Hannah

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Agosto de 1944

Florencia

Florencia acababa de entrar en estado de emergencia.

A partir de las dos de la tarde, los florentinos disponían de tres horas para aprovisionarse y encerrarse en sus casas.

Viandas, agua potable, medicinas.

Wolf dibujó el plan en su cabeza. Tenía solo tres horas para realizar aquella gesta.

Desde el Kunsthistorisches Institut trataría de alcanzar la sinagoga. Una vez allí, acompañaría a Daniella y Hannah hasta la galería de los Uffizi. Intentaría localizar el armazón dispuesto con anterioridad por Heydenreich y procuraría cargarlo en su Fiat 1100. Entre algunos bultos, madre e hija podrían estar ocultas hasta que salieran de la ciudad. El cónsul pretendía conducir hasta Bolzano, abandonando la ciudad por la Via Carlo Alberto y la Piazza Beccaria. Una vez en el norte, Suiza se le antojaba tan evidente como factible.

Tres horas.

Heydenreich se encaminó directamente a la Piazzale degli Uffizi. Para Wolf, intranquilo ante la ruta de su compañero, aquellos setecientos metros no fueron comprometidos. La Via Giuseppe Giusti desembocaba en la Piazza d’Azeglio, el mismo emplazamiento donde fue asaltada la última sede de la clandestina Comisión Radio por un comando nazi. Wolf rezó para que el rayo no cayera dos veces en el mismo lugar.

Aquella ubicación estaba desolada, salpicada por algún cadáver y por escombros que imposibilitaban el tránsito regular de vehículos. A intervalos la quietud se veía rota por sonidos lejanos de metralla. Fiesole parecía sufrir una batalla campal. Avanzó de nuevo unos cuantos metros por la Via Farini, no sin dificultad, y, tras comprobar que nadie se enzarzaba en un tiroteo, alcanzó la casa de la asamblea hebrea desde 1882, la sinagoga de Florencia. La inconfundible cúpula verde aún se alzaba majestuosa sobre la barbarie.

Wolf, receloso, escudriñó los alrededores. Sería bastante embarazoso que el cónsul alemán en Florencia tuviera que explicar, en mitad de la alarma de guerra, por qué había ingresado en uno de los lugares que más odio provocaba entre el ejército usurpador.

Cuando se cercioró de que la gente permanecía en sus hogares, con las ventanas cerradas y las puertas trancadas a cal y canto, tal y como había ordenado la comandancia germana, procedió a la aproximación del edificio decorado con losas de travertino blanco y piedra caliza rosada.

En el recinto debía tener cautela, pues los alemanes habían utilizado aquel sagrado lugar como instalación de almacenaje en numerosas ocasiones. Al parecer, con el acercamiento del ejército de liberación, los pocos militares que pudieran estar de guardia se habían esfumado. Era uno de los inmuebles prescindibles de la ciudad.

Para Wolf aquel edificio no solo era imprescindible más allá de toda concepción teológica; constituía un búnker para las personas que había jurado proteger. Por un momento quedó fascinado por las vidrieras policromadas, los mosaicos y los arabescos. Independientemente del credo, seguro que su amigo Kriegbaum habría pronunciado aquellas legendarias palabras.

«¿Quién querría destruir semejante belleza?».

Solo que en aquel instante, ese agosto de 1944, Florencia estaba atestada de desalmados.

Jehoshua Ugo Massiach salió a su encuentro. Se dio cuenta de que Wolf no era el hombre del que tanto le había hablado su colega Dalla Costa. Ahí, frente a la sinagoga, el cónsul de Florencia distaba mucho de ser el elegante alemán, impoluto e intachable, que tantas veces había mencionado el cardenal de Florencia. No era el mismo hombre al que había recibido días atrás para proteger a Hannah. El individuo que tenía enfrente era una versión más desgastada de sí mismo. Aquel traje no luciría como antaño nunca más y su rostro era la viva imagen del cansancio y la desesperación. Sin embargo, la mirada de aquel tipo no parecía congruente con su aspecto. Era firme, rotunda, agresiva y resuelta. Muy posiblemente, la cabeza de aquel mortal no estaba en absoluto de acuerdo con el reposo que demandaba su cuerpo.

Ambos se saludaron cordialmente, a pesar de que el panorama resultaba desconcertante. El próximo rabino de Florencia, si la ciudad sobrevivía al embiste de los aliados, frente a un hombre con su alma desgastada, su traje raído y una esvástica en el brazo. Massiach no pudo evitar estremecerse ante aquel distintivo.

—Es un escudo —aclaró Wolf.

—Un emblema agresivo reutilizado como un elemento defensivo.

Wolf nunca lo habría definido tan bien. El cónsul aguardó impaciente. Massiach no le hizo esperar y le instó a que siguiera sus pasos.

Ambos caminaron a través de la nave derecha hasta el final, donde un pasillo a la diestra les mostraba el camino. Llegaron hasta un oratorio en el que se celebraban rituales ashkenazíes. Allí, en aquel lugar, aguardaban Daniella y Hannah.

Nada más entrar en aquel sector, Daniella lo miró con una mezcla de alegría, esperanza y vergüenza. La última vez que tuvo frente a ella a aquel hombre fue en un lugar desagradable, en una situación repugnante. Dudó si levantarse y abrazarlo o si, por el contrario, permanecer junto a Hannah y no separarse de ella. Preguntó con la mirada. No hicieron falta palabras. La cara de Daniella demandaba todo lo que necesitaba saber. Wolf tomó aire y, mientras sus ojos empezaban a humedecerse, se vació con prudencia.

—Alessandro no nos acompañará —fue lo único que pudo verbalizar el cónsul—. No pienso permitir que os pase nada.

Daniella lo entendió al instante. El amor de su vida no respondería nunca más ante su llamada. Aquella mujer agazapada comenzó a llorar, mientras el insubordinado alemán, en ese momento su único protector, se arrodillaba con lágrimas ante ella. Entre sus brazos, una pequeña trataba de dirigir su mirada hacia aquel hombre. Hannah se deshizo como pudo del abrazo de su madre y se irguió frente a Wolf, sin miedo, con osadía.

El tiempo se detuvo.

Aquella niña miró pausadamente al hombre. Con sus diminutas manos acarició el rostro de Wolf. El cónsul no pudo librarse de pensar en Veronika, en Hilde y en Alessandro. Trató de evitar su llanto frente a aquellas mujeres. La pequeña Hannah se conmovió viendo a ese hombre llorar. Sin apartar la mirada, infló todo lo que pudo sus carrillos. Wolf, en mitad de sus sollozos, no pudo eludir mezclar las lágrimas con una carcajada. La pequeña se unió al alborozo y terminó abrazando al lobo de Florencia.

Sabía perfectamente quién era. Repitió los mismos gestos que les hizo fraguar una pequeña pero inquebrantable unión en Santa Maria del Fiore, frente a su padre y su madre. Era el hombre que la había llevado a la sinagoga. Entonces, Wolf la abrazó como si de repente tuviera la necesidad de convertirse en el último baluarte que aliados y nazis tuvieran que derribar para arrebatarle a esa chiquilla de sus brazos y de su corazón.

Daniella no necesitó más.

Se incorporó y se sumó al abrazo.

—Lo siento, Daniella, lo siento tanto… —susurró Wolf entre lágrimas para que Hannah no lo oyera.

La mujer no contestó. Abrazó aún más fuerte a aquel redentor.

Wolf estaba dispuesto a salvar a aquella mujer como fuera. Su vestido desgastado podría generar algún problema, pero estaba decidido. Su misión, en ese momento, se acababa de duplicar: Hannah y Daniella.

Tras un par de minutos, Massiach no tuvo más remedio que interrumpir ese mágico momento.

—Señor Wolf, deberían irse.

Este comprobó la hora. La esfera de su Stowa se había quebrado en algún momento. El toque de queda final se había programado para las siete de la tarde y el sol se pondría aproximadamente una hora después. Disponían de mucho tiempo, pero debían apresurarse. Massiach lo sabía. En apenas unos segundos, un acto vandálico en una maniobra de repliegue y retirada de la ciudad podría arrasar con la sinagoga. Era un blanco perfecto para los que evacuaran Florencia con rencor. No había sucedido todavía, pero tras el toque de queda de los últimos días cualquier cosa era posible. Wolf sabía perfectamente cómo se retiraban los alemanes. Sembrando el caos por doquier. Ya habían comenzado sus infames estragos.

El cónsul tomó a la pequeña en brazos y se aseguró de que Daniella estuviera lista. Con una leve afirmación con la cabeza, la mujer alentó a Wolf para que iniciaran su pequeña epopeya. Antes de abandonar definitivamente la sinagoga, el cónsul se giró hacia aquel hombre.

—Gracias por su valentía, señor Massiach. Debería usted esconderse también.

—Llevo haciéndolo meses, señor Wolf. Nos iremos todos. En este lugar ya nadie está a salvo.

El futuro rabino cerró la puerta con un semblante de agradecimiento. Wolf, con Hannah en sus brazos, y Daniella estaban a punto de empezar una carrera contrarreloj para salvar sus vidas.

El cónsul decidió salir por la parte trasera a través de la Via Carducci. Para evitar las arterias principales de la ciudad, caminarían hasta la basílica de la Santa Croce. Intentaron cruzar la pequeña Piazza Sant’Ambrogio. Wolf se detuvo y frenó a Daniella. A pocos metros de su posición, un reducido comando militar cargaba sus armas. Entre voces, patearon la puerta de la iglesia de Sant’Ambrogio y abrieron fuego contra los que allí se encontraban. El sonido de las descargas de munición apagó los gritos de desesperación en cuestión de segundos.

Wolf empujó a Daniella y cruzaron la plaza mientras decenas de inocentes eran ejecutados. Aterrorizados, enfilaron a través de la Via dei Macci. Wolf recordó el tercer punto de la ordenanza nazi: «Se recomienda a la población pasar tiempo en las bodegas o, en el caso de que no hubiere, ir a las iglesias u otros edificios grandes». Los alemanes no habían respetado el tratado de no agresión a los florentinos. Tampoco los lugares sagrados. La sinagoga, definitivamente, no habría sido una buena opción. Wolf se detenía en cada esquina para comprobar que a ambos lados no había ninguna patrulla de partisanos o militares alemanes que pudieran ponerlos en serias dificultades. En el cruce con la Via Ghibellina, cerca del domicilio que en otra época habitó el divino Buonarroti, observó cómo un adolescente salía de un negocio abandonado tras desvalijarlo, ajeno al desastre bélico. El hambre había hecho mella en los florentinos y algunos atormentados exponían sus vidas a cambio de un pequeño bocado y una saciedad a corto plazo.

Demasiado corto plazo.

Su cabeza estalló y el cuerpo cayó inerte al suelo.

Un francotirador.

Wolf evitó que la pequeña mirara y empujó a su madre, que se había quedado paralizada ante aquel crimen de guerra, para que se parapetase en un pequeño portal. No tenían tiempo para lamentaciones. Daniella no pudo dejar de sentir pavor. Aquella bala podría haber alcanzado a su hija.

Esperaron unos minutos.

Sonaron disparos lejanos.

Un nuevo soniquete de las alarmas de la ciudad se convirtió en la banda sonora de su travesía.

Reanudaron su itinerario.

Debían alcanzar la Santa Croce. Algo ardía en la ciudad. El humo se vislumbraba entre los edificios. Continuaron andando con paso ligero. Se encontraban a pocos metros de Via San Giuseppe. La avenida de la Santa Croce.

Tras la espeluznante visión de lo acontecido en Sant’Ambrogio, la basílica de la Santa Croce no era un refugio donde poder guarecerse, pero sí un lugar de tránsito. Eso evitaría que tuvieran que atravesar Piazza di Santa Croce. Demasiada extensión sin que nada los protegiera de los francotiradores. No se fiaba de la pequeña tregua alemana. Tres horas. Desorden, caos, anarquía. Palabras que definían Florencia en aquel momento. Para Wolf, atravesar el panteón de las grandes glorias italianas era su mejor elección.

La puerta lateral estaba cerrada.

Daniella llamó con insistencia. Su voz femenina y su perfecto italiano hicieron que se entreabriera el portón. Al ver la cara de desesperación de la mujer y al hombre con una niña entre sus brazos, los ocupantes del interior no lo dudaron. Gerhard, Daniella y Hannah ingresaron en la basílica. Aquel lugar había sido un centro de referencia no solo teológica, también política durante la época del Risorgimento, la unificación italiana. Se había convertido en el destino favorito de personajes cruciales de la Florencia de siglos atrás, como Michelangelo Buonarroti o Galileo Galilei, para su descanso eterno. Un sitio espiritual que ahora hacía las veces de albergue improvisado. Años atrás, la Santa Croce fue utilizada para evitar el expolio de obras de arte; en ese mismo momento para evitar incrementar el número de víctimas civiles de la guerra.

Avanzaron unos pasos. Los allí parapetados se sintieron incómodos ante la presencia de Wolf. Todos lo miraban y susurraban. El cónsul vigilaba a uno y otro lado, sintiéndose violentamente observado. Cuanto más avanzaba, mayor era la distancia que los inquilinos querían mantener. Daniella se giró hacia el cónsul.

—Es tu brazalete.

Él lo entendió enseguida. Estaba tan preocupado por sacar a Hannah y Daniella de aquella ciudad que no reparó en ello. En algunos lugares podría servir como un salvoconducto, pero en aquel sitio, en aquel momento, solo provocó tensión. Demasiada.

No había tiempo para lamentos, tampoco para explicaciones. Wolf no estaba dispuesto a permanecer allí demasiado. La luz natural se despedía de aquella jornada y la ciudad quedaría prácticamente a oscuras.

Debían alcanzar la galería de los Uffizi.

Un hombre se acercó y le agarró del brazo. Wolf estuvo a punto de revolverse, pero la presión de aquel instigador no fue violenta. Todo lo contrario. Se trataba de una invitación para apartarse a un lugar resguardado.

—¿Qué demonios hace usted aquí?

Wolf observó al hombre. En sus brazos aún seguía Hannah, sin querer tocar el suelo.

—¿Su hija?

El cónsul estuvo a punto de asentir, pero se dio cuenta de que no tenía ningún sentido mentir a aquel hombre. Miró a Daniella.

—Es suyo, señora —comprendió aquel hombre—. Un placer. Enrico Piaggio.

Daniella le devolvió el saludo de manera cortés pero algo desconfiada. Piaggio lo notó.

—No se preocupe, nadie podría hacerles daño aquí. Este hombre, el cónsul, me salvó la vida hace un año.

Wolf sonrió. Se acordaba perfectamente. Ognissanti, Hotel Excelsior, la señorita Kiel y Herr Rettig. Los médicos salvaron su vida mediante la extracción de un riñón.

—¿Necesitan algo, señor cónsul?

—Debemos llegar a la Uffizi.

—Es una locura, tenemos prohibido salir de la basílica.

—Lo sé, pero acabo de ser testigo de cómo un comando alemán ha acribillado a ciudadanos inocentes en Sant’Ambrogio. Nadie está a salvo en este lugar. Es apremiante llegar a la Uffizi. Tengo mi automóvil allí.

—¿En la Uffizi? Por Dios, señor cónsul, van a volar toda la zona esta noche. Yo que usted no me fiaría de los vehículos con tantas ruedas. No podrá circular entre tanto escombro.

Un estallido enorme sacudió la ciudad y la basílica. Los ocupantes de la nave lateral donde se encontraban gritaron y se estremecieron. Seguramente los alemanes empezaban a destruir todo aquello que no deseaban que llegara de manera intacta a las manos de los enemigos.

Hannah no se inmutó. Wolf miró a Daniella extrañado.

—Se ha acostumbrado a los estruendos de las balas, las explosiones y el bullicio de las alarmas de la ciudad.

Wolf consideró a Hannah, con tan solo cinco años, una superviviente nata. Piaggio los dirigió hacia una posible salida. Atravesaron la dilatada nave central en dirección a la capilla Pazzi, situada en el claustro, mientras el cónsul sospechaba que aquella explosión podría provenir de uno de los puentes. No podían perder más tiempo.

La escasa luz que acariciaba Florencia era más que suficiente para admirar aquel recinto que obnubiló a Stendhal un siglo atrás, pero no podían disfrutar de semejante panorama. Mientras los nervios se calmaban en el interior de la basílica tras la partida del hombre de la esvástica, Piaggio, Wolf, Daniella y Hannah cruzaron los jardines.

—A la izquierda, Borgo Santa Croce. Apresúrense.

—Venga con nosotros —le suplicó Wolf.

—No estoy solo en este lugar, y solo entorpecería su huida. Váyanse. Rezaremos para que lleguen los aliados antes.

—Gracias, señor Piaggio. Si sobrevive esta noche haga usted algo con su compañía para mejorar los medios de transporte.

Era la segunda vez que insuflaba algo de esperanza a la persona con la que hablaba. «Fruto del cansancio», intentó justificarse a sí mismo Wolf. Su cabeza no deseaba aletargarse en ningún momento y buscaba estar alerta constantemente.

La plaza principal de la Santa Croce parecía desierta. Al fondo continuaba ardiendo un edificio. La humareda era un testimonio irrefutable. Wolf observó con atención los tejados de la plaza, pero no pudo advertir ningún francotirador. Escuchó cierto bullicio a pocos metros de su posición. Una pequeña avanzadilla de partisanos penetró en el recinto a la carrera desde Via dei Benci. Con los rifles en alto, irrumpieron en ese emplazamiento para tratar de montar una barricada donde poder atrincherarse. Uno de ellos fue alcanzado en una pierna, lo que provocó que cayera de bruces contra el suelo, partiéndose los dientes. El sonido de un segundo disparo constató que aquellos guerrilleros no estaban solos.

Wolf, al otro lado de la plaza, no lo dudó. Corrieron para resguardarse de los francotiradores y alcanzaron Via de’ Neri. Los rebeldes constituían blancos fáciles para los alemanes. Tras ellos, una bala atravesaba el corazón de un adolescente que pretendía enarbolar la bandera imaginaria de la libertad. La incursión en la plaza fue desgraciadamente un acto suicida para aquellos muchachos.

El cónsul no pudo evitar la ironía del destino. Si la ciudad que intentaba proteger no estuviera atravesada por el Arno y no existiera el Ponte alle Grazie, se encontrarían a tan solo quinientos metros del consulado alemán, de su despacho. Desde allí, alcanzar el Palazzo Pitti sería un paseo casi confortable. La tarde anterior estaba sentado allí, leyendo a Goethe y conversando con Burgassi. El destino quiso que el cónsul tuviera que recorrer la ciudad entera para volver casi al mismo punto de partida, solo que al otro lado del Arno. Piazzale degli Uffizi.

Encararse con la milicia apostada en el puente para dejar atrás su automóvil y alcanzar el Oltrarno, con el fin de esperar en el propio consulado a los aliados, era poco más que una imprudente quimera. Un nuevo estruendo hizo temblar la ciudad y una nube de humo negro se dibujó sobre la Piazzale Michelangelo, al otro lado del río. Los restos de un escuadrón alemán, cubiertos de polvo y con el miedo dominando sus rostros, cruzaron el Ponte alle Grazie. Wolf miró en dirección contraria. Trescientos metros. El edificio de Giorgio Vasari. La galería de los oficios.

El sonido de otra explosión provocó que la cuadrilla no se detuviera más.

Los negocios, las tabernas, los hogares. Todos cerrados a cal y canto. Ni un alma en las calles.

Frente a ellos, la fachada posterior del Palazzo Vecchio y la propia galería de los Uffizi. Giraron levemente a la izquierda en la Via dei Castellani hasta llegar a la Piazza Castellani, a la fachada trasera de los Uffizi. Algunos automóviles habían sido abandonados en aquel lugar. Wolf, que se encontraba más pendiente de un sobresalto inesperado a pie de calle, lamentó que a esas alturas la Uffizi no tuviera un acceso trasero. Inevitablemente tendrían que alcanzar la galería a través de la Via de la Ninna, dejando a un lado la desaparecida San Pier Scheraggio, la iglesia absorbida por el propio museo. Las calles eran demasiado estrechas para que un francotirador operara con facilidad, pero debían permanecer en alerta. El escuadrón que arrasó Sant’Ambrogio podría estar en cualquier sitio de la ciudad.

La Piazza della Signoria se encontraba desierta. Nadie caminaba por aquel lugar. Nadie pronunciaba discursos infames, nadie se dejaba llevar por la propaganda fascista, nadie vendía los metales de sus hogares para fabricar munición, nadie celebraba los triunfos de la Fiorentina.

No había nadie.

Ni aquel hombre, junto a una mujer y una niña entre sus brazos, pudo violar el silencio que reinaba en la histórica plaza. Giraron a la izquierda, para ingresar en la Piazzale degli Uffizi, y caminaron adheridos a la pared hasta alcanzar una de las puertas principales que accedían a los tres vestíbulos que daban la bienvenida a la Uffizi.

Ni rastro de Heydenreich. Tras un primer vistazo constataron que en aquel lugar no había nadie. Florencia estaba al borde del abismo, fruto de la hipocresía alemana, y el arte no era una prioridad para nadie, «salvo para alguna petición excéntrica del Führer», pensó Wolf.

Restos de armazones de madera, poleas y alguna obra de arte menor decoraban la amplia entrada de la galería. Seguramente, Fasola hizo lo que pudo ante el expolio alemán, pero en ese momento una de las mejores pinacotecas del mundo se asemejaba más a un camposanto abandonado que al epicentro del arte del Renacimiento, devastado por la guerra, por el expolio y por el mismo paso del tiempo. La austeridad había terminado abrazando los corredores y pasillos cuyas colecciones hasta hacía nada habían rememorado tiempos pasados, tiempos de gloria.

Trataron de evitar algunos enseres de cocina que los que utilizaron aquel lugar como improvisado centro de operaciones abandonaron a su suerte tras las noticias de los heroicos aliados, pero Wolf no pudo evitar caer de bruces contra el suelo tras tropezar con una pieza de artillería abandonada de cualquier manera. El cansancio, sin duda, hacía mella en él. Desde el suelo se giró. Un trípode Lafette 42 había provocado su torpe tropiezo. Junto al soporte, una Maschinengewehr 42 desmontada. Wolf lamentó su caída, pero aún más que aquella ametralladora estuviera inhabilitada.

Daniella se acercó para brindar su mano a Wolf mientras se incorporaba, al mismo tiempo que Hannah se soltaba de la mano de su madre. Quedó asombrada por la soledad de aquel lugar. El silencio y el polvo eran su única compañía. Allí dentro parecía que la guerra había acabado. Algún que otro cuadro intentó robar el protagonismo al sosiego que se respiraba entre aquellas paredes.

Una explosión quebró la magia. Daniella se asustó y Wolf sintió cómo la desesperación se apoderaba de su cuerpo. Hannah, sin embargo, seguía deambulando con la curiosidad propia de una niña de cinco años. Los atronadores estallidos no la inmutaban. Tenía que pensar rápido, actuar rápido. Heydenreich no estaba y no podían invertir ni un solo segundo más allí.

Hannah sintió una atracción irresistible por una pequeña obra que reposaba sobre un conglomerado de madera. Se acercó hasta ella y la observó durante unos segundos.

Wolf se aproximó y contempló junto a la niña aquel cuadro de cuarenta y siete por treinta y cinco centímetros. Una obra pequeña. Un jarrón con flores. A su lado, un documento en alemán. «Bodegón holandés», definía aquel escrito. Provenía del Palazzo Pitti y durante los últimos años había sido trasladado de una villa a otra. Las últimas líneas llamaron su atención: el destino final de aquella pequeña obra era Bolzano, al norte del Lago di Garda, donde residían y aguardaban Rudolf Rahn y parte del ejército alemán. Posiblemente, algún comando, en algún momento, abandonó a toda prisa la galería dejando allí parte del material que debían extraer. No consideraron a Jan van Huysum uno de los grandes maestros.

Wolf lo consideró un regalo divino. Con aquel documento y aquella obra en un armazón de madera tendría un nuevo salvoconducto y un nuevo pretexto para viajar hasta el norte. El bastidor que protegería a Hannah pasaría aún más desapercibido.

Sin dudarlo, y tras acariciar los cabellos de Hannah para felicitarla por aquel descubrimiento, introdujo con esmero el cuadro en una estructura donde se podían leer tres palabras: «Alto» y «Basso», para indicar la colocación correcta, y «Fragile». Una vez cerrado, lo levantó con fuerza y lo condujo al exterior. Daniella y Hannah esperaron dentro de la Uffizi.

Había caído la noche.

El tiempo, inexorable, pasaba volando.

El tiempo, inapelable, podía quebrar sus esperanzas.

Su deteriorado Stowa era testigo del avance implacable de cada minuto.

Caminó unos metros.

Allí seguía, indemne, su Fiat 1100. Con él, su billete de vuelta. Depositó el pesado armazón junto al vehículo y regresó a uno de los accesos principales de la Uffizi. Hannah continuaba vagando bajo la atenta mirada de su madre, que no le quitaba ojo de encima. La niña, ajena, disfrutaba de aquellos ingenuos instantes de felicidad y libertad. Daniella era cómplice del libre albedrío de su hija. Dirigió su mirada al cónsul cuando ingresó en la estancia.

—Debemos ocultar a Hannah —dijo él mientras se frotaba los ojos y comprobaba el tamaño de algunos armazones que sobraban en la galería.

—¿Qué pretende, señor Wolf?

—Si los comandos nos detienen para una inspección, el cuadro del jarrón con flores nos podría servir como salvoconducto y su informe como licencia. Hannah debe ir en un armazón.

—¿Quiere meter a mi hija en una caja de madera? —cuestionó Daniella con incredulidad.

—¿Quiere sacarla de Florencia? —replicó con severidad Wolf.

La mujer no pudo oponerse al plan del cónsul. Era un planteamiento bastante débil, pero definitivamente no disponían de otro mejor. Wolf no reparó en el modo de ocultar a Daniella. Ella no se preocupó de su seguridad. Solo querían sacar a la pequeña de aquel lugar que estaba a punto de ser devastado.

Gerhard eligió la caja que más se podía ajustar a sus necesidades y a la comodidad de la niña. La depositó en el suelo verticalmente y dirigió la vista a la madre, suplicando con la mirada que colaborara con él.

Daniella se acercó a la pequeña Hannah. Le acarició el pelo y le dio un beso en la frente. Agarró su manita y juntas caminaron al encuentro de Wolf. Rodearon alguna escultura, presa de su propia jaula de madera, y esquivaron restos de mobiliario que habían pasado a mejor vida. Al llegar a la altura del cónsul, Daniella se arrodilló ante su hija.

—Hannah, nos toca jugar otra vez.

La niña miraba atentamente a su mamá. El rostro de esta, ensombrecido por la tristeza y por la creciente falta de esperanza, dio a entender que no se trataba de los juegos que le gustaban a ella, sino que se refería a los juegos necesarios de su madre.

Hannah se puso triste. La parte externa de sus diminutos ojos y la comisura de sus labios cayeron levemente hacia abajo.

—¿Lo harás por mí, amor?

Hannah asintió con la cabeza.

—¿Recuerdas cómo nos escondíamos en la sinagoga? —preguntó con dulzura Daniella.

La niña volvió a afirmar sin articular palabra.

—Tienes que meterte en esa caja y no hacer ruido. Nada de nada, escuches lo que escuches, hasta que mamá abra la caja. ¿Lo has entendido?

Hannah afirmó de nuevo.

—Sí, mami.

—Te quiero, tesoro. —Daniella besó de nuevo a su hija.

Hannah, en un pequeño y postrero acto de rebeldía, se separó de su madre a la carrera y se acercó a un cuadro que había observado minutos atrás. Se quedó mirando aquella maravilla pictórica. Besó su pequeña mano y, con la palma, tocó la cara de la joven que aparecía en el lienzo, como si tratara de entregar esa pequeña caricia que había partido de sus labios. Tras aquella simbólica despedida, la chiquilla volvió junto a su madre y ambas se acercaron a Wolf.

El cónsul alzó a la pequeña, la besó en la frente y la introdujo en el armazón.

Antes de cerrar la tapa, Wolf le regaló aquella expresión que tanto le gustaba a la pequeña. Infló sus carrillos como un globo y Hannah le devolvió una sonrisa espontánea antes de dejarse abrazar por la oscuridad. El hombre miró a la madre.

—Volverás a verla, Daniella —dijo con calidez Wolf.

Ambos alzaron el chasis de madera y lentamente avanzaron hacia la salida. Cada pocos metros realizaron paradas reconfortantes. Daniella se mostraba entera, vigorosa, pero las fuerzas de Wolf menguaban a cada minuto que pasaba.

Tras comprobar que la plaza aún estaba despoblada, alcanzaron con dificultad su vehículo y depositaron el armazón en el suelo. Frente a su automóvil lamentó que no se tratara de un modelo 2800, de esos que acostumbraban a utilizar el rey y el Papa. Su amplitud habría facilitado mucho las cosas. Intentó aprovechar el espacio que le brindaba su vehículo, con su característico «hocico grande». Cargaría ambos armazones en los asientos traseros. No eran demasiado grandes y solo el peso de la pequeña entrañaría alguna dificultad, nada que no se pudiera solventar con cierta agilidad y destreza.

Gerhard Wolf se llevó la mano a su chaqueta.

—¡Joder! —gritó.

El cónsul entró en pánico. Se tocó de nuevo el bolsillo. No había absolutamente nada en él. Daniella se inquietó también.

—¿Qué sucede?

—Vuestra documentación. ¡No está!

Repasó una vez más el bolsillo de su americana. Quizá el cansancio le impedía ver con claridad. Introdujo las manos en los bolsillos de su pantalón.

Nada.

«La caída», pensó, tratando de ordenar sus pensamientos y localizar el momento justo en el que pudo perder aquellos valiosos pasaportes. «El maldito trípode». Golpeó con fuerza la puerta del coche, fruto de la frustración.

—Tranquilícese, señor Wolf, no pasa nada.

La mujer trató de calmarlo al ver que estaba a punto de perder el juicio.

—Claro que sí, Daniella. Esos documentos acreditan, en el caso de que lo necesitáramos, que no sois judías. —La desesperación se iba apoderando del cónsul de Florencia—. Son acreditaciones que pueden cambiar la muerte por la vida. Daniella, Hannah estará escondida. Tú no. Necesito esos documentos. Necesitas ese documento.

Ella, tras las palabras y el semblante de Wolf, entendió que no había futuro sin aquellas credenciales.

Cruzaron sus miradas y al instante simultanearon sus pensamientos. Wolf volvería sobre sus pasos, en dirección al vestíbulo de la Uffizi, mientras Daniella hacía guardia frente a su tesoro.

El cónsul, tras prometer que tardaría pocos minutos, deshizo el camino a la carrera.

Daniella se encargó de vigilar los soportes. No estaba demasiado convencida de que su pequeña se encontrara cómoda en aquella estructura de madera, pero no dejaba de ser un refugio improvisado tan óptimo como cualquier otro. Si el plan de Wolf salía bien, estarían muy cerca de la frontera con Suiza. Con aquellos pasaportes en regla sería cuestión de tiempo alcanzar territorio neutral y encaminarse a la residencia de la familia Wolf.

Daniella no pudo evitar emocionarse con aquel pensamiento. Hannah y la hija del cónsul jugando juntas en el jardín de alguna bella mansión, en libertad, con un futuro prometedor.

La noche se cerraba cada vez más y, a pesar del calor de agosto, se podía sentir la humedad del Arno, a escasos metros de su posición.

Aquellos minutos parecieron una eternidad.

Una voz al otro lado del camión provocó que Daniella se quedara helada.

Bewegen Sie sich nicht!

Era una voz alemana.

No entendió absolutamente nada.

La mujer escuchó cómo cargaban sus armas de fuego.

Daniella se giró lentamente.

Frente a ella, la peor de las visiones.

Se arrodilló, presa del pánico.

La ciudad olía a pólvora y a restos de mármol. También a derrota.

El legado de los Médici se caía a pedazos.

Dos minutos atrás estaba convencida de que el futuro no la separaría jamás de su hija Hannah. Todo dependía de un hombre y dos pasaportes.

Dos minutos después comprobó cuán equivocada podía estar. Qué lejos quedaban Bolzano y Suiza.

En aquel momento, en el patio de la galería de los Uffizi, Daniella se encontraba cara a cara con su destino final.

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