Hannah

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Julio de 2019

Florencia

Días después volamos a Pisa. Era más económico, y tomamos el tren desde Pisa Central hasta Firenze Santa Maria Novella, justo al lado de casa.

Noa, un libro de la galería de los Uffizi de Cesare Fasola y El triunfo de la libertad de Leni Riefenstahl fueron mi compañía. Esta última por obligación y documentación. Menudo tostón. Entonces decidí dejarme llevar por las palabras que componían un estudio sobre el ego de los líderes de la Segunda Guerra Mundial. El análisis de aquel estudio era bastante singular. Mussolini hablaba en primera persona una de cada ochenta y tres palabras y Hitler, en cambio, utilizaba el «yo» una de cada cincuenta y tres. Churchill, por sorprendente que parezca, ganaba a los dos dictadores, empleando la primera persona una vez cada treinta y cinco palabras. La Segunda Guerra Mundial fue también una guerra del «yo», del ego.

Noa leía a Preston y Spezi. Su monstruo de Florencia.

Cerré los ojos.

Max Richter salvó mi vida algunos minutos.

La banda sonora que compuso para aquella serie sobre desaparecidos es una puñetera obra maestra.

Tenía que ordenar mi nueva vida.

Nada más llegar a casa, Noa aprovechó para darse una ducha refrescante. Aquel maldito julio era demasiado caluroso. Yo no podía dejar de pensar en Alemania, Italia, los nazis…

¿Fuimos las mujeres cómplices de aquello? No era muy difícil encontrar la respuesta a golpe de clic. Fueron demasiadas las mujeres que contribuyeron al Holocausto: Irma Grese, Maria Mandel, Hermine Braunsteiner, Dorothea Binz, Isle Koch, Ruth Closius, Juana Bormann, Ewa Paradies. El terror no solo fue infundado por hombres. Todos tuvieron responsabilidad.

Me llamó la atención que incluso el dirigente indio Gandhi, en una de sus cartas de 1939, se dirigió a Hitler como «querido amigo» solicitándole que evitara una guerra que podría reducir la humanidad a un estado salvaje. Incluso se disculpaba en aquella misiva por si hubiese cometido un error al escribir al Führer directamente.

Creo que fue complicado luchar contra los ideales y los símbolos. Esa se convirtió en una de las astucias de Hitler, ya que en realidad el símbolo que identificaba el régimen nazi, la esvástica, era un antiguo emblema universal que representaba el sol y el ciclo del nacimiento y renacimiento. La cruz gamada, incluso, había servido para encarnar a los cuatro vientos o también a Buda. De hecho, en algunos mapas japoneses representaba a un templo budista. Algunos estudiosos afirmaban que pudo personificar a Mjolnir, el martillo del dios de la mitología nórdica y germánica, Thor. Pero Hitler se apropió del símbolo, lo prostituyó y con él se realizaron lavados de cerebro.

Dice un amigo mío que solo hay dos clases de personas: los que crean contenido y los que consumen contenido. Por lo tanto, en la Segunda Guerra Mundial todos tuvieron algo que ver con el conflicto bélico. Todos lo utilizaron a su favor, en su propio beneficio. A día de hoy, creo que no alcanzamos a comprender en su totalidad lo que implicó y a quiénes involucró la guerra de una manera directa o indirecta.

Me iba a estallar la cabeza.

Saqué a Noa de la ducha y la obligué a pasear conmigo.

Menos Hitler y más Botticelli.

Entré con Noa en la iglesia franciscana de San Salvatore in Ognissanti. La reconstrucción barroca de su interior dificultaba la localización de algunas sepulturas de la familia Vespucci. Simonetta era ilocalizable, según los inquilinos del lugar. El abuelo del descubridor Amerigo contaba con una pequeña lápida a modo de homenaje. Al menos Ghirlandaio sí rindió un honesto homenaje con su fresco. Avanzamos por la nave central y giramos a la derecha en el transepto. Allí descansaba, en la Capella Alcantara, Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi, el verdadero nombre de Sandro Botticelli. Me arrodillé ante la pequeña lápida de forma circular y deposité una rosa. Noa me dejó hacer. Al fin y al cabo, Botticelli también formó parte de la historia de mi abuela, y estaba convencida de que a ella le habría encantado este gesto.

Me levanté, miré silenciosamente a mi alrededor durante unos segundos en señal de respeto e insté a Noa para que saliéramos de aquel lugar sagrado. Marchamos con discreción. Una vez fuera, estábamos a pocos minutos de nuestra vivienda.

—¿Cenamos hoy en el Mercato Centrale? —preguntó Noa intentando normalizar la situación.

—¡Hecho! —contesté ya repuesta de la melancolía que me había provocado despedirme de Botticelli.

No conozco a nadie que se haya negado a una buena pizza de ese lugar. Ambas continuamos caminando por el Borgo Ognissanti y giramos a la izquierda por Via dei Fossi, en dirección a nuestro apartamento. Noa se encendió un cigarro.

—¿Qué harás ahora? ¿Terminarás el trabajo? —preguntó tras la primera calada.

—Sí, pero creo que los próximos días me dedicaré a buscar algo sobre Wolf. Podría hacer algo de justicia escribiendo su historia, si es que termino encontrando algo.

—Serás capaz…

—Tú me diste la idea. —Metí el dedo en la llaga.

—Eso es cierto, joder. —Noa admitió la derrota.

Ambas nos dejamos llevar y pasamos de largo por nuestro portal para terminar sentándonos en la Piazza di Santa Maria Novella. De esa manera haríamos tiempo y algo de hambre para la cena.

—En serio, no tengo ni la menor idea de qué hacer. Creo que iré al consulado alemán a preguntar si tienen algo de información que me ayude a entender esta pequeña odisea.

—Te acaba de salir la psicóloga que llevas dentro. Me parece genial, en serio.

—Autoaceptación. Un proceso terapéutico muy importante.

Guardamos silencio. Yo jugaba con el botecito y su número treinta y siete, que me había traído de Madrid. Este objeto se volvió imprescindible para mí, como un amuleto. En la plaza, un joven italiano con su guitarra versionaba L’essenziale de Marco Mengoni.

Sostengono gli eroi

Se il gioco si fa duro, è da giocare!

Pensé en la versión en castellano. «Saco del cajón las lágrimas ocultas de algún héroe». De eso trataba mi epopeya. De sacar del cajón al héroe. Disfrutamos unos minutos del recital.

Me fijé en un grupo de turistas, todos ellos ancianos. Iban con los auriculares puestos siguiendo las instrucciones de la guía, que se esmeraba por ensalzar las virtudes de la fachada de Santa Maria Novella. Me llamaron la atención un par de ancianos que iban de la mano y parecía que no se soltarían nunca. Me di cuenta de cómo se hacían los despistados. Poco a poco fueron separándose del grupo y terminaron sentándose cerca de nosotras. Se quitaron con cuidado los incómodos auriculares y se dejaron llevar por el concierto acústico de aquel joven. Su grupo turístico continuó su rumbo y los perdieron de vista. El anciano abrazaba a su esposa y ella disfrutaba con su cabeza apoyada en el hombro de su héroe.

Joder, me dieron ganas de llorar. Me puse a pensar en mis abuelos. No sabía muy bien por qué, pero aquella longeva pareja hizo caso omiso de lo impuesto y prefirió disfrutar de la poca libertad que se presentaba ante ellos. No eran coleccionistas de fotografías, eran recopiladores de momentos especiales. Y aquel, sin duda, era uno de esos.

Mi teléfono sonó. Y he de reconocer que me achanté.

La última llamada que había recibido en Florencia había arrasado mi mundo por completo.

Sin embargo, era un teléfono italiano. Dudé unos segundos y terminé por responder.

Pronto?

Se trataba de una llamada del consulado alemán en la ciudad. Me quedé de piedra. Me llamaron por mi nombre.

—Pase por nuestras oficinas cuando pueda. Tenemos noticias para usted.

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