Harmony

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Kate » Capítulo 6

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Miraflores. Guaviare.

Colombia.

Viernes Oct./31/2036

Wicca +35

 

El Mayor Slinger levantó con cuidado la gasa sobre la herida.

No tenía buen aspecto.

—La selva colombiana no es lugar para convalecencias. —Se quejó el doctor Atkinson limpiando la mejilla lesionada.

El trozo de metralla había hecho un corte feo y profundo en la mejilla del Mayor pero eso fue todo. Slinger sobrevivió al atentado.

—Tuvo suerte. Pudo haber perdido el ojo.

—Si. —Contestó lacónico Slinger aguantando el dolor.

Efectivamente, había tenido suerte. Al contrario que la Primera Dama, el Presidente Wilkinson, Bruce McKellen y una veintena de niños, cuyos restos habían quedado esparcidos entre los escombros de una escuela en México.

Slinger, fuera junto al coche, casi había perdido un ojo.

Había tenido suerte.

—¿Cómo van los suministros? ¿Llegan sin problemas al campamento? —Quiso saber.

El doctor Atkinson terminó la cura y respondió.

—Los helicópteros van y vienen sin mayores contratiempos, Mayor.

Slinger asintió satisfecho.

No había sido fácil organizarlo todo.

A raíz del atentado, las cosas sucedieron muy deprisa. El general Caldwell fue proclamado Presidente por una junta militar y el ejército puso en marcha la purga interna de los hispanos.

Sin nada que perder, los mandos latinos apoyados por tropas bien entrenadas, se declararon en rebeldía. Las unidades fragmentadas empezaron a hacer la guerra por su cuenta.

La cadena de mando se desmoronó.

Slinger consiguió internarse en la selva colombiana al mando de varias compañías gracias a una mezcla de suerte, sobornos e ingenio.

El desembarco en la Bahía de Buenaventura para tomar Cali, Popayán y Pasto, se preveía difícil. Los colombianos habían congregado un buen número de tropas y conocían el terreno. El mayor ofreció a sus hombres para ir en primera línea y el almirante William Hetfield aprobó complacido el plan.

—La idea es que sus tropas consigan abrir y mantener la brecha que despeje el camino al Ecuador. —Proclamó Hetfield en la sala de mando.

Slinger asintió.

—No se preocupe almirante. Tendrá ese pasillo cueste lo que cueste.

Pero eso no fue lo que ocurrió.

En secreto y en connivencia con otros oficiales descontentos, Slinger había urdido su propio plan.

—Lo importante es controlar la selva. —Anunció.

Y así fue como casi un tercio de los hombres desembarcados dieron la espalda a sus compañeros para internarse en la espesura al mando de Slinger.

—Tiene que descansar un poco. —Concluyó el doctor Atkinson. —¿Cuánto tiempo lleva sin dormir?

—Casi tres días. Doy cabezadas de cuando en cuando.

—No puede seguir así.

—Este campamento no se va a montar solo. —Dijo Slinger.

—Si no duerme, se derrumbará.

Slinger sonrió.

—No sea alarmista, doctor.

Atkinson prefirió no decir nada más.

—¡Con permiso, Mayor! —La cabeza de un guardia asomó en la entrada de la tienda.

Slinger se incorporó.

—¿Ve a lo que me refiero?

Atkinson movió la cabeza.

—Usted sabrá lo que hace.

—¿Qué ocurre soldado? —Preguntó Slinger.

—Hemos capturado a otro grupo de civiles merodeando por el polvorín, señor.

—¿Cuántos esta vez?

—Doce hombres y seis mujeres, señor.

Slinger frunció el ceño. 

—¡Civiles! ¡Se pegan a mis tropas como garrapatas!

La población era un incordio. Las primeras en llegar habían sido las prostitutas pero, una vez establecidas, aparecían en el campamento todo tipo de familiares y amigos. Al cabo de un tiempo, Slinger estaba rodeado por una multitud de desarrapados que, sin oficio ni beneficio, no hacían otra cosa sino causar problemas.

—Vamos. —Dijo Slinger cogiendo un calmante del botiquín.

El grupo estaba retenido en una choza vallada con alambre de espino.

—Abre. —Ordenó Slinger al guardia.

El interior apestaba.

El Mayor contempló una escena que venía repitiéndose con frecuencia.

—Otra decena de iluminados que creen que pueden hacerse con nuestras armas y jugar a la guerra por su cuenta. ¿Quién manda entre vosotros? —Preguntó Slinger con dureza.

Los rostros, acobardados, se mostraban incapaces de articular respuesta.

—¡Quién manda! —Insistió Slinger impaciente.

Sólo quería acabar con aquello cuanto antes y dormir un poco.

Una voz respondió desde la oscuridad.

—Yo.

El Mayor asintió complacido.

—Muy bien. Acércate.

Un hombre de aspecto delgado se adelantó.

A pesar de la circunstancias, se esforzaba por mantener un porte altivo. A Slinger le llamó la atención.

—¿Cómo te llamas?

—Raúl Gamboa.

—Muy bien Gamboa. ¿Sabes lo que has hecho?

El hombre le dedicó una mirada desafiante.

—Claro que lo sé.

Slinger cruzó los brazos.

La herida le estaba palpitando en la mejilla y le dolía la cabeza.

—¿Eres consciente de la pena para este tipo de delitos en el campamento?

Una de las chicas del grupo gimió.

—No tengo miedo a morir. ¿Y tú, Mayor?

Slinger sonrió. Le gustaba aquel tipo.

—Todos vamos a morir.

—Unos antes que otros.

—¿Para qué querías las armas?

—Pare terminar el trabajo que empecé.

Slinger se puso en guardia. Su instinto decía que algo no iba bien.

—¿De dónde eres?

—Se trata de un pajarito. Hace un tiempo que se me escapó. —Dijo Gamboa con mirada desafiante.

—Llevadlos a los postes. —Ordenó Slinger.

La mujer volvió a gemir.

—No quiero morir…

—Escapó vivo de una escuela. No tiene ni idea de lo que me ha costado encontrarlo.

Para cuando Slinger quiso reaccionar ya era tarde.

La bayoneta entró por detrás rasgando la carne con facilidad.

El dolor hizo caer a Slinger de rodillas.

—¡A mí! —Pudo de gritar antes de derrumbarse.

Lo que siguió a continuación sucedió muy rápido.

Gamboa se abalanzó sobre él.

Intentaba asfixiarle pero los soldados entraron disparando a discreción.

El traidor que le había apuñalado por la espalda cayó muerto y en cuestión de segundos, en medio de un ruido ensordecedor, las paredes quedaron cubiertas de sangre.

Slinger escuchó los gritos.

Trató de arrastrarse pero el peso del cuerpo de Gamboa, inerte sobre su pecho, le impedía cualquier movimiento.

Estaba perdiendo sangre y le fallaba la respiración.

La imagen borrosa del doctor Atkinson entró dando órdenes.

—¡Rápido! ¡A la enfermería!

Slinger apretó los dientes con fuerza y todo se fundió a negro.

 

 

 

 

Cerca de Puerto Concordia. Guaviare.

Colombia.

Sábado Nov./01/2036

Wicca +36

 

Kate recordó el despegue del viejo Cessna Citation X que enfiló la pista de aterrizaje de mil seiscientos metros en paralelo a la cordillera con un ruido ensordecedor.

—¿Cómo puede haber un lugar así en medio de la nada? —Se preguntó en voz alta.

—¡Lo construyeron ustedes! —Exclamó Carlos con su particular acento desde la cabina.

Bill y Kate se miraron sin comprender.

—¡Con dólares destinados a la lucha contra el narcotráfico! —Añadió riendo.

—Genial. —Murmuró Kate

—El dinero que la DEA presta al gobierno mexicano acaba en manos del cártel. Pinches gringos… Ni siquiera se enteran…

 

Kate se recostó sobre el hombro de Bill. Sentados en el suelo y apoyados contra el fuselaje ambos trataban de encontrar una posición cómoda para descansar pero los fardos que habían cargado antes de despegar ocupaban casi todo el espacio.

Kate pensó en el cadáver del sargento Williams.

—Apostaría cualquier cosa a que nunca pensó que para él, todo acabaría en México, junto a un zulo clandestino de cocaína.

—¿Estás bien? —preguntó Bill.

—No… ¿Cómo podría estarlo?… ¿Cómo crees qué terminará para nosotros?

Bill movió la cabeza en un gesto de comprensión.

—No lo sé.

Kate apenas pudo contener las lágrimas.

—¡Oh Bill! ¿Qué está pasando? Hace poco menos de un mes, teníamos vidas normales. Yo estaba a punto de destapar un importante escándalo financiero y tú sólo tenías que preocuparte de escribir tus artículos… Míranos ahora… ¡En un avión, pilotado por un delincuente, rumbo a Dios sabe dónde!

—No te quejes tanto. Además de escribir, doy unos masajes estupendos. —Dijo Bill sonriendo mientras intentaba aliviar la tensión del cuello de Kate.

La joven torció el gesto.

—A veces pienso en mis padres. ¿Crees que estarán bien?

—Yo diría que Arthur Brennan es un hombre de recursos.

La respuesta intrigó a Kate.

—¿A qué te refieres?

Bill se revolvió un poco incómodo.

—Tu padre… Bueno… Tiene conexiones… ¿No es cierto?

Kate se incorporó.

—Bill Walsh. ¿Hay algo que debiera saber?

El veterano compañero de Kate se mordió el labio inferior.

—Hubo una noche en Nueva Orleans.

Kate le miró expectante.

—Bruce estaba bajo mucha presión. Parecía que todo se iba a desmoronar. El Presidente Wilkinson estaba a merced de los militares y yo me limitaba a acompañar a McKellen de aquí para allá. Me dieron un arma y pasé a convertirme en guardaespaldas. Por entonces había numerosas reuniones. Bruce veía a mucha gente, intentando recabar apoyos para el Presidente. Sin demasiado éxito.

—¿Es cierto lo que se rumoreaba en la redacción? ¿Que Bruce McKellen y Ted Wilkinson estudiaron juntos? —Preguntó Kate.

—En Princeton. Siempre han sido buenos amigos.

Kate cogió una de las mantas que cubrían los fardos de cocaína y se la puso por encima. Tenía frío y un sueño tremendo pero no podía dejar de escuchar.

—La noche de la que te hablo, Bruce me hizo llamar. Estaba solo y medio borracho, en el bar del Hotel Marriot. Me miró con ojos acuosos y entonces, habló. Necesitaba desahogarse.

Kate sintió una oleada de ansiedad.

—¿De qué habló, Bill?

—ChinaKorp, tu padre, la CIA, de ti y de Paul Sander.

—¿La CIA? ¿Paul Sander? ¿Qué demonios tiene que ver Paul Sander? —Dijo Kate confundida.

—¿Sabes qué es un súper procesador? —Preguntó Bill.

Kate negó con la cabeza.

—Hay una empresa en Oklahoma, Smyrna Technologies. Pocos la conocen. Bruce me explicó que lleva décadas trabajando en secreto para el gobierno.

—Continúa.

-  Los laboratorios de Smyrna patentaron un modelo experimental de procesador con una capacidad de computación muy superior a todo lo conocido hasta ahora.

—Un logro prometedor para nuestra industria. —Dijo Kate.

—No solo para nuestra industria.

—¿Qué ocurrió?

Bill miró a Kate y respondió con otra pregunta.

—¿Por qué Israel, país amigo y aliado, utilizó a ChinaKorp para robarnos el diseño de esos procesadores?

Kate abrió la boca asombrada.

—¿Hablas en serio?

—Para cuando nos dimos cuenta de lo ocurrido, era demasiado tarde. La información ya estaba en Tel Aviv pero la Casa Blanca insistió en llegar hasta el fondo del asunto. El Presidente habló con el director de la CIA quien, a su vez, se puso en contacto con uno de sus más confiables valores, Bruce McKellen.

 

Juntos decidieron que el despacho de tu padre sería un lugar ideal para presionar a los chinos. 

—¿Mi padre? —Preguntó Kate aturdida.

—Arthur Brennan. Discreto, eficiente y con una relación profesional consolidada con las filiales de ChinaKorp. El hombre perfecto para llevar a buen puerto una negociación.

—No entiendo nada, Bill… ¿Qué negociación?

—A cambio de proporcionar información sobre los motivos de Israel, ChinaKorp dejaría de ser investigada. También disfrutaría de privilegios dentro de nuestro sistema financiero.

—¿Te refieres a privilegios tales como colocar en Wall Street miles de millones de dólares en bonos basura sin que la Comisión de Bolsa y Valores hiciese nada para impedirlo? ¿Es esa la forma que tiene nuestro gobierno de negociar? —Kate no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. —¿A cambio de qué?

—El presidente necesitaba saber qué iba a hacer Israel con esos procesadores.

Kate bufó disgustada.

—El acuerdo se cerró de manera satisfactoria. Pero nadie pensó que al poco tiempo, ibas a aparecer tú.

—¡Mucha gente iba a arruinarse con esos paquetes fraudulentos!

—Te convertiste en un incordio, Kate. ¡La hija de Arthur Brennan amenazando a ChinaKorp! Ninguno de los implicados podía permitirlo.

Kate bajó la mirada.

—Por eso me apartaron.

Bill la miró apenado.

—¿Y qué hizo Israel con los procesadores?

—Los nuevos procesadores fueron instalados en Harmony.

—¡Harmony! —De repente, Kate tuvo la inquietante sensación de que algunas piezas del puzle, empezaban a encajar.

—¿Por qué iban los israelíes a mandar al espacio tecnología tan avanzada?  —Se preguntó Bill. —No lo sabemos.

Kate movió la cabeza con incredulidad.

—JASON. —Murmuró. 

—¿Qué has dicho? —Preguntó Bill.

—Por favor Bill, continúa.

—Una vez averiguado el destino de los procesadores, se acordó un realizar un movimiento audaz. La intención era comprobar si alguien en Tel Aviv se ponía nervioso. Para ello, el Presidente volvió a confiar en el ingenio de Bruce McKellen.

—Paul Sander. —Respondió Kate.

Bill asintió.

—¿Qué mejor que un periodista para husmear en los secretos de la estación? La idea es brillante.

—Un espacio reducido y Sander todo santo día haciendo preguntas. —Dijo Kate.

—Bruce supuso que si había algo raro, Paul lo descubriría.

—Santo cielo… —Pensó Kate. —¡Creerán que es un espía!

—Es posible.

—¿Crees que corre peligro?

—¿Qué importa ya?… El planeta entero se va a la mierda.

Kate se tomó un momento para reflexionar.

—El profesor Rubin me habló de JASON en Tel Aviv.

Bill prestó atención.

—Pensé que me tomaba el pelo. —Insistió Kate.

—¿A qué te refieres?

—Me entrevisté con un científico llamado Salomón Rubin en Israel.

—¿Qué demonios es JASON?

—Una especie de proyecto llevado a cabo durante años en el máximo secreto. Rubin se quejaba de las enormes necesidades para procesar adecuadamente los datos. Eran datos provenientes del espacio.

—Otra vez Harmony. —Concluyó Bill.

—Los cálculos de la estación espacial constituyen un factor determinante para el éxito de su empresa. ¡Por eso robaron los procesadores!

—¿Por qué tanta prisa?

—Rubin afirmó que llegaban tarde. Habló de que habían sido adelantados y que por ello, el mundo paga ahora las consecuencias.

—¿Consecuencias? ¿Otros? ¿Qué otros?

—¡No lo sé! Todo resulta demasiado confuso. Si te soy sincera, no le creí una sola palabra. Lo mejor será olvidarlo. —Dijo Kate abatida. —Necesito dormir.

El veterano periodista dejó que la cabeza de Kate descansara en su regazo mientras él observaba los primeros rayos de sol por la ventanilla.

Once mil metros más abajo, la interminable selva colombiana se desperezaba.

A Bill le pareció un monstruo verde y enorme capaz de a engullirlo todo.

 

 

El Alivio. Guaviare.

Colombia.

Domingo Nov./02/2036

Wicca +37

 

Ringo observó a la camioneta tratando de abrirse paso por el sendero embarrado que serpenteaba por la colina.

—Arquímedes.

—Dime, jefe. —Respondió un hombre de facciones indígenas y mirada oscura.

—¿Serías tan amable de darles la bienvenida?

Arquímedes asintió.

—¡Vamos muchachos!

La partida interceptó el vehículo en la curva mala, denominada así por encontrarse en pronunciada pendiente y dando directamente al arroyo. Con las lluvias, no era inusual que el firme perdiera consistencia y acabar mal parado.

Arquímedes dio el alto.

—¡Hasta aquí llegaron!

Carlos paró el motor y salió.

—Hola Carlitos. Has vuelto.

—Arquímedes.

—Ringo quiere verte.

—Cumplí mi palabra. —Contestó Carlos.

—¿Me das tu arma? —Respondió Arquímedes.

—¿Cómo no?

La cueva de Ringo estaba en un extremo del poblado, cerca de una impresionante formación rocosa que terminaba en una catarata desde la cual partía el arroyo. En realidad, el campamento era un lugar pequeño y asfixiante compuesto de chamizos cubiertos de vegetación pero a Ringo le gustaba.

—Es todo lo que tenemos. ¡Nuestro pequeño hogar! —Solía decir.

Hombres y mujeres iban y venían, atareados en sus quehaceres.

Muchos iban armados y presentaban un aspecto sucio.

Kate estaba impactada.

—¿Qué es este sitio? —Preguntó inquieta.

—Silencio. —Dijo Arquímedes con voz profunda.

Ringo salió de su guarida ataviado con un abrigo largo de grandes ojales y hebillas doradas que reflejaban la luz del sol.

Bill no pudo evitar una sonrisa irónica.

—¿Y este quién demonios es? —Pensó.

Carlos le miró alarmado.

Demasiado tarde.

—¿Te hago gracia? —Preguntó Ringo en inglés.

Bill mudó el semblante.

—No.

—¿Entonces por qué te ríes?

—Por nada. Lo siento.

—¡Lo siente! —Exclamó Ringo levantando las manos de forma teatral.

—Yo…

—¿Lo habéis oído? ¡Dice que lo siente!

Algunos de los hombres ya se habían congregado haciendo un corro alrededor de la escena.

Bill se sintió incómodo.

Ringo se acarició la perilla.

—¿Cómo te llamas?

—Bill Walsh.

—¡Bill Walsh!

—¿Y esta hermosa dama? —Preguntó Ringo haciendo una cortés reverencia frente a Kate.

—Ella es… —Contestó Bill.

Ringo le interrumpió.

—¿No puede hablar por si misma?

La joven, nerviosa, respondió.

—Me llamo Kate Brennan.

—¡Muy bien! ¡A mí, todos me llaman Ringo!

Kate y Bill guardaron silencio.

Entonces, Ringo dejó de lado a los americanos para fijar su atención en Carlos.

—¡Has vuelto! —Exclamó de forma que todo el poblado pudiese oírle.

—Prometí que lo haría. —Respondió Carlos inclinando la cabeza con respeto.

—Y estos dos… ¿De dónde salen?

—Bill me salvó la vida en Monterrey.

—¡Cuánto me alegro! ¡Bien hecho, Bill! —Dijo Ringo. —¿Has traído mi droga?

—Está en la furgoneta.

—¡Bien! ¡Muy bien! —Afirmó contento Ringo dando una palmada en el cachete de Carlos.

—¡Aquí donde lo veis! —Exclamó Ringo dirigiéndose a todos los presentes. —¡Carlos quiso quedarse con mi droga!

El mexicano hincó una rodilla en el suelo.

—Subsané mi error y te compensaré con creces.

Ringo le miró divertido.

—¡Claro que lo harás!

Carlos no se atrevió a levantar la mirada. Estaba temblando como una hoja.

—Arquímedes, ¿Puedes traer a las muchachas?

El indio se internó en la espesura para volver al cabo de unos minutos con dos mujeres amordazadas.

Ambas tenían un aspecto lamentable.

Carlos, al verlas, comenzó a sollozar.

Ringo siguió hablando.

—Carlos ha reparado su error. Cumplió su promesa y me trajo la mercancía. Dijo que la DEA la había incautado pero no es cierto… ¿Verdad?

—No… —Respondió Carlos sin dejar de mirar a las prisioneras.

—Pero yo, te creí. Te dije que no te preocuparas. Gajes del oficio. ¿Miento?

—No.

—¿Y qué pasó entonces, Carlos?

Carlos guardó silencio.

—¿Podrías responder?

—Apareció la mercancía.

—¡Apareció la mercancía! ¡Por arte de magia! ¿No es maravilloso? —Ringo se ajustó la guerrera antes de desenvainar un enorme machete.

—¿Cómo apareció mi droga supuestamente incautada por la DEA?

—Ramiro me traicionó. Se encargó de que supieses la verdad.

—¡Tu lugarteniente te traicionó! ¡Un hombre de tu máxima confianza! ¿Cómo te sentiste, Carlos?

—Mal.

Ringo miró Carlos con desprecio.

—¿Comprendes ahora cómo me siento yo?

—Me he dado cuenta de mi error. Prometí que volvería con la mercancía. ¡He cumplido!

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