Hannah

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Septiembre de 1943

Florencia

Kiel se quedó en silencio, aturdida. Miraba fijamente a su amigo, el cónsul Wolf, con cierto recelo. Quería pensar en cualquier otra cosa que no fuera Kriegbaum.

—Por Dios, Hanna, no me mires así. Soy un cónsul alemán bajo el régimen nazi. Tengo que conocer dónde vive todo el mundo. Más aún si es de Viena.

La mujer se sintió satisfecha, pero empezó a temblar. Deseaba que su amigo Gerhard se equivocara de dirección, pero no era así. Ninguno de los dos habló durante un par de minutos. Una parte de Florencia se caía en pedazos tras el estruendo de las bombas y, sin embargo, en aquel despacho solo reinaba el silencio.

El silencio y el miedo.

Kiel rompió el mutismo.

—Cogeré un taxi y visitaré los hospitales. Puede que allí sepan algo.

—¿Un taxi? ¿En estado de alarma? No será posible. No nos preocupemos, seguro que está bien. —Wolf trataba de mentirse a sí mismo mientras daba vueltas alrededor del despacho.

—¿Y si le ha pasado algo?

Wolf posó su mirada en Kiel. Tras ella, Goethe, impertérrito, observaba la escena. El cónsul recordó unas palabras.

«Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser es un suicida en pie».

No hizo falta más.

—Señorita Kiel, iré con usted. Vayamos primero a la zona afectada.

Justo en el momento en el que iban a salir del despacho, su secretaria Maria Faltien le dio un buen consejo.

—Por favor, señor cónsul, llévese el escudo.

Kiel frunció el ceño sin comprender.

Wolf, a regañadientes, sabía que su secretaria tenía razón. Volvió a su escritorio y de su cajón extrajo un brazalete con una esvástica.

—Desgraciadamente, le abrirá muchas puertas —apostilló su secretaria con cierto tono maternal.

Portando aquel indeseado brazalete, una vez en la calle tuvo la oportunidad de sumarse a un pequeño destacamento militar que se dirigía desde su base en Piazza Santo Spirito hacia la zona afectada por los bombardeos. Ambos se subieron a un Henschel 33 D1.

La ciudad era un caos total. La guerra ya no estaba tan lejos.

Alcanzaron el lugar donde horas atrás se situaba el número 183 de la calle Via Masaccio. Militares y voluntarios trataban de acceder a las ruinas para, poco a poco, comprobar si alguien seguía con vida bajo los escombros. Un miembro del cuerpo de ingenieros alemán, que lideraba la retirada de los desechos del edificio, se acercó al cónsul para pedirle una acreditación.

Gerhard Wolf se identificó como el cónsul alemán en Florencia. El brazalete hizo el resto.

—Buscamos los restos de la casa de Leo Planiscig, historiador de arte de Viena.

—Los restos de su edificio son esos —dijo el ingeniero señalando una masa enorme de escombros—, pero tienen a su propietario allí.

El alemán señaló a un hombre que abrigaba a una mujer con el brazo maltrecho. Wolf y Kiel se acercaron con premura.

—¿Señor Planiscig?

—¿Sí? —contestó el aludido con la cara desencajada, presa del miedo y del desconcierto.

—Soy el cónsul Wolf. Me alegro de que estén ustedes bien…

Kiel interrumpió el protocolo de inmediato.

—¿Dónde está Kriegbaum?

Aquel hombre se puso a llorar en cuanto escuchó el apellido de su amigo. La mujer, aún convaleciente, no dijo nada.

—Yo… salí corriendo en cuanto oí la primera explosión. Friedrich iba detrás de mí, hasta que nos dimos cuenta de que mi esposa no nos seguía. —Planiscig la abrazó con más fuerza—. Yo me quedé helado, inmóvil, aterrorizado. Friedrich, sin dudarlo, se dio la vuelta y fue a rescatar a mi mujer. Lo…, lo siento mucho.

Kiel volvió a preguntar con tono imperativo.

—¿Dónde está Kriegbaum?

Planiscig tan solo levantó la cabeza para dirigir su vista hacia los escombros. Wolf y Kiel miraron al unísono. Frente a ellos se alzaba un edificio mutilado. Algunos muros se erigían esbeltos, desafiantes. Otros, en cambio, habían sucumbido ante los impactos. Cualquier superviviente sería fruto de un milagro. Una amalgama de ladrillos, madera y metal hacía temer lo peor. Entre los vestigios de lo que en otro momento fueron hogares con familias enteras en su interior ahora se extendía un cementerio improvisado. Hombres y mujeres se afanaban por retirar los escombros. Alguna voz ahogada. Algún llanto.

Wolf se quitó el abrigo y la americana, se remangó la camisa y se alzó como pudo entre los cascotes para retirar algunos restos.

—¡Aquí hay un hombre! —gritó una voz.

Kiel, desde la distancia, sonrió levemente con algo de optimismo. Se descalzó sin dudarlo y se sumó al rescate. El cónsul también se unió al grupo desde su posición. Bajo las piedras, un hombre seguía respirando. Perdería una pierna, pero podría tener alguna esperanza. Aunque Kiel y Wolf se alegraron, no pudieron disimular un breve gesto de decepción.

Aquel hombre no era Kriegbaum, el héroe.

Kiel colaboró en las faenas.

—¡Ayúdenme! —chilló una mujer a escasos metros—. ¡Aquí hay alguien!

Como una exhalación, Wolf, Kiel y otros diez voluntarios empezaron la operación de rescate. No escucharon sonidos, pero no cejaron en el empeño. Poco a poco, con sumo cuidado, trataron de levantar entre varios los escombros que mantenían a un hombre apresado. Tras unos minutos de intensa agonía, todos supieron que poco más podían hacer. Aquel hombre estaba muerto.

Kiel se llevó las manos a la cara. No podía cerrar la boca.

Wolf cerró los ojos con fuerza, como si aquella imagen fuera una pesadilla de la cual, tarde o temprano, podría despertar.

Muy a su pesar, era la cruda realidad.

La víctima que yacía aplastada por los daños que habían provocado las bombas era el hombre que más amaba Florencia. Era el alma de la ciudad. Era su grandeza y su pequeñez. Sus virtudes y sus bajos fondos. Su voz y su silencio. Su arte y, en ese momento, sus escombros. Pocos habían demostrado una devoción por la ciudad del Arno como él.

Cerca de su mano inerte, algunos caramelos aparecían esparcidos entre los escombros.

Wolf recordó en unos segundos cómo le recibió, cómo confió en él, cómo le auguró ser el defensor de la ciudad, de su patrimonio, de su arte. Pero, ante el cadáver de su amigo, se sintió responsable. No había hecho nada por la ciudad, nada por el arte, nada por él.

Nada salvo verlo morir.

Morir.

Y una parte de Gerhard Wolf murió con aquel hombre.

Al día siguiente, el sol apareció como cualquier otra mañana, indiferente, ajeno a las pérdidas humanas que habían sucumbido bajo los bombardeos. Frente al Kunsthistorisches Institut in Florenz se instaló una improvisada capilla para honrar por última vez a su director, el difunto Friedrich Kriegbaum.

Todos aquellos que lo quisieron o admiraron estaban allí presentes. Gerhard Wolf, su esposa Hildegard, su hija Veronika, Maria Faltien, Wildt y Poppe, Hanna Kiel, Bernard Berenson, Cesare Fasola, Romaine Brooks y Natalie Clifford Barney. Incluso el barbero de Santa Maria Novella, Alessandro, se acercó para presentar sus respetos, con su mujer Daniella y su pequeña Hannah.

A lo lejos, el pétreo testigo del río Arno, el Ponte Santa Trìnita, lamentaba también la pérdida de su guardián.

Berenson dedicó algunas palabras a su amigo caído con uno de sus caramelos en el puño.

—Kriegbaum, una de las personas más sabias de entre todas mis amistades, gentil y tierno, incapaz de albergar maldad alguna, no hacía nada más que el bien. Él era uno entre mil, y si Alemania tuviera setenta y cinco mil personas como él, valdría la pena salvarla y apreciarla.

Afortunadamente para Berenson, allí no había autoridades alemanas, salvo el cónsul Wolf. Su amigo. El único alemán que no le tenía en su punto de mira. Este no se ofendió por la referencia a su Alemania natal. Solo trataba inútilmente de esconder sus lágrimas.

En los últimos minutos de aquel duelo, el nuevo embajador alemán, Rudolf Rahn, se sumó por sorpresa a la despedida. Se colocó al lado de Wolf, su amigo, y se fundieron en un cálido abrazo. El rostro del cónsul hablaba por sí solo: desolación. El embajador trató de consolarlo. No era el mejor lugar para reencontrarse con antiguos amigos.

El círculo de confianza de Wolf entendió la situación. Lamentando profundamente la pérdida de su amigo Kriegbaum y ante la visita del embajador, les dejaron intimidad. Hilde y Veronika permanecieron a su lado.

—Gerhard, quizá no sea el momento, pero has de saber que si bien los alemanes han instalado la República Social Italiana bajo Mussolini, en realidad me han encargado ejecutar el poder real, plenipotenciario alemán, en esta nueva república. Es una orden específica del Führer.

Wolf, aún con lágrimas en los ojos, miró a su amigo.

—Rudolf, tienes que hacer todo lo posible para que se rinda esta ciudad sin combate alguno. Tenemos que declarar Florencia ciudad abierta. No sé qué tipo de implicación práctica podría tener esa declaración, pero debemos intentarlo. No pueden morir más ciudadanos inocentes como Kriegbaum.

—Haré todo lo que esté en mis manos.

Se fundieron en un emotivo abrazo. Wolf se excusó y se dispuso a pasear en soledad. Hilde y Veronika en esta ocasión respetaron la decisión de Wolf. Le dejarían marchar en solitario. Todos sus amigos sabían hacia dónde se dirigía, pero respetaron su necesidad de aislarse de todo. Quería observar el Arno pasar. Tras unos minutos de paseo, con pesar y con el alma de luto, el cónsul llegó al puente. Miró hacia abajo y comprobó la robustez de los pilones de soporte del Ponte Santa Trìnita. El diseño incluía una sección horizontal con ángulos agudos, a menos de un metro de distancia de su posición. Wolf hurgó en su bolsillo y extrajo un reloj. Un Kienzle con un hacha grabada en su parte trasera. «Solo un desalmado destruiría semejante belleza». Lo dejó caer sobre uno de los pilones.

Pensó en Kriegbaum, en su heroicidad en los últimos momentos de su vida, y miró hacia el cielo de Florencia. No pudo evitar recordar una de las primeras conversaciones que compartieron nada más conocerse.

¿Sabe? Al final creo que lo mejor que podemos hacer en esta vida es correr riesgos. No perdemos nada. Si ganamos, señor Wolf, seremos más felices, ¿no cree?

¿Y si perdemos, Friedrich?

Seremos más sabios.

Wolf no tenía la certeza de ser más sabio en ese momento, pero sí era consciente de que tenía el alma partida en dos. No pudo siquiera despedirse de su amigo. Se lo arrancaron de repente, sin avisar, de manera injusta.

«La belleza ya no protegerá tu ciudad, Friedrich. Prometo hacerlo yo por ti».

Y lloró como nunca había llorado antes. Y miles de recuerdos le asaltaron en ese instante.

Ya no pasearían más por el Ponte Santa Trìnita los lunes por la mañana.

Ya no irían juntos a ver a la Fiorentina, a disfrutar de aquel futbolista que tanto admiraban.

Ya no comerían juntos más cantuccini, esos que tanto le gustaban.

Ya no visitaría a su familia en Le Tre Pulzelle nunca más.

Ya no jugaría con paciencia infinita cada vez que quisiera regalar un caramelo a un crío.

Ya no le contaría más cuentos sobre Florencia.

Ya no volverían a estar juntos.

Ya no.

Y, por unos instantes, se sintió el hombre más solitario del planeta.

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