Hannah

Hannah


29

Página 31 de 42

29

Junio de 1944

Florencia

Los ojos de los aliados estaban puestos en dos países: Italia y Francia.

El 11 de mayo cayó la Línea Gustav. La línea de fortificación defensiva de los nazis sucumbió ante las escaramuzas aliadas y los alemanes perdieron en la batalla de Montecassino y no pudieron repeler definitivamente a sus enemigos en el desembarco de Anzio. Solo les quedaba replegarse en la Línea Gótica, la franja defensiva al norte de Florencia.

Kesselring se había retirado. Los intentos de Hitler por «desangrar a los aliados» habían fracasado. Roma había sido conquistada el 5 de junio. El desembarco de Normandía se llevó a cabo un día después. Aquella noticia eclipsó por completo la campaña italiana y la toma de la capital romana, a pesar de que los aliados desde el desembarco de Sicilia habían provocado más de cuatrocientas mil bajas alemanas.

—No nos han dejado ocupar los titulares de los periódicos por la caída de Roma ni siquiera por un día —fue lo único que alcanzó a decir el teniente general de las tropas aliadas, Mark W. Clark, tras el Día D.

Desde abril se habían destruido más de veinte puentes e infraestructuras entre la capital de la Toscana y Roma. Las vías ferroviarias en dirección a la Ciudad Eterna habían quedado inservibles. Solo los camiones se atrevían con la travesía.

Ahora sí la ciudad del Arno se encontraba en el epicentro de la contienda.

El área de Grassina fue bombardeada. Campo di Marte sufrió de nuevo violentas sacudidas desde el aire y la zona de Fortezza da Basso fue alcanzada por las bombas de los aliados. El agua potable escaseaba cada vez más. Los ciudadanos formaban grandes hileras y dedicaban gran parte del día a esperar su turno, rezando para que no se agotaran las viandas.

La guerra civil se había acentuado. Más aún cuando fue asesinada una de las autoridades intelectuales más aplaudidas del fascismo, Giovanni Gentile. «El patriarca de la iglesia fascista», tal y como lo definió Berenson. Presidente de la Real Academia de Italia y fiel a Mussolini en la nueva República de Saló, el filósofo del fascismo fue eliminado en unas condiciones que nunca terminaron de esclarecerse. Unos acusaban a un grupo de partisanos del Grupo de Acción Patriótica liderados por Fanciullacci; otras versiones señalaban a Teresa Mattei, discípula de Gentile en la universidad de Florencia, y a su grupo de antifascistas. Las lenguas más venenosas incluso apuntaban a la banda de Carità, ya que Gentile desaprobó públicamente los excesos de violencia de sus interrogatorios. De manera sospechosa, el asesinato de Gentile coincidió con el misterioso despido de Giobbi, el editor de La Nazione, por orden del ministro de Cultura Popular.

La incertidumbre inicial sobre el autor del crimen provocó que el enfrentamiento entre los fascistas y los partisanos se volviera más salvaje.

Un estruendo sacudió la ciudad.

Cerca de la sinagoga florentina, en la Piazza Massimo D’Azeglio, el ejército alemán lanzaba una ofensiva contra un edificio. En su interior, la última sede de la radio clandestina Comisión Radio, propiedad del Partido de Acción, que operaba desde enero y mantenía diariamente contactos e intercambiaba información con los miembros de la Resistencia italiana y los comandos aliados que recorrían el país de sur a norte. Gracias a la comunicación bilateral, los aliados habían acudido en su ayuda con una pequeña brigada de paracaidistas.

Los alemanes no dudaron en utilizar la violencia. Uno de los partisanos más jóvenes se lanzó a la desesperada contra los invasores. Tras matar a un soldado germano, fue herido de gravedad y no tardó en expirar.

Nadie se atrevió a moverse.

Todos los colaboradores fueron capturados.

Todos menos uno. Solo uno pudo escapar. El comandante «Nelson», así le llamaban en clave, tras la huida juró que continuaría con la tarea de informar para honrar a sus compañeros capturados.

Días más tarde, los paracaidistas fueron fusilados junto con algunos presos partisanos y una de las líderes de la radio clandestina, Anna Maria Agnoletti. Los trabajadores de Comisión Radio sufrieron un destino peor. Via Bolognese número 67. Banda Carità.

Tras sufrir innumerables torturas, fueron introducidos en trenes con destino a los campos de concentración del Reich, pero lograron salvarse en el último momento escapando de los vagones del ferrocarril.

Los ojos de Wolf estaban puestos en los ciudadanos. Desaparecidos, encarcelados, fusilados. Los soldados alemanes sacaban a los vecinos de sus lechos bien entrada la noche, cometían violaciones, hurtos, descuartizaciones brutales o asesinatos. La oficina del consulado alemán de Via de’ Bardi estaba desbordada por las peticiones de familiares profundamente aturdidos ante la ausencia de noticias de los suyos. Las pobres almas que acudían a la oficina esperaban encontrar algo de información. Muchas de ellas habían perdido la esperanza de localizar con vida a sus seres queridos. Se conformaban, únicamente, con hallarlos.

El afán del equipo de Wolf era insuperable, a pesar de que debían ejercer sus aptitudes bajo la más estricta confidencialidad intentando evitar posibles espías de la Gestapo. El cónsul no quería que deportaran a nadie de su oficina a un campo de fusilamiento por ayudar a los florentinos.

Repasó una lista. Algunos de los nombres allí anotados no le eran totalmente desconocidos. Tras el último atentado, Enrico Piaggio, el ingeniero, no había sufrido ningún otro ataque. Salvatore Ferragamo, un zapatero conocido en la ciudad por adivinar la personalidad de las personas por su manera de andar, había tenido algunos problemas con sus mercancías, pero no había ido a mayores. Ambos tenían un gran futuro en sus respectivos negocios, por lo que había podido escuchar de sus colegas.

El siguiente nombre le hizo respirar profundamente. Alessandro, el barbero de Santa Maria Novella. Su negocio había sido encontrado totalmente calcinado.

Habían pasado más de dos meses desde su desaparición y en el consulado alemán no habían tenido noticias suyas. Desafortunadamente, tampoco de Daniella ni de su hija Hannah. Parecía como si tras la desaparición de Alessandro, la tierra se las hubiera tragado. Su círculo de confianza continuaba en estado de alerta, pero cuanto más tiempo pasaba, menos esperanzas tenían tanto Hanna Kiel como Gerhard Wolf de encontrar a aquella familia.

Wolf, a pesar de que estaba al corriente de la investigación sobre su trabajo por parte de algunos superiores, como el general de las SS Karl Wolff o Herman Goering, mariscal del Reich, que le pedía explicaciones de todo cuanto sucedía en Florencia, aprovechó aquel profundo malestar para detenerse y elaborar un diplomático telegrama. Comunicó al embajador Rahn que desde la huelga de la primera semana de marzo el consulado alemán en Florencia era visitado diariamente por familiares, cargados de ansiedad y estrés, de los italianos arrestados durante las redadas tomadas como represalias, preguntando por sus paraderos. Al parecer, y así lo comunicó el cónsul, ni las oficinas de la Gestapo ni las agencias de reclutamiento ni los puntos de concentración ni los militares tenían información al respecto. No reparó en trasladar las atrocidades que estaban cometiendo las fuerzas armadas alemanas.

El embajador Rahn devolvió el correo.

Este telegrama fue enviado por el teletipo militar y, por lo tanto, estaba disponible para las autoridades militares alemanas. A este respecto, puedo recordarle nuestra conversación reciente. En principio, me gustaría decirle esto: las autoridades alemanas han hecho todo lo posible, en las circunstancias más difíciles, para garantizar suministros a la población civil italiana y especialmente a los trabajadores. Sin embargo, las huelgas, asesinatos y actos de sabotaje continúan en una escala creciente. Esto ha implicado el derramamiento de sangre inocente alemana e italiana. Debemos ver que tales tendencias de comportamiento hostil por parte de la población italiana llegan a su fin con la mayor severidad y energía, hasta que se eliminen gradualmente. Es por eso que di instrucciones durante la reciente huelga política de que los líderes del movimiento de inactividad deberían ser llevados a campos de trabajo alemanes, sin que sus familias fueran informadas de su destino por el momento.

Es una medida severa, diseñada para crear un cierto estado de ansiedad entre sus familias, a fin de evitar que otros trabajadores se inclinen a participar en tales movimientos. Este impacto psicológico produjo buenos resultados en varias ciudades y sería la única forma de garantizar que en el futuro se derrame menos sangre inocente de Alemania e Italia.

Por supuesto, estoy listo para examinar todos los casos en los que la inocencia de una persona arrestada pueda probarse sin lugar a dudas y para organizar su posible liberación. Pero no hace falta decir que debo aplicar los criterios más estrictos, incluso a riesgo de que una u otra persona tenga que permanecer en el campo de trabajo, dejando atrás a una familia infeliz, ansiosa por su destino.

Si no trato severamente estos asuntos, tendremos que enfrentarnos a muchas sorpresas en las próximas semanas, que deberán pagarse caras con la sangre alemana y la sangre de nuestros aliados italianos, para la angustia y las lágrimas de sus familias. Me alegraría haber podido convencerlo de la corrección, desde mi punto de vista, que debe tener en cuenta al compilar sus informes.

En sincera amistad y en la camaradería de la batalla.

Embajador del Gran Imperio Alemán en Roma

Rudolf Rahn

El cónsul se quedó frío con la respuesta, pero no esperaba ninguna otra alternativa. Era la respuesta que el embajador del Reich debía dar. Sus últimas palabras de amistad y camaradería evitarían que el cónsul estuviera aún más vigilado. Rahn sabía lo que hacía y Wolf sabía que su amigo no podía hacer mucho más.

Tras la lectura del telegrama del embajador, Wolf se encendió un Toscano y observó a través de la ventana. Trató de no pensar en nada. Era consciente de que necesitaba tiempo, aunque aquel deleite era precisamente algo de lo que pocos podían disfrutar. Tiempo.

Meditó sobre cómo había cambiado todo. En mayo de 1933, en la ciudad de Berlín, los que temían los principios de otros terminaron por incendiar toneladas de libros. No dejó de ser un acto de propaganda para la cultura nazi. Wells, Hemingway, Freud o Proust fueron reducidos a cenizas. En este junio de 1944 los actos propagandísticos se limitaban a quemar a las personas.

Razas superiores o inferiores.

Una sola palabra marcaba la diferencia.

Quemar libros no erradicaba los ideales. Aniquilar a las personas, sí.

La aniquilación de la moral también resultaba efectiva. Las mujeres empezaban a ofrecer servicios sexuales a cambio de comida y la prostitución improvisada, en algunas ciudades del país, llegaba a representar el treinta por ciento de la población femenina. Algunas de ellas, obligadas por sus propios hermanos. El cuerpo como moneda de pago sin ningún tipo de escrúpulos.

Las enfermedades venéreas también causaban estragos. En un intento de evitar cuantiosas bajas, las tropas aliadas realizaban campañas de concienciación durante su avance para que los soldados eludieran a toda costa la sífilis y la gonorrea. A pesar de las advertencias, algunos buscaban la compañía femenina tras largas noches y duros días de combate junto a los hombres de su pelotón. Necesitaban sentir, durante el rato que duraban las monedas, que seguían siendo humanos. Sin importar las consecuencias. Nadie se preocupaba por los contagios cuando podrían morir a la mañana siguiente. Otros, los más zafios, solo ansiaban vaciar su masculinidad del modo más primitivo, sin importar dónde o con quién.

El cardenal Dalla Costa se presentó de manera inesperada en su oficina. Wolf se alejó de la ventana y apagó su cigarrillo para saludar a su amigo.

—Querido Gerhard, traigo malas noticias. —El tono serio de Dalla Costa denotaba extrema preocupación.

—Cardenal, hace demasiado tiempo que todas las noticias son malas. —Wolf tenía razón—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nuestro enlace ha sido hecho prisionero.

—¿El guardián o el ciclista?

—El ciclista.

Dalla Costa conocía la inquebrantable fe del florentino Bartali. Un hombre fiel al catolicismo, sobre todo tras la muerte de su hermano. A raíz de aquel fatídico accidente, Gino Bartali se aferró a Dios y a su bicicleta para afrontar la extrema pobreza que azotaba a su familia. Su fe en el Todopoderoso y en el deporte le llevó a ganar su primer Giro con tan solo veintidós años. Cuando ganó el segundo, el régimen fascista de Mussolini no dudó en utilizar su imagen como propaganda en Italia. Hitler tenía su propia metodología publicitaria desde los Juegos Olímpicos de 1936; su homólogo italiano no iba a ser menos.

Era un hombre clave en la encomienda del cónsul y del cardenal. Para evitar las deportaciones a los campos de concentración, Bartali, al igual que Burgassi, representaba un papel esencial. Wolf aplicaba la diplomacia, Dalla Costa la compasión cristiana, Bartali el músculo y Burgassi la picardía. El cardenal otorgaba el perdón y solicitaba clemencia. El cónsul falsificaba la documentación y gestionaba permisos antirreglamentarios. El ciclista recorría la Toscana a golpe de pedal transportando y tramitando la información necesaria. Y el sereno del Ponte Vecchio proporcionaba escondites y resolvía los destinos finales de los judíos que terminarían evitando el exterminio racial en Alemania.

Si una pieza del engranaje fallaba, la misión estaba destinada al fracaso. La red clandestina sería descubierta.

No podían permitir que ninguno faltara.

—¿Dónde? —preguntó Wolf temiendo saber de antemano la respuesta.

—Villa Triste. —La respuesta de Dalla Costa fue contundente.

—Carità…

—No irás solo, Gerhard. Estaré a tu lado.

—Puede que no le guste lo que vea, cardenal.

Wolf condujo su Fiat hasta Via Bolognese. Dalla Costa advirtió que Wolf siempre estaba dispuesto y preparado para todo. Con la ausencia de su mujer y su hija, el diplomático accedía de buen grado a aportar cualquier cosa que estuviera a su alcance. Esa era una de las virtudes del cónsul de Florencia: el comportamiento anticipatorio.

Nada más llegar, aparcaron a un centenar de metros de la finca. Aquel edificio en el casco urbano, tan diferente de la Villa Malatesta, presentaba un aspecto menos solitario, menos tétrico. Wolf recordó la primera incursión tratando de localizar a su mujer y a su hija, cuando se encaró por primera vez con Mario Carità. En este momento todo era distinto. Frente a ellos, un núcleo de viviendas que hacían las veces de oficinas. Los sótanos serían, sin ninguna duda, el infierno.

Intercambiaron unas palabras con el vigilante de la puerta, pues aquellos hombres no tenían permiso del capitán Alberti para acceder a ese lugar.

En esta ocasión, el cardenal estaba totalmente preparado. Bastó presentar una autorización del embajador del Gran Imperio Alemán, Rudolf Rahn. Wolf lo miró extrañado. Dalla Costa le guiñó el ojo. Aquel documento era falso. El cónsul sonrió levemente. El soldado de la entrada, ante semejante documento, no podía impedir el paso a una autoridad alemana como Wolf y tanto el cónsul como el cardenal se introdujeron en el edificio.

Una vez en su interior, les hicieron esperar interminables minutos en una sala de espera. Wolf rezaba por que no hubieran llegado demasiado tarde. Dalla Costa también oraba. No intercambiaron palabras, no contaban con una estrategia definida. Solo tenían la urgencia de salvar al hombre de hierro, Gino Bartali.

Carità se acercó junto a su guardaespaldas, Corradeschi, y su teniente jefe, Pietro Koch. Llevaba en su mano un bate de béisbol, del cual aún se desprendía un hilo de sangre que caía sobre su ropa.

Wolf hirvió por dentro. Se imaginó lo peor. Dalla Costa sintió asco y apartó un momento la mirada.

—Oh, mi Gran Berta. Disculpen. No les he presentado. La Gran Berta, el cónsul y el cardenal de Florencia. Estábamos afanados con la matanza de un cerdo. —Wolf frunció el ceño—. Vamos, cónsul, no empecemos de malas maneras. Me refería a un cerdo de manera literal. No pensará que yo…

Wolf no le permitió que continuara con aquel juego.

—Señores, han hecho ustedes prisionero a un símbolo del régimen, y estamos necesitados de símbolos últimamente.

—Y es un auténtico hombre de fe —intervino Dalla Costa.

—Estaba corriendo por una zona prohibida —afirmó Koch.

—¿En serio es ese el único motivo por el que el gran Bartali ha sido detenido? —preguntó con intención el cardenal.

—En absoluto —replicó Carità, entregando su bate a Corradeschi para que lo mantuviera a buen recaudo—, está aquí para dar testimonio sobre el trato que mantiene con la jerarquía vaticana. Hemos interceptado una carta en la que el Vaticano le agradece la comida enviada por Bartali para los más necesitados.

—En ese caso —aprovechó hábilmente Dalla Costa—, a quien tiene que dar testimonio Bartali es a mí. «Cuando des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Mateo 6:3 y 6:4. El pueblo florentino, el que abraza a los alemanes como sus aliados, también está pasando hambre. En Roma, en Florencia y en todo el país. Celebremos la generosidad de nuestro campeón.

Wolf aplaudió en silencio la agudeza del cardenal y pasó a la acción.

—¿Acaso piensa que la Santa Sede apoya a los partisanos? —preguntó directamente al líder de la banda.

Carità se quedó sin argumentos. Koch trató de pronunciar palabra, pero se encontraba en un callejón sin salida. Aquellos hombres, la dupla formada por el cónsul y el cardenal, utilizaban una herramienta mucho más poderosa que la ira.

La inteligencia.

—Creo que tiene serios problemas con las comunicaciones clandestinas. —Wolf, de nuevo, supo jugar sus cartas—. Le sugiero que se centre en lo que de verdad importa y deje de hacer perder el tiempo a aquellos que otorgan honor y gloria a nuestros aliados.

—Si no, avisará a sus superiores…, ¿verdad? —replicó con burla Carità.

—No se equivoque. —Wolf tenía un as en la manga—. También son sus superiores.

Aquel revés jerárquico provocó una herida en la moral de Carità. Las palabras del cónsul no carecían de sentido. El mercenario no tenía poder. Solo autoridad. Bastaba una orden para que le cesaran de toda labor. Wolf sabía lo difícil que sería conseguir esa orden, pero si los aliados se habían hecho con Roma, era cuestión de tiempo que entraran en la capital de la Toscana.

Koch desapareció unos instantes y volvió con Bartali. Empujó al ciclista, que se situó al lado del cónsul.

—Nunca ha estado prohibida una carretera. No al menos para mí. Estaba entrenando —dijo con serenidad Bartali—. Lo único que han hecho ustedes ahí abajo ha sido amenazarme y provocarme.

Con aquellas palabras, el deportista quería denunciar lo que había sufrido en el sótano. Al parecer, no había tenido la oportunidad de comprobar las mutilaciones que se llevaban a cabo. Solo había sido interrogado.

—Gracias, caballeros —agradeció cortésmente el cónsul.

—Haga subir al padre Ildefonso.

Las palabras de Dalla Costa sorprendieron incluso a Wolf, que lo miró desconcertado. Carità dudó. No tenía la intención de doblegarse ante las palabras del cardenal.

—Ahora mismo —sentenció Wolf tratando de reforzar la petición de su colega.

Con un gesto, Carità ordenó que fueran a buscar al clérigo. Se vivieron momentos de tensión en silencio hasta que Epaminonda Troya, el padre Ildefonso, se sumó al grupo.

—Cardenal… —El padre saludó con una mezcla de timidez y vergüenza, intentando evitar cruzar la mirada con Dalla Costa.

—Sois la vergüenza de la Santa Sede. De los Diez Mandamientos habéis vulnerado al menos los cinco últimos. Tarde o temprano arderéis, en la tierra o en el infierno.

Dalla Costa dio media vuelta para abandonar aquel lugar sin despedirse. El padre Ildefonso se quedó helado, consciente de que desde aquel momento, y tras las palabras del cardenal de Florencia, no podría regresar con dignidad a Santa Maria del Fiore. Sin duda Dalla Costa reportaría la situación a la Santa Sede.

—Volveremos a interrogarle, señor Bartali, no lo dude.

Carità se encargó de que aquella amenaza retumbara en la cabeza del ciclista. Este simplemente sonrió, lo que irritó aún más al homicida.

Wolf acompañó a Bartali hasta el coche, que se encontraba a una distancia prudente y considerable. Una vez allí, presa de la ira, el cónsul soltó un puñetazo contra la chapa de su Fiat, dejando una marca ostensible. Dalla Costa se sobresaltó. Bartali depositó su bicicleta en el suelo y se acercó a ese hombre furioso.

—Lo siento, señor Bartali… No pudimos hacer nada antes.

Este le instó a que no prosiguiera. No hacía falta. Le sujetó con delicadeza la cara. Como si de un padre se tratara, lo miró fijamente a los ojos. Wolf solo pudo escuchar.

—No te enfades —le dijo el ciclista—. El fin justifica los miedos.

Wolf grabó a fuego las palabras de aquel héroe: los miedos, no los medios. Acto seguido, tras asegurarse de que nadie indeseado observaba la escena, el ciclista desmontó una pieza de su velocípedo y entregó un pequeño sobre al cónsul.

Sin más alardes, Gino Bartali se despidió de ellos y montó en su bicicleta. Aquel héroe volvería a correr por el futuro. No solo le esperaba Fausto Coppi; toda una comunidad de judíos dependía de sus pedaladas. Mientras el régimen fascista utilizaba su imagen como emblema de su ideología, él aguantaría esa carga sobre sus hombros y continuaría pedaleando por la justicia, por el pueblo, por la fe. El cuadro de su bicicleta estaba cargado de esperanza. Y estaba dispuesto a guardar ese secreto hasta el día de su muerte.

Wolf invitó a Dalla Costa a que entrara en su vehículo.

Al abrir el sobre, el cardenal sonrió. En aquellos pasaportes se encontraba la primera salvación de una decena de personas. La segunda sería obra de Dios.

Wolf abrió el primer documento.

El nombre le partió en dos.

Se trataba del salvoconducto de Alessandro.

Fisgoneó el siguiente.

Daniella.

No tuvo que mirar el tercero para saber el nombre que encontraría.

Una niña de cinco años.

Hannah.

Y el regocijo se convirtió en pesadumbre.

En el interior del Fiat 1100 se dieron cuenta de que tenían casi todo lo necesario para salvar la vida de numerosas personas.

Únicamente necesitaban lo más importante.

Las personas.

Ir a la siguiente página

Report Page