué malo eres! Me pagas una caricia con un moratón. Ya verás, nunca más voy a ser cariñosa contigo. He venido a verte porque hoy ni siquiera nos has saludado… ¡Me dolió mucho! —dijo mirándose las muñecas—. Pero… tengo los dedos mojados. No estarás… ¿pero qué te pasa? ¿Qué ocurre?

Estácio, que oyó las palabras de su hermana con el rostro destrozado y la mirada ansiosa, no respondió a sus últimas preguntas, y continuó mirándola, como queriendo leer en su cara la explicación del enigma que lo aturdía. Helena insistió aún, aterrada y afligida. Quiso cogerle las manos, pero Estácio desvió el cuerpo, se dirigió a la pared, descolgó el dibujo que Helena le había dado el día de su cumpleaños y lo acercó a la muchacha.

—¿Qué pasa? —repitió Helena, asombrada.

La única respuesta de Estácio fue señalar con el dedo la misteriosa casa reproducida en el dibujo. Helena miró alternativamente para el dibujo y para la mano. La expresión imperiosa e interrogativa de este llevó su atención al punto indicado. De pronto, palideció. Sus labios se estremecieron como si murmurase algo, pero el alma habló tan bajo que la frase no llegó a la boca. Aquello duró unos instantes. La angustia se leía en el rostro de ambos.

La muchacha, para ocultar la suya, se cubrió los ojos con las manos. El gesto era elocuente. Estácio arrojó el cuadro lejos de sí con un movimiento de cólera. Helena huyó corriendo hacia el pasillo.

Doña Úrsula estaba esperando a sus sobrinos para comer. Ante la tardanza de estos, se dirigió, también ella, al despacho de Estácio. Doña Úrsula entró y lo vio sentado en una butaca, con el pañuelo en la cara, como sollozando. La tía corrió hacia él con toda la velocidad que sus años le permitían. Estácio no la oyó entrar. Solo se enteró de su presencia cuando las manos de la buena señora arrancaron las suyas de los ojos. El asombro de doña Úrsula fue indescriptible, sobre todo cuando Estácio, levantándose, se arrojó a sus brazos exclamando:

—¡Qué fatalidad!

—Pero… ¿qué pasa?… Explícate…

Estácio secó las mejillas mojadas por el largo y silencioso llanto, y lo hizo con el gesto decidido de un hombre que se avergüenza de su debilidad. La explosión había arrancado la congoja de su alma. Al fin podía ser hombre, y tenía que serlo. Doña Úrsula le pidió, le ordenó, que le explicase la causa de aquella aflicción en que lo hallaba. Estácio se negó a hacerlo.

—Ya lo sabrá todo mañana, o quizá antes. Ahora, solo podría mostrarle un enigma, y sé lo que este enigma me ha costado. Unas horas más, y necesitaré su consejo y su apoyo, tía.

Doña Úrsula se resignó a esperar. Cuando llegó al comedor, encontró un recado de Helena. Le decía que se sentía repentinamente enferma y que excusase su ausencia durante aquella tarde y noche. Doña Úrsula sospechó de inmediato que el recado de Helena tenía algo que ver con la aflicción de Estácio, y corrió al cuarto de la sobrina. La encontró medio caída en la cama, con el rostro en la almohada y el cuerpo tranquilo, como muerto. Al oír los pasos de doña Úrsula, alzó la cabeza. La palidez era grande, y profundo su abatimiento, pero no había lágrimas en su rostro. El dolor, si lo hubo, y lo hubo, se había petrificado. Lo que quedaba aún vivo en el rostro de la muchacha eran los ojos, que no habían perdido su fulgor natural. Helena se incorporó dificultosamente y se abrazó a la tía con una mirada de súplica y de amor. Doña Úrsula le cogió las dos manos y la miró silenciosamente. Luego, murmuró:

—Cuéntamelo todo.

—¡Luego lo sabrá! —suspiró la chica.

—¿No tienes confianza en tu tía?

Helena acabó de levantarse y se lanzó a sus brazos. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Eran las primeras que derramaba en aquella media hora. Después le besó las manos con ternura:

—Puede recibir estos besos —dijo—; no son más puros los de los ángeles…

Fueron las últimas palabras que doña Úrsula pudo arrancarle. La muchacha se encerró en el silencio en que la había hallado. Doña Úrsula salió y fue a ver a Estácio. El sobrino se dirigía al comedor.

—Vamos a la mesa —dijo ella—, no conviene que los esclavos sepan de estas crisis…

Doña Úrsula le contó el estado en que había hallado a Helena y las palabras que con ella había cambiado. Estácio la oyó sin ninguna expresión de simpatía. La comida fue un simulacro: solo un medio de burlar la perspicacia de los esclavos que, sin embargo, no cayeron en el embuste. Se dieron cuenta inmediatamente de que algún acontecimiento oculto tenía concentrados y suspensos los espíritus. Los platos volvían casi intactos; sobrino y tía cambiaban con esfuerzo apenas unas palabras. Seguro que la causa de todo era ñita Helena.

Estácio dio orden de que se dijera a cualquier extraño que la familia no recibía hoy. Solo había una excepción, el padre Melchior. Y a él le escribió diciéndole que fuera a verlos.

—No puedo esperar hasta mañana —dijo doña Úrsula—. Si tienes que revelarle algo a un extraño, ¿por qué no me lo dices primero a mí? Dime qué pasa. No puedo ver sufrir a Helena; quiero consolarla, y animarla.

—Lo que tengo que decir es largo y triste —replicó Estácio—, pero si desea usted saberlo, tía, le ruego que espere al menos la presencia del padre Melchior. No podría contar lo mismo dos veces. Sería revolver el puñal en la herida.

La curiosidad de doña Úrsula creció con estas palabras del sobrino, pero tenía que esperar, y esperó. Fue al cuarto de Helena. La puerta estaba cerrada, y miró por el ojo de la cerradura. Helena estaba escribiendo algo. Esto vino a confirmar las impresiones de doña Úrsula.

—Helena está encerrada en su cuarto. Está escribiendo —le dijo al sobrino.

—Naturalmente —respondió este con sequedad.

El padre Melchior no tardó en llegar. La nota que Estácio le había hecho llegar era insistente, y la letra febril. Algo grave debía de haber ocurrido. La reflexión del capellán era justa, como sabemos. Él se dio cuenta inmediatamente, no solo por el aspecto lúgubre de la familia, sino también por el ansia con que lo esperaban. Los tres se encerraron en una de las salas interiores.

—¿Le pasa algo a Helena? —preguntó Melchior.

—Ahora hablaremos de ella —respondió Estácio.

Referir lo que había ocurrido en aquella fatal mañana era algo más fácil de planear que de ejecutar. En el momento de exponer la situación y sus circunstancias, Estácio notó que su lengua se rebelaba, que no obedecía a su intención. Se encontraba ante un tribunal doméstico, y lo que hasta entonces había sido conflicto interior entre el amor y la dignidad, había que reducirlo ahora a las proporciones claras, secas y decididas de un informe judicial. Inocente o culpable, Helena aparecía ante él en aquel momento como el recuerdo de las horas felices, dulce recuerdo que los sucesos presentes y futuros solo podrían volver más nostálgico, pero que no destruirían nunca, porque ese es el misterioso privilegio del pasado. Reaccionó, no obstante, y, aunque con esfuerzo, refirió minuciosamente y con sinceridad lo que había ocurrido a lo largo de aquella mañana.

No estaba tallado para tan minuciosas revelaciones el corazón de doña Úrsula. Desde el inicio del relato, notó el aturdimiento que proporcionan los grandes golpes. Esperaba, seguro, un gran infortunio para Helena, algo referente a su familia anterior, cualquier cosa que desafiase la compasión sin disminuir el sentimiento de estima. Pero ocurría precisamente lo contrario: la estima era imposible, y la compasión se hacía solo probable.

—¡No! ¡Es imposible! —exclamó al cabo de unos instantes, cuando la razón, oscurecida por el golpe recibido, pudo recobrar algo de luz—. ¡No! La he visto hace poco, he notado sus lágrimas en mi rostro, le oí palabras que solo la inocencia puede pronunciar. Y, además, su proceder irreprochable durante un año casi de convivencia sin mácula, la elevación de sus sentimientos… No puedo creer nada de eso… ¡No! ¡Pobre Helena! Vamos a llamarla. Nos lo explicará todo. Interrogaremos a Vicente.

Un gesto de los dos hombres le mostró que ninguno de ellos consideraba digno este modo de conocer la verdad.

Doña Úrsula había caído en una postración profunda, recordaba sus reservas de los primeros días y retrocedía con horror ante la idea de haber acertado. Ante ella, Estácio ocupaba un sillón en cuyos brazos hincaba los codos, apoyando las manos en la cabeza ardiente y abatida. Su alma rumiaba el dolor.

Solo el padre Melchior afrontaba la situación con serenidad. El sacerdote no había sentido un asombro menor que los dos parientes de Helena, ni fue menos profundo el golpe que recibió, pero se sobrepuso a ambos, pudo dominarse, y conservaba la razón fría, clara y penetrante. Entre aquellos dos corazones ulcerados y sin fuerza, comprendió Melchior que le correspondía el papel activo y no retrocedió ante la responsabilidad que de él podía deducir. Vio de pronto la extensión posible del mal, la desunión de la familia, su desesperación, los odios que de allí iban a nacer, las amarguras indelebles y, tal vez, las nostalgias, también indelebles, pero ni este cuadro lo aterró, ni lo aceptó sin examen. Melchior no condenaba ni absolvía, simplemente esperaba. Pertenecía el sacerdote al número de esas personas de virtud sencilla para quienes el vicio es una rara excepción. Naturaleza simple y franca, no podía creer en la hipocresía. Mientras Estácio permanecía callado y pensativo, y doña Úrsula iba y venía de un lado a otro, se sentaba, se levantaba, rompiendo el silencio con exclamaciones de dolor, Melchior los observaba a ambos y pensaba también para sí. Al fin, dijo estas palabras alentadoras:

—Calma, doña Úrsula, que la verdad resplandecerá, y no tenemos la seguridad de que sea la que parece. En todo caso, no anticipemos la aflicción. Eso sería padecer dos veces. Ya tendremos tiempo de llorar largamente si es preciso.

Melchior se levantó:

—Hay que dominar el abatimiento —continuó, dirigiéndose a Estácio—. Esta es la hora de la acción y de la serenidad. Sobre todo, es necesario no decir palabra por ahora. Cualquier cosa que digamos, alentará voces extrañas y sus naturales comentarios. Voy a ocupar en este conflicto el lugar que me corresponde, si no se oponen ustedes…

—¡Oh! —exclamó Estácio.

—… Pero deseo que comprendan desde ahora mismo una cosa: si la dignidad impone una decisión, puede que la caridad imponga otra. Nada de odios. Perdón y olvido, sí.

—Pero, padre, ¿qué le parece? —preguntó doña Úrsula con ansiedad.

—Doña Úrsula —dijo el sacerdote—, lo que hay que hacer ante todo es permitir que la razón hable y trabaje. El sentimiento debe retroceder y esperar. Examinaré el caso, y aconsejaré luego el remedio conveniente. Tal vez estamos debatiéndonos en el vacío. ¿Quién sabe? Es posible que se trate de un equívoco, de una falsa apariencia…

—Pero ¡ella lo ha confesado todo! —interrumpió Estácio—. Vi la expresión de culpa en sus ojos. Pero, en fin, estoy dispuesto a todo —dijo levantándose—. Usted fue uno de los mejores amigos de mi padre; lo es nuestro ahora. Ayúdenos, aconséjenos; haremos lo que le parezca mejor. En la situación en que nos hallamos, ninguno de los dos tiene dominio de espíritu suficiente para acceder a la verdad, analizarla y resolver. Ese será su papel, padre Melchior.

Le trajeron una carta a Estácio. Era del doctor Camargo, que le comunicaba la muerte de la madrina de Eugênia y anunciaba que dentro de unos días estaría en la Corte. Era el peor momento para tal venida. Estácio no pudo reprimir un gesto de disgusto. El sacerdote, cuando el muchacho le dijo de qué trataba la carta, observó que ningún inconveniente había en el regreso de Camargo, visto que el asunto que los afligía iba a ser liquidado sin demora.

—Doña Úrsula —continuó—, déjenos ahora unos momentos a solas. Váyase tranquila, confíe en Dios y no haga sospechar a nadie lo que ocurre en esta casa.

Doña Úrsula obedeció. En cuanto hubo salido, Melchior cerró la puerta. Estácio se sentó de nuevo, dispuesto a oír al capellán.

Este dio unos pasos entre la puerta y una de las ventanas. Estaba anocheciendo. Estácio encendió un candelabro. Melchior se sentó junto a él, sin hablarle ni mirarlo siquiera. Meditaba, o luchaba consigo mismo. La frente pesada y melancólica traducía su agitación interior. Ya no era inalterable placidez lo que su rostro reflejaba, manifestación de una conciencia religiosa y pura. Si la consciencia era la misma, no lo era el corazón, dominado por una crisis nueva. Tras diez minutos de profundo silencio entre ambos, el sacerdote habló.

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