Hannah

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Marzo de 1944

Florencia

Montecassino se había preparado para despedirse de la faz de la tierra. El día 15 de febrero, frente a la imposibilidad de seguir avanzando ante el fango y los nidos de ametralladoras alemanas por todas partes, se solicitó un bombardeo aéreo que provocaría una vergüenza internacional. Una oleada de setecientos cincuenta aviones, compuesta por B25, B26 y B17, generó una tormenta que descargó dos mil quinientas toneladas de bombas en el territorio. Un gran número acertó en el objetivo principal, la abadía de Montecassino, donde se atrincheraba el enemigo.

No sería la única oleada mortal.

Durante la semana siguiente, los cañones harían el resto.

Algunos monjes llevaron a cabo la titánica labor de rescatar los restos de san Benito, obras originales de Séneca, Ovidio y Cicerón y pinturas de Tiziano y Tintoretto y trasladarlas al norte, a Rocca Albornoziana, al castillo de Spoleto.

Los civiles fueron evacuados.

El Vaticano, en un acto execrable, levantó la voz para criticar y lamentar la destrucción del monasterio. Muchos tildaron esta acción como un acto hipócrita, ya que hasta el momento su postura había sido «lamentablemente neutral». Los nazis se parapetaban en las ruinas de la abadía, mientras que los aliados luchaban contra los alemanes, contra la lluvia y contra los cenagales. Pero el avance de los libertadores era imparable. Ante el progreso de las tropas americanas, británicas, indias y australianas, los nazis realizaron vacuos ataques a la desesperada, mermando sus propias tropas y multiplicando sus bajas.

El mariscal de campo Albert Kesselring adoptó una postura mucho más defensiva y ordenó el refuerzo de la Línea Gótica por toda la zona de los Apeninos.

Tras el permiso otorgado a la Oficina de los Asuntos Judíos de confiscar propiedades de los semitas, consentimiento apoyado por la Intendeza di Finanza, los aliados continuaron bombardeando la periferia de Florencia. Las estaciones ferroviarias de Campo di Marte, Rifredi y los vecindarios de Porta al Prato y San Jacopino fueron las zonas más afectadas. Se trataba de mermar algunas de las infraestructuras más indispensables para los alemanes, pero lo único que ciertamente menguó fue la población.

Hanna Kiel y Gerhard Wolf no podían evitar pensar en su amigo Kriegbaum cada vez que las sirenas de la ciudad anunciaban un nuevo bombardeo. Nunca pasarían página.

Florencia, ciudad abierta. El cónsul y el cardenal de Florencia aún no habían alcanzado su objetivo.

Las clases obreras, los ciudadanos más damnificados por los ataques aéreos y los bombardeos, perdieron la paciencia. El día 3 de marzo convocaron una gran huelga que solo terminaría trayendo más desgracias a los florentinos. Las calles fueron acordonadas y las represalias alemanas desembocaron en redadas aún más intensas y deportaciones aún más prolíficas. El capitán Alberti estuvo al mando de las detenciones. El veinte por ciento de los manifestantes fueron exiliados a Alemania. Lo último que llegaron a ver aquellos florentinos fue Santa Maria Novella. Después, vagones de madera con alambres de espino. Más tarde, el genocidio.

Gracias a la desorganización militar ante la inesperada y multitudinaria protesta, Gerhard Wolf tuvo la oportunidad de salvar al marqués Amerigo Antinori. Era la primera vez que el soborno sustituía al poder de la diplomacia. El soldado novato se dejó engatusar. Cincuenta liras. Una pequeña victoria frente a la adversidad. Lo trasladó en su Fiat hasta el Ponte Vecchio, desde donde, una vez que el marqués lo cruzara, Burgassi lo llevaría a un lugar desconocido. Aquel alemán principiante jamás volvió a ver al marqués. Tampoco se cruzaría ya con el cónsul.

Ante tantos abusos de poder, los partisanos de los suburbios realizaron incursiones más agresivas. En la toma de la pequeña localidad de Vicchio, al norte de Florencia, la escaramuza se cobró la vida de varios fascistas, pero el precio que se debió pagar nunca llegó a merecer la pena.

Tras las posteriores batidas germanas y de los miembros del ejército de la República de Saló, siete partisanos fueron capturados y llevados a Florencia para ser condenados a muerte.

De poco sirvieron las peticiones de clemencia del cardenal Dalla Costa. Wolf no encontró nada a lo que aferrarse para poder exculpar a todos los reos, a pesar de que no dudó en mandar personalmente a Wildt y Poppe para conseguir un aplazamiento y ganar algo de tiempo. «Las órdenes vienen de arriba». Eso significaba que no habría marcha atrás. Solo dos hombres consiguieron el indulto, Marino Raddi y Guglielmo Bellesi, única y exclusivamente para ser reasignados a departamentos operativos. Todos los demás, cinco reos que aún no habían cumplido los veintidós años, fueron fusilados una mañana del mes de marzo.

Cinco.

«Como los cinco españoles», lamentó Wolf.

Pasaron a la historia como los «mártires del Campo di Marte».

Al norte de la ciudad, en un recóndito sótano, sonaba la Sinfonía en si menor, la obra inacabada de Schubert, al piano.

El padre Ildefonso ejecutaba la música.

Santo para algunos, verdugo para otros.

El lugar era oscuro y después de varios días los presos dejaban de tener una correcta noción del tiempo. Nadie en aquel lugar sabía con precisión cuánto tiempo llevaba entre rejas. El sótano no disponía de luz natural, tampoco de ventilación.

Un bofetón le sacó de su sopor.

—¿Vas a hablar?

—Pero ¿qué queréis que os diga? —preguntó Alessandro con terror y sin demasiadas fuerzas para articular palabra.

El barbero había perdido mucho peso en un mes. Estaba colgado de sus muñecas, sus pies se balanceaban a pocos centímetros del suelo y era constantemente torturado, privándole del sueño.

—Quiero que nos digas todo. Quiénes sois. Dónde estáis. ¡Todo!

Alessandro no tenía absolutamente ningún tipo de información que pudiera saciar a sus captores y poco a poco fue perdiendo la esperanza de abandonar aquel lugar con vida. A pesar de que sus pensamientos estaban dedicados única y exclusivamente a Daniella y Hannah, deseaba que aquello acabara cuanto antes. Pero estaba muy equivocado, todavía le quedaba mucho sufrimiento por vivir. Los presos a su alrededor se encogían contra la pared cuando los miembros de la Banda Carità entraban en la celda. Mientras se obstinaran con uno de ellos, los demás tendrían la mínima ilusión de seguir con vida un día más. Fantaseaban con la idea de que tarde o temprano el ejército aliado tumbaría las puertas de aquel lugar, fusilaría a todos aquellos demonios y rescataría a los pobres diablos que estaban siendo mutilados injustamente.

La mandíbula inferior de Alessandro se abrió con brusquedad.

—¿Tienes sed? —le interrogó uno de los mercenarios.

Con un cazón le introdujeron a la fuerza agua hirviendo. Alessandro, vociferando como un animal, sintió arder su cuerpo por dentro. Los verdugos se dejaron llevar por la diversión y sus risas se escucharon en todas las celdas, provocando que más de un reo se orinara encima.

El barbero perdió el conocimiento. Trataron de reanimarle con golpes duros y secos, pero no lo consiguieron. Aquel hombre estaba deseando su propia muerte.

—¿Qué hacemos con él? —inquirió otro de los mercenarios.

—¿Qué más da? Carità lo matará cuando se le antoje —replicó el primero.

Ambos soldados se alejaron cuando el piano dejó de sonar.

El padre Ildefonso se acercó lentamente, en señal de penitencia. Se detuvo frente a Alessandro. El barbero continuaba sin sentido y tardaría bastante en recuperar la conciencia. Restos de heces diluidas surcaban su pierna derecha.

El sacerdote se santiguó y pronunció unas oraciones por el alma del muchacho.

—Que abandone el malvado su camino y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia.

Se santiguó realizando la señal de la cruz y se signó pidiéndole a su Señor que le librara de todos los enemigos.

A solo dos kilómetros de aquel desolador lugar, Ludwig Heinrich Heydenreich realizaba las funciones correspondientes a la dirección del Kunsthistorisches Institut en el número 44 de la Via Giuseppe Giusti. Llevaba en el cargo desde la muerte de Kriegbaum y, aunque a Wolf le costaba pasear por aquel lugar sin la presencia de su antiguo amigo, el nuevo comisionado militar de la Wehrmacht para la protección del arte parecía ser más un aliado que alguien con el que difícilmente tuviera que lidiar. Era un hombre apasionado, como Kriegbaum, del arte y de Florencia.

Heydenreich acababa de presentar ante Wolf una ingente documentación fotográfica del estado de las obras en la ciudad, ante los incesantes bombardeos de los aliados, continuando con la labor que habían comenzado el antiguo director del Instituto y el director de la biblioteca de la galería de los Uffizi, Cesare Fasola. Aquella documentación servía, en caso de expolio o de devastación, como testimonio inmortal de lo que una vez albergó la ciudad del Arno. También como terapia para Heydenreich, que, al igual que Wolf, sentía una carga no deseada al representar a una Alemania que no reconocía.

—¿Qué opinión le genera el plan del Vaticano? —preguntó el director para romper el hielo.

Wolf expuso sus contrariedades. A pesar de que en un principio el plan urdido por el mariscal Kesselring, la Administración Central de las Colecciones de Arte Italiano y el Vaticano parecía en mayor o menor medida viable, Wolf estaba de acuerdo con la embajada alemana en el Vaticano: el mayor peligro al que se enfrentaba el transporte terrestre de las obras de arte hasta Roma eran los ataques aéreos. El cónsul decidió no verbalizarlo, pero consideraba muy extraño que trataran de salvaguardar las obras de arte en Roma si en verdad el Führer había considerado Florencia «de manera no oficial» una ciudad abierta.

—Pero aún quedan obras de gran envergadura y transcendencia. Algún Botticelli incluso. Si uno de esos bombardeos termina alcanzando la Uffizi…

—Me preocupa más el pueblo de Florencia —contestó bruscamente Wolf.

—No me tome por un desalmado —replicó alarmado Heydenreich—. Es una obviedad, señor Wolf. Pero alguien tiene que cuidar del arte de la ciudad. Fasola está falto de recursos.

—Intentamos cuidar de toda la ciudad. —Wolf remarcó el concepto de totalidad.

El cónsul hizo ver que no sobraban recursos en ninguna parte, por lo que no terminaban de abarcar lo suficiente. Consideraba que la diplomacia, aunque útil, era lenta. Los aliados se acercaban y el ejército alemán en la ciudad estaba desatado. Era un polvorín. Wolf lo tenía muy claro: o declaraban la ciudad abierta o no tendría Heydenreich suficientes visitantes para la Uffizi. La salvación de la ciudad no solo dependía de los aliados, sino también de cómo se comportaran los comandos alemanes. Corrían rumores de que el ejército alemán estaba utilizando iglesias y hospitales como almacenes de combustible y armamento. Wolf sabía que se acababa de crear un comité en la ciudad, compuesto por cónsules neutrales, el cardenal de la ciudad y representantes de la Cruz Roja, que trataba de hacer llegar dicha información a la sede del Vaticano. Solo ellos podrían convencer a los aliados para obtener el estatus de «ciudad abierta» y no atacar las iglesias y los hospitales florentinos.

—Si lo conseguimos, si Florencia es declarada ciudad abierta, las demás ciudades italianas lo exigirán.

Los ojos de Wolf brillaban con determinación ante aquel utópico panorama. Fue Heydenreich quien tomó la palabra para contar una pequeña historia al cónsul. A veinte metros del Instituto, en el número 58 de esa misma vía, surgió en 1925 la primera hoja antifascista clandestina que se le dio a la Resistencia con la consigna de no rendirse. Fieles a ese pensamiento, Carlo y Nello Rosselli padecieron el exilio en los confines de Italia, España y Francia y sufrieron una emboscada fascista el 9 de junio de 1937 en Bagnoles de L’Orne, a manos de los cagoulards por orden de Mussolini. Lo que provocaron aquellos opresores al amanecer, continuó Heydenreich, fue el alzamiento en armas en cada pico de Italia de miles de voluntarios de la llamada Columna Rosselli que alzaron el grito herido lanzado por el pueblo: «Justicia y libertad».

—A veces hay que caer para que otros se levanten —masculló Wolf.

Heydenreich asintió con la cabeza. Wolf había visto caer a demasiada gente. Aún no había merecido la pena. El cónsul se preguntó si Florencia debía caer para que las demás ciudades se levantaran. No lo contempló como un futuro perfecto. Observó un ejemplar sobre Leonardo da Vinci. El mismo ejemplar que el nuevo director tuvo a bien regalarle en el consulado alemán.

—Le agradezco su regalo. En cuanto pase esta locura me pondré sin duda con su lectura.

—Ah, Leonardo. No se preocupe. Los libros tienen su momento en el tiempo. Aquel florentino llegó a escribir en sus manuscritos: «Quien no valora la vida no la merece». Cuánta razón.

—No le faltaba, no. Muy aplicable a los tiempos que corren. Un placer, señor Heydenreich. Enhorabuena por su trabajo.

Wolf caminó hacia la salida del Kunsthistorisches Institut celebrando la productividad del nuevo director. No pudo evitar cambiar a Da Vinci por Goethe. «La vida pertenece a los vivos, y el que vive debe estar preparado para los cambios». El cónsul no estaba preparado para los cambios, al menos no a los cambios cargados de contundencia e iniquidad. La ausencia de su mujer y su hija, la muerte de su amigo Friedrich, las pérdidas humanas en Sesto Fiorentino y en Campo di Marte, la desaparición de Alessandro…

El capitán Alberti, de las SS, no le había conseguido el permiso para acceder a las oficinas de Via Bolognese y comprobar si aquel pobre hombre era prisionero de Carità. Wolf tenía la sensación de que el capitán no se había esforzado lo suficiente y había mirado para otro lado.

Desde que los alemanes habían tomado posesión de la ciudad, Wolf había salvado la vida a unas cuantas decenas de personas. El cardenal de Florencia había cumplido su palabra y el ciclista Bartali entregaba los documentos falsificados casi siempre a tiempo. Desde un punto de vista meramente diplomático, como estadista, poco más podía hacer. Había tenido la fortuna de no haber llamado demasiado la atención durante la detención de Hilde y Veronika. «Un patriota alemán defendiendo con orgullo a los suyos», proclamaron desde Berlín. Pero no podía arriesgarse más de la cuenta. No, al menos, con Rettig tras sus pasos. Lamentaba ser tan brusco con Heydenreich, pero el arte, a pesar de todo lo que él amaba la estética del patrimonio florentino, no podía hacer olvidar el drama de las deportaciones a Alemania, que se habían incrementado. Y, por otro lado, no había conseguido dar con su amigo, el barbero de Novella.

Aquello le consumía por dentro.

Al abandonar el Instituto, una visión le provocó malestar.

No había elegido el mejor día para realizar la visita. Nada más salir, a escasos metros de la puerta principal se hallaba el peor fanático que había conocido en suelo florentino.

Mario Carità.

«Quien no valora la vida no la merece». Definitivamente, en aquel momento Da Vinci ganó a Goethe.

Aquel terrorista no merecía vivir.

En Via Giuseppe Giusti, Carità charlaba con un hombre que le resultaba familiar. Tras observar detenidamente su rostro, llegó a la conclusión de que pocos años atrás aquel hombre de negocios había estado en el consulado. Se trataba del hombre que denunció a la señorita Kiel. Gracias a aquella acusación Kiel y Wolf habían granjeado una estrecha amistad. El empresario reconoció al cónsul y se acercó para saludarlo.

—Señor cónsul, un placer saludarle. Le presento a un verdadero amigo de Alemania, el comandante Mario Carità.

Carità y Wolf se observaron durante unos segundos en silencio. La tensión se mascó en el ambiente. El hombre de negocios intentó suavizar la situación, pero antes de que pudiera hacer nada, Carità le interrumpió.

—El cónsul Wolf y yo ya nos conocemos, ¿no es así?

—Cierto —fue lo único que acertó a decir el cónsul.

El interlocutor se lo pensó dos veces antes de mediar palabra. Aquella no era su guerra. Cogió su maletín y, disculpándose atropelladamente, se dirigió a su trabajo. Dos hombres se postraron tras Carità. Sus fieles perros guardianes.

—¿Por qué trata de frenarme siempre, señor Wolf? ¿Acaso no quiere que ganemos la guerra?

—¿Cuál de todas? —El cónsul no cambió el gesto de su cara: desprecio.

Carità encajó con gusto el inicio del combate dialéctico. Sonrió con desdén.

—¿Cuántas guerras hay, señor Wolf?

—Tantas como cada uno quiera librar en su interior. Tengo la impresión de que usted libra una totalmente independiente, ajusticiando a pobres inocentes solo para satisfacer su falta de masculinidad.

Wolf pensó que quizá debería tener más cuidado en sus respuestas. Gozaba de cierta inmunidad por pertenecer al cuerpo diplomático, pero una réplica fuera de contexto podría perjudicarle en demasía. Jugó con la ironía.

—Usted siempre tan diplomático —contestó Carità con sorna.

—Me estoy empezando a cansar de mi diplomacia.

Carità acusó la directa. Wolf intentó no dejarse llevar por sus primitivos impulsos. Le habría matado allí mismo, frente al Kunsthistorisches Institut, pero habría tenido que dar demasiadas explicaciones y podría no salir con vida. Decidió esperar un poco más. «El genio es paciencia eterna», eso había dicho Buonarroti.

—La guerra. La gran guerra, señor Wolf. Solo hay una guerra. Solo habrá un vencedor. Vamos, señor cónsul —dijo en un tono reconciliador—, solo busco su respeto.

—El respeto no se domina, se cultiva. Dudo mucho que haya sido adiestrado en el bello arte de la tolerancia. Son ustedes una plaga nauseabunda.

Wolf no se amedrentaba y eso le excitaba a Carità, aunque el italiano sabía perfectamente hasta dónde podía llegar y había llegado el momento de dejar de tensar la cuerda. Wolf no tenía ningún tipo de poder ejecutivo y eso le daba mucha ventaja. «Con palabrerías no llegará a ninguna parte», se regocijó Carità.

—Todo depende del punto de vista, señor Wolf. Las plagas son útiles, pues se encargan de exterminar lo que no sirve, lo que se ha quedado anticuado o es imperfecto. La peste negra sirvió para demostrar que el sistema feudal tenía deficiencias. Aquí, en esta ciudad deficiente, solo una quinta parte de la población sobrevivió. ¿Somos una plaga? Gracias a Dios, bienvenida sea.

—Le recuerdo, señor Carità, que Dios mandó las plagas de Egipto para salvar a los hebreos. No me haga informar a mis superiores de sus deslices antialemanes.

Carità no supo qué contestar y solo pudo sonreír. Aquel alemán sí era un hombre tenaz. No como aquella escoria que tenía en su sótano. Meditó una retirada a tiempo.

—Nos veremos, señor Wolf. Nos veremos pronto —dijo con tono amenazador—. Presente mis respetos a su amigo, el barbero judío.

Carità inició la andadura. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Gerhard Wolf. Aquel asesino, nombrando a Alessandro, le había revuelto por dentro. Le quedaba una última bala. La bala diplomática de la verdad. El cónsul reclamó su atención una última vez.

—La guerra… Solo habrá un vencedor.

—¡Así es! —contestó el italiano sin mirarlo.

—Eso espero, señor Carità. Usted dista mucho de ser ario. Téngalo en cuenta.

Carità sintió como si le hubiera atravesado un rayo. Wolf era demasiado inteligente para él y aquella afirmación, revelada con precisión y firmeza, dejaba en mal lugar a Mario Carità frente a sus hombres y, peor aún, frente a su futuro.

El mercenario se marchó enfurecido caminando en dirección al Museo Arqueológico Nacional para tomar su automóvil.

Wolf se quedó helado sin saber qué hacer ni adónde ir. La mención de Alessandro le dejó atónito. Consiguió no manifestarlo, con el fin de no otorgar otra victoria a Carità, pero no encajó demasiado bien el golpe.

Tras recomponerse, tomó la Via Gino Capponi y se detuvo en la Piazza della Santissima Annunziata. Se sentó en una de las fuentes de los monstruos marinos de Tacca y miró a su alrededor. Paseando entre los tres pórticos de la plaza, los ciudadanos se mostraban ajenos o temerosos de la realidad. Vivían en una ficción autoimpuesta. Leían La Nazione, un diario que intentaba alejarse de toda la propaganda fascista para alegrar la vida de los ciudadanos.

«Panem et circenses». Pan y juegos de circo.

Frente a él, el Hospital de los Inocentes: un orfanato diseñado por Brunelleschi en el Quattrocento. Al menos, ese hospicio no había volado por los aires. A su izquierda, la basílica de la Santísima Anunciación aún vivía de las rentas del milagro del ángel pintor. En alguna pared habían escrito con pintura «Muerte al fascismo». A continuación, nuevos escritos de diferentes personas repetían al unísono la misma palabra: «Approvo».

Un ciclista, con una pesada carga en su velocípedo, cruzó la plaza. Wolf alabó en silencio su equilibro. Otro hombre cargaba con unas cuantas cajas que, más bien pronto que tarde, terminarían en el suelo. Tras tropezar con un adoquín, aquel hombre moreno, peinado hacia atrás, con cara redonda y traje gris acompañado de corbata negra, soltó la carga y se esparció sobre el suelo.

Zapatos.

Wolf se acercó y le ayudó a recuperar la compostura y la carga.

—Muchísimas gracias, buen hombre. Gracias a gente como usted no todo son penurias en esta ciudad.

El cónsul agradeció el cumplido y decidió volver a su despacho. Al encaminarse hacia Via dei Servi en dirección al duomo, la voz de aquel hombre le solicitó un poco de atención.

—¡Disculpe!

Wolf se volvió de nuevo al comerciante.

—Le parecerá una tontería, pero los pies me hablan. Usted camina con determinación. Es un hombre fuerte, decidido. Tendrá éxito, no lo dude.

—Perdóneme. ¿A qué se refiere?

—¿A qué me refiero?

—Cuando dice que los pies le hablan.

—Me revelan el carácter de las personas. Los pies jamás mienten.

Wolf se quedó pensando en aquellas palabras. Según aquel hombre, caminaba con determinación, con decisión. Quizá era el pequeño empujón que necesitaba esa aciaga jornada.

Con un cordial saludo, los dos hombres se despidieron.

Mario Carità llegó a Via Bolognese. Se apeó del vehículo y entró en las oficinas acompañado de sus perros guardianes. Bajó las escaleras que desembocaban en aquellos despachos clandestinos. El hedor a excremento y la humedad del ambiente se podían sentir desde la puerta de entrada.

El guardia de seguridad pelaba una manzana con una navaja de aspecto poco saludable.

—Por favor, limpien este lugar de una maldita vez. Son nuestras oficinas. Si alguien se caga encima, córtenle la cabeza.

Los mercenarios se pusieron firmes ante la llegada del líder y presentaron armas. El padre Ildefonso se acercó con una lista.

—Asuntos pendientes —exigió Carità.

—Aquí tiene, señor. El demonio ha infectado sus almas y no soltarán nada. Lo único que hacen es ocupar espacio y expulsar heces por doquier.

Carità repasó la lista.

—Traedlos a todos. De uno en uno.

Los camisas negras que amparaban las fechorías de Carità comenzaron con la procesión de reos. El primer hombre que fue obligado a arrodillarse ante él había sido acusado de espía. Carità ordenó que lo desnudaran. El hombre se meó encima y los nervios provocaron que gritara como si estuviera poseído.

Carità le agarró el mentón con violencia.

—Ni lo intentes. Ahí arriba nadie puede oír tus gritos.

Le agarró la lengua y tiró de ella tratando de arrancársela. El hombre chilló hasta que se quedó sin voz. Carità no cesó en su intento. Se la arrancaría mediante la fuerza bruta. El guardia se quedó sin navaja. Ante semejante espectáculo, decidió que no era buen momento para continuar dando cuenta de la manzana. Carità le descuajó finalmente la lengua con el cuchillo y la boca del reo se convirtió en un río de sangre y alaridos.

—Matadle.

Un disparo le voló la cabeza en el mismo sitio. La tortura para Carità consistía solamente en un tránsito para el infierno, como si de Caronte se tratara. Aquel magnicida nunca maltrataría a alguien y le dejaría escapar.

Sus secuaces trajeron a tres hombres más: otro espía, un ladrón de comida y un barbero. Todos ellos judíos. El primero se unió a la Resistencia antifascista. Carità, sin dudarlo, se acercó a él y, tras obligarle a mantener los ojos abiertos por la fuerza, le apagó un cigarrillo en la córnea. El pobre desgraciado se llevó las manos a los ojos y no cesó de patalear y de chillar. A su lado estaba otro semita que había sido encerrado por robar comida para sus hijos. Mario Carità se aproximó a él y sacó de nuevo la navaja.

—Abridle la boca.

Los milicianos separaron las mandíbulas de aquel hombre a golpes, provocándole heridas en los labios. Carità se entretuvo mientras le arrancaba los dientes con la navaja. El reo trató de evitar la carnicería moviéndose de un lado a otro, pero dos puñaladas en el costado fueron suficientes para mantenerlo inmóvil.

El barbero observaba todo a escasos metros. Era su turno. Pensó en su mujer y en su hija, y en la depravación de la condición humana que le había llevado hasta aquel lugar. El infierno existía, sin duda, y se ubicaba al norte de Florencia. No le quedaban líquidos que expulsar. Sus ojos, hinchados y enrojecidos, ya no emitían lágrima alguna. Su vejiga y su vientre hacía tiempo que habían dejado de funcionar con normalidad. Solo deseaba la muerte. Pero tras ser un indeseado testigo de la brutalidad de Carità, era consciente de que lo que estaba a punto de sucederle era peor que la muerte.

—Así que tú eres el amigo del cónsul, ¿verdad? Has afeitado su cara, has peinado sus cabellos…

Un hombre se aproximó por detrás.

—También realizaba sus trabajos al rabino Cassuto.

Era el padre Ildefonso, el hombre que había delatado al barbero. Alessandro no pertenecía a ningún grupo de la Resistencia, aunque lo hubiera deseado. Su única preocupación en la vida había sido cuidar de Daniella y de Hannah.

—¿Ha hablado?

—Ni una palabra —contestó el clérigo, a sabiendas de que aquel barbero poco podría confesar.

—Sujetadle.

Alessandro iba a ser torturado sola y únicamente por el hecho de ser judío.

—¡No he hecho nada!

—Te equivocas —le contestó Carità son sadismo—. Naciste. Y eso fue un gran error.

Los camisas negras sujetaron la cabeza, los brazos y las piernas de Alessandro.

—¡El barbero afeita a sus clientes! —gritó Carità como si se tratara de un espectáculo—. Pero ¿quién afeita al barbero?

Todos los allí presentes gritaron al unísono.

—¡Carità!

El líder de aquella manada se abalanzó contra el cuerpo de Alessandro y, tras aprovechar la navaja con la que acababa de arrancar numerosas piezas dentales, procedió a rasurar al barbero.

Algunos giraron el rostro a fin de no ser testigos de semejante martirio. Otros observaron con regocijo. Alessandro no tenía lágrimas, pero sí la fuerza necesaria para gritar y patalear. Carità le estaba arrancando a tiras la piel de su cara.

Cuando le hubo desollado por completo y la cara de Alessandro se presentaba completamente descarnada, situaron al barbero al lado de los otros dos judíos.

—Traedme a la Gran Berta.

El paladín de la justicia fascista no se refería al obús de asedio alemán de la Primera Guerra Mundial. Se trataba de un palo de madera, un instrumento deportivo, un bate de béisbol, perfectamente perforado por una centena de clavos.

Lo agarró por el extremo y lo observó con lascivia. Miró a cada uno de los reos que allí se congregaban, pidiendo clemencia. Todos menos Alessandro, que, con la cara ensangrentada, deseaba ser el primero en caer bajo aquel bate.

Carità lo percibió.

—Serás el último, barbero —le dijo a Alessandro apuntándole con la Gran Berta.

Carità comenzó la masacre con el espía. A todos los allí presentes se les revolvió el estómago, a los presos y a los secuestradores. Al ladrón le bastó un golpe para que el bate le arrancara la ya maltrecha mandíbula inferior. Aún con vida, aguantó dos golpes antes de que su cráneo se quebrara por completo.

Alessandro había muerto en vida. Frente a Carità, ya no tenía nada más que temer. Si hubiera tenido fuerza y los músculos de su cara perfectamente funcionales, habría sonreído. Por fin llegaba su hora. Pidió perdón a Daniella y a Hannah y se dispuso a morir.

—Lo estás deseando, ¿verdad, barbero?

Alessandro no contestó. A Carità no le abrumó aquel rostro deshecho. Se aproximó aún más a él.

—Verás. Cuando termine aquí, buscaremos a tu mujer y a tu pequeña. Les contaremos lo que hicimos y lo replicaremos paso a paso con ellas.

Alessandro, impulsado por la ira, quiso abalanzarse contra Carità. Varios hombres lo impidieron.

—Vaya, vaya… Te voy a prometer una cosa: voy a hacer todo lo posible para que tú tardes en morir.

El primer golpe de la Gran Berta impactó en los genitales, provocando que reventaran al instante. Carità se ensañó con cada una de las extremidades. Después, las embestidas empezaron a provocar graves daños funcionales.

En su enajenación, Alessandro observó cómo Carità levantaba una última vez su bate. Su último pensamiento fue para Daniella y Hannah.

El golpe le partió la cabeza en dos.

Herr Rettig entró en la estancia. Tras ver la terrorífica escena y torcer el gesto con repugnancia, interrogó con la mirada a Carità.

—Enemigos de Alemania, Herr Rettig —contestó el propio Carità.

—Von Kunowski requiere información. ¿Quiénes eran?

—El espía, el ladrón y el barbero de la Resistencia partisana.

En la sombra, el padre Ildefonso sonrió.

—Limpien todo esto, hagan el favor. No sé cómo pueden vivir ustedes en estas condiciones.

Con esas palabras, Herr Rettig se retiró. Sabía perfectamente que aquel barbero era el peluquero del cónsul de Florencia. Carità se volvió a sus adeptos con la cara cubierta de sangre y una sonrisa de oreja a oreja.

—Podéis dar de comer a los perros.

En el consulado alemán, Wolf maldecía a sus conciudadanos. Acababa de recibir noticias sobre la última redada nazi en Roma. El embajador Rahn le había informado puntualmente.

Trescientos treinta y cinco civiles asesinados.

El Grupo Partisano de Acción Patriótica cometió un atentado contra la undécima compañía del tercer batallón del Polizeiregiment Bozen, dejando decenas de muertos. Hitler fue implacable. Por orden directa, el comandante de la Gestapo en Roma, Herbert Adolf Kappler, llevó a trescientas treinta y cinco personas a unas minas abandonadas a las afueras de la ciudad del Tíber. Miembros de los Grupos de Acción Patriótica, del Frente Clandestino Militar, pero también estudiantes, profesores y civiles que habían resistido con pasividad el envite alemán. En las Fosas Ardeatinas fueron ejecutados de cinco en cinco mediante disparos en la nuca.

«Una vez más —pensó Wolf— Pío XII ha optado por la pasividad».

Su secretaria entró en el despacho y le explicó detenidamente el asunto en cuestión. Era la carta de un procesado por el Tribunal Militar Extraordinario de Guerra de Florencia, un hombre de veinte años que había sido capturado en una redada de las SS y condenado a muerte por pertenecer a la Resistencia italiana. Acababa de ser fusilado por un pelotón de la Guardia Nacional Republicana, la fuerza de gendarmería de la República de Saló. Alguien se había preocupado de hacer llegar, clandestinamente, aquella misiva al consulado alemán.

De otra manera aquella carta nunca llegaría a las manos de sus padres.

A menos que el cónsul de Florencia interviniera.

Wolf leyó detenidamente la misiva frente a su secretaria.

Florencia, 22.3.1944

Queridos padres,

Mientras pienso en el dolor que sentiréis por la noticia de mi triste destino, quiero escribir para consolaros y aseguraros que he aceptado todo de manos del Señor.

Espero que, como el buen Señor me haya dado la fuerza para soportar tanto dolor, os dé todo el coraje y la resignación. Os pido perdón si no siempre he sido tan bueno como debería haber sido y espero que me perdonéis. Por mí no lloréis porque estoy seguro de que el buen Dios aceptará mi sacrificio y ahora me siento feliz de unirme a él.

Los recuerdo a todos, en particular a mamá y papá, a los abuelos, a los hermanos y a la hermana, a todos los parientes; por mi parte, no se preocupen, no lloren, porque estoy resignado a la voluntad del Señor.

Por este sacrificio os dará todas sus bendiciones y a mí me dará el paraíso donde todos nos encontraremos.

Los beso y los abrazo a todos. Con todo mi cariño,

Leandro Corona

Wolf sintió un nudo en la garganta. No pudo evitar pensar de nuevo en Alessandro. Le imaginó realizando la misma tarea, escribiendo una carta a Daniella y Hannah. Una carta que nunca llegaría. A menos que él interviniera. Encomendó a Faltien la tarea de entregar aquella misiva sin demora a sus legítimos destinatarios.

Como si fuera lo último que hiciese en su vida, Hanna Kiel entró en la oficina del cónsul como una exhalación.

—Gerhard… —dijo jadeante por la carrera.

—Señorita Kiel… —Wolf se levantó de su asiento para atenderla—. ¿Qué ha pasado?

—No se trata de mí, Gerhard. Se trata de Daniella y Hannah, la familia del barbero.

Wolf frunció el ceño. Se temió lo peor. Hanna Kiel se derrumbó en los brazos del cónsul y rompió a llorar.

—Han desaparecido, Gerhard, han desaparecido.

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