Helena

Helena


XXIII

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XXIII

—¿Eres fuerte? —preguntó el sacerdote.

—Lo soy.

—¿Crees en Dios?

Estácio se estremeció y, sin responder, miró al anciano. Melchior insistió:

—¿Crees?

—Esa pregunta…

—Es menos vana de lo que parece. No basta con suponer que se cree; ni basta creer a la ligera como se cree en la existencia de una región oscura de Asia donde nunca va uno a poner los pies. El Dios de que te hablo no es solo esa sublime necesidad del espíritu que solo satisface a algunos filósofos. Te estoy hablando del Dios creador y remunerador, del Dios que lee en el fondo de nuestras conciencias, que nos ha dado la vida, que nos dará la muerte y, más allá de la muerte, el premio o el castigo. ¿Crees en ese Dios?

—Creo.

—Pues bien, tú has vulnerado la ley divina y la ley humana, aunque sin saberlo. Tu corazón es un gran inconsciente, se agita, murmura, se rebela, vaga a impulsos de un instinto mal expresado y mal comprendido. El mal te persigue, te tienta, te envuelve en sus lianas doradas y ocultas. Tú no lo sientes, no lo ves. Si lo vieras, sentirías horror de ti mismo. Dios, que te lee, sabe perfectamente que entre tu corazón y tu consciencia hay como un velo espeso que los separa, que impide ese acuerdo generador del delito.

—Pero ¿qué dice, padre?

Melchior se inclinó y miró al joven. Los ojos, clavados en él, eran como un espejo pulido y frío, destinado a reproducir la impresión de lo que le iba a decir.

—Estácio —dijo Melchior pausadamente—, tú amas a tu hermana.

El gesto, mezclado de horror, de asombro y de remordimiento, con que Estácio oyó aquella frase, le mostró al sacerdote, no solo que él estaba en posesión de la verdad, sino también que, esta verdad, acababa de revelársela al muchacho. Lo que la consciencia de este ignoraba, lo sabía el corazón, y no se lo dijo hasta aquel momento solemne. La consciencia, tras tantear en las tinieblas, retrocedió horrorizada, como alejando de sí aquella súbita claridad que en ella había encendido la frase del sacerdote. Estácio no respondió nada: no podía responder nada. ¿Con qué vocablo y en qué lengua humana podría expresar él la conmoción nueva y terrible que conmovía su alma entera? ¿Con qué hilo podría atar las ideas rotas y dispersas? Ni habló, ni se atrevió a levantar los ojos: permaneció como absorto y muerto. Melchior lo contempló unos minutos silencioso y compasivo. Sus ojos, que eran de águila para los misterios de la vida, eran de paloma para los grandes infortunios. Bajo su cabeza viril, había un corazón femenino.

La mudez de Estácio cesó al fin. Su cuerpo se agitó. Sus labios articularon algunas frases sin concierto. Vago era su sentido, pero podía concluirse de ellas que el muchacho no creía en la revelación de Melchior, que aquel supuesto sentimiento era tan absurdo y fuera de lo natural que solo podía ser atribuido a malos instintos. Melchior lo oyó y sonrió con satisfacción. ¿Acaso no era aquello mismo una protesta de su conciencia honrada?

—Malos instintos, no —respondió Melchior—. Ha sido un desvío de la ley social y religiosa, aunque desvío inconsciente. Entra en tu corazón, Estácio, revuelve en sus más íntimos rincones y allí encontrarás este germen funesto. Expúlsalo de ti. Ese es el precepto del Eterno Maestro. No lo has sentido nunca. La tentación usa esa táctica serpentina y dolosa: es insinuante como la calumnia y pertinaz como la sospecha. Pero yo soy la verdad que afirma y la caridad que consuela. Te digo que no has pecado, pero estuviste a punto de hacerlo, y te tiendo la mano para que retrocedas ante el abismo.

—¡Padre! —murmuró Estácio, cuyo corazón recibía el influjo de las palabras de Melchior, a un tiempo severas y consoladoras.

—No digas nada ahora —continuó el sacerdote—. Negarlo sería mentir. Confesarlo, es ocioso. ¿Cómo nació en tu corazón semejante sentimiento? Quiso la suerte que entre vosotros dos no hubiera la imagen de la infancia y la comunión de los primeros años que, en plena juventud, pasaseis del total desconocimiento mutuo a la intimidad de todos los días. Esa fue la raíz del mal. Helena apareció ante ti como mujer, con todas las seducciones propias de la mujer, pero también con las propias de su espíritu, porque naturaleza y educación se pusieron de acuerdo para hacerla distinta y superior. No sentiste la transformación lenta que se fue operando en ti, ni podías comprenderla. San Pablo lo dijo: para los corazones limpios, todas las cosas son limpias. Veías cariño legítimo en lo que era ya amor espurio, y de ahí vinieron los celos, la suspicacia, un egoísmo exigente cuyo resultado sería sustraer al alma de Helena de todas las alegrías de la tierra, solo para contemplarla tú solo, como un avaro.

Al oír las frases del capellán, Estácio iba deletreando en su propio corazón, y leía claramente lo que hasta entonces era para él como un libro cerrado. La situación se iba haciendo cada vez más aflictiva, profunda la vergüenza, intensos los remordimientos. Estácio se levantó: al levantarse clavó sus ojos en el retrato del consejero, que, en la penumbra en que estaba, parecía mirar para su hijo e interrogarlo. Esta circunstancia desorientó al joven:

—¡No, padre! —exclamó dejándose caer en la silla—. ¡Es imposible! Eso que me dice es una pesadilla mía, es un funesto equívoco; es imposible, le juro que es imposible. Es cierto que la amo… que la amaba, con sentimientos de hermano. Pero, olvidarlos, anidar en mi alma tan odioso afecto… ¡Oh! ¡Es imposible!

Melchior se había levantado. Dio unos pasos, se acercó a Estácio, sobre cuya cabeza tendió su mano diestra mientras con la otra le alzaba el mentón obligándolo a mirarlo.

—Te digo que tienes una raíz de mala hierba en el corazón. Esta es la cruel verdad. Hay en el hombre enlaces de pensamientos a veces inexplicables, productos de opuestos climas se alternan o se confunden… Pero ¿quieres saber el resto?

—¿El resto?

—Óyeme —continuó el sacerdote sentándose—. Esa planta proterva tendió una rama hacia el corazón virgen y casto de Helena, y el mismo sentimiento os unió a los dos con hilos invisibles. Ni tú ni ella lo percibíais, pero yo vi, y fui el triste espectador de esa violenta y miserable situación. Sois hermanos y os amáis. La poesía puede convertir este amor en una gran pieza dramática. Pero lo que la religión y la moral reprueban, no debe hallar guarida en el alma de un hombre honesto y cristiano.

—¡Imposible! ¡Imposible! —exclamó Estácio—. Pero, si así fuera, ¿por qué acumular a la situación presente el horror de semejante revelación?

—Porque la revelación explica la dificultad. Helena quizá no sepa que ama, pero ama. Ahora bien, un amor clandestino, unido a este amor incestuoso, aunque inconsciente, demostraría en Helena una perversión que no puede tener y que, a su edad, haría de ella un monstruo. ¿Será Helena ese monstruo? Si lo fuera, yo desesperaría de la naturaleza humana. ¡No! Aquella casa en la que la viste entrar, es sin duda asilo de miseria: lo que ella va a llevar allí es limosna y compasión.

Un rayo de esperanza iluminó la frente de Estácio. El razonamiento del sacerdote era exacto, y por peligrosa que fuese la situación revelada por él, ya ahora no se podía desear otra cosa. La dignidad de la familia quedaba intacta. Estácio reflexionó largo rato sobre lo que acababa de oír. Pero la esperanza fue breve, aunque larga fuese la necesidad de ella.

—¿Continúa Helena encerrada en su cuarto? —preguntó el sacerdote.

Estácio hizo una leve señal afirmativa.

—Hablaré mañana con ella. Por hoy, conviene no decir palabra ni dejar que trascienda nada de esto.

Melchior volvió a su silencio, como si reflexionara aún sobre algo. Estácio se había levantado y empezó a pasear lentamente por la estancia. De vez en cuando, apretaba la cabeza entre las manos. Tantas emociones bastaban para aturdir al espíritu más fuerte. El misterio lo rodeaba. Estácio iba hasta la ventana, volvía a la puerta, intercalaba reflexiones interiores con sacudidas nerviosas del brazo o de la cabeza. A intervalos, miraba a hurtadillas y de través al capellán, como el criminal mira para su conciencia. No podía evitar el sentimiento de terror, y al mismo tiempo de respeto, que le infundía aquel investigador exacto y profundo de sus sentimientos más recónditos e inaccesibles. Rumiaba lo que el capellán le había dicho, a cada minuto que pasaba iba resultándole más clara la verdad revelada, y lo que era oscuro se le volvía al fin transparente. Del mismo modo, la luz de los astros, encendida durante siglos, llega al fin a herir la retina de nuestros ojos mortales.

Una vez, interrumpiendo los pasos, alzó los ojos hacia el retrato del consejero. No los retiró aterrorizado, sino que los clavó con aire de reproche y amargura en él. El sacerdote no dejó de percibirlo, y sonrió tristemente. La mirada del hijo le pedía cuentas al padre.

—¡Paz a los muertos! —observó Melchior—. Los actos de tu padre no pertenecen ya a la jurisdicción de este mundo.

Melchior profirió estas palabras de pie.

—El doctor Camargo —dijo, cambiando de tono— debe de llegar uno de estos días, según anuncia. ¿Hay alguna razón para aplazar la boda?

—Ninguna.

—¿Conviene realizarla de inmediato?

—De inmediato.

Melchior anduvo hasta la puerta. Iba a dar la vuelta a la llave, y se detuvo.

—Antes de separarnos —dijo—, deseo una promesa: no le hablarás a Helena hasta mañana.

—Lo prometo.

El sacerdote reflexionó un instante. Estácio pareció adivinarlo.

—¿Quiere una promesa más? —preguntó—. ¿Quiere que evite su presencia?

—Sí. Has de considerarla como si de una extraña se tratara.

—¿Cree que podría ser de otro modo? —observó melancólicamente Estácio—. Los sucesos de estos días son, al menos, una barrera entre ella y su familia. Además, yo carecería de cualquier sentido moral…

—¿Lo juras?

—Lo juro.

Melchior desabrochó la sotana y sacó un crucifijo de marfil que colgaba de su cuello sujeto a una cinta negra.

—Esta —dijo con voz sencilla— es la efigie de tu Dios. Tan puro ejemplo de castidad no lo vieron los siglos ni antes ni después de venir Él a la Tierra. Júralo ante esta imagen.

—Padre —replicó Estácio—, bastaba mi palabra. Pero si es preciso hacer afirmación más solemne, haré lo que me pide.

Estácio inclinó la cabeza sobre el crucifijo y lo besó respetuosamente. Luego, besó la mano del sacerdote. Melchior lo bendijo y salió del despacho.

Se dirigió entonces a la salita de costura, donde encontró a doña Úrsula un poco menos agitada.

—¿Ha hablado con Helena? —preguntó ella dirigiéndose al capellán.

—Aún no. Sé que no quiere salir de su habitación. Dejemos que pase la primera conmoción. Mañana volveré a ver cómo va todo. Por hoy, es preciso que usted se tranquilice, doña Úrsula.

—¡Oh! Ya estoy tranquila, no he perdido la confianza.

Pronunció estas palabras doña Úrsula con tal serenidad y tan profunda convicción que confortó el espíritu del sacerdote, poco inclinado por temperamento a creer en el mal. El anciano se detuvo unos instantes contemplando el rostro plácido de doña Úrsula y admirando la fuerza secreta que la hacía sorda al clamor de la realidad, o, al menos, de la realidad aparente. La contempló en silencio, y bajó al jardín.

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