Hannah

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Agosto de 1944

Florencia

Florencia sangraba.

Tras los bombardeos en L’Impruneta, al sur de la ciudad, la Wehrmacht había dado órdenes dos días atrás de destruir parte de los aledaños de los puentes sobre el Arno. Extensos tramos de las vías Por Santa, Bardi, Guicciardini y Borgo San Jacopo resultaron casi impracticables. Solo a través de los escombros uno podría cruzar al otro lado. Al menos, hasta que demolieran los puentes.

Los florentinos tuvieron que abandonar todas sus propiedades en sus hogares. Hogares que ya no volverían a ser habitados, pues serían reducidos a escombros para siempre.

Acompañados únicamente por la impotencia y la oscuridad tras la destrucción de la central eléctrica, dieron todo por perdido y se marcharon a un lugar donde las bombas y la metralla no los alcanzaran. El espíritu solidario de la ciudad floreció y tanto los hogares de parientes y conocidos como los templos religiosos sirvieron de búnkeres improvisados ante la inminente contienda. Gracias a su director, el Palazzo Pitti también abrió sus puertas, como si se tratara de unos brazos que quisieran abrigar a los desamparados.

Los alemanes, ante la posibilidad de la derrota, trazaron por la ciudad posibles rutas de escape dibujando flechas en las paredes de los edificios y colocaron francotiradores en lugares estratégicos próximos a los puentes.

Tenían órdenes de disparar a cualquiera que no conocieran.

El cardenal Dalla Costa y algunos miembros de la curia acudieron en un acto casi suicida a la Piazza San Marco, donde operaban los comandos alemanes, para mostrar su desaprobación.

Sobrevivieron a aquel desafío.

Soledad.

En las oficinas del consulado, en el Oltrarno, no quedaba nadie.

Ni rastro de su secretaria Fraülein Maria Faltien, de sus apuntes ni de sus consejos.

Sus compañeros Hans Wildt y Erich Poppe, los encargados de recordarle que debía tener al Führer frente a su despacho, le esperaban en el Lago di Garda.

Tampoco estaba Goethe, que descansaba en Fasano.

«Un hombre no aprende a comprender nada a no ser que lo ame».

El cónsul de Florencia amaba su ciudad.

A pesar de que Kriegbaum ya no estuviera. A pesar de que Hilde y Veronika se encontraran lejos de allí.

Adoraba aquella ciudad, su historia, su gente, su río, sus puentes.

Idolatraba la luz del sol y los cipreses que dibujaban un panorama sin parangón en la Toscana.

Odiaba todo lo que tuviera que ver con la aniquilación.

El brazalete que portaba no significaba nada para él.

Una esvástica.

«Un escudo», solía decir Faltien.

Aquel lugar estaba sumido en el desconcierto. No había luz, los suministros de gas se habían terminado, la población se había reducido hasta límites insospechados.

Soledad.

No quedaba mucho en aquel lugar. Material de oficina y algún que otro mueble que aún servía de austera decoración.

Silencio.

Nadie hablaba.

Nadie festejaba las victorias de los alemanes. Nadie criticaba las deportaciones a los campos de concentración.

Nadie discutía.

Silencio.

Wolf se hallaba solo, en un lugar que pronto sería arrasado por una guerra inconcebible. Florencia no era una ciudad abierta. Los alemanes iban a defenderla por un solo motivo. Aún no se habían apoderado de todos los recursos.

Sobre la mesa, un pasquín impreso por la imprenta Vallechi obligaba a cincuenta mil vecinos a desalojar sus casas por orden del coronel Fuchs. Pensó en la radio. La voz de Alberto Rabagliati cantando a las madonnas y a las flores florentinas. La música le habría distraído un poco. Una pausa necesaria para ordenar sus pensamientos. Fuera del consulado, a escasos metros de su oficina, los alemanes habían cerrado el tránsito de los puentes a todos los que no pertenecieran al Reich. Wolf sabía que iban a desaparecer de la faz de la tierra.

Leyó una octavilla que los aliados habían lanzado en Florencia el 30 de julio, donde el general Alexander instaba a los habitantes, por su propio interés y por el de las tropas aliadas, a impedir que el enemigo hiciera estallar las minas que podrían haber colocado bajo los puentes, en los edificios públicos y en cualquier otro lugar de la ciudad.

Un sonido extraño le hizo volver de su reflexión.

Un paso. Algo arrastrándose. Un golpe seco.

No supo descifrar quién o qué provocaba semejante sonido.

Poco a poco se hizo más presente. Más cercano.

En el quicio de la puerta se detuvo.

—Adelante —indicó sencillamente Wolf.

Aquel hombre entró en la oficina con algo de dificultad apoyado en su bastón. Ese era el sonido que el cónsul de Florencia escuchaba. Un paso, un pie atrofiado, un bastón.

—Soy Burgassi —dijo aquel hombre—. Nos conocimos durante los expolios del oro del puente, pero, como sabe, trabajo en el Ponte Vecchio.

—Lo recuerdo, señor Burgassi. Usted es al que llaman «el hombre al otro lado del puente». Aunque nos hayamos visto poco, es parte esencial de la cadena. Le agradezco su contribución a la ciudad, tanto a nivel personal como patrimonial. Estará al tanto de que hay órdenes de abandonar todo el perímetro del Arno. Desde hace un par de días, como bien sabrá, está cerrado el tránsito a los viandantes como usted. Yo mismo tuve la obligación de dejar mi automóvil en la Piazzale degli Uffizi. Mucho me temo que pronto gran parte de la ciudad desaparecerá.

Wolf deambulaba por su oficina presa de la desesperación, pensando que lo único que podrían hacer se limitaba a huir o morir. Se sentó y se llevó la mano al mentón. Miró hacia abajo. Trataba de buscar una solución a toda aquella locura. «La mejor manera de luchar contra los nazis es trabajar con ellos», recordó. «Menuda farsa».

—Su fama le precede, señor, en algunos círculos de la Resistencia. Salvó la vida de varios familiares de mis amigos. Le debemos mucho a usted, el «lobo de Florencia».

—La gente puede llamarme como quiera, pero no me deben nada, Burgassi, y lamento decirle que estoy atado de pies y manos. Aquello que admiran es una imagen que se han creado de mí. Hemos sufrido más de trescientas alarmas, más de veinte ataques y siete bombardeos pesados. No puedo hacer más, salvo permanecer en los puentes y volar con ellos. Yo debería estar en el norte y usted no debería estar aquí. Solo soy un socio no deseado en una guerra no deseada. Váyase. Aún está a tiempo.

El tullido permaneció en silencio y recorrió con la mirada a aquel hombre derrotado. Al «lobo» solo le faltaba dar la vida por la ciudad. Se había encarado a sus superiores, había evitado el expolio de obras de arte y, por encima de todo, había salvado vidas. Las suficientes para, llegado su momento, morir con la conciencia tranquila. Sin embargo, a pocas horas de la invasión aliada, se había quedado sin fuerzas.

—Y ¿por qué ha vuelto?

Se detuvo el tiempo en aquella oficina. Wolf levantó de nuevo la vista. Sus miradas se encontraron. Pasaron varios segundos antes de que el cónsul pudiera articular palabra.

—¿Cómo dice?

—¿Por qué ha vuelto? —repitió sin maldad el lisiado.

—Porque… —Gerhard Wolf no tenía valor para pronunciar determinadas palabras que aún debía encontrar. Era la pregunta que se había formulado desde que había entrado en su despacho.

—Vamos, señor cónsul, usted tiene corazón. Ese brazalete lo porta como protección. Usted vale más que eso. Dígame la verdad.

Wolf no pudo evitar encenderse otro Toscano, rehuyendo así, de nuevo, la mirada directa de aquel hombre. Dio una larga calada antes de responder. Le ayudaría a calmar los nervios.

—Amo Florencia. Amo a sus gentes, su historia, sus puentes, su arte…

Burgassi sonrió satisfecho.

—Pero sabe que no puede hacer nada por la ciudad y, aun así —Burgassi hizo una pausa dramática para que el cónsul no perdiera atención—, ha venido.

—Sí, he venido. Para nada.

—Se equivoca, señor. Usted es un líder, una inspiración. Ha venido para dar el último empujón que necesitamos los más cobardes. Usted, señor cónsul, ha cambiado el Heil Hitler! por una nueva Bella Ciao, ¿no lo entiende? Usted es el lobo de Florencia.

—Los lobos son oportunistas. Siempre buscan una presa fácil y vulnerable.

—Puede ser, pero todos los miembros de una manada también forman parte de la cría de los lobeznos. Hay un fuerte vínculo tanto físico como emocional que hace que los lobos permanezcan juntos. Usted, querido cónsul, se ha ganado por derecho propio ser el lobo alfa.

El cónsul lo observó con detenimiento.

—Señor cónsul, soy tullido, no gilipollas.

Aquellas palabras provocaron una sonrisa sincera en el alemán.

—Le…, le agradezco sus palabras, Burgassi, pero todo está a punto de derrumbarse.

Gerhard Wolf se asomó a la ventana. Las vistas del Arno y sus puentes. Otra enorme calada que no disfrutó.

—Conozco el lugar exacto donde los nazis han colocado las conexiones que harán explotar las minas de los puentes —afirmó el tullido.

El cónsul se separó de un sobresalto de la ventana.

—¿Qué dice? Repita eso.

—Lo que oye, señor. Lo he visto todo. Los alemanes me dejaron hacer. Tal y como estoy —dijo señalando su cuerpo— no me consideraron peligroso. Creo que me insultan en esa lengua tan ruda que tienen ustedes y se mofan de mí, mientras me encargo de abrir y cerrar negocios.

A Wolf le venían multitud de pensamientos a la cabeza.

—¿Puede dibujarme un mapa?

Como buenamente pudo, el tullido hizo un pequeño esquema del Arno, los puentes y los barrios circundantes. Marcó con una equis el emplazamiento de un par de conexiones que Kesselring y los suyos habían manipulado.

—¿Y las demás? —preguntó nervioso Wolf.

—Lo siento, señor, no puedo estar en todas partes a la vez…

—Cierto, lo siento.

El cónsul escudriñó aquel garabato que pretendía ser un mapa. Sendas equis marcaban los dispositivos de demolición de dos puentes. El Ponte Santa Trìnita y el Ponte Vecchio. Hermosa coincidencia.

—Tenemos que desconectarlos…

—¿Ambos? Señor cónsul, es una locura. Nadie en su sano juicio haría eso. Hay francotiradores alemanes en toda la avenida de Lungarno Corsini, desde el Ponte Vecchio hasta el Ponte Santa Trìnita. Podríamos tener un margen pequeño de acierto si pretendiéramos salvar un puente. Solo un puente. Pero los dos es prácticamente imposible. No sin bajas.

Gerhard Wolf dio un golpe en la mesa. Estaba furioso. Aquellos puentes separaban a los aliados del núcleo nazi toscano y a los oprimidos de la libertad y, sin embargo, sus horas estaban contadas. Su demolición era inevitable e inminente.

—Tenemos que elegir —susurró Wolf.

—Tenemos que elegir —asintió Burgassi.

El cónsul viajó en el tiempo. Se trasladó a aquella placentera mañana, tras el albor de su primera jornada en la ciudad del lirio, cuando disfrutó de una Florencia como nunca antes volvería a ver de la mano de su amigo desaparecido Friedrich Kriegbaum. Ambos, deleitándose con unas vistas sin igual, se preguntaban en 1940 quién querría destruir semejante belleza.

«Solo un desalmado».

Wolf admiraba el Ponte Vecchio. Kriegbaum defendía el Ponte Santa Trìnita. El cónsul prometió hacer todo lo posible por salvaguardar el arte, los puentes y las almas de Florencia.

—¿Solo un puente?

—Solo un puente —reiteró Burgassi sin un ápice de duda.

Wolf sabía que la duda, la vacilación, no giraba en torno a los puentes. Ni siquiera a las obras de arte. No en aquel crítico momento. El asunto primordial de su misión era las personas. Una sola vida humana terminaría decantando la balanza.

—Dígame una cosa, Burgassi. ¿El Ponte Vecchio está habitado?

—Sí, algunas familias descansan en sus negocios. Intentan de esa manera evitar el expolio de los alemanes.

El diplomático lo vio cristalino. Estaba a punto de romper la promesa a Kriegbaum. Cualquier vida se situaba por encima de la trascendencia artística, ornamental o histórica. El Ponte Vecchio estaba habitado, y era razón más que suficiente para permitir que volaran cualquier otro monumento.

—Ponte Vecchio pues.

—Via dei Ramaglianti, detrás de Borgo San Jacopo —contestó como un autómata Burgassi.

—Estamos solo a quinientos metros… —Wolf se quedó pensativo—. ¿Cree que podrá hacerlo?

—¿Yo, señor? Solo soy el amigo lisiado de los joyeros. Usted es el héroe de la ciudad.

—No, Burgassi, para nada. —El cónsul depositó sus manos sobre los hombros del tullido—. Si yo soy el lobo de Florencia, usted es el guardián del Ponte Vecchio.

Aquellas palabras estremecieron a Burgassi, quien rápidamente hizo desaparecer la lágrima que corría por su mejilla.

—Somos. —Resaltó aquella palabra—. Somos, usted y yo, los guardianes del Ponte Vecchio.

Wolf sonrió con condescendencia. Soltó a aquel hombre con delicadeza y le invitó a abandonar la estancia.

—¿Qué hará usted? —preguntó aún compungido.

—No me queda mucho tiempo aquí —resolvió Wolf—. Tengo un asunto pendiente al otro lado del Arno. ¿Cuántos han cruzado el puente?

—Ciento ochenta y cuatro adultos y treinta y seis niños.

—Insuficiente —lamentó Wolf—. Siempre insuficiente. Gracias, Burgassi. Yo no debería necesitarle más, pero no deje de prestar atención, amigo mío, hasta el último momento. Por favor. Una vez vuelen los puentes, rompa nuestra cadena y huya.

—A la orden. —Burgassi se detuvo un momento—. ¿Piensa cruzar los puentes hacia el centro de Florencia? No… No se puede…

—Lo haré —respondió Wolf asintiendo con la cabeza y señalando su brazalete—. Soy el cónsul nazi.

—Pero no podrá volver…

—No lo haré —contestó con determinación.

Burgassi, aplacado por el arrojo de Wolf, se alejó. Pero antes de salir de aquel despacho, no sin dificultad, giró su cuerpo hacia el cónsul.

—Señor Wolf…

Sorprendido por ver cómo aquel hombre le llamaba por su apellido, sin ningún tipo de protocolo de por medio, prestó atención.

—¿Sí?

—Puede que no lo sepa, pero Gerhard Wolf es el hombre que separa a Florencia de la oscuridad.

Y después, con su cuerpo maltrecho y su bastón, abandonó agradecido la oficina del cónsul de Florencia.

Wolf se quedó unos minutos con la mirada depositada en la puerta, mientras su Toscano se consumía en soledad y una nueva lágrima comenzaba a brotar en el borde de su ojo.

Burgassi se marchó a cambiar el rumbo de la historia.

Wolf se quedó un rato pensativo.

Algo le llamó la atención. Un libro. Viaje a Italia, 1816, de Johann W. von Goethe. «¿Cómo pude olvidarlo?», pensó.

Abrió sus páginas. Volvió a leer el capítulo dedicado a la tarde del 25 de octubre de 1786.

La ciudad refleja la riqueza del pueblo que la construyó, uno percibe que ha disfrutado de una sucesión de buenos gobernantes. Todo aquí trasluce eficacia y atildamiento, se ha perseguido la unión de lo práctico y útil con lo agradable y por doquier se observa una diligencia estimulante.

«Cuánto han cambiado las cosas, querido Johann», reflexionó Wolf.

Miró su teléfono. Intentó marcar con decisión un número que tenía apuntado en su diario. Imposible establecer contacto. Las líneas telefónicas habían caído. Decidido, caminaría por esa Florencia desgastada, quizá una última vez. La travesía en automóvil resultaría demasiado complicada. Solo pudo acceder al centro de la ciudad desde la entrada este, donde la Torre della Zecca aún se erguía majestuosa frente a los avatares de la historia. Su destino, la sinagoga de la ciudad, sería complicado de alcanzar con el Fiat.

Su brazalete y su posición como diplomático evitaron que los francotiradores, situados en las proximidades del Arno, se fijaran en él. Se trataba de una figura conocida y respetada, sobre todo después de que sus aventuras en el prostíbulo se expandieran gracias al boca a boca. Los soldados no tenían ninguna inquietud de saber qué hacía el cónsul de Florencia atravesando los escombros. Era un hombre que caminaba con determinación. Durante unos instantes, recordó a aquel comerciante que trabajaba diseñando zapatos.

«Le parecerá una tontería, pero los pies me hablan. Me revelan el carácter de las personas. Los pies jamás mienten. Usted camina con determinación. Es un hombre fuerte, decidido. Tendrá éxito, no lo dude».

Durante unos instantes, Wolf tuvo fe en aquel hombre, en su caminar y en la consecución de su objetivo.

Una obligada parada en mitad del camino le reconfortó. Necesitaba de nuevo aquellos pasaportes. Sonaban campanas. La catedral de Florencia parecía celebrar su vuelta. Una vez en su interior, no tardó en localizar a su amigo, a pesar de la multitud que se refugiaba en la casa del Señor.

—Dos milagros en una semana son demasiados milagros, señor Wolf.

—No sé si es el tipo de milagro que los florentinos esperan ver, amigo mío. Ahí están —dijo señalando la nave central—, esperando el verdadero milagro.

Dalla Costa y Wolf se abrazaron.

—¿Qué hace aquí?

—¿Usted qué cree?

—Mantener la cadena… —dijo sonriendo el cardenal.

—Así es. ¿Tiene el pasaporte?

—Sígame.

Una vez estuvieron en el interior de su despacho, Dalla Costa entregó los pasaportes de Daniella y Hannah al cónsul.

Wolf observó el pasaporte de Daniella con nostalgia, como si ya no tuviera valor alguno.

—Lo necesitará, señor Wolf —comentó Dalla Costa leyendo sus pensamientos—. Daniella está con su pequeña en la sinagoga.

Wolf lo miró con una mezcla de sorpresa y alegría, pues se le antojaba una utopía poder sacar a Daniella de aquel miserable lugar.

—Usted paró la cadena, pero no la voluntad —manifestó el cardenal con una sonrisa cómplice—. El avance de las tropas aliadas ha provocado una estampida. Se han centrado en el expolio y han abandonado a las prostitutas. También a los rabinos. Massiach está ileso.

Wolf respiró aliviado y, con un fuerte apretón de manos como despedida, se dirigió hacia la sinagoga a través de la Via de Servi. Pensó en Daniella. Seguía viva, junto a Hannah. Desde el prostíbulo hasta la sinagoga. Era la segunda vez que tenía que improvisar con aquella mujer, pero no pensaba dejarla en Florencia. Tenía su pasaporte falsificado. Ya improvisaría algo. No podía dar marcha atrás. La ciudad estaba en silencio. Los florentinos no salían de sus casas, bajo amenaza de ser fusilados. La quietud sepulcral de la ciudad caló en el alma de Wolf. Caminó con decisión hasta llegar al cruce de la Via degli Alfani. Desde allí solo se encontraba a seiscientos metros de su objetivo.

Un estruendo rompió la calma. Una ráfaga de metralla sonó demasiado cerca del cónsul. Asustado, permaneció inmóvil en el cruce. Un grupo de partisanos corría escapando del fuego enemigo hacia su posición. En breve alcanzarían la rotonda de Santa Maria degli Angeli. Wolf tomó una decisión, no tuvo más remedio que improvisar. Continuó corriendo todo lo rápido que sus zapatos le permitían hasta llegar a la Piazza della Santissima Annuziata. Desde allí solo tuvo un lugar donde poder guarecerse.

El Kunsthistorisches Institut.

Al llegar a las oficinas, llamó con insistencia.

Pronto? —sonó al otro lado de la puerta.

—¡Señor Heydenreich! —La voz era demasiado conocida.

El director, confiado, abrió la puerta.

—¿Señor Wolf? ¿Es usted?

—Así es —dijo respirando entrecortadamente.

—El cardenal me transmitió sus palabras. Pero usted… —titubeó el director del Instituto.

—Estoy aquí, señor Heydenreich, estoy aquí. Están masacrando a los ciudadanos.

Una nueva ráfaga rasgó el momentáneo silencio de la ciudad. Algo estalló en las calles aledañas. Las sirenas, de nuevo, rasgaron el ambiente florentino. Alerta máxima. El director tragó saliva e hizo pasar rápidamente al cónsul. Se cercioró de que nadie en los alrededores estuviera mirando y cerró con discreción la puerta del Instituto.

—Somos de Dresde, amigo mío —continuó Wolf una vez recuperado el aliento—, y los habitantes de Dresde no nos rendimos fácilmente.

Heydenreich esbozó una sonrisa sincera, cargada de esperanza.

Tras las pertinentes explicaciones, Heydenreich instó a Wolf a que descansara aquella noche en el Instituto. No tenía fuerzas para regresar al consulado ni opciones para llegar a su automóvil e intentar pasar la noche en su antigua morada, Le Tre Pulzelle, en Fiesole. Allí se encontraba el grueso del ejército alemán.

Wolf, agradecido, no dudó en aceptar la invitación. El director se acomodó como pudo en un despacho y trató de conciliar el sueño tras el silencio de las sirenas.

La noche cayó para dar paso a una de las jornadas más funestas de la historia de Florencia.

Heydenreich se despertó y encontró a Wolf apurando una taza de café mientras leía un panfleto. La oficina estaba llena de recortes de periódico, mapas de la ciudad e informes del Instituto. Miró al cónsul, cuyas ojeras marcadas mostraban a un hombre que no quería dejarse llevar por la pereza, la tregua o el sosiego.

—No ha descansado nada, ¿verdad, señor Wolf?

—No se lo tome a mal, pero si la ciudad no duerme, yo tampoco.

Heydenreich no pudo evitar cierta vergüenza por haber dormido unas horas.

—¿Cómo se encuentra Florencia? —preguntó el director.

—Está claro que los puentes van a ser destruidos —contestó taciturno el cónsul.

—Ayer supe que su homólogo suizo, el señor Steinhäuslin, intentó por todos los medios que se guardaran al menos las cuatro estatuas del Ponte Santa Trìnita. El comando alemán denegó el permiso alegando el excesivo tamaño y peso de las piezas.

Wolf suspiró con decepción.

—Lea esto. Es de esta mañana. Lo repartía una camioneta alemana.

Heydenreich leyó con atención.

Ordenanza.

Por la seguridad de la población se ordena:

1. A partir de este momento se le prohíbe a cualquiera que abandone su casa y camine por las calles o las plazas de la ciudad de Florencia.

2. Todas las ventanas, también las de las bodegas, así como la entrada de casas y vestíbulos, deben permanecer cerradas día y noche.

3. Se recomienda a la población pasar tiempo en las bodegas o, en el caso de que no hubiere, ir a las iglesias u otros edificios grandes.

4. Las patrullas de las Fuerzas Armadas germanas tienen la orden de disparar a las personas que se encuentren en las calles o se asomen a las ventanas.

Aquel 3 de agosto toda la ciudad de Florencia se había convertido en una trampa.

Wolf necesitaba actualizar su plan.

El objetivo seguía siendo claro: sacar de la ciudad a Daniella y Hannah.

La situación había mejorado y al mismo tiempo se había enmarañado.

Daniella estaba viva y esa era una de las mejores noticias que podría haber recibido el cónsul. Por otro lado, su plan se había vuelto algo más vulnerable. No era lo mismo tratar de llevar a cabo la evasión de una niña de cinco años que ejecutarla con una mujer que no podría esconder tan fácilmente.

El incidente de la tarde anterior se lo recordó.

Aun así no se acobardó.

—¿Qué quiere que haga, señor Wolf? —preguntó Heydenreich.

—Necesitamos una coartada. Quiero llegar a la sinagoga y una vez allí regresaré a por mi automóvil a la Piazzale degli Uffizi, donde aparcan los trabajadores.

—Hizo bien en dejar su vehículo allí, ya que los escombros en las calles de la ciudad dificultan la conducción y hay zonas que están demasiado afectadas para poder circular. Aunque le confesaré que nunca me gustó que estacionaran los vehículos en esa plaza.

—Si sobrevive Florencia, prohíba que se aparque ahí. Sería maravilloso ver a la gente pasear y disfrutar de la galería, si es que continúa en pie tras esta noche. Pero ahora es mi única ruta de escape.

—Así sea. ¿Qué necesita?

—¿Cuántas obras de arte quedan en la Uffizi?

Heydenreich calculó que aún quedaban unas cuantas. Algunas de un valor incalculable. Le contó cómo Fasola había visto con sus propios ojos cómo los soldados alemanes habían dormido y cocinado alrededor de las obras de arte. Algunos cuadros, incluso, habían servido como mesas improvisadas. Fasola, sin más armas que las palabras, intentó en vano evitar el expolio de la sinagoga y de los tesoros de la Loggia dei Lanzi. En aquel momento resultaba casi imposible salir de la ciudad y solo los grandes edificios servían de guardia y estarían, a priori, a salvo de la destrucción. Todos menos los puentes.

Recorrió su mapa mental de Florencia. Zona centro, los edificios emblemáticos que él conocía perfectamente. El Duomo no era factible. De haberlo sido, Dalla Costa no habría mandado a Hannah y Daniella a la sinagoga. Algo le decía que Santa Maria del Fiore no era un lugar para partir de la ciudad. Museo Nacional del Bargello, demasiado céntrico. Basílica de la Santa Croce, mucho más accesible. Necesitaba su coche y un motivo. La excusa barata de la Uffizi que presentó ante Rahn como justificación empezó a convertirse en algo mucho más sustancial.

—Necesito un armazón de los que usan para proteger las obras que han de ser transportadas.

—Pero, señor Wolf, no podemos realizar llamadas telefónicas. Para ello hay que llegar a la galería.

Wolf meditó durante unos segundos. Se estaba quedando sin opciones.

—Podría intentarlo —sugirió Heydenreich.

—Es una locura —contestó Wolf.

—Esta ciudad no conoce la sensatez desde 1938.

—9 de mayo de 1938. El día que se perdió la cordura —lamentó el cónsul.

—Lo haré, señor Wolf. Lo intentaré.

El cónsul lo meditó durante unos segundos. El director del Instituto estaba dispuesto a arriesgar su vida en una guerra que no era de su incumbencia. Wolf tenía en su bolsillo un salvoconducto, pero no esperaba utilizarlo tan pronto. Si la diplomacia era un arma, aquel informe que redactó en nombre de Rudolf Rahn constituía la única bala disponible.

Tenía que decidir si abría fuego o aguardaba otra oportunidad. El cónsul tenía claro que nunca saldrían a pie de la ciudad, por lo que tenía que llegar a su automóvil sí o sí. Y necesitaba un armazón como mínimo para poder esconder a la muchacha. Tendría que improvisar con su madre. Wolf terminó por ceder ante la evidencia. Aquel papel, como una justa premonición, indicaba cuál sería el plan a seguir. Esa estratagema falaz con la Uffizi como protagonista se convirtió en cuestión de minutos en la realidad más plausible.

—Utilizaremos el patrimonio de Florencia para salvar a dos personas —sentenció Wolf.

—Así sea, señor.

El cónsul extrajo de su bolsillo la ordenanza mecanografiada y se la entregó al director del Kunsthistorische Institut, que leyó con atención.

—Señor Wolf, usted ya sabía que …

—Para nada, amigo mío, para nada. Pero si usted no cree en las señales tras leer ese documento, quizá sea el momento de agradecérselo a la Providencia. De todos modos, aún tenemos que alcanzar la sinagoga y apoderarnos de mi vehículo. Espero que ese documento le exima de problemas. Manténgalo a la vista. No va a ser un trayecto fácil.

—Iré a preparar el armazón. Nos vemos en la Uffizi, señor Wolf.

—Cuídese de las tropas alemanas. Y una cosa más, señor Heydenreich.

—Dígame.

Se hizo un breve silencio. El cónsul de Florencia no pudo evitar dedicar un pensamiento a su amigo Friedich Kriegbaum.

—Llámeme Gerhard.

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